jueves, 30 de abril de 2020

Le llamaban Legión

"Anda que no molo hoy ni nada", dijo para sí Marcela

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 32.

—¡El objetivo escapa, señor! —dijo un soldado con prismáticos encima de un montículo.
            —Lo sé. Capto el raudo galopar del Minotauro con claridad cristalina —dijo Plutón, que últimamente no dejaba pasar la oportunidad de presumir de su recién adquirida agudeza auditiva. Agudeza que, por otra parte, tenía que agradecerle a Marcia Hellstrom, debido a la implicación de esta en la súbita desaparición de sus ojos—. Ahora soy capaz de oír las sibilancias de una mosca asmática a un kilómetro de distancia…
—Estamos enterados, Plutón. Mira… —dijo Flegias.
—…o la suave caída de una pluma desprendida de las alas de un buitre…
—Sí, oye, Plutón…
—…o la gota de sangre de un torturado aterrizando sobre una sábana de seda…
—¡Plutón, coño!
—¡Joder, Flegias! ¡¿A qué vienen esos gritos?!
—¡Que me atiendas, Plutón, que solo oyes de lejos, hostia!
—¿Qué coño quieres?
—¡Que esos tres ya nos llevan mucha ventaja, con las tonterías!
—¿Que qué?

Curiosamente, el laberinto se encontraba muy cerca de la zona donde había aterrizado nuestro taxi, pero ni Marcia ni yo habíamos logrado avistarlo. Asterión me explicó que la maligna influencia del laberinto se extendía más allá de sus muros, desorientando a las criaturas que se aproximaban a sus inmediaciones.
            —Sobre todo los días nublados —concluyó Asterión.
            Las proporciones exactas de la pétrea construcción resultaban complicadas de calcular a ojo de buen cubero, dado que sus muros se perdían en el horizonte según como miraras. Si mirabas fijamente, parecía imposible de rodear; de reojo parecía sensiblemente más pequeña. Le pregunté a Asterión si el laberinto era como esos lugares de los cuentos que resultan más grandes en el interior de lo que su exterior deja adivinar.  
            —Desde luego —afirmó Asterión—. Aunque nunca he sabido a ciencia cierta si es debido a sus propiedades mágicas o a que está muy bien distribuido.
            Traspasamos el sólido portón que franqueaba el acceso al laberinto solo con girar el pomo. Asterión no veía necesidad de asegurar la puerta con llave porque, a fin de cuentas, no era un lugar que te apeteciera asaltar en mitad de la noche.
            —Todo el que aprecia su existencia se mantiene alejado del laberinto —dijo Asterión—. Bueno, todos menos las Erinias; a esas les gusta más una puerta abierta que a un tonto un lápiz.
—Tienes un laberinto muy coqueto —dije por pura cortesía. En realidad, el lúgubre pasillo que enfilábamos invitaba a dejarte caer en los socorridos brazos de la depresión nerviosa.
—Gracias —dijo el Minotauro Asterión—. Estáis en vuestra casa, amigos. Cuidado con los cadáveres descompuestos.
—¿Quién era ese? —pegunté señalando a un esqueleto vestido con una harapienta túnica tirado en un rincón.
—Un amigo al que hace demasiado tiempo que no veo, deduzco —dedujo el Minotauro—. Os ruego disculpéis el inevitable desorden. Este condenado sitio parece resistirse a cualquier intento serio de limpieza.
—¿Por qué no contratas a alguien que te adecente el garito? —me interesé.
—No, no. —Suspiró—. Tuve a mi servicio a un nutrido número de asistentas cuando estaba vivo. A las dos primeras me las comí.
—Loca juventud —apunté.
—Ja, sí. Tuve una criada muy eficiente cuyo cuerpo incorrupto guardo en una urna de cristal. La encontré en uno de los aseos, con su mano aún caliente agarrando una bayeta .—Asterión se estremeció—. La tengo expuesta en el Salón de las Momias.
—Nunca me habías dicho que coleccionabas cadáveres —dijo Marcia—. ¿Temías que dejara de visitarte?
—Bueno, guardo los que encuentro en buen estado —explicó—. Los monstruos mitológicos encerrados en laberintos nos somos conocidos precisamente por la variedad de nuestras aficiones.
—¿Nos dirigimos al Salón Verde? —pregunté al mirar un cartel con una flecha colgado en la pared.
—No confíes en las indicaciones que encuentres; el laberinto está construido para confundir la mente de los hombres —explicó el Minotauro—. En el cartel puede poner “Al Salón Verde”, pero adonde de verdad conduce es al Salón Rojo.
—Coño —expresé sinceramente.
—En realidad, el recorrido del laberinto no resulta tan, tan complicado. Lo que pasa es que Dédalo, el arquitecto que diseñó todo el tinglado, se puso tibio colocando carteles falsos. Cierta vez encontré una indicación que rezaba “Salida”. Al cruzar corriendo la puerta me caí rodando por unas escaleras —dijo Asterión—. Cuando estaba en la Tierra, el laberinto no mostraba signos de vida propia especialmente destacables. Los muros y las puertas solían quedarse donde los habían puesto. Es lo que tienen las piedras; por sí solas se desplazan poco —aclaró el Minotauro—. Pero cuando bajó al Infierno conmigo, empezó a comportarse de manera errática; las habitaciones cambiaban de lugar, los pasillos no llevaban dos veces al mismo sitio… Más de una vez he cruzado una puerta creyendo que llevaba a la cocina y me he caído en el foso de la orquesta. —Al parecer, el Minotauro nunca perdía la oportunidad de alardear de su Palacete de la Ópera.
Después de equivocarse de camino un par de veces, Asterión dio con el Salón Rojo.
—¡Ah! Pues está aquí. —Parecía gratamente sorprendido.
—¿Milord? —dijo un ser mitad caballo mitad mayordomo nada más vernos entrar.
—¡Hostia! ¡Tienes un Jean-Claude! —observé.
—Un Jean-Baptiste, para ser más exactos.
—¿Sabes? Tengo que reconocer que la primera vez que te vi se me quitaron las ganas de comer —admití—. Pero ahora comprendo que tú y yo tenemos muchas cosas en común.
—¡Amigo mío! —dijo el Minotauro—. ¡No sabes cuánto me alegra haber encontrado un alma gemela en este pestilente lugar!
—Si habéis terminado ya de chocar fraternalmente vuestros brillantes penes, permitidme recordaros que hay una legión de demonios ansiosos por despellejarnos ahí fuera —dijo Marcia.
—¿Se ha metido en líos durante su breve periplo por el exterior, señor? —preguntó el Jean-Claude del Infierno.
—Me temo que estamos siendo perseguidos por unos cuántos tipos poco recomendables que al parecer nos reclaman como ingrediente principal de algún extraño guiso, Jean-Baptiste.
—En tal caso, ¿cancelo su cita con su asesor de imagen, señor? —ofreció el gentil centauro.
—Pero que insolente a la par que servicial eres, lacayo mío.
—¡Esto es genial! —me dirigí a Jean-Baptiste—. ¿Sabes? Yo tengo uno igualito que tú allá en el plano terrenal. Bueno, igual, igual, no. A él no hay que ponerle herraduras.
—Con todo el respeto, señor, no sé si me agradaría conocerlo —dijo Jean-Baptiste.
—Oh, te encantaría. Podríais pasar las horas muertas mirándoos con altivez y dialogando con desdeñoso sarcasmo.
—Supongo que no habrá ocurrido nada de singular relevancia durante mi ausencia —dijo el Minotauro.
—Seguro que es consciente de que el peso específico de esa entelequia llamada “lógica” resulta inapreciable en estas estancias. ¿Me equivoco, amo?
—¿Con esa frase tan demencial e innecesariamente alambicada me quieres decir que fehacientemente sí ha ocurrido algo especialmente interesante durante mi tristemente abortada excursión?
—La respuesta no puede ser menos que afirmativa, milord.
—Espero con un fervor rayano en la desesperación que no se trate de algún acontecimiento aciago. —El Minotauro es de procedencia griega, y ya se sabe que en la Antigua Grecia había más acontecimientos aciagos que tomates, de ahí el comprensible resquemor.
—Depende de la óptica con que se divise, señor.
—¿Me harías el inmenso favor de abreviar un poco, Jean-Baptiste? Me está empezando a doler mi inmensa testa con tanto malabarismo verbal.
—Como no, señor —convino Jean-Baptiste—. Hemos recibido una… ¿cómo la calificaría?
—La califiques como la califiques, preferiría que lo hicieras con un monosílabo —confesó el Minotauro—. O con dos palabras, a lo sumo. Adjetivo y sustantivo, si puede ser. La síntesis no implica necesariamente prescindir de la retórica, tan poco valorada en estos días.
—Inesperada visita —concluyó Jean-Baptiste.
—¿Ha traído algún presente? Qué menos que una botella de vino, digo yo. —El Minotauro me miró buscando mi aprobación. Asentí.
