martes, 26 de octubre de 2010

El niño que jugaba como si no

El Sr. X no eligió conscientemente ser empleado administrativo, porque, a diferencia de aquél que se decanta por la urología, la repostería o la mímica, todas opciones profesionales susceptibles de ser elegidas y sopesadas, el administrativo nace, como nacen los hongos o la propensión a tropezar con bordillos o padecer herpes labial de forma regular. Como sus padres intuyeron tempranamente que su vástago estaba condenado a esperar a la muerte entre albaranes (porque una cosa es vivir y otra ligeramente diferente esperar a la muerte), desde que era niño intentaron inculcarle cierto interés por la vida y al menos un mínimo apego hacia los temas relacionados con la imaginación, estando ellos mismos lejanamente emparentados con los oficios del arte (Mamá X gestionaba con pericia malabar una sala de exposiciones y Papá X dirigía la colección científica y divulgativa de la Editorial Estéril e Hijos). Así fue que un día, siendo mudos y progresivamente horrorizados testigos de que su hijo se sentía más inclinado a inventariar uno por uno guisantes congelados que a pegar patadas a una lata, Papá y Mamá X le regalaron la caja de una lavadora que acababan de adquirir, anhelando que ese contenedor, tan vacío y biodegradable y Este lado hacia arriba, activara en su retoño esa habilidad demiúrgica que permite a los niños convertir un reducido cubículo de cartón en una nave espacial, un coche de carreras, una angosta cueva o en cualquier otra cosa fácilmente imaginable o no; habilidad proclive a escabullirse por ese inadvertido primer escape en la Tubería de Gas de la Vida que es la adolescencia. El Niño X miró la caja con el recelo que produce la máscara de un chamán africano colgada de la pared del comedor de un contable, y accedió a introducirse en su interior debido a la insistencia de sus padres, que a cambio le prometieron permitirle hacer acopio de los pelos que el perro había esparcido por la casa con desasosegante arbitrariedad y guardarlos en tarros de cristal por razones nebulosas pero decididamente relacionadas con la proximidad de un invierno que se anunciaba particularmente frío, dado que el Niño X hacía gala de una capacidad de previsión peligrosamente preclara y poco recomendable en una edad en la que lo más normal es salir de casa con la bragueta abierta. Una vez dentro, el Niño X pasó la tarde jugando a ser una lavadora a la espera de que el propietario la desembalara, aunque secretamente sabía que seguía siendo una persona, información que decidió no compartir con sus padres, que parecían levemente esperanzados con su recién estrenada ubicación. Tras un somero análisis general de su nueva situación, el Niño X se dispuso a enumerar sus programas de lavado, que, tras un breve parlamento y puesta en común con su Hombre Interior, decidió localizar en su oreja derecha. Luego repasó metódicamente el cable de alimentación que emanaba de su pie izquierdo y el cajetín del detergente ubicado en su frente, pero se abstuvo de comprobar la eficacia de su sistema de desagüe, más por puro recato que por confianza ciega en el fabricante. Cuando comprendió que la hora de cenar, esa asesina de la diversión para el infante medio, se acercaba con su paso inexorable y pretendidamente ominoso, el Niño X le dijo a su madre, “Mamá, ¿te importaría desempaquetarme y echarme encima algo de ropa sucia cuando yo te lo indique? Blanca, si no es mucha molestia”. Ya fuera de la caja, hizo que su padre lo examinara minuciosamente en busca de algún desperfecto o disfunción, bien de fábrica o producido por el almacenaje y/o transporte, aclarando de paso que tenía dos años de garantía. Después, su madre seleccionó unos calzoncillos casi sin mancillar del cesto y los colocó en la cabeza de su hijo, que era consciente de que pasado un rato no se los podría volver a poner y listo, porque el poder de la imaginación, aunque teóricamente infinito, resulta notablemente incompetente a la hora de asear y desodorar prendas íntimas por si sola. Antes de acostarse, el Niño X les dijo a sus padres que a partir de entonces preferiría que se dirigieran a él como "Futuro Sr. X". Al día siguiente, Papá y Mamá X prefirieron no referir el tema y vieron alejarse la caja en el carro del recogedor de cartones con esa especie de impotente melancolía que ostentan las cajas de cartón cuando están plegadas.