viernes, 13 de noviembre de 2009

El hombre que paseaba a una patata

El Sr. X se encontraba hojeando un suplemento dominical que aguardaba resignadamente su turno desde hacía dos meses sobre el reposa revistas de la mesita del salón cuando la patata entró a través del cristal de la ventana. Claro que en aquel momento el Sr. X desconocía que se trataba de una patata, y en menos tiempo del que se tarda en tomar conciencia de un repentino picor nocturno en la espalda hizo un repaso mental de todas las cosas susceptibles de explotar que albergaba su hogar, desde el microondas hasta el teléfono móvil, cuya batería había puesto a cargar hacía tres días y probablemente había alcanzado ya su masa crítica (el Sr. X nunca había descartado una fisión nuclear de andar por casa en su lista de accidentes domésticos potenciales), pasando por el perro, que el Sr. X esperaba que pereciera de un momento a otro a causa de una combustión espontánea sólo para darse el gusto de decirle a la Sra. X, “¿Ves? Te dije que deberíamos haberle vacunado”.
El Sr. X se incorporó con toda la presteza que le permitían unos músculos que daban la impresión de haber pasado los dos últimos años dentro de un baúl, y buscó el foco del estallido sólo con la parca ayuda prestada por una orientación auditiva que cierta vez le sumió en el desconcierto cuando una pared del pasillo le informó de que sus camisas ya estaban planchadas. Después de inspeccionar el cuartillo de las escobas y comprobar que el papel de aluminio y el bote de agua fuerte no habían protagonizado un monstruoso y fatal apareamiento químico, el Sr. X se dirigió a la cocina temiendo que la hornilla hubiera encontrado por sí sola una nueva ubicación empujada por el hastío y por la buena disposición de la bombona de butano, que, como todo el mundo sabe, tiene sus propias ideas respecto a la decoración de interiores, primando el arrebato creativo sobre la funcionalidad. Para su perplejidad (que había adquirido con el paso de los años una sorprendentemente espontánea autonomía propia), el Sr. X no encontró en el techo de la cocina ningún elemento que desentonara con la configuración clásica del típico techo de de cocina, que consiste básicamente en no tener incrustaciones de piezas metálicas que en sus días de gloria habían formado parte de una tostadora. Después de certificar que los muy antiguos y venerables salpicones de grasa de las paredes no habían sufrido desperfectos y que la cocina en general no tenía aspecto de haber alcanzado los mil grados centígrados de temperatura al menos durante los dos últimos minutos, el Sr. X reparó en la ventana rota y la patata que reposaba sobre la encimera. Después de un somero análisis, el Sr. X comprendió que o bien se trataba de una patata solitaria que renegaba de la compañía de otras patatas, o bien de una patata solitaria que ansiaba la compañía de otras patatas; en resumidas cuentas, al final el Sr. X no comprendió nada. El Sr. X también consideró la probabilidad de hallarse ante un caso de patata caída del cielo, que descartó rápidamente debido a su lozana apariencia; si hubiera atravesado la atmósfera habría aterrizado en julianas por efecto de la fricción, pensó el Sr. X, que tenía la teoría de que la ionosfera estaba compuesta básicamente por hidrógeno y por varios juegos de cuchillos eléctricos con accesorios pelapapas que funcionaban gracias a los iones cargados. El Sr. X se asomó a la ventana para descartar o corroborar la conjetura de una lluvia de vegetales cósmicos que hubiera pillado a todos los astrónomos del mundo en el cuarto de baño, pero lo único que vio fue el reformatorio frente a su casa. En ese momento, el Sr. X recordó que su vecino de al lado había denunciado en la última reunión los reiterados asaltos de naturaleza vegetal que estaba sufriendo su hogar, y amenazaba con pasar las facturas de detergente a la comunidad, alegando la irritante persistencia de las manchas de kiwi que adornaban su recién adquirido edredón nórdico, si no se tomaban cartas en el asunto. El vecino llegó a admitir no sin cierto rubor que cierta vez descubrió a un pepino de nada despreciable envergadura intentando forzar a su mujer a hacer cosas de pepinos.
Decidido a llegar al fondo del asunto, el Sr. X recogió el tubérculo del delito con guantes de látex, la introdujo en una bolsa esterilizada y se personó en comisaria para solicitar un examen del equipo agroforense. El agente que lo recibió acusó al Sr. X de que lo del equipo agroforense se lo había inventado, pero el damnificado arguyó que la patata estaba llena de pelos, sangre y uñas, e insistió en la necesidad de buscar restos de ADN, y de paso preguntó si “agriesión” (agresión ejecutada con la ayuda de productos agrícolas) existía como término jurídico. Después de una concienzuda investigación que se inició con el noble propósito de enviar al Sr. X a incordiar a su madre lo antes posible y que se prolongó durante casi doce minutos, la policía científica de guardia presentó un informe con la composición de la patata: un 77% de agua, un 18% de hidratos de carbono, y sólo un 5% de roña, aunque a simple vista parecía el elemento químico predominante. El Sr. X no se dio por satisfecho y anunció su disposición a presentar el caso ante el Tribunal Constitucional si hacía falta, porque estaba convencido de que algún artículo de la Constitución hablaba en términos generales de algo relacionado con el derecho fundamental de todo ciudadano a no recibir visitas de patatas a horas intempestivas sin avisar con razonable antelación, pero después cayó en la cuenta de que estaba hablando en un solar abandonado y recordó que alguien le había pisado un pie aquella mañana en el autobús y su angustia vital reapareció repentinamente, como sólo pueden hacerlo las angustias vitales y esos súbitos picores nocturnos en zonas de la espalda que considerabas bien rascadas.