—Si las andrajosas vestimentas que portan sirven como indicativo, me temo que nuestros invitados provienen de un lamentable linaje poco dado a la enseñanza de las debidas reglas de protocolo, milord.
—Y, exactamente, ¿a cuántos invitados albergamos bajo nuestro aciago techo? —Bien es cierto que el techo arrojaba un aspecto un tanto aciago.
—Sígame y podrá contarlos usted mismo, señor —dijo Jean-Baptiste dándose la vuelta con un gracioso “piticlop”.
—Qué inconveniencia —se quejó el Minotauro—. Con lo que me apetecía darme un baño turco.
Seguimos a Jean-Baptiste, que balanceaba hipnóticamente su prominente badajo por el pasillo, hasta el Salón Verde, una acogedora estancia con las paredes tapizadas. Una impresionante cohorte de desposeídos se hacinaba en la diáfana habitación.
—¡Por las barbas del profeta! —expresó con vehemencia el Minotauro—. ¡Se están calentando las manos con un bidón en llamas al lado de las sillas Luis XV! ¡Jean-Baptiste! ¡Jean-Baptiste!
—Estoy a menos de medio metro de usted, milord.
—Jean-Baptiste, ¿cómo has podido dejar pasar a estos desharrapados al interior de mi laberinto?
—El que a todas luces parece ser su líder utilizó muy buenas palabras para convencerme, señor —dijo Jean-Baptiste—. He de decir que el citado joven posee una educación exquisita, a pesar de que el término “par de zapatos” debe evocarle algún tipo de concepto abstracto.
—Ah, qué bien. ¿Y podrías presentarme a ese deslumbrante gentleman descalzo que rige los destinos de esta potencialmente peligrosa plebe?
—¡Hermano! —oí gritar a un negro descalzo.
—¡Coño, Pojinga! —Pojinga corrió a posar afectuosamente sus manos sobre mis hombros—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Haciendo un alto en el camino para guarecernos antes de proseguir nuestra búsqueda de un lugar mejor para mí y los míos, viejo amigo —explicó Pojinga.
—¿Y cuándo piensan partir, aproximadamente? —preguntó el Minotauro—. No es que me moleste dar cobijo a un hatajo de okupas roñosos, pero tendría que comprobar si nos quedan suficientes existencias de paté de salmón, por si piensan ustedes quedarse a desayunar.
—Ah, usted debe ser el gobernante de estas recias paredes. —Pojinga le dio la mano al Minotauro—. Un laberinto muy acogedor, caballero. Sus estrechos pasillos y oscuros recovecos son capaces de encender la imaginación del más lánguido de los hombres.
—Vaya, su actitud es muy positiva —reconoció el Minotauro—. Por norma general, aquellos que se adentran en estos muros tienen visiones de muerte y destrucción total.
—Sí, bueno, quizá deberías cambiar la decoración —opiné—. Quitar esas cabezas humanas colgadas de la pared y poner algunos cuadros de flores.
—Oh, bueno, es que a mí los paisajes y los bodegones no me inspiran nada. Soy aficionado al estilo retro —confesó el Minotauro—. Las cabezas cortadas estaban muy de moda en la Edad de Hierro.
—Eh… ¿alguien ha visto a Marcia? —pregunté.
—Ha dicho “Voy un momento al baño” y después ha murmurado algo sobre atiborrarse de ansiolíticos, señor —informó Jean-Baptiste.
—Por lo visto la noche no hace más que mejorar, caballeros— observó el Minotauro.
—Mucho mejor —dijo Marcia regresando a la estancia. Tenía la mirada un tanto extraviada
—Marcia, cariño, ¿te has metido droga? —pregunté con cautela.
—Afortunadamente, Asterión tiene una provisión bastante golosa de benzodiacepinas en el baño —confesó—. ¿Sabes que estás muy guapo cuando te preocupas? Anda, dame un besito, que te perdono por lo del otro día.
—Bueno, no suelo aprovecharme de mujeres narcotizadas hasta las cejas, pero en tu caso haré una excepción —dije tras dar santa sepultura a mi conciencia.
—No querría parecer grosero, pero no me parece el momento más indicado para amartelarse, pichones —interrumpió el Minotauro.
—¡Qué descaro! ¡Qué desvergüenza! —dijo a mi espalda una voz que se asemejaba sensiblemente al graznido de un cuervo.
Di un paso atrás, aterrorizado por el espantoso panorama que violentó inmisericordemente mi campo visual.
—¡Oh, Dios! ¿Qué ven mis ojos? Son… son… ¡tres señoras de mediana edad!
            Las temibles Erinias me miraron de arriba abajo con desaprobación.

