miércoles, 19 de enero de 2011

El descubrimiento del suelo

Llevaban dos años saliendo juntos, y Daniel, harto de que Marta le acusara cada dos por tres a veces de escasez, a veces de ausencia total de romanticismo, estaba convencido de haber preparado una velada de aniversario acorde al significado y alcance que conferían algunas mujeres al término “inolvidable”. Había dispuesto su apartamento de tal manera que cualquier rincón susceptible de recibir el impacto de una mirada a bocajarro dijera alto y claro “Te quiero un montón” con palabras infinitamente mejor escogidas: Pétalos de rosa, globos rojos y blancos, velas, incienso, champán, flores en la mesa, servilletas que combinaban sorprendentemente bien con el mantel, Luis Miguel, Celine Dion. Cuando Marta llegó justo a la hora pactada, una casi virginal expresión de asombro asomó a su rostro nada más cruzar la puerta, y dos perfectas lágrimas de emoción, excepcionalmente bien formadas a causa de dos años de concienzuda preparación e interminable espera, brotaron de sus ojos con la humilde pero profunda satisfacción del ganador de un premio honorífico y bajaron por sus mejillas exhibiéndose, como si desfilaran por una pasarela de cálida piel. Marta se volvió hacia Daniel y, tras cinco segundos de extática, casi diríase catatónica mirada admirativa, recibió el beso más prolongado y preñado de promesas que había recibido en su vida. Daniel se desprendió de sus labios perezosamente, como el que se levanta rezongando de un sofá especialmente cómodo para contestar el portero electrónico, y se dispuso a hablar, convencido de que nada en el mundo podría deshacer el hechizo del momento.
-Oye, ¿te importaría quedarte luego para ayudarme a limpiar todo esto?

lunes, 17 de enero de 2011

Todavía te amaré un rato (Radionovela). Capítulo 647.

'Todavía te amaré un rato', ahora también en fascículos, por si fuera poco.



Cortinilla musical chunguilla, de esas de violín, tipo “Piruriruriiiiiii…”. Se oye un portazo de esos de ¡POM!

ADALBERTO: ¡Angelines!
ANGELINES (sobresaltada): ¡Jesús!
ADALBERTO: Disculpa, Angelines. No pretendía asustarte.
ANGELINES: No me has asustado, Adalberto. Creí que eras Jesús.
ADALBERTO: ¿Quién es Jesús?
ANGELINES: ¿Cómo que quién es? Jesús, el de las escrituras.
ADALBERTO: ¿El Hijo de Dios?
ANGELINES: El notario. Caramba, qué espesito has vuelto del África.
ADALBERTO: Hija, Angelines, como siempre has sido tan enigmática…
ANGELINES: Ya ves.
ADALBERTO: Angelines…
ANGELINES: ¿Sí, Adalberto?
ADALBERTO: Como puedes comprobar, no estoy muerto.
ANGELINES: Ya, ya. Yo tampoco.
ADALBERTO: Sí, bueno, pero lo mío es diferente.
ANGELINES: ¿Sí, Adalberto? ¿En qué se diferencia tu no muerte de la mía?
ADALBERTO: Mujer, que yo soy un explorador del África Negra. Tengo todas las papeletas para caer en un agujero con pinchos al fondo antes que tú.
ANGELINES: ¡Ay, Adalberto! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Acaso no recuerdas lo desgraciada que soy?
ADALBERTO: Sí, bueno, un poco gafe sí que eres, pero vaya, no vayas a comparar. Que yo me paso el día rodeado de leones, cocodrilos, tribus caníbales y extrañas enfermedades infecciosas. ¿Tú has estado a punto de morir de una manera interesante últimamente?
ANGELINES: No, no. Bueno, ahora que me acuerdo, hace un mes me picó un bicho y entré en coma. ¿Y tú?
ADALBERTO: ¿Eh? No, bueno. Hace dos días me levanté con tortícolis. Ya sabes lo dura que es la vida de un explorador del África Negra. Dormimos en el suelo y tal. Y, bueno, también está el asunto de la caspa, que antes no tenía y ahora tengo un montón. Estoy empezando a preocuparme.
ANGELINES: Pues yo te veo muy buen color.
ADALBERTO: Pues no creas que me encuentro yo muy católico desde que llegué. Yo creo que he contraído alguna enfermedad exótica. Otitis, a lo mejor. ¿No ves cómo me rasco la oreja?
ANGELINES: Sí, Adalberto, no hace falta que lo subrayes.
ADALBERTO: Me pica una barbaridad.
ANGELINES: Mi pobre Adalberto…
ADALBERTO: Sí, no puede decirse que la vida haya sido muy amable conmigo últimamente.
ANGELINES: Lo mismo pensé yo cuando me enterraron viva por segunda vez.
ADALBERTO: ¿Cuándo fue eso? Sólo te habían enterrado viva una vez antes de partir hacia África.
ANGELINES: Me dieron por muerta cuando el asunto del coma, pero, por lo demás, bien.
ADALBERTO: Vaya por Dios.
ANGELINES: Cuéntame cosas del África, Adalberto.
ADALBERTO: Bueno, ya sabes. El Continente Negro es terrible. He tenido que afrontar un montón de peligros. Hace un año, sin ir más lejos, un salvaje estuvo a punto de partirme la cabeza en dos de un machetazo.
ANGELINES: ¡Oh, Adalberto! ¿Te hirió? Porque si lo hizo, cicatrizas muy bien.
ADALBERTO: No. Afortunadamente, salí ileso.
ANGELINES: ¿Esquivaste su fiero ataque?
ADALBERTO: Sí, no, bueno, no exactamente. No es que llegara a atacarme. Pero tenía esa intención, ¿sabes? Lo vi en sus ojos. ¡No sabes cómo son los ojos de esos salvajes, Angelines! ¡Tienen la cornea muy blanca y el iris muy negro!
ANGELINES: ¡Ah! Casi se me olvida. ¿Sabes que me secuestraron hará un par de semanas?
ADALBERTO: ¿Cómo? Dios santo, Angelines, no me lo digas. Te enamoraste de tu captor.
ANGELINES: No digas tonterías, Adalberto. Si estaba cojo.
ADALBERTO: Seguro que no tenía un mentón cómo el mío.
ANGELINES: No entiendo la tontería que os ha dado a los hombres con el tamaño de vuestro mentón.
ADALBERTO: Un hombre debe tener el mentón grande, Angelines. Es muy varonil. Y los pies también. Seguro que tu secuestrador no calzaba un cuarenta y cinco.
ANGELINES: ¿Estás celoso, Adalberto?
ADALBERTO: ¡Sí, Angelines, estoy celoso! ¿Acaso tenía tu captor la frente más ancha que yo?
ANGELINES: No lo sé, Adalberto. Estaba encerrada en una celda de dos metros cuadrados. No se me ocurrió medirle la frente cuando venía a traerme el pan y el agua.
ADALBERTO: Pero, mujer, así a ojo de buen cubero…
ANGELINES: No me presiones, Adalberto. No sabía si iba a salir con vida de allí. Para comparar frentes estaba yo.
ADALBERTO: Perdóname, Angelines. Qué desconsiderado he sido. Has debido de pasar por un auténtico infierno.
ANGELINES: Ni te lo imaginas. Todavía me entran sudores fríos cuando recuerdo aquellas manos callosas agarrándome de los brazos…
