viernes, 3 de abril de 2020

El Nuevo Mesías en: Desventajas de la Santidad

En su currículum dice que también sabe tocar la flauta

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 6.

Mientras subíamos hacia el último piso del club, el Señor me explicó que cada alma tenía una percepción diferente de La Puerta del Cielo, de manera que el burdel podía transformarse, entre otras cosas, en el Bingo La Puerta del Cielo, la Hamburguesería y Parque Infantil La Puerta del Cielo o el Bar de Ambiente La Puerta del Cielo, según el género, la edad, necesidades y/o inclinaciones específicas de cada muerto. Todo estaba diseñado para ofrecer un último desahogo a aquellos que se disponían a pasar una eternidad de aburrimiento en el más allá.
—Ahí es —dijo el Señor cuando llegamos al último piso—. La puerta sin número al fondo del pasillo. ¿Tienes la llave encima, Petrus?
—Siempre, Señor —dijo el cejijunto portero, que estaba pegado a nosotros como una boñiga a la suela del zapato, mientras sacaba un manojo de llaves.
—Procede —dijo Dios.
El rostro de Petrus se infundió de una solemnidad inusitada para un tipo que, a fin de cuentas, se disponía simplemente a introducir una llave en una cerradura. Asimismo, los ceremoniosos ademanes de los que se sirvió para desbloquear el cerrojo me parecieron más propios de un mimo.
—¿Estás preparado? —me preguntó el Hacedor.
—Hombre, supongo que podré esperar a llegar al Cielo para echar una meada… ¡¡Joder!! —Nadie me había avisado del insoportable resplandor que aguardaba tras la puerta.
—Podrías mostrarte más respetuoso ante la Sobrecogedora Gloria del Cielo —dijo Dios.
—¡Pero, coño, es que no veo una puta mierda! —dije dando la espalda a la puerta.
—Vamos, vamos, hijo —intentó tranquilizarme el Altísimo—. La Sobrecogedora Gloria del Cielo solo ciega a aquellos que se consideran indignos de cruzar el umbral. En tu caso, es normal que sientas miedo.
A decir verdad, y aunque lo largo de mi periplo vital mi conciencia nunca se había esforzado mucho en hacerse notar, el temor que experimentaba en aquel momento era de naturaleza más prosaica. Así se lo hice saber al Creador.
—¿No me dejaré los piños contra una farola nada más entrar?
—Ay —suspiró Dios—. Hijo mío de mis entretelas, ¿cómo puedes ser tan imbécil?
—Vale, lo siento —dije un poco avergonzado—. Me he dejado llevar por el pánico.
—Anda, tira pa'lante, buena pieza —dijo el Señor.
—Bueno, Petrus, sin rencores, ¿eh?
—Claro —dijo el Guardián de la Puerta a regañadientes mientras me estrechaba la mano.
—En el fondo te entiendo. Quiero decir, lo tuyo debe de quemar mucho. Pasar de ser el primer dirigente de la Iglesia al gorila de un bar de alterne no debe de dejar mucho espacio a la dignidad.
—¡Serás...! —dijo lanzándose hacia mí. Afortunadamente, Dios apartó las manazas de Petrus de mi ya bastante maltratado gaznate.
—¡Petrus, chico, tranquilo! ¡No le hagas caso! ¿No ves que es un inconsciente?
—Señor, con todo el respeto, ¿estás seguro de que esto es El Elegido? —preguntó Petrus
—Hombre, El Elegido, lo que se dice El Elegido... Algo podré sacar de él. Vamos, digo yo.
—Oh, Alfa y Omega —intervine—. Me toca un poco los huevos que hablen de mí como si planearan venderme en el mercadillo.
—Vamos, hijo, no seas susceptible. Venga, cruza el umbral.
—Oh, por favor, después de ti.
—Oh, no, no, después de ti. —El Señor se mostró halagado.
—Insisto —me planté educadamente en mis trece.
—Qué muchacho tan amable... —Y a punto estuvo de pasar—. ¡¿Quieres dejar de hacerte el remolón y entrar de una vez?!
—Vale, vale, es que mis padres me enseñaron a ser cortés con mis mayores —dije volviéndome hacia la puerta y colocándome mis gafas de sol.
—Y cuidado con la escalera —me advirtió el Señor.
—¿La escalera? ¿Qué pasa con la escalera?
—Que no hay —escuché decir al Señor antes de atravesar el umbral y caer en picado en no sé muy bien qué dirección.
—¡Jodeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee...
Algunos episodios selectos de mi pasado empezaron a pasar ante mis ojos cerrados, como una película que nadie en su sano juicio habría pagado por ver. No fue una experiencia agradable; me disgustó recordar que había llevado la bragueta abierta durante toda mi primera comunión.
