lunes, 30 de junio de 2014

Prólogo a ¿Dónde vas con la tostadora?

"Esto no es una tostadora, es un salchichón. A mí no me la cuela usted", célebre obra de Rene S'appuyer à la Tomate. 


Por Quintín Caralho

Cuando la Editorial Vasectomizado e Hijos me llamó para ofrecerme prologar este libro, mi primera reacción fue cortarme con la maquinilla de afeitar. No esperaba ninguna llamada a esas horas, y lo primero que pensé fue que mi madre se había caído por las escaleras. Afortunadamente, se trataba de mi viejo amigo Mario Pucherillo, editor visionario, conciudadano tolerable y novelista perezoso (Las farolas y las piezas dentales [1995], Súbete a la acera, que te va a pillar un coche [2003]). No creo que sea preciso recalcar la tremenda satisfacción que supone para mí escribir el prólogo de esta nueva edición de ¿Dónde vas con la tostadora?, una de las obras mas inclasificables de Clotildo Tamboril. Como es de conocimiento público, la publicación de su primer libro de relatos (El perro que me miró como si me conociera de algo y otros cuentos) pasó bastante desapercibida al principio, sobre todo porque salió a la venta el mismo día que estalló la Guerra Civil Española. Tamboril culpó al Bando Nacional de la escasa repercusión de su libro; llegó incluso a escribir una carta dirigida al mismísimo Franco en la que se mostraba indignadísimo (“Ya podía haberse esperado un mesecito para sublevarse, que me ha hecho usted la puñeta”, llega a espetar en la cuarta página de la misiva). Esta recriminación sentó como un tiro al Generalísimo, que en seguida emitió una orden de fusilamiento. Como la carta venía sin remitente, la Guardia Civil tardó dos meses en localizar el domicilio de Tamboril, pero, para entonces, el escritor ya había huido a Francia. Los detalles de su fuga han pasado a la Historia y son dignos de una genuina novela de espías: El autor consiguió que un piloto anarquista amigo suyo accediera a llevarlo como pasajero en su avioneta a condición de que, una vez cruzada la frontera, Tamboril lo invitara a desayunar alguna especialidad de la tierra (este episodio inspiró un de los relatos contenidos en el presente libro, “…y una baguette de foie barato para mi amigo”). Creyéndose a salvo de la persecución fascista, el destino jugó a Tamboril una mala pasada: una vez instalado en la cabina y rumbo a Francia, Tamboril se acomodó descuidadamente en su asiento, con tan mala fortuna que pulsó sin querer el botón de eyección. Los que fueron testigos de su aterrizaje en Tarragona recordarían el episodio durante años. Era la primera vez que algunos veían a un paracaidista; otros, en cambio, habían visto a un paracaidista con anterioridad, pero jamás a uno tan abochornado. Finalmente, Tamboril realizó lo que le restaba de trayecto escondido en las alforjas de una mula. Una vez en Francia, el autor no tardó mucho en causar estupor entre la élite de las vanguardias artísticas europeas, tanto por su talento literario como por sus costumbres exóticas, entre las que sobresalía la de orinar en un portal a plena luz del día sin mostrar signos de vergüenza o arrepentimiento. Los surrealistas acogieron con entusiasmo en su seno a Tamboril y le dejaron elegir litera, para disgusto de Louis Aragon, que llevaba meses durmiendo en la de arriba y ya le había tomado el gustillo. De estos primeros años en el exilio destacan el poemario Esta noche, las estrellas brillan (por su ausencia), dotada de un descorazonador patetismo; las obras de teatro Al General no le sienta bien el sombrero, La vida sería bella si estuviera mejor alicatada y Aquella croqueta en concreto (conocidas en su conjunto como la Trilogía con Poco en Común); su única novela, Tócame los hematomas (la desgarradora historia de un masoquista tímido), y, por supuesto, esta ¿Dónde vas con la tostadora? que tiene usted entre sus manos. Cénit literario de Clotildo Tamboril, ¿Dónde vas con la tostadora? reúne una aparentemente caótica selección de poemas, relatos, ensayos, obras teatrales de un acto, disertaciones filosóficas, cartas y hasta una hoja de reclamación (la despiadadamente mordaz “¿Pilas incluidas? ¿Incluidas, dónde?”). Entre las joyas de esta colección no precisamente escasa de ellas, podemos encontrar el que quizá sea el relato más conocido de su autor, “Mademoiselle Francine se encuentra en casa”, donde el innominado protagonista visita cada tarde a la Francine del título, creando en ella (y en el lector) la falsa impresión de que su amigo alberga algún tipo de interés romántico, cuando en realidad lo único que le interesa es el excelente queso de bola que Francine guarda en su alacena y que saca en contadas ocasiones. Este brillante cuento ha suscitado diversidad de opiniones entre los estudiosos de la obra de Tamboril: Para el crítico Leocadio Colgandero, “Mademoiselle Francine se encuentra en casa” es una parábola sobre la Guerra Civil, opinión que encaja a la perfección con su afamada teoría según la cual toda la literatura escrita por españoles en el exilio durante los años de la Guerra Civil, trata sobre la Guerra Civil.  Sin embargo, el catedrático Elíseo Cataplínez desecha la teoría de Colgandero y expone que el relato deja traslucir la nunca demostrada inclinación homosexual de su autor, opinión que se ajusta a su teoría según la cual todos los escritores son homosexuales. Por otra parte, una gran mayoría de analistas coincide en que, seguramente, el día que Tamboril escribió el cuento no tenía un triste trozo de pan duro que llevarse a la boca y, a lo mejor, hasta le dio un poquito de fiebre. Lamentablemente, poco más dio de sí la obra de un hombre llamado a convertirse en un grande de las letras hispánicas; las musas todavía lloran al recordar aquel aciago día, en plena Plaza Pigalle, en que un rinoceronte confundió a Clotildo Tamboril con un sofá de dos plazas.

