miércoles, 8 de abril de 2020

Rumbo al Culo de la Creación

La Muralla del Infierno es, por lo visto, un sitio

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 11.

Acabábamos de abandonar las aguas del puerto y nos encontrábamos navegando el Aqueronte, el río que pasa por el Infierno. Según Uriel, el olor que desprendía el río Aqueronte consistía en una mezcolanza de Culpa, Desesperación y Pena Infinita, con un ligero matiz de Arrepentimiento. La finísima apreciación de mi rubio acompañante se debía a la cualidad supraterrenal de sus sentidos angelicales; yo, por mi parte, al llevar poco tiempo militando en las huestes celestiales, no había desarrollado del todo mis capacidades sobrehumanas. Para mí, el río Aqueronte olía como si toda la población de una localidad de tamaño medio hubiera decidido sentarse a defecar al mismo tiempo una vez concluidos los festejos del Día Internacional de las Habas.
            —Diez alemanas me la meneaban... —entoné tumbado en la barca.
—¿No se sabe otra, señor? —preguntó Uriel, quizá un poco cansado de escucharme airear mi espectacular dominio del sexo tántrico en una tienda de campaña repleta de voluntariosas ciudadanas germanas.
—Tú dale caña a la lira. —Y comencé a cantar—: La cabra, la cabra...
—¿Pero qué os habéis creído que es esto? ¿Una excursión a Antequera? —dijo Caronte.
—Joder, qué tío más sieso —comenté.
—¡Estamos cruzando el río Aqueronte con destino al Averno! ¡Hacedme el favor de comportaros con la solemnidad que requiere el momento, que estoy de alemanas que te la meneaban hasta los huevos! ¡¡Y no me hagas cuernos!! —bramó Caronte.
—¿Falta mucho para llegar? —inquirí movido por la noble intención de tocarle las pelotas a nuestro barquero.
Caronte suspiró.
—No. El Infierno está aquí al lado. Una vez pasemos el siguiente recodo...
—Ajá. Eeeh, y digo yo, Caronte, antes de llegar...
—Qué.
—¿Cómo es Lucifer?
—¿Lucifer? Bueno, es así como un armario de dos puertas, ¿sabes?
—Eso no es lo que me han contado —observé.
—Antes llevaba una larga melena cardada, en plan hair metal, pero bueno, los ochenta pasaron... Mmm... Buena época para el Infierno, los ochenta.
—Eh… Vale. ¿Algo más que deba saber? Algo que no sea una gilipollez, digo.
Caronte dejó de remar y se volvió hacia nosotros, amenazador. Todo lo amenazador que puede resultar un anciano famélico vestido con harapos y con la cara picada por la viruela, quiero decir.
—Sí. Hay una cosa muy importante que debéis saber sobre Lucifer.
—Qué —dije intrigado.
—Nunca, bajo ningún concepto, le deis la espalda.
—¿P-por qué? —Uriel parecía un tanto acojonado.
—Porque te calza unas collejas que no veas. Dicen que aquel que osa darle la espalda, acaba con el cogote hecho un Cristo.
—Sí, ya, vale. —Estaba visto y comprobado que preguntando no iba a alcanzar ninguna conclusión.
Y al doblar el recodo nos encontramos frente a las Murallas del Infierno.
—Ah, ahora sí os calláis, ¿eh? —dijo satisfecho Caronte—. La espeluznante visión de las Murallas del Infierno os ha dejado mudos de terror...
—¿Decías algo, Caronte? Perdona, es que estaba quitándome la roña de debajo de las uñas.
—Ay —suspiró el barquero—. No, nada, que ya estamos aquí.
Desembarcamos en la pedregosa orilla acompañados por Caronte, al que le apetecía estirar las piernas un rato.
—¿Y-y ahora qué, señor? —quiso saber Uriel.
—Eso, y ahora, qué —se sumó Caronte con una sonrisa maliciosa.
—Joder, cuanta presión —carraspeé—. Ahora, pues nada, llegamos, pegamos a la puerta, hola, qué tal, parece que refresca...
—¡Ja! Llegar a la puerta... Eso será si el Cancerbero lo permite.
—¿El Cancerbero? —repetí.
—¡Sí! —dijo Caronte con los ojos inyectados en sangre.
—¿Cancerbero en persona?
—¡Sí! —dijo Caronte con las venas del cuello hinchadas.
—¿El mismo Cancerbero que abrió una frutería en mi barrio y después la cerró?
—¡Sí! —dijo Caronte con la boca llena de espuma—. ¡¿Que qué?! ¡¿Pero tú eres imbécil o qué te pasa?! ¡Cancerbero, el perro de tres cabezas que protege la puerta del Infierno y devora las almas de los incautos!
—Ah, ese.
—¡Sí, ese! —bramó Caronte—. ¡El Cancerbero que no va a dejar de ti ni los pelos del sobaco! ¡Anda que no le gustan a ese bicho los ángeles ni nada!
Caronte giró sobre sus pies y buscó al perro con la mirada.