miércoles, 29 de abril de 2020

Arreglando los problemas del mundo en dos patadas

"Es lo que yo digo, que siempre habrá ricos y pobres y eso es asín y no se puede hacer ná"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 31.

El Minotauro limpió los cristales de sus gafas con una gamuza que sacó del bolsillo de la pechera de su batín de seda. Su aristocrático porte solo se veía levemente deslucido por los gigantescos cuernos que coronaban su monumental cabeza de toro.
            —Sin duda, la providencia nos ha reunido aquí —dijo el Minotauro—. De alguna manera, mi subconsciente ha encontrado la correcta combinación para salir del laberinto y venir en vuestra busca.
—Tengo una pregunta —dije—. Dos, en realidad. ¿Nunca has tenido una hernia discal? Quiero decir, exhibes una testa de proporciones considerables…
—¿La segunda pregunta también es una gilipollez? —dijo Marcia.
—Pues ahora que lo dices, lo cierto es que últimamente estoy fatal de las cervicales. De hecho, creo que voy a aprovechar que estoy fuera para comprar una almohada nueva.
—Ahora hacen unas así anatómicas que van fenomenal —informé.
—Sí, sí, estoy enterado.
—La postura que tomas al sentarte también es importante. Observo que arqueas un poco la espalda.
—Quién te iba a decir a ti esta mañana que ibas a acabar el día enseñando nociones de ergonomía a un ser mitológico, ¿eh?  —observó Marcia.
—No, no; tu amigo tiene razón —convino el Minotauro—. La posición que tomo normalmente para leer tampoco es la más adecuada. Después me entran unas jaquecas que para qué te voy a contar.
—Normal, normal. ¿Y flexionas las piernas cuando agarras una bombona de butano?
—¿Soy la única que es consciente de que esta conversación no nos lleva a ningún lado? —dijo la aguafiestas de mi diablesa.
—Te ruego me disculpes, Marcia —rogó el Minotauro—. Últimamente recibo muy pocas visitas, y comprenderás que cualquier conversación, por insignificante que sea, me resulta sobrecogedoramente estimulante.
—Eso te iba a decir —fui a decir—. ¿Cómo es que os conocéis Marcia y tú, si llevas tanto tiempo encerrado en tu laberinto?
—Es mi maldición. Los demás pueden entrar y salir del laberinto con relativa facilidad, pero a mí me cuesta un horror encontrar el lavadero.
—¿Y nunca se te ha ocurrido acompañar a las visitas hasta la puerta?
—Naturalmente. La última vez que lo intenté, conduje a un viejo y querido amigo al foso de lava. Debo decir que, con gran pesar para mi corazón, mi camarada se sintió muy molesto.
—¿Tienes un foso de lava?
—Sí, bueno; cuando me construyeron el laberinto, era eso o el porche. Y, bueno, no es que fuera a salir mucho a contemplar el atardecer tomando una limonada…
—Qué volubles son las modas; ahora casi nadie construye fosos de lava en sus casas —observé.
—Uy, si es que el metro de suelo volcánico se ha puesto por las nubes.
—Y anda que no es difícil conseguir que te den el permiso de obra. Yo quería poner un foso de cocodrilos alrededor de mi vieja mansión, ¿sabes?
—Qué exótico.
—A la par que agreste.
—Disculpad si interrumpo... —dijo Marcia.
—Oh, Marcia, no sabes cuánto lamento estas divagaciones. Como ya he señalado, últimamente no tengo oportunidad de departir con mucha gente… ¿Qué os trae por estos lares?
—Para serte sincera, Asterión, estamos buscando cobijo. —Marcia no se anduvo por las ramas—. Los demonios del Infierno llevan días intentando acabar con mi acompañante, y necesitamos reposo y tiempo para pensar, y, bueno, eres prácticamente la única persona de todo el Infierno que merece mi confianza.
