sábado, 28 de marzo de 2020

Introducción: El Principio de los Tiempos narrado por un testigo presencial

¡Uylaqueliao!

—En menudo embolado me he metido —dijo Dios echando un receloso vistazo a la Nada Absoluta.
            Era el Primer Día de la Creación, y el Hacedor se había levantado de la cama un tanto apático. Casi se arrepentía de haber hecho la luz y encontrarse aquel desolador panorama; en honor a la verdad, no sabía ni por dónde empezar. Después de pensarlo unos minutos, Dios enfiló el camino de vuelta al Cielo con la firme resolución de consultar su siguiente paso con la almohada.
            —Bueno, tienes espacio de sobra. Podrías empezar colocando el piano —le dijo esa noche la almohada (para no ahondar demasiado en el bochornoso asunto de los objetos parlantes, digamos que, por un lado, Dios era omnipotente, y, por otro, se sentía muy solo).
            —Un piano no soluciona el problema.
            —El piano es solo el principio. —La almohada trató de imprimir cierto matiz conspirativo a su voz, empresa meritoria por poco habitual en el gremio de los artículos de descanso.
            —¿Y luego?
            —No sé. ¿Una estantería de estilo rústico? —respondió la almohada, que en realidad se había quedado sin ideas. Algo muy corriente en una almohada, dicho sea de paso.
            Si bien es cierto que más tarde Dios sería conocido como el tipo que creó el Cielo y la Tierra y Todo lo que Existe, en aquel momento la sola idea de tener que sacarse de la manga figuras de cerámica que acumularan polvo encima de una estantería bastaba para cortarle la digestión, así que desechó la propuesta de inmediato. Él aún no lo sabía, pero había tomado la decisión correcta. De lo contrario, la enumeración sistemática de la Creación (Luz — piano — estantería rústica — pato de porcelana) habría arrojado una gradación de interés marcadamente decreciente.
            —Olvídalo —dijo finalmente el Hacedor—. No sé para qué pregunto.
            —Estamos hoy espesitos, ¿eh?
            —Un piano… —dijo el Señor volviendo a la idea que en aquel momento se le antojó menos laboriosa—. ¿Qué hago yo con un piano?
            —Lo he dicho por decir —confesó la almohada—. No hace falta que te obsesiones con el tema.
            —Mmm…
            —Qué.
            —Aunque quedaría bonito ahí, en medio de la Nada.
            —Yo lo único que digo es que, como un piano es una cosa grande y difícil de ubicar, pues… —comentó la almohada con secreto orgullo y una errónea sensación de protagonismo.
            —Podría limpiarle el polvo todos los días.
            —¿El qué?
            —El polvo. Una cosa que se me acaba de ocurrir —dijo el Creador—. Bueno, ya lo meditaré mañana.
            Y eso fue todo lo que pasó el Primer Día de la Creación.

La mañana siguiente, Dios se dirigió a la Nada Absoluta e hizo aparecer un elegante piano de cola. Lo miró durante un rato. Después, creó el polvo y lo vio asentarse sobre la tapa.
            —Mañana sin falta lo limpio —dijo Dios antes de retirarse.
            Y eso fue todo lo que pasó el Segundo Día de la Creación.