—¡Cancerbero! ¡Cancerbero! ¿Dónde diablos se habrá metido ese condenado chucho? Será posible… ¡¡Tú!! ¡¿Quieres dejar de acariciarle la cabeza al Cancerbero?!
El Perro Guardián del Infierno se había aproximado a mí moviendo la cola mientras Caronte estaba de espaldas.
—Cancerbero es un nombre muy largo para un perro —objeté—. Ellos recuerdan mejor los nombres de dos o tres sílabas. Estaría mejor, por ejemplo, eeeh...
—¡Se llama Cancerbero desde tiempos inmemoriales! ¡Y no vas a venir tú ahora a cambiarle el nombre!
—Ya está. Te llamaré Coco.
—¡¿Qué?!
—Buen chico, Coco, buen chico.
—¡¡Que no le llames Coco!! ¡¡Y deja de rascarle la barriga!!
—Caronte, ¿quieres hacer el favor de dejar de gritar, que estás asustando al pobre animal? ¡Coco! ¡Sit! ¡Sit!
—¡¿Pero cómo que sit?!
—Acércate, Uriel, que no muerde. Mira cómo la cabeza de la izquierda se lame el cipote. —De hecho, las otras dos parecían esperar su turno—. ¿No es adorable?
—¡¡Cancerbero!! —exclamó Caronte— ¡¡Mantén la compostura!! ¡¡Joder, no me hace ni puto caso!!
—¿Cómo va a hacerte caso? Ya te he dicho que Cancerbero es un nombre muy largo. Ya verás. —Recogí un palo del suelo y lo lancé—. ¡Coco, cógelo!
—¡¡Que no juegues con el Perro Guardián del Infierno!! ¡¡Y deja de llamarle Coco!!
—Disculpe, señor —dijo Uriel—. ¿No deberíamos ir pensando en entrar?
—Oh, perdona, Uriel, pero he tenido un súbito ataque de nostalgia. —Coco volvió llevando el palo entre las fauces de la cabeza del centro, mientras las otras dos jadeaban, contentas—. De niño tuve un perro que era igual a este, ¿sabes? Bueno, igual, igual, no era. El mío tenía el pelaje un poco más claro y el rabo más corto...
—Eh… Y dos cabezas menos, supongo —observó Uriel.
—Sí, bueno. —Carraspeé—. Bien, amigo, ¿vamos?
—Lo que usted diga, señor.
—Caronte, ¿nos esperas aquí fuera, o...?
—¡Sí, hombre, los cojones! —argumentó Caronte—. Como si no tuviera otra cosa que hacer... Mis viajes son solo de ida, para volver os la apañáis vosotros solos. ¡Y dile a tu puto perro que no se mee en mi barca!
—Bueno, viejo, encantado de conocerte. —Le tendí la mano.
—¡A tomar por culo! —dijo mientras se dirigía hacia su barca—. ¡¡¡Mierda!!! ¡¡¡He metido todo el pie en una boñiga!!! ¡¡¡Perro malo!!! —Y Caronte subió a su barca y se alejó de la orilla del Averno cagándose en todo lo que se menea.
Cuando alcanzamos a las enormes Puertas del Infierno, Uriel atrajo mi atención hacia el felpudo de la entrada, que rezaba “Abandonad toda esperanza”. Aproveché para restregar las suelas de mis botas.
—No te asustes, Uriel. Te aseguro que no hay nada detrás de esta puerta que pueda hacerme fracasar en mi misión.
Pegué con los nudillos.
Después de unos segundos, pegué más fuerte.
Un minuto más tarde, acerqué la oreja a la puerta.
—Quizá deberíamos irnos, señor. No parece haber nadie —dijo Uriel.
—A mí me parece que no quieren abrir. A lo mejor creen que somos Testigos de Jehová —repuse—. ¿Tú no tenías las llaves del garito este?
—Una alemana… —canturreó el arcángel.
Miré a Uriel un instante y caí en la cuenta de que probablemente se trataba de la criatura más inofensiva que había conocido; el vivo retrato de una sopa de verduras con patas. Desde luego, no parecía la clase de tipo que estuviera en posesión de algo tan guay como las Llaves de la Puerta del Infierno.
—Tú no has visto esas llaves en tu puta vida, ¿eh? —dije.
—B-bueno, verá señor, todo eso de las llaves de la puerta del Infierno es algo más bien simbólico, ¿sabe? El Creador me asignó la custodia de las llaves un día, las guardé un cajón, y hasta hoy. Y realmente no es que sirvan para mantener a los demonios encerrados ni nada de eso.
Entonces oímos el estruendo de unos pesados cerrojos descorrerse. Uriel y yo nos tensamos.
Las antiguas bisagras empezaron a chirriar. La madera de la puerta crujía al abrirse. Mi fiel acompañante y yo estábamos preparados para lo que estuviera por venir. Nada de lo que hubiera detrás de aquella puerta iba a sorprendernos...
Nada, menos una mujer de unos cincuenta años, con gafas de montura roja, la permanente hecha, y una camisa de lunares pequeños abotonada hasta el cuello.
           —Buenas noches, señores. ¿Tenían cita? —nos preguntó la Recepcionista del Infierno mirándonos por encima de sus gafas.

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