—No sabes cuán honrado me hace sentir el hecho de que hayas venido hasta aquí a solicitar mi ayuda, mi vieja y querida amiga. —El Minotauro abrió los ojos un montón—. Y qué oportuno.
—¿Por qué?
—Cómo te he comentado, en los últimos tiempos mi laberinto no está tan transitado como solía; solo tengo la desdicha de sufrir las inoportunas visitas periódicas de las Erinias, que precisamente se han presentado esta misma mañana para comentarme vuestras atribuladas peripecias de los últimos días.
—Sí. Esas zorras están siempre al tanto de todo.
—Nada más verlas supe que se traían entre manos algún asunto siniestro.
—¿Por qué?
—Porque no se trajeron ni una triste botella de gaseosa.
—Uy, eso está muy feo —aporté.
—Eso mismo pienso yo. Cuando vas de visita, qué menos que llevar una pastas para el té.
—Ya te digo —dije—. Menuda agarrada, la Herminia esa.
—Erinias. Son tres —corrigió Marcia.
—¡Encima! Pues ya podían haber puesto entre todas un fondo común, que no se iban a arruinar.
—Pero no te creas que ha sido solo esta vez, que estas siempre van igual a todos lados —aclaró el Minotauro—. Yo hace eones que no les invito a ninguna fiesta, pero ellas nunca se dan por aludidas. Y, para colmo, se pasan todo el día criticando a los demás. Son de estas personas a las que nada les viene bien.
—Yo conozco a muchas de esas —aseguré.
—Y no te perdonan una. Si les haces algo, se pasan el resto de la vida echándotelo en cara.
—Además, rencorosas.
—Yo es que no las puedo ni ver.
—Es comprensible.
            —¿Qué más te han contado? —intervino Marcia.
            —No mucho, la verdad; en un momento de la conversación, se excusaron y fueron juntas al baño. Lo estarán buscando todavía, supongo. Hace horas que no las veo —Asterión suspiró—. Es lo que tiene vivir en un laberinto. Una vez un entrañable amigo mío fue un momento a lavarse las manos y tardó ocho meses en volver al comedor. Imagínate. La crema de champiñones se le había quedado helada.
            —Qué horror —dije.
            —Me pone enfermo pensar que estarán en alguna parte abriéndome los cajones y pasándole el dedo a los muebles.
—¿Sabes? Me había hecho otra idea de ti —confesé.
—No me digas.
—Sí. No suelo albergar prejuicios, pero tenía entendido que eras un despiadado asesino sanguinario que devoraba vírgenes vivas.
—Maduré.
—Sí, todos pasamos por etapas en la vida.
—¿Oís ese silbido? —dijo Marcia.
Antes de que pudiera decir “¿Qué silbido?”, algo estalló a escasos metros de donde nos encontrábamos, dejándonos perdidos de tierra y hierbajos.
—Qué contrariedad —opiné.
—Ni yo mismo podría haberlo descrito mejor —dijo Asterión limpiándose las gafas—. ¿Debo colegir que nos han lanzado una bomba?
En la lejanía, una caravana de monovolúmenes y elegantes coches deportivos levantaba el polvo del páramo al son de confusos gritos de batalla.
—Parece el ejército de Plutón —señaló Marcia.
—Creo que hablo en nombre de todos cuando digo que sería conveniente retirarnos —sugirió el Minotauro.
—Una propuesta excelente —convine—. Tú primero.
—Oh, de ninguna manera. —El Minotauro se mostró complacido—. ¿Qué clase de anfitrión sería?
—No, no; insisto —dije—. Retírate tú primero, por favor.
Marcia carraspeó.
—¡Oh, Marcia, qué bochornosa falta de caballerosidad! —dijo Asterión—. Por favor, tú primero.
—¿Podemos salir volando de aquí, por favor? —dijo Marcia remarcando cada palabra.
—Chico, yo corro como una locomotora. Agarra a la señorita Hellstrom y sígueme desde el aire.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó mi diablesa.
—Al único lugar seguro que existe en estos parajes. ¡El Laberinto!
—Pero, Asterión, has tardado siglos en salir de allí
—Marcia, aprecio tu preocupación y la amistad que me brindas, pero…

Un discurso sobre el sacrificio personal en pos de un bien común y tal y cual más tarde…

—…por eso es tan importante que el Elegido llegue sano y salvo a su destino y así llevar una nueva luz…

Una parrafada sobre la esperanza de un nuevo mundo después…

—…y, de haber sabido que iba a salir, habría estrenado el chándal, que lo tengo criando polvo en el armario.
—Normal —dije.
—Ustedes disculpen —dijo uno de los soldados de Plutón apostado a nuestro lado.
—¿Sí, caballerete? —dijo el Minotauro, visiblemente contrariado por la interrupción.
—Verán, sus perseguidores desearían saber si van a empezar a huir hoy o...
—¿Tiene que ser ya? —inquirí.
—Eh… pues… Un momento, lo voy a preguntar. No se muevan, ¿eh? —Y se largó.
—Qué grosero —opinó mi compadre con cuernos.
—Así es la juventud de hoy, camarada. No le tienen respeto a sus mayores —sentencié—. Anda, que mi madre me iba a dejar interrumpir una conversación entre un Mesías y un Minotauro. Me metía una galleta, así con el reverso de la mano…
—Es que se han perdido las maneras. Ahora solo les interesan los coches y el fútbol.
—Jarabe de palo, les daba yo.
Marcia estaba sentada en una roca, con las piernas cruzadas y cara de esperar un autobús cuya línea ha dejado de funcionar hace tiempo.
—¿Os queda mucho? —preguntó.
—¿Acaso te aburres, querida? —me interesé.
—No, no. Me interesa mucho quedarme aquí escuchando cómo arreglan el mundo dos tipos que están a punto de acabar hechos un guiñapo por una horda de demonios furiosos.
—Yo estoy muy a gusto; pero podemos irnos, si os parece —dije.
—Como queráis; por mí que no quede —dijo Asterión—. ¿Tenéis tabaco?
—Señores —dijo el soldado, que había vuelto subrepticiamente a nuestro lado—. Que dicen sus perseguidores que vayan tirando, si eso. Que otro día no les importaría esperar, pero que hoy les viene fatal, que después tienen que ir a no sé qué guerra ultraterrena o no sé qué.
—¿Que qué? —dijo Marcia
—Una guerra ultreterrena, querida —repetí—. Tú no lo entenderías.
—¡¿Qué qué?!
—Son cosas de hombres, cielo —dije condescendiente—. Anda, ¿por qué no nos dejas este asunto a nosotros y vas a limarte las uñas o lo que sea?
—Brillante idea. —Y se las limó en mi jeta.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Zorra desquiciada!
—Pareja, pareja —nos llamó el Minotauro—. Deberíais mantener en privado estas discusiones de enamorados.
—¿Enamorada yo de este… este…? ¿Cuál sería la palabra adecuada…?
—¿Excelente muchacho? —propuso acertadamente el Minotauro.
—En honor a la verdad, esas son dos palabras —corregí, después de comprobar que mis mejillas no estaban sangrando.
—Una corrección muy oportuna, mi querido amigo. Pero no es menos oportuno admitir que resulta altamente complicado condensar tus admirables virtudes en un solo vocablo.
—Me halagas —dije con modestia.
—Cabronazoegoístadescerebrado —dijo Marcia, a mi modo de ver totalmente fuera de lugar.
—¡¿A qué viene eso ahora?!
—La palabra que estaba buscando. Tres palabras en una, en honor a la verdad.
—Ejem —ejemeó el soldado.
—Ah, claro —cayó en la cuenta el Minotauro—. ¿Os parece que nos vayamos, y excusad la aplastante aunque oportuna vulgaridad, cagando leches?
            —Cagando leches, pues —accedí.

martes, 28 de abril de 2020

La historia del Minotauro Asterión según una frutera con déficit de atención

"¿Dónde sabrá metío el repartidor del MarDónal©?"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 30.


I. Minos, monarca notorio, encuentra un toro en su dormitorio.

Cuenta la leyenda que un aciago día, Minos, rey de Creta, terminó su partida de tute cabrón antes de lo previsto y al volver a palacio encontró un toro escondido en el armario, insólito hecho que provocó que el iracundo monarca hiciera nota mental de pedir explicaciones a su mujer, Pasífae. Más tarde, mientras daba buena cuenta de un potaje de berzas, Minos decidió que traer el asunto a colación requería cierta delicadeza.
—Dulzura…
—¡ÑAM! ¡GROMPF! ¡BUUURRRP! ¿Sí, cielo?
—Digo yo, ¿te acuerdas de aquella túnica blanca que me gusta tanto?
—¿Cuál? Porque tienes muchas túnicas blancas, no por nada eres griego. ¿La blanca blanca o la blanca pero menos?
—La blanca blanca.
—¿La blanca blanca nueva o la del año pasado?
—La del año pasado.
—¿La que te manchaste de mostaza?
—No. La otra. La que solo me he puesto dos veces.
—Ah, la que te compré para la boda de tu primo Pericles.
—El coño de tu hermana —dijo Minos—. La otra, la túnica de bonito.
—¿La de jugar al golf?
—Esa.
—Pues especifica. ¿Qué le pasa?
—Pues que… coño, con tanta tontería, se me ha olvidado lo que iba a decirte.
—Está en el armario.
—No, ya. Eeeeeh… Ah, sí. Que digo que habrá que darle un lavado.
—¿Por qué? Está limpia.
—Ya no. Verás, resulta que un toro ha decidido poner a reposar encima de mi túnica sus generosos testículos. Llámame escrupuloso, si quieres.
—¿U-un toro en el armario? Es la primera noticia que tengo…
—Oh, ¿no te has enterado? Pues anda que no he corrido nada. No veas cómo ha dejado el salón de la porcelana, el bicharraco…
—Se cuelan tantos bichos ahora en primavera… ¿Te acuerdas cuando te dije que había polillas en el armario? Quizá tenía que haber hecho una limpieza a fondo. Pero claro, lo fui dejando, dejando… y mira.
—Claro, claro. Me he llevado una impresión muy fuerte, ¿sabes?
—Lo imagino. Qué susto has debido pasar...
—Desde luego. Ese toro tan grande y tan negro, bufando dentro de nuestro armario… No veas el cabreo que ha pillado cuando le he machacado su enorme y erecto falo al cerrar la puerta de golpe.
—¿Oh?
—Como lo oyes…
—¿E-erecto?
—Erectísimo.
—Sí, bueno, en esta época están fatal con el celo, los animalitos —dijo Pasífae sin levantar la vista de su plato.
—Sí, quizá tengas razón.  ¿Sabes querida? No he podido evitar observar que andas hoy de manera un tanto… cómica.
—¿Disculpa?
—Sí, caminas con las piernas muy separadas… ¿Te ha salido un absceso en la vulva, acaso?
—¡Oh, no! Pero cómo se te ocurre…
—¿Y el cojín que has colocado antes de sentarte?
—¿Qué estás insinuando?
—Pasífae, Pasífae, que el otro día te pillé haciéndole ojitos a un bull terrier.
—¡Minos! ¿Me estás acusando de algo?

II. Nacimiento de Asterión, en una clínica privada que costaba un riñón.

—Enhorabuena, señora —dijo la matrona—. Acaba usted de tener un monstruo mitológico grande y saludable.
—Ea, y tu madre empeñada en que iba a ser un niño —recordó Minos—. No, si ya decía yo. Te has pasado todo el embarazo con antojo de pasto. “Anda, cariño, sácame a pastar”. Debí de haberme olido algo.
—Oh, Minos, no te enfades. Mira que bebé tan guapo.
—Guapo, los cojones. No me explico cómo no te ha desgarrado el útero con esos pedazos de pitones.
—Todavía no he decidido qué nombre le voy a poner.
—No sé. ¿Morlaco Boy?
—¿Cómo puedes ser tan insensible?
—Venga, mujer, no me jodas. Si, más que un bebé, parece un enemigo de Spiderman.
—¿Dé quién?
—Un héroe griego. Tú no lo conoces.
—Creo que le voy a poner Asterión.
—Hala, Asterión. Tú no podías elegir un nombre normal, como Arístides o Andrómedo.

III. Infancia y juventud de Asterión, que en griego antiguo también rima con cojón.

Poco se sabe de la infancia y juventud del Minotauro, pero de alguna manera tenemos que justificar la apertura de un epígrafe dedicado al respecto, así que diremos que en el colegio las pasó canutas. Su atípico aspecto físico era motivo de chirigota para el resto de sus compañeros de clase, incluidos el Bizco, el Orejas de Soplillo y el Tartaja. Pero cuentan las crónicas que un aciago día, a la hora del recreo, al Minotauro se le inflaron las pelotas y, bufando el sándwich de salami que le había preparado su madre, se lió a hostias en el patio y se quedó solo.
—Buenos días, Majestad —saludó el psicólogo de la escuela cuando Minos entró en su despacho.
—Al grano, doctor Heinzhoffer —dijo Minos—. Ya llego tarde a mi clase de salsa.
—Bien, Majestad. Verá, su vástago ha iniciado una pequeña reyerta en el patio durante la clase de gimnasia del profesor Pilates, y ya conoce la política de esta escuela en lo referente a ensartar indiscriminadamente a sus alumnos.
—Ah, ese pequeño bastardo. Está pasando una pubertad muy difícil, ¿sabe usted? Ya está empezando a satirear a las terneras, y lo peor es que no puedo reprenderle a causa de su madre, que lo tiene sobreprotegido. “La culpa es de las vacas, que van provocando”, dice.
—Me hago cargo, Señor, pero lo cierto es que este súbito e inesperado acceso de violencia nos preocupa sobremanera. Y, a riesgo de pasar por atrevidos, nos preguntábamos… bueno, si cree que Asterión…
—Agárreme un cojón.
 —Sí, jaja, Majestad. Cómo decía, nos preguntábamos si Asterión se está criando en un ambiente recomendable para un muchacho de su edad, Señor. Quiero decir, si su entorno familiar es el más adecuado.
—Bueno, doctor, supongo que somos una familia normal. Aparte de la zoofilia de su madre y mi creciente interés por la sodomía, no creo que Asterión se vea expuesto a conductas perjudiciales para su correcta formación espiritual.
A pesar de los severos castigos aplicados por Minos, como romperle sillas en la cabeza (en la Antigua Grecia, la Pedagogía era un campo en lento desarrollo), la escalada de violencia del Minotauro Asterión se desveló imparable. De objeto de las burlas pasó a ser el matón del colegio. El Minotauro empezó a llevar camisas desabrochadas, pantalones ajustados y una navaja en el bolsillo trasero.
—Querida, estaba pensando en sacar al niño del colegio —le dijo Minos a Pasífae un aciago día (por lo visto, en la Antigua Grecia había días aciagos por un tubo).
—¿Piensas desescolarizarlo?
—Sí, pienso descoza… descola… desescoza… ¡Mierda! ¿Cómo has dicho?
—El Minotauro está escolarizado, ¿quién lo desescolarizará? El desescolarizador que lo desescolarice, buen desescolarizador será. Ahora tú.
—Pienso ponerlo a trabajar.
—¿En qué? ¡Si no sabe hacer la ómicron con un canuto!
—Bien, entonces lo encerraremos en un laberinto.
—¿Esa es la segunda opción? ¿Y no se te ha ocurrido, no sé, meterlo en un cursillo de alfarería?
—La decisión está tomada. Voy a encargar su construcción a Dédalo, el tipo que diseñó nuestro palacio.
—¿Dédalo sabe algo sobre laberintos?
—Supongo. Yo tardé seis meses en enterarme de que teníamos un segundo cuarto de baño.
—Bueno, tú eres su tutor legar. Si te parece lo más conveniente…
—Sí, pero comunícaselo tú. A mí no me perdona que me comiera el rabo de su padre biológico con guarnición de papa asada.

IV. Encierro y muerte de Asterión en un laberinto de sólida construcción.

Si se sabe poco de la infancia y la juventud del Minotauro, no os digo nada del encierro y la muerte. No porque su leyenda esté envuelta en el secretismo, sino porque pasó hace ya un taco de años y porque mi frutera, que fue quien me contó a mí la historia, tiende a inventarse alegremente las partes que ha olvidado. Solo se conoce a ciencia cierta que, en la soledad de su encierro,  el Minotauro se aficionó a devorar vírgenes.
—Querido, ¿tú sabes quién le está suministrando vírgenes al niño?
—Sí, yo —dijo Minos sin levantar la vista del suplemento dominical.
—¿Por qué? Hijo, a veces tienes ideas de filósofo retirado.
—Porque el otro día le llevé un plato de calamares y me lo tiró a la cara.
—Hay que ver, con lo que le gustaban las verduras de pequeño…
—¿Qué quieres que te diga? Se habrá vuelto majareta. No me extraña, encerrado solo en ese laberinto, sin nada que hacer en todo el día aparte de cascársela.
—¿Qué? ¿Mi niño se la casca?
—¿Y qué esperabas? No es que tenga muchas posibilidades de conocer a una linda Minotaura.
—¿Sabes? Creo que ya va siendo hora de levantarle el castigo.
—Sí, hombre, ahora que acabamos de enmoquetar el salón.
Así que el Minotauro Asterión siguió encerrado en su laberinto zampando vírgenes hasta que, desoyendo los consejos de su médico de cabecera acerca del control del colesterol, le sobrevino un infarto que lo dejó en el sitio.

—No es precisamente una muerte muy épica —le dije a mi frutera cuando terminó de narrar la historia del Minotauro.
            —Sí, bueno, pues el próximo día te vas y le compras los melocotones al puto Homero.