PESADILLO Por Clotildo Tamboril

Se levantó de la cama con dificultad, se dirigió al baño y se miró al espejo. Las ojeras le llegaban hasta la barbilla. Aquella noche, cuando se quedó dormido, soñó con un desconocido que se paró delante de él y le gritó “¡Despierta!”. Acto seguido el tío le arreó un sopapo, momento en el que despertó sobresaltado. Cada vez que lograba conciliar el sueño, aparecía el mismo tipo que le gritaba y le arreaba. No había pegado ojo en toda la noche. Se echó a llorar delante del espejo, corroído por la angustia.

ENCONTRÉ UN PICAPORTE BAJO EL SILLÓN Por Clotildo Tamboril

            -Tú sigue, sigue tirando patatas fritas al suelo –me espetó Marcel.

Me quedé perplejo. Aquella tarde estaba muy susceptible a causa del desplante de Juliette. Todo por su mala cabeza; si se hubiera dado cuenta de lo arrugados que estaban los faldones del chaqué, quizá…

jueves, 19 de junio de 2014

¡¡El Agente 0’05 llama a su mujer desde Estambul!!


INT. HABITACIÓN DE HOTEL. DÍA.
Una elegante habitación de hotel, preparada para recibir a un nuevo huésped. El inodoro está precintado, aunque nosotros no lo podemos ver; crean en nuestra palabra. Se abre la puerta y entra ¡CEROCOMACEROCINCO, el más discreto de los agentes del Servicio Secreto! El agente arrastra sus maleta con ruedas hasta el centro de la habitación y suelta su chaqueta sobre la cama. Tiene la camisa empapada de sudor y se nota que se acaba de aflojar la corbata en el ascensor. Se dirige hacia el teléfono y marca un número. La línea suena unos segundos hasta que alguien descuelga al otro lado.

ANGIE (off): Residencia del agente secreto Cerocomacerocinco y su esposa Angustias Míguez.
CEROCOMACEROCINCO: Angie, soy tu marido. ¿Te has parado a estudiar con detenimiento alguna vez el nombre de mi profesión? “Agente secreto”. La clave está en la palabra “secreto”.
ANGIE (off): Ay, hijo, perdóname por ir por ahí presumiendo de ti. ¿Qué quieres que le diga a la gente que eres? ¿Agricultor?
CEROCOMACEROCINCO: Funcionario. Ya lo hablamos la última vez.
ANGIE (off): Eso ya se lo dije el mes pasado a la Ramona, la de la frutería. ¿Te lo conté? Creo que te lo conté. Y la Ramona dijo, “¿Qué clase de funcionario? Porque hay muchas clases de funcionarios: Policías, médicos, maestros, esos que repintan los pasos de cebra y le cambian las bombillas a las farolas…”. Me puse nerviosa y le dije que de esos últimos. Ahora todo el barrio cree que te dedicas a repintar pasos de cebra y a cambiar las bombillas de las farolas. Y me da mucha rabia, por eso al teléfono digo tu verdadera profesión. Lo malo es cuando estás de viaje. Hace dos semanas, cuando atrapaste a ese líder terrorista, ¿te acuerdas? Virtudes la del quinto vino a cobrar la comunidad y me preguntó por ti. “Está repintando pasos de cebra en Kazajistán”, le tuve que decir. Ahí estuve rápida; le conté que formabas parte de un tratado internacional de intercambio de repintores de pasos de cebra. ¿Se dice “repintores” o “repintadores”? Porque si el que pinta es un pintor, y no un pintador, el que repinta será un repintor, vamos, digo yo.
CEROCOMACEROCINCO (masajeándose con dos dedos el tabique nasal): Angie, mira, acabo de llegar al hotel…
ANGIE (off): ¿Qué tiempo hace en Estambul?
CEROCOMACEROCINCO: Mucho calor. Estoy chorreando de sudor. Oye…
ANGIE (off): Ahora te quitas los zapatos y metes los pies en agua con sal, que si no se te hinchan que da susto verlos. ¿Tienen bidés en Estambul?
CEROCOMACEROCINCO: Cariño, ¿me quieres escuchar?
ANGIE (off): Ay, hijo, qué ciezo te pones. Dime.
CEROCOMACEROCINCO: Mira a ver si me he dejado el cargador del móvil en la mesita de noche.
ANGIE (off): ¿El del móvil tuyo o el del trabajo?
CEROCOMACEROCINCO: El del trabajo. No he mirado en la maleta, pero me da la impresión de que se me ha olvidado meterlo.
ANGIE (off): Espera que lo mire, que tengo el ilalámbrico… ilarámbrico…
CEROCOMACEROCINCO: Inalámbrico.
ANGIE (off): Iralámbrico.
CEROCOMACEROCINCO: I-na-lám…
ANGIE (off): Ah, mira, sí, aquí está. Te lo has dejado aquí, sí.
CEROCOMACEROCINCO: Mierda.
ANGIE (off): ¿Te hace mucha falta?
CEROCOMACEROCINCO: Pues claro que me hace mucha falta.
ANGIE (off): ¿Y no le sirve el cargador de tu móvil?
CEROCOMACEROCINCO: No, no le sirve. El móvil de empresa es un nuevo modelo de prueba desarrollado por nuestro Departamento de I+D+i.
ANGIE (off): ¿Y el italiano ese no te puede mandar otro cargador por correo certificado?
CEROCOMACEROCINCO: ¿Qué italiano?
ANGIE (off): El italiano ese del departamento. ¿Cómo has dicho que se llama? ¿Ildemassi?
CEROCOMACEROCINCO: ¡Qué Ildemassi ni qué cojones! ¡Yo he dicho Departamento de I-más-De-más-i!
ANGIE (off): ¿Y eso qué es?
CEROCOMACEROCINCO: Pues… (Suspira) El laboratorio.
ANGIE (off): Los que construyen los cacharritos.
CEROCOMACEROCINCO: Equilicuá.
ANGIE (off): Pues vaya plan. Y, oye, ¿el móvil tuyo no te hace el avío?
CEROCOMACEROCINCO: Pero cómo me va a hacer el avío, mujer. Si el móvil de empresa tiene rayos X, infrarrojos, ultravioleta, láser…
ANGIE (off): Uy, el láser; no me lo recuerdes.
CEROCOMACEROCINCO: ¿Qué pasa?
ANGIE (off): No te lo iba a contar, pero es que me cuesta mucho guardar un secreto.
CEROCOMACEROCINCO: No me jodas.
ANGIE (off): El otro día te cogí el móvil del trabajo para llamar a mi madre.
CEROCOMACEROCINCO: ¿Qué?
ANGIE (off): La batería del mío se estaba cargando, y cogí el tuyo. Salí a hablar al balcón, ¿sabes? Para fumarme un cigarrito, porque como no te gusta que la casa huela a tabaco…
CEROCOMACEROCINCO: Abrevia, Angie.
ANGIE (off): Total, que cuando terminé de hablar con mi madre fui a colgar, y no sé a qué le di, que le pegué fuego al toldo.
CEROCOMACEROCINCO: ¡Me dijiste que había sido un tío con una bengala!
ANGIE (off): No. Fui yo con el láser. Perdona, Cerocoma.
CEROCOMACEROCINCO (se pasa la mano por la cara): Bueno, no pasa nada. Lo hecho, hecho está. Pero no vuelvas a toquetear mí móvil de empresa, ¿de acuerdo? Es un arma ultratecnológica peligrosísima.
ANGIE (off): Te juro que yo no he estado toqueteando el móvil. Solo aquella vez del toldo. Y, bueno, cuando me descargué la aplicación esa que suena como un pedo.
CEROCOMACEROCINCO: ¡¿Fuiste tú?!
ANGIE (off): Uy, qué alto se te escucha ahora.
CEROCOMACEROCINCO: ¡No se me escucha alto! ¡Estoy gritando!
ANGIE (off): ¿No te hizo gracia?
CEROCOMACEROCINCO: ¡Uy, una gracia que te cagas! Estaba intentando pillar a un importante traficante de armas cerrando un trato con un político corrupto y, en vez de una foto acusadora, les tiré un cuesco. No veas qué risa.
ANGIE (off): ¿Estás disgustado?
CEROCOMACEROCINCO (suspira): No, no estoy disgustado… Bueno, sí estoy disgustado, pero no por lo del toldo, ni porque me hayan prohibido la entrada a la Embajada de Ruanda por culpa del puto pedo. Es por mi mala cabeza. Necesito el móvil para infiltrarme en la guarida secreta de Octavius Starkweather.
ANGIE (off): ¿Ese quién es?
CEROCOMACEROCINCO: Octavius Starkweather. Mi archienemigo. Te he hablado de él cientos de veces.
ANGIE (off): ¿Ese que es calvo?
CEROCOMACEROCINCO: El calvo, sí.
ANGIE (off): ¿Y por qué no te compras un mono?
CEROCOMACEROCINCO: Angie, ¿te has vuelto loca, o estás manteniendo una conversación paralela con un organillero?
ANGIE (off): No me has entendido; me refiero a un mono de trabajo. Te compras un mono, te plantas en la guarida secreta, y les dices a los guardas que vienes a cambiarles las bombillas. Cómprate también si eso un bigote postizo, para que no te reconozcan. Se me acaba de ocurrir.
CEROCOMACEROCINCO: Sí, como estratega te vamos a contratar en el Servicio Secreto, no te jode.
ANGIE (off): Ay, hijo, es que nunca estás conforme con nada. Te he metido el pijama de algodón en la maleta, ¿lo has visto? Como, según tú, el de franela te da picores…
CEROCOMACEROCINCO: Sí, bien, mira, Angie, te llamo luego, ¿vale? Voy a deshacer el equipaje, meterme en la ducha, y después voy a llamar a Arbogast, que se va a poner hecho un verraco cuando le cuente lo del cargador.
ANGIE (off): Bueno, cena ligerito, ¿eh? Y nada de martinis con vodka, que al principio muy bien, pero luego te sientan como un tiro.

martes, 17 de junio de 2014

El Sr. X y el sitio del piano

Algunos de sus conocidos aseguran que rastrear la pista de algún tipo de aspiración temprana en el periplo vital del Sr. Fulano Equis supondría una tarea abocada al fracaso, y, a todas luces, mortalmente aburrida. Aspiración, Ambición, incluso Inspiración, son conceptos demasiado grandes y blindados para el Sr. X, que además siente cierto recelo por las palabras acabadas en “ón”, terminación que invariablemente trae a su excitable cerebro imágenes de columnas de mármol lloviendo del cielo para clavarse en el asfalto. Sin embargo, existió una época en que podían hallarse unas manidas migajas de inquietud en su interior, migajas que con los años serían fácilmente sacudidas del mantel de sus pretensiones con la ayuda de una mesa de despacho y varios kilos de albaranes. Durante un breve periodo de tiempo (demasiado breve como para permitir la germinación de una semilla de ilusión en esa tierra baldía que el Sr. X llamaba caritativamente “años de juventud”), el Sr. X mostró cierto interés por los pianos; no en tocarlos, ya que sentía una visceral aversión por las notas musicales desde que una vez a los tres años de edad pisó sin querer una bocina afinada en clave de fa, sino en moverlos. El Sr. X tenía la impresión de que estuviera donde estuviera colocado un piano, siempre quedaría mejor en otro sitio. Quizá unos centímetros a la izquierda, quizá más cerca de la pared, quizá más alejado del sofá; por norma general, estaba convencido de que la ubicación de un piano siempre era susceptible de mejorar. El Sr. X vio su primer piano a los diez años de edad, en casa de su tía Carlota. Nunca del todo consciente de la existencia de otros seres vivos a su alrededor, sin embargo el Niño X tenía a bien tratar con condescendencia a su tía Carlota, porque se decía a sí mismo que un niño como él merecía tener una tía llamada Carlota (un nombre intolerable para una madre), y porque su tía y él tenían una manera de pensar con algunos puntos en común: los dos coincidían en que el chocolate no aportaba nada digno de mención al correcto desarrollo de un infante y en que las corbatas no eran incompatibles con los pantalones cortos. Pero había un asunto sobre el que el Niño X  y su tía discrepaban, asunto que sería conocido en años venideros como La Polémica de la Sala del Piano. Para empezar, al Niño X le irritaba profundamente la denominación “Sala del Piano”. Solo se llamaba “La Sala del Piano” porque había un piano dentro, y el Niño X sabía de buena tinta que, antes de la llegada del piano, en la misma estancia reposaba un clavicordio, y que la sala era llamada en ese pasado remoto “La Sala del Clavicordio”. Según la particular organización mental del mundo del Sr. X, el nombre de las habitaciones de un hogar debe determinar para siempre su uso. Cuando compras una casa vacía, opina el Sr. X, y dices “Este será el cuarto del niño”, ese debería ser para siempre el cuarto del niño, y detesta cuando los hijos de sus conocidos se independizan y “El Cuarto del Niño” pasa a ser “La Salita”, “El Despacho” o “La Habitación de Planchar”. Para el Señor X, son tales incongruencias las que conducen sin remedio a la Humanidad hacía la entropía y, finalmente, al derrumbe de la civilización tal como la conocemos. Por otro lado, el piano que ocupaba la mal llamada “Sala del Piano” estaba demasiado cerca de la ventana, según el criterio del Niño X, y así se lo trasladó a su tía Carlota. Su tía Carlota le dijo que fuera a jugar con los hijos de los vecinos, respuesta que el Niño X tomó por un intento de desviarse del tema y, por lo tanto, como una silenciosa pero inequívoca asunción por parte de su tía de su incapacidad para colocar con acierto un piano dentro de una habitación. El Niño X volvió a la sala y contempló el piano con algo parecido a la repugnancia. El instrumento hacía gala de la típica arrogancia del piano medio, esa insoportable altivez del piano que sabe que no va a ser trasladado, ese “Hacen falta por lo menos tres adultos para arrastrarme siquiera unos centímetros”. La memoria del Sr. X es un terreno admirablemente acondicionado para todo tipo de resquemores que deseen echar raíces, así que La Polémica del Sitio del Piano se acomodó en la zona sin mayor dificultad. El día después de finalizar sus estudios de enseñanza secundaria, el Sr. X se acercó a la oficina de empleo y pretendió postularse como demandante de un puesto de trabajo llamado Asesor de Ubicación de Pianos. La funcionaria que atendió al Sr. X le dijo que tal oficio no existía, pero que les acababa de llegar una oferta que solicitaba a un Técnico Especialista en Soplar Detrás de las Orejas. Como tantas otras veces en su vida, el Sr. X fue incapaz de dilucidar si su interlocutora estaba hablando en serio, y se marchó de la oficina desolado. Mucho tiempo después, ya instalado en su cómodo puesto de anexo a un archivador, y casi completamente olvidada su virulenta disposición a mover pianos de sitio, el Sr. X estuvo a punto de sufrir un vergonzoso arranque de nostalgia cuando contempló a un equipo de mudanzas subir un piano al ático de un edificio con ayuda de una polea. No era el único transeúnte que había detenido en seco su errático deambular para observar tan inusual espectáculo, pero seguro que era el único que se preguntaba si sus propietarios sabrían encontrarle al instrumento la ubicación adecuada. ¿Estaría lo suficientemente centrado dentro de la habitación? ¿En el ángulo correcto respecto de la puerta? ¿Fuera del alcance de los miserables rayos ultravioleta cuando el sol se encontrara en su cénit? “No, por supuesto que no”, dijo para sí el Sr. X, aunque en su fuero interno sabía que nunca podría saberlo con certeza, pensamiento fugaz que rescató en exclusiva para su alma el eco de un escozor lejano, como el dolor que a veces sienten los amputados en el miembro que les falta. Por su parte, la multitud que se arremolinaba en la calle esperaba que de un momento a otro el piano se desprendiera de la polea y cayera a la acera como si fuera un gigantesco e inmisericorde “ón”. El Sr. X, algo cabizbajo, dirigió sus pasos hacia la panadería, porque siempre había pensado que lo mejor que se puede hacer con una multitud es alejarse de ella.

miércoles, 11 de junio de 2014

El Plan B del demonio inexperto


           Para impresionar a su jefe, el miembro más joven de las huestes infernales (a quién llamaremos “Andrés” para proteger su verdadera identidad) se propuso poseer un cuerpo mortal antes del mediodía. No tenía ninguna experiencia en el tema y, descartando los objetivos habituales de tales menesteres, niñas de doce años y sacerdotes en plena crisis de fe, se decidió por un mendigo notoriamente conocido en el barrio por su obcecado desapego a eso que la mayoría de sus conciudadanos había convenido en llamar “realidad”. Podríamos decir que durante los primeros días la empresa se saldó con un fracaso absoluto; el mendigo en cuestión ya se convulsionaba y vomitaba bilis con bastante eficacia sin ayuda de ningún demonio poseedor. Por otro lado, las costras y escarificaciones que empezaron a adornar su ya demacrado rostro fueron tomadas por sus respetables vecinos como señales inequívocas de lepra o de peste negra. Andrés cayó en la cuenta de que sus diabluras estaban pasando bastante desapercibidas tanto en este mundo como en el de abajo, así que el sexto día resolvió cambiar de táctica: Condujo el cuerpo poseído del mendigo hacia una cabina de teléfonos, aclaró dentro lo humanamente posible el timbre aguardentoso de su voz, marcó el número de un importante periódico que apoyaba al partido político en la oposición y, con una dignidad inusitada en un hombre que cinco minutos antes estaba buscando comida en la basura, se expresó con estas palabras:
            -Señores, tengo en mi poder una información confidencial referida al presidente de la nación que puede resultarles de sumo interés.
            A partir de ese momento, el ascenso del joven demonio fue fulgurante.

lunes, 9 de junio de 2014

Postales desde la tasca de enfrente (No, la de al lado de la farmacia, no. La que hace esquina. Esa.)

Estimados aficionados al abuso de la absenta y a la consiguiente inflamación del alma:
El Departamento de Bellas Artes, Artes que No Están Mal, Artes por Llamarlas de Alguna Manera y Artes que Estarían Mejor con una Bolsa en la Cabeza de Un beso de buenas noches de mil demonios tiene el privilegio de ofrecerles una selección de fotomontajes pertenecientes a la exposición Postales desde la tasca de enfrente (No, la de al lado de la farmacia, no. La que hace esquina. Esa.), del artista italiano Giancarlo Pelucci. Pelucci, de setenta y dos años, ha sido nombrado recientemente "Artista Emergente Más Viejo del Año" por la prestigiosa revista Harticultura, dedicada a las disciplinas creativas realizadas con productos de la huerta. "En mi primera época utilizaba un manojo de cebollinos a modo de pincel", revela Pelucci en una entrevista incluida en la citada publicación. "Tenía doce años, y eran unos cuadros un tanto naif, me temo. Realicé toda una serie dedicada a la masturbación; se podría decir que era mi tema recurrente en aquella época. De estilo abstracto, naturalmente. No quería que mi madre se diera cuenta". Y continua: "Mi madre hacía los mejores linguini del mundo, pero, gracias a Dios, no se le daba bien captar el subtexto de una obra artística. Un día, ante uno de mis cuadros, me preguntó si le había puesto título. Le respondí que se llamaba El primer día de primavera, lo cual no era del todo cierto. El título completo era Este soy yo, acariciándome la pirola el primer día de primavera". En otra parte de la entrevista, un poco más abajo y a la izquierda, el artista relata que, "Un crítico de arte amigo de la familia accedió a echar un vistazo a mis cuadros a petición de mi padre. Fue entonces cuando recibí mi primera alabanza; el tipo dijo que mi obra dejaba vislumbrar una sensibilidad poco frecuente en un niño de tan corta edad.  Una hora después cambió súbitamente de opinión, cuando descubrió que le había introducido una rata muerta en un bolsillo del gabán". Pelucci pasó su infancia y adolescencia en Florencia, y la mayor parte de su vida adulta en la cárcel. "He de reconocer que nunca he sido un gran entendido en arte. Solía frecuentar la Galería Ufizzi en mi juventud, sobre todo para comprobar qué cuadros estaban torcidos. Cierto día me encontraba delante de El Nacimiento de Venus, de Botticelli, y después de contemplarlo durante media hora larga, llegué a la conclusión de que algún imbécil lo había colgado mal. Como no encontré cerca a ningún empleado del museo, decidí corregir el ángulo yo mismo, con tan mala fortuna que el cuadro se me vino encima y el lienzo se rasgó. Allí estaba yo, con la cabeza asomando a través de una de las grandes obras maestras de la pintura del siglo XV", recuerda Pelucci, abochornado. "Los carabinieri fueron muy desagradables conmigo. Me dijeron cosas del tipo '¿Qué, querías verle de cerca la concha a la Venus?'. Muy deprimente todo". Durante su larga estancia en prisión, Pelucci se mantuvo alejado del arte. "Yo quería olvidar todo ese mundo, pero no me fue fácil, sobre todo al principio", afirma. "Dentro de la cárcel encontré demasiadas tentaciones, y algunos de mis compañeros eran muy crueles. Había uno que solía acercarse a mí en le patio y decirme, 'Eh, Pelucci, ¿por qué no echas un vistazo a estos grabados de Goya? Son unos facsímiles muy buenos. Venga, hombre, si lo estás deseando. ¿Qué puede pasar?'. Afortunadamente, con el paso de los años dejé atrás mi pasado. Como todo el mundo, por otra parte", dice suspirando. "La llama del arte se volvió a reavivar en mi interior mucho tiempo después, cuando asistí a un curso de Windows que me impuso mi agente de la condicional", afirma el artista con un brillo de satisfacción detrás de las legañas. "Los fotomontajes me han ofrecido una nueva forma de expresar mis inquietudes artísticas. Mis viejas manos están demasiado entumecidas para agarrar con firmeza un manojo de cebollinos". Los textos de las obras que hemos seleccionado para ustedes han sido adaptados al castellano muy libremente por nuestro colaborador Ganímedes Pisto, que, aunque está especializado en ruso, posee algunas nociones de italiano, debido a que una vez fue increpado por el chef de una trattoria por atreverse a criticar la textura de su salsa boloñesa.








lunes, 2 de junio de 2014

Una queja de la Asociación de Gente Pequeña que se Traslada a Hombros de Otra Gente

Reconstrucción dramatizada del momento de la fundación de la Asociación que nos ocupa

Estimadas señorías, coliflor con nata de esta sociedad, etc.:
Hacía tiempo que no recibía un correo escrito por mí mismo con un nombre falso, así que imaginaos mi sorpresa cuando esta mañana encuentro esto en mi bandeja de entrada:

Vamos a ver, caballero:
Antes de presentarme, me gustaría decirle que es usted un mentecato y un gañán. Una vez dicho esto, procedo sin más introitos a la presentación. Mi nombre es Augusto Bigudí, de la firma Borceguí, Bigudí y Berbiquí Abogados. Puede que le suene nuestra compañía; una vez nos contrató para defenderlo a usted. ¿No lo recuerda? El sacerdote de su parroquia lo denunció por aprovechar la intimidad del confesionario para rasurarse los testículos.

-Ah, jaja, sí.

¡Pero, oiga! ¿Cómo se atreve a interrumpir mi correo, imbécil?

-Hombre, como lo estoy escribiendo yo haciéndome pasar por usted, creí…

Creyó, creyó… ¡Creyó que podía jugar a ser Dios, ¿verdad?!

-Yo lo único que quería decir es que, bueno, pensé que el cura no iba a ir por ahí contando el incidente. Por todo ese rollo del secreto de confesión, ¿sabe?

Permítame aclararle que su punto de vista resulta erróneo. Todo lo que se haga en un confesionario no debe considerarse forzosamente un acto de confesión, como, por ejemplo, dejar el compartimento lleno de vello corto y acaracolado y restos de espuma de afeitar. Si es que ni siquiera se dignó a tirar la maquinilla desechable a una papelera, so guarro.

-Eh, pare el carro, colega, que recuerdo perfectamente haberla dejado en un recipiente de esparto o de paja o de algo así.

Era el cestillo de los donativos, imbécil.

-¿Y cómo coño pretende que yo lo supiera? ¡Si era igual que los que ponen en los chiringuitos para tirar las servilletas de papel usadas!

Sí, ya. Utilizamos esa justificación a modo de defensa cuando el monaguillo testificó en su contra. Y pensar que el pobre páter creyó que había conseguido reconducir a otra oveja descarriada cuando lo vio entrar a usted por la puerta de la iglesia… ¡Imagínese el sofocón que se llevó cuando minutos más tarde le sorprendió perfilándose las ingles! ¡Merluzo! De todas formas, a lo mejor la cosa no habría pasado a mayores si usted no se hubiera empeñado en enjuagarse los restos de espuma y la sangre del corte que se hizo en el escroto en la pila del agua bendita, delante de de dos beatas de noventa años.

-Usted habría hecho lo mismo en mi lugar. Era agua bendita; lo lógico es pensar que la herida cicatrizaría antes. Después descubrí que me equivocaba. Esa agua bendita era una estafa, y así se lo comuniqué al Obispado. No sé en qué quedó la cosa, si le trasladaron la queja a su proveedor o qué.

¡Ingenuos de nosotros, que pensamos que teníamos un caso ganador cuando cruzó la puerta de nuestro despacho! Estaba malherido, ¿recuerda? En nuestra profesión tenemos un lema: “Cliente sangrante, abogado triunfante”. Pero después resultó que había sufrido un accidente de ciclomotor cuando se dirigía a nuestro bufete. Según usted, por no atropellar a una gacela de Thomson.

-Tal como yo lo veo, fue un acto de heroísmo. Podíamos haber quedado maltrechos la gacela y yo, pero decidí dar un peligroso viraje y al final fui yo el único que acabo dentro de aquella escombrera llena de azulejos rotos.

Bueno, pues la versión de múltiples testigos oculares fue ligeramente distinta. Usted iba tan tranquilo conduciendo y de repente le dio un avenate y se lanzó de cabeza a la escombrera cual kamikaze. Nadie más vio a la gacela en las inmediaciones del accidente. De hecho, después de una ardua investigación, se descubrió que la gacela de Thomson más próxima se encontraba a seis mil kilómetros del lugar del siniestro, que, por otra parte, es donde las gacelas de Thomson suelen estar. Se las ve rondar por la zona de Tanzania, ¿sabe? En esencia, no son una especie nómada.

-Sí, bueno, ¿sabe lo que pasa? Que aquella mañana yo tenía el estómago prácticamente vacío. Solo había desayunado un café y un tripi, así que imagínese. Quizá debería haberme tomado además una tostada con mantequilla o una magdalena, pero ese día me levanté con poco apetito, y me dije, “Bah, con el café y el ácido lisérgico voy que ardo hasta la hora del almuerzo”. Una bajada de tensión, eso va a ser.

Afortunadamente, como somos un bufete muy bueno, y además al juez le dio usted lástima porque habían tenido que coserle la oreja izquierda, solo le sentenciaron a prestar servicios comunitarios.

-Pues fíjese que fue una de las épocas más felices de mi vida. Me lo pasé fenomenal sustituyendo por vacaciones al mendigo que pide limosna en la puerta de la iglesia.

Bueno,  bueno; abreviando, que no le hemos enviado este correo para hablar sobre antiguos pleitos. Le escribimos como representantes de la Asociación de Gente Pequeña que se Traslada a Hombros de Otra Gente para comunicarle las molestias que ha causado a la antedicha Asociación su publicación titulada Quédate tú con La Cabeza de Alfredo García.

-Un momento, un momento; que en la citada publicación nosotros no hacemos mención a la Asociación de Gente Pequeña que se Traslada a Hombros de Otra Gente, sino a la Asociación de Gente Pequeña que Vive encima de la Cabeza de Otra Gente.

Ya, bueno, pero los miembros de la Asociación que representamos se han dado por aludidos. Entre usted y yo, no se imagina cómo son estas minorías; están deseando darse por aludidas por cualquier cosa para montar un circo.

-Oiga, ¿no se ha planteado que utilizar vocablos como “minorías” y “circo” en este contexto puede resultar ofensivo para la Asociación que ustedes defienden?

Eh, eh; no pretenda darle la vuelta a la tortilla, que nosotros somos abogados y sabemos un huevo de jerga técnica, alegaciones, recursos y mierdas de esas.

-Bueno, bueno; no se pique.

Es que me pone usted de los nervios. Como le iba diciendo, nuestros representados se están planteando interponerle una demanda por, cito textualmente, “frivolizar con un tema tan serio y tan poco conocido como la gente pequeña que se sirve de gente de estatura media para trasladarse de un punto A a un punto B”. Por si fuera poco, el presidente de la Asociación de Gente Pequeña que se Traslada a Hombros de Otra Gente da la casualidad que tiene debajo al presidente de la Asociación de Gente de Estatura Media que Traslada a Hombros a Gente Pequeña, y están estudiando interponerle una demanda conjunta. Ítem más, la mucho más minoritaria Asociación de Gente Muy Alta que Traslada a Hombros a Gente de Estatura Media que Traslada a Hombros a Gente Pequeña se está planteando sumarse a la demanda. Y puede darse con un canto en los dientes si el asunto no llega a oídos de la Asociación de Gente Muy Alta que se Traslada a Lomos de un Rinoceronte Trasladando a Hombros a Varias Personas de Estatura Gradualmente Decreciente, que en realidad es una entidad muy pequeña pero con muy mala leche.

-Pero, bueno, ¿se puede saber qué hemos hecho nosotros para ofender a tanta gente a caballito?

Amigo, le aconsejamos que ni se le pase por la cabeza referirse a ellos como “gente a caballito” en caso de juicio; podrían acusarle de trato vejatorio. Por otra parte, podría meterse en problemas con la Asociación de Gente a Caballito, que va a lomos de caballos pequeños.

-De caballos pequeños… ¿se refiere a ponis?

¡Pero, hombre, por Dios, qué insensatez! Se le va a caer el pelo como se le ocurra llamar “poni” a un caballo pequeño.

-Eh… ¿por si se molesta la Asociación de Gente que va a Lomos de un Poni?

Esa Asociación no existe; y si existe le da vergüenza reconocerlo públicamente. Nada de eso; se le puede usted ganar porque la Asociación de Caballos Pequeños que va a Lomos de Caballos de Estatura Media…

-Oiga, ¿sería usted tan amable de decirme de una puta vez qué cojones pretende de nosotros la Asociación de Gente Pequeña que se Traslada a Hombros de Otra Gente?

Por lo pronto, una rectificación inmediata. Nuestros defendidos no “viven” encima de otra gente, solo se trasladan en el marco de una transacción comercial cuyo ámbito legal está perfectamente establecido. La gente pequeña paga un una determinada cantidad de dinero a la gente de estatura media en concepto de gastos de transporte. Realizado el trayecto, el señor pequeño se baja, y el señor de estatura media o bien se dedica a sus quehaceres diarios, o bien espera en la puerta al señor pequeño si este va a hacer un recado de corta duración, o bien queda con él a una hora estipulada para recogerlo. A veces, el trasladado le puede comprar al trasladante un paquete de tabaco o una palmera de chocolate en concepto de dietas o regalías, todo ello de manera escrupulosamente legal y sujeto a las retenciones vigentes. Por otra parte, en su difamatorio texto da a entender que nuestros representados van de pie encima de la cabeza de otra gente, e incluso se atreve a afirmar que se agachan cuando su socio pasa bajo el quicio de una puerta. Tal afirmación es completamente descabellada. ¿Sabe lo que tiene que juntar los pies un señor pequeño para mantenerse de pie encima de la cabeza de otro señor, aunque, como usted dice en su abominable libelo, “calce un 25”? Por no hablar de lo complicado que resulta mantener el equilibrio en tales circunstancias. Tiene suerte de que la Asociación de Gente Pequeña que hace Equilibrismo encima de la Cabeza de Otra Gente esté de gira en estos momentos, si no se iba a enterar usted. Por último, pero no menos importante, la insinuación de que la gente pequeña se entretiene en observar los piojos del señor que tiene debajo puede acarrearle por sí sola una demanda por injurias y calumnias. Sepa usted que nuestros representados suelen llevar traje y corbata, y algunos hasta monóculo y bombín, y leen el Financial Times mientras son trasladados del punto A al punto B por sus socios, que no habitúan a ir tan bien vestidos pero tienen un porte más que digno y están completamente desparasitados por muy temprano que se levanten, y esto es así desde los tiempos de la ya extinta Asociación de Gente que Tira de una Cuadriga Ocupada por una Torre Humana.

Así que, o se retractan de sus palabras, o les metemos un puro que se van a cagar usted y todos sus compañeros, usted primero.

Con nuestros mejores deseos de que se la pique un pollo,
Augusto Bigudí

Borceguí, Bigudí y Berbiquí Abogados