—Eres un huevón —opinó un trapo de cocina al día siguiente.
            —Y tú un trapo de cocina —dijo Dios—. Lo que te falta en autoridad moral te sobra en lamparones.
            —¿Por qué te empeñas en rebajar mi autoestima?
            —Porque estás hecho de poliéster.
            Dios remató su manzanilla y su bol de maná y dio por terminada la conversación. Estaba molesto, naturalmente, como cualquiera que, creyéndose en posesión de la Verdad Absoluta, recibe una segunda opinión no solicitada. Se dirigió dando un paseíto hacia la Nada, a la que ahora prefería llamar el Sitio del Piano Sucio.
            —Bueno, venga, que no tiene que ser tan difícil —dijo Dios para infundirse ánimos—. Soy todopoderoso. Esto del universo lo hago yo con la punta del cipote.
            El Hacedor miró distraídamente a su alrededor y vio a unos metros de distancia a un silencioso espectador que a buen seguro acababa de presenciar su vergonzoso soliloquio: Un señor de pelo cano más bien escaso, camisa gris, pantalones azul marino y tirantes, apostado detrás de una valla metálica de color amarillo. De haber sabido que no estaba solo, Dios habría procurado expresarse con menos vehemencia.
            —¿Desde cuándo está usted aquí? —preguntó Dios.
            —Pues no sabría decirle —dijo el caballero con voz grave—. Desde hace algún tiempo, supongo. Antiguamente aquí no había nada, ¿sabe usted?
            —De hecho, aquí no hubo nada hasta ayer. Bueno, Nada sí que había, lo que no había era Algo —matizó el Hacedor.
            —Entonces debo de estar aquí desde antes de ayer, por lo menos —dijo el señor de pelo cano.
            —Pues no había reparado en su presencia hasta este momento —comentó Dios—. Debo de haberlo creado sin darme cuenta.
            —¿Usted a mí?
            —Naturalmente —respondió Dios—. A ver si se cree que los señores de pelo cano aparecen por generación espontánea.
            —Pues, si acepta un consejo, preste más atención la próxima vez que se disponga a crear algo —dijo el señor de pelo cano—. Sobre todo si no quiere que sus obras presenten imperfecciones.
            —Oh. ¿Acaso se considera usted una obra fallida? —El Hacedor parecía molesto.
            —Para empezar, se me caen los pantalones —indicó el señor de pelo cano—. No sé mucho sobre omnipotencia, pero dudo que una Creación Perfecta se tenga que ver obligada a llevar tirantes.
            —Pues sí que es usted quisquilloso, caramba.
            —Disculpe si parezco de mal humor. Es que el lumbago me está matando.
            —Habitualmente pongo todos mis sentidos cuando hago cualquier cosa. Todo lo que ve aquí lo he hecho yo, ¿sabe? —replicó Dios con orgullo—. La luz y el piano sucio son obra mía.
            El señor de pelo cano no se mostró muy impresionado. Su inalterable semblante haría creer a cualquiera que había conocido dioses con mejores currículums.
            —Y no olvide añadir en su haber los pantalones de la talla equivocada y los achaques lumbares —señaló el señor de pelo cano.
            —Está usted empezando a hincharme las narices —repuso el Hacedor.
            —Yo solo constato una realidad.
            Dios se mantuvo unos instantes en silencio, mirando aceradamente al señor del pelo cano mientras parecía meditar la idoneidad de que su siguiente obra pudiera incluirse en la categoría Objetos Muy Pesados que Caen Sin Previo Aviso Encima de Alguien. Finalmente, decidió que empezar a corregir errores en un momento tan temprano de la Creación denotaría un molesto matiz de inseguridad del todo indigno de un ser que se había proclamado a sí mismo, quizá de manera un tanto prematura, La Verdad Absoluta.
            —¿Sabe? —dijo Dios finalmente—. Creo que su presencia aquí responde a un motivo. ¿Qué le parecería ser testigo de la Creación de Todas las Cosas? Quizá algún día necesite que usted le cuente a alguien los Acontecimientos Tal y Como Sucedieron.
            —¿Tendría que ceñirme a los hechos?
            —Naturalmente —dijo Dios—. Bueno, no es que lo tenga que explicar todo punto por punto. Por ejemplo, eso que he dicho antes de hacer el universo con la punta del cipote lo puede suprimir de su narración. No me importaría, la verdad.
            —Ah, gracias por mencionar ese detalle —dijo el señor de pelo cano—. Lo había olvidado por completo.
            —Quizá no le vendría mal agenciarse algo que le sirva para hacer anotaciones —dijo Dios, preocupado por el hecho de que el tipo que había elegido como Cronista de la Creación mostrara una alarmante escasez de memoria a corto plazo—. ¿Qué me dice? ¿Acepta?
            —No veo inconveniente, si usted no se demora mucho en este asunto de crear cosas —dijo el señor de pelo cano—. No puede imaginarse cómo me duelen las piernas.
—Descuide —dijo Dios—. Yo creo que en cuatro o cinco días tengo esto listo.
            Y así fue que, sobrepasando ampliamente la fecha estimada de fin de obra, el Creador de Todas las Cosas creó Todas las Cosas que Faltaban. Menos, claro está, el pato de porcelana.