—...eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeer! —Y me estampé contra una superficie bien mullida.
—¿Estás bien?
Levanté la vista del suelo. Ante mis narices tenía las inconfundibles Sandalias de Dios.
—Señor, deberías dedicar más tiempo a ti mismo —dije—. ¿Cuándo fue la última vez que te cortaste las uñas de los pies?
—Estás bien, definitivamente. Anda, levántate y echa un vistazo.
Me incorporé y miré a mi alrededor. El cielo del Cielo era de un azul tan límpido que daba ganas de echarse a llorar,  y estaba surcado por inofensivas nubes blancas. Los chiquillos jugaban, las mujeres y los hombres reían sentados en los bancos de un parque de proporciones aparentemente infinitas, los leones dormitaban plácidamente junto a las gacelas, los árboles ofrecían frutos de un colorido casi insultante, la hierba se alejaba hasta donde alcanzaba la vista... Una estampa que se la habría puesto dura al más lacio de los Testigos de Jehová.
            —Y bien, ¿qué hacemos ahora? —pregunté con entusiasmo—. ¿Vas a enseñarme todo este tinglado?
—De momento, no estaría mal que empezaras a relacionarte con tus compañeros. —Dios señaló a unos ángeles que estaban haciendo el vago encima de una pequeña loma, lanzándome miraditas y cuchicheando entre ellos.
—¿Mis compañeros? Joder, menuda pinta de parguelas.
—Tú no te has mirado, ¿no?
—¿Que? ¡Ah...!
Repasé someramente mi nuevo aspecto: el traje de luces había sido sustituido por una túnica blanca, un par de sandalias y dos alas como dos puertas.
—¿Era esto estrictamente necesario? —pregunté con cierto tono perplejo que consideré plenamente justificado.
—¿De qué te quejas? —dijo Dios—. Te he puesto unas alas preciosas.
—Sí, no están mal. —Empecé a sentirme extrañamente coqueto—. Gracias, ¡bandolero!
—¡Ejem! Me voy a la oficina, que seguro que tendré un montón de papeleo pendiente. Anda, ve a que te dé un poco el aire. Mañana comenzaremos con el trabajo duro. Y nada de montar el taco por ahí. Que te conozco, ruina —dijo el Creador mientras se alejaba.
Me acerqué al corrillo de ángeles, decidido a empezar mi nuevo cometido con buen pie.
—¿Qué os contáis, princesas?
Los ángeles me miraron como si me hubieran sorprendido lanzando un cóctel molotov por la ventana de una guardería.
—Mirad a quién tenemos aquí, hermanos —dijo uno de ellos, de rizada cabellera rubia—. Saludad al Enchufado.
—¿Y tú vas a salvar a la Humanidad, con esos pelos desaliñados y esa barba de tres días? —dijo otro ángel de rizada cabellera rubia. La verdad es que todos esos putos ángeles me parecían iguales.
—¡Escuchadme, amanerados pedazos de mierda! —A  pesar de la virulencia de la imprecación, sonó inadecuadamente melodiosa, como si estuviera regañando a un gatito. Carraspeé.
—¿Qué? —dijo otro ángel de rizada etcétera, etcétera.
—¿Qué de qué? —pregunté.
—Amanerados pedazos de mierda… —me recordó el ángel.
—Ah, sí, sí —dije—. Esperad un momentito, que se me ha aterciopelado la voz de repente. ¡Ejem! Faaaaa… Una alemana me la meneaba… —comencé a cantar con voz de soprano—. ¡Eh, eh! ¡Al próximo que se atreva a soltar una risita o una miradita de superioridad le voy saltar las pestañas postizas de un guantazo!
—¿Sí, tú? —me dijo el más bravucón entre todos los ángeles de rizada y tal—. ¡No tienes lo que hay que tener!
—¿Que no...? ¡Los tengo bien puestos! —Y me agarré desafiantemente el paquete, como había hecho tantas veces en el pasado con nefastas consecuencias para mi integridad física. Pero esta vez...
—¿Qué? ¡Eh! ¡Eh! —dije mientras me palpaba la entrepierna—. ¿Qué cojones...?
Me levanté la túnica para descubrir que mi hasta entonces inseparable compañero de fatigas se había esfumado.
—¡No tengo...! ¡Me falta la...! ¡¡¡Soy asexual!!! —Me entró pánico—. ¡¿De qué coño va todo esto?! ¡Tú, el del arpa! —le dije a un ángel que todavía no había abierto la boca y se mantenía en un discreto segundo plano.
—E-es una lira, señor —dijo el ángel.
—Sí, bueno, lo que sea. ¿Cómo te llamas, hijo?
—Uriel, señor —dijo el robusto ángel tímidamente.
—Ven conmigo, Uriel. Vamos a darle una serenata al Creador de Todas las Cosas.
El Señor vivía en un sencillo edificio de dos plantas que se asemejaba a una tenencia de alcaldía.
—Aquella ventana da a Su despacho —me informó Uriel.
—Bien. ¿Estás familiarizado con la música terrestre?
—N-no, señor. Bueno, excepto esa de la alemana que se la meneaba a usted, señor.
—Esa no nos sirve. ¿Te sabes alguna balada?
—¿U-una balada, señor?
—Ya sabes. Una de esas melodías lentas que incitan a tocarle el culo a alguien de manera romántica —expliqué.
—C-creo que no sé hacer eso —dijo Uriel bajando la vista.
—Bueno, toca cualquier chorrada de elevar el alma a la gente.
—De esas conozco un montón, señor. —Y el ángel empezó a tocar una melodía tan sublime que las almas de los muertos que pasaban cerca empezaron a levitar, bendiciendo el día en que murieron.
—Muy bonito, Uriel —reconocí—. Ya pongo yo la letra.
            Alcé la vista a la ventana, inspiré profundamente y me dispuse a conmover a los viandantes con todos los sutiles matices de mi voz.
—Devuélveme la piiiiiichaaaaaaaa. Devuélveme la piiiiii-ii-chaaaaaa.
            —¿Pero qué es este escándalo? —dijo Dios asomándose por la ventana.
—¡Eh! ¡Tú tienes algo que me pertenece!
—¡No, si ya sabía yo que la ibas a liar nada más llegar! —rezongó el Señor—. ¡Anda, sube!
Subí al despacho de Dios, que estaba ubicado en una inmensa galería llena de estanterías de libros y discos. Pinturas que me resultaban desconocidas adornaban los trozos de pared no ocupados por las estanterías, y el sitio también contaba con una envidiable colección de esculturas. Estaba impresionado, pero ya indagaría más tarde al respecto; tenía otro asunto entre manos (o, mejor dicho, no lo tenía) que se me antojaba más urgente. El Señor se encontraba parapetado detrás de una elegante y robusta mesa tallada de manera exquisita. A su espalda, una vistosa vidriera de grandes dimensiones representaba aparentemente el momento justo de la Creación del Universo con lo que me pareció un despliegue exagerado de efectos especiales.
—¿Y qué esperabas? —le pregunté al Hacedor—. ¡Me traes aquí y me conviertes en un eunuco! ¡Podrías haberme preguntado, al menos!
—¿Habrías aceptado?
—¿Has perdido la chaveta, o qué?
El Señor suspiró.
—Hijo, lo creas o no, como Padre tuyo que soy, lo hago por tu bien.
—Pues permíteme decirte que tu labor paterna dista mucho de ser ejemplar —dije—. A tú primer hijo le dejaste morir, a mí me mandas a la cama sin pelotas…
—Hijo, nadie de carne y hueso corriente ha entrado jamás en mi Reino. En el Club es diferente, porque está a medio camino de la Tierra y el Cielo, pero aquí, bueno, era la muerte o esto —reconoció el Creador mirándome con severidad—. Deberías agradecerme que me haya inclinado por la solución menos dramática.
—Bueno, ya que Tú lo Sabes Todo y Existes antes que Todo lo Demás y tal, supongo que podrás decirme en qué momento de la Historia de la Humanidad la castración ha sido considerada una práctica escasamente dramática.
—¿Quieres dejar de quejarte? Es una medida temporal.
—¡Quiero mis genitales y los quiero ahora! —exclamé.
—Mira, cuando te mande de vuelta a la Tierra, entrega esto en consigna —el Creador me pasó una hoja de papel.
—"Vale por dos testículos y un pene." —leí—.  ¡Será una broma!
El Creador se incorporó apoyando las manos en la mesa.
—Hijo mío, mientras estés Aquí Arriba debes olvidar tus necesidades terrenales —dijo—. Tu nueva encarnación angélica es más fuerte y resistente. Está especialmente diseñada para amortiguar el hambre, la enfermedad, el dolor, la fatiga, la melancolía, los arranques de excesivo individualismo y, no menos importante en tu caso, los estragos de la cegadora lujuria. Sencillamente, no puedo permitir que nada desvíe tu atención de la Sagrada Misión que te he encomendado.
—¿Esa es tu excusa? ¿Pero a qué crees que me voy a dedicar? ¿A corretear difuntas?
—Haré lo que sea necesario para convertirte en una persona mejor.
—¿Los tíos que ven como su polla desaparece de repente se convierten en mejores personas? La psicología humana no es lo tuyo, ¿eh?
            —¡Bueno, ya está bien! ¡¿Cuántas veces tengo que repetirte que mis caminos son inescrutables?! ¡Es así porque yo lo digo y se acabó! —exclamó la Verdad Absoluta—. ¡Y ahora, a descansar, que mañana empiezas el colegio!

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