ADALBERTO: ¡Qué animal! ¡Qué bestia! ¿Tenía las manos callosas, dices?
ANGELINES: Sí, Adalberto, muy callosas.
ADALBERTO: Pero sé más específica, mujer. Del uno al diez, ¿cual dirías tú que era el nivel de callosidad de sus manos?
ANGELINES: Ay, pues no sé, Adalberto. Un ocho, a lo mejor.
ADALBERTO: ¡¿Tanto?!
ANGELINES: Ay, pues un seis, chico, no sé.
ADALBERTO: Antes has dicho un ocho. ¿En qué quedamos?
ANGELINES: Un ocho, un seis… ¿Pero a ti qué más te da?
ADALBERTO: Mira mis manos. ¿Dirías que tenía las manos mas callosas que yo? Porque no sé tú, pero yo a las mías les daría un ocho y medio, por lo menos. Puedo coger un tazón de sopa hirviendo sin quemarme. ¿Acaso podía tu captor coger un tazón de sopa hirviendo sin quemarse?
ANGELINES: ¡Ay, no sé Adalberto! ¡Nunca le vi coger un tazón de sopa hirviendo! Era un secuestrador. Tendría las manos callosas de apretar sogas para atar a la gente, supongo.
ADALBERTO: Yo he apretado muchas sogas también, allá en el África, para hacer cabañas en los árboles y eso. Si es sólo por apretar sogas, seguro que mis manos son mucho más callosas que las suyas.
ANGELINES: No lo sé, Adalberto. Sólo sé que tenía las manos bastante callosas y unos brazos muy fuertes.
ADALBERTO: Para brazos fuertes, los míos. No sabes la fuerza que hay que tener para remar en esos endemoniados ríos del África. Fluyen con tanta furia que, si te descuidas, te dan la vuelta a la canoa y acabas remando de espaldas. Yo estuve remando de espaldas los primeros cuatro meses de mi estancia allí. Pero no porque no tuviera suficiente fuerza para controlar la canoa; es que al principio pensaba que se hacía así. Después el médico de la expedición me dijo que remaba al revés, y bueno, ya sabes lo orgulloso que soy, así que seguí remando al revés un par de meses más, hasta que sufrí un terrible accidente.
ANGELINES: ¡Oh, Adalberto! ¿Te precipitaste por una catarata?
ADALBERTO: No, no. Me desvié hacia la orilla y golpeé la canoa de un salvaje. No sabes qué miedo pasé. Por un momento creí que iba a comerme vivo. Estaba colérico, y abrió mucho la boca, como para morderme. ¡Y tú no sabes la boca que tienen esos salvajes, Angelines! ¡Tienen la campanilla muy roja y los dientes muy blancos! Me pregunto con qué se limpiarán los dientes, si no salen de la selva en todo el día, y aquello está más sucio… Bueno, total, que al final todo se quedó en una amonestación.
ANGELINES: Qué peripecia tan atribulada, Adalberto.
ADALBERTO: Dantesca, sin duda. Por cierto, ¿cómo está tu padre?
ANGELINES: ¡Ay, Adalberto! ¡Mi padre! ¡Mi pobre padre!
ADALBERTO: ¿Le ha ocurrido algún percance al Mayor?
ANGELINES: Oh, Adalberto. ¡Mi padre ahora va en silla de ruedas!
ADALBERTO: Sí, bueno. Tú padre ha sido siempre un tanto excéntrico.
ANGELINES: ¡Qué tonto estás hoy, Adalberto! ¡Se cayó de su montura favorita y se ha quedado inválido! ¡Ay, qué desgracia!
ADALBERTO: ¿Te he contado que yo una vez pise un rastrillo y casi me parto la nariz con el mango?
ANGELINES: ¿En el África, Adalberto? ¿Pisaste un rastrillo en el África?
ADALBERTO: No, no. En la hacienda de mi tía Eduvigis. Qué miedo pasé. No me causó ninguna fractura, pero durante unos días se me movía el tabique nasal. Me lo tocaba así, ¿ves? Y se movía.
ANGELINES: Ay, Adalberto, para. Qué angustia me está dando.
CRIADA: ¡Señorita! ¡Señorita!
ANGELINES: ¡Marcela! ¡Marcela!
CRIADA: ¡Señorita! ¡La habitación de su padre está en llamas con su padre dentro!
ADALBERTO: Qué cosas tiene este hombre.
ANGELINES: ¡Adalberto, tienes que sacar a mi padre de allí! ¡Con tus callosas manos no notarás el calor si se ha quemado un poco!
ADALBERTO: Si, bueno, mujer, pero no puedo hacerlo así, de sopetón, hala; de tener las manos a temperatura ambiente a meterlas de repente en el fuego. Tendré que aclimatarlas primero. ¡Marcela, hazme un tazón de sopa bien caliente!

(Sube la música)

LOCUTOR: Han escuchado ustedes el capítulo seiscientos cuarenta y siete del serial radiofónico ‘Todavía te amaré un rato’, original de Renata Campoamor. ‘Todavía te amaré un rato’ les ha sido ofrecido por Jabones La Tota, jabones para lavarse las manos. Ahora también Jabón La Tota Especial Cuello. La Tota, jabones para manos y cuello y poco más.