            Cierto día, Dios se acercó a un pequeño planeta que había puesto a enfriar tiempo atrás y que, a simple vista, parecía menos feo que los demás; de hecho, casi podía confundirse con una reproducción a pequeña escala del Cielo.
                        —¿Qué opinas? —preguntó Dios.
                        —Pse —contestó el señor de pelo cano, que ahora se hacía llamar Narrador Omnisciente.
                        —¡¿Cómo que ‘Pse’?! —exclamó Dios, irritado—. ¡¿Qué tiene de malo este sitio?! ¡No te parece bien nada de lo que hago, puñetas!
                        —Es que a mí, particularmente, esta humedad me viene fatal para los huesos —repuso el Narrador apoyado en su inseparable valla amarilla—. Pero, vamos, si a ti te gusta…
—Me encanta —dijo el Creador—. Por fin tengo un sitio donde colocar a mis criaturas.
—Ah, sí —murmuró el Narrador—. Tú y tus ideas.
—¡¿Perdona?!
—No, que digo que esas criaturas tuyas, ¿cómo van a ser?
—Pues no te voy a mentir; al principio van a ser una mierda —explicó el Hacedor—. Muy pequeñas, muy simples, todo el rato debajo del agua tocándose el rabo. Pero después irán cambiando muy, muy lentamente... Esta vez no pienso acelerar nada, ¿sabes?
—Sí, mejor —coincidió el Narrador—. Todavía me acuerdo de la última vez que te dio por acelerar algo. Menudo petardazo pegó aquello. 
El Señor hizo como que no escuchaba la mención del Narrador al aparatoso accidente que más tarde alguien denominaría Big Bang. Contempló con satisfacción los lagos y las montañas y los bosques y las cascadas de aquel planeta que algún día se llamaría Tierra y anunció:
—Decidido. Aquí es donde voy a colocar a mis criaturas.
            Y fue entonces cuando a Dios la Creación se le fue de las manos.

—¿Qué haces ahí subido? —preguntó el Narrador algún tiempo después.
Dios se encontraba sentado en la gruesa rama de un árbol majestuoso.
—¿Se ha largado ya ese puto bicho? —dijo el Alfa y el Omega.
–¿El de los cuernos enormes? Sí.
—Hay que ver la manía que me tiene el cabronazo —rezongó Dios antes de bajar de la rama dando un saltoo que nadie con un poco de gusto estético habría considerado grácil. 
—Quizá deberías infundir un poco de respeto a tus criaturas —sugirió el Narrador, que no movió un dedo para ayudar al Creador a incorporarse.
—Esto no funciona así —zanjó Dios—. Anda, vamos a ver a mis elegidos.
El Narrador agarro su valla y acompaño al Señor hasta un valle cercano. Dos simios yacían lánguidamente en la hierba.
—Ahí están —dijo Dios con satisfacción—. Cada vez más hermosos.
—Sí Tú lo dices...
—No empieces otra vez con el asunto del pelo —dijo el Hacedor—. Ya llegará el día en que mis criaturas predilectas se parezcan un poco más a mí.
—Tus criaturas predilectas se están matando a palos.
La pareja de simios había iniciado una escalada de violencia, al parecer, por la posesión de un plátano. El entusiasmo inicial del Señor había empezado a disiparse. El mundo se había poblado con una exultante variedad de criaturas agresivas, algunas venenosas, otras con astas enormes, muchas de ellas con garras afiladas. Muy diferentes entre sí y, sin embargo, con un denominador común: Todas, absolutamente todas, tenían muy poca paciencia.
—¿Vas a mediar? —preguntó el Narrador.
—Eh, no. Dejaré que la naturaleza siga su curso —contestó Dios sin saber exactamente qué quería decir con aquella frase, aunque intuía que no auguraba nada bueno.
Mientras, uno de los simios intentaba morder el pie que le estaba pisando la cabeza.
—Total, que los vas a tener dejados de Tu mano.
—¿Sabes? Debería haberte dejado hoy durmiendo —dijo el Señor—. Mira, ahora no comprenden una mierda, pero ya me encargaré Yo cualquier día de estos de mostrarles el Camino hacia Mí mediante la fe.
—¿Eso qué es?
—Una cosa que me acabo de inventar —dijo el Alfa y el Omega mirando hacia otro lado—. Aunque, en última instancia, la decisión recaerá en ellos.
El Narrador sopesó con prudencia la información proporcionada durante unos segundos.
—¿Cabe en un bolsillo? —preguntó.
—¿El qué?
—La fe esa.
—¡Claro que no, tarugo! La fe es un concepto abstracto. —El Señor carraspeó—. Ni se ve, ni se oye, ni se toca, ni se huele, ni se saborea.
—Un invento cojonudo —observó el Narrador.
—¡No me gusta ese tonito!
—Entiéndeme. Me estás diciendo que vas a entregar a tus criaturas algo que, bueno, que en realidad no existe y que, según tú, les servirá para encontrar el Camino hacia Ti. Supongo que no te resultará raro si finalmente no entienden las indicaciones.
—No me agobies —dijo Dios—. A ver si no va a poder levantarse uno con el día creativo, caramba.
—¿Y qué será de ellos si se pierden? Porque tendrás que hacer algo al respecto.
—Yo qué sé —dijo Aquel que Todo lo Sabe—. Ya pensaré en eso más tarde.

No hay comentarios: