lunes, 26 de octubre de 2009

Recomendaciones cinéfagas para Halloween por parte de un indocumentado

Los Plátanos (The Bananas, Albert Hugecock, 1963)

Sinopis… Sinotis… Nisoptis… ¡Ejem! Resumen de la película: Janice (interpretada por Pippi Liendren) es una frutera que observa alarmada que los plátanos de su tienda están empezando a comportarse de manera poco ortodoxa, cuando antes no le daban ninguna guerra. Al principio decide no contárselo a nadie e intenta por todos los medios que sus clientes compren melocotones, mejor; pero un buen día, harta de una situación que está a punto de acabar con sus nervios (es famosa la tensa escena donde un plátano se cae al suelo sin motivo aparente), contacta con el profesor Atticus Flanders, catedrático de Agricultura y Ciencias Hortícolas de la Universidad de Wisconsin, y le expone el caso. El profesor Flanders le explica que su especialidad son las chirimoyas (es el autor del extenso ensayo Todo lo que sé sobre las chirimoyas, considerada la obra más completa y mejor documentada sobre el mundo de las chirimoyas, además de ser colaborador habitual de la prestigiosa publicación bianual Cherimoya Life & Times), pero de todas formas accede a echar un vistazo con la esperanza de llevarse a Janice al huerto y de camino comprar dos kilos de pomelos. Para desesperación de Janice, Atticus dictamina que los plátanos de su frutería siguen a rajatabla el patrón de comportamiento estándar de la fruta, que consiste básicamente en no moverse por sí sola. El profesor intenta tranquilizar a la frutera diciéndole que un problema que se puede solucionar con una licuadora no es realmente un problema. A pesar de todo, Janice deja de solicitar plátanos a su proveedor habitual, conocido como El Jacinto (Jack en la versión original). Una vez a salvo de la frutal amenaza, Janice se deja agasajar por Atticus, que consigue llevársela al huerto. Desgraciadamente, una vez en el huerto Janice cree estar siendo espiada por la platanera de Atticus, por lo que sale corriendo, pisoteando los nabos en su huida. A continuación llega la que quizá sea la escena más célebre de la película: Arrepentida de su comportamiento, Janice se acerca a una cabina telefónica y llama a Atticus para disculparse por su huida y por lo de los nabos, pero, inesperadamente, un camión que transporta varias toneladas de plátanos derrapa y esparce su contenido por toda la calle, provocando resbalones masivos con las consiguientes contusiones y fracturas de cadera. Janice se cree a salvo dentro la cabina… y realmente lo está, porque, por mucha velocidad que llegue a alcanzar un plátano, lo más que va a hacer cuando se tope con una mampara de cristal es espachurrarse. Janice, conmocionada, va a ver a Atticus y trata de convencerle de empezar una nueva vida juntos en Alaska, mundialmente famosa por su escasez de plátanos e higos chumbos (El personaje de Janice en ningún momento hasta ahora había demostrado excesiva aversión por los higos chumbos, así que la referencia podría deberse a una aportación personal del propio Albert Hugecock. En el célebre libro de entrevistas que le dedicó Francine Trugnot, al ser preguntado respecto al tema de los higos chumbos, el genial gordo cabrón respondió enigmáticamente: “A los higos chumbos que se las pique un pollo”). Por respeto a los espectadores que aún no la han visto, no vamos a destripar el final; sólo añadiremos que las posibilidades escalofriantes de una compota jamás habían sido tan profundamente exploradas como en esta película…

Comentario (fuera de tono): Tras el estreno de esta película, el mundo no volvió a mirar a los plátanos de la misma manera. Rodada después de una abrumadora sucesión de éxitos de público y crítica, como Vahído (Faint, 1958), El Hombre que no se Enteraba de un Pimiento (The man who didn’t notice a pepper, 1959) y Disuria (Dysuria, 1960), Los Plátanos suscitó división de opiniones entre los críticos. Mientras algunos especialistas quisieron ver en ella una mal disimulada parábola sobre la represión sexual, otros se equivocaron de sala y asistieron a la proyección de un western. De ahí la reseña que hizo el temido Paulie Kent en el Delaware Post: “El señor Hugecock debería haber titulado su película Los Frijoles. No sé a que viene esa tontería de Los Plátanos. He visto muchas películas con pocos plátanos, pero ésta se lleva la palma”. Otros fueron más moderados en su valoración: “La película tiene una primera mitad excelente”, dijo un crítico del Idaho Globe que solía quedarse dormido en medio de las proyecciones porque se levantaba muy temprano para llevar a sus chiquillos a la natación. Como casi siempre, fueron los críticos franceses quienes colocaron esta obra maestra en el lugar que le corresponde: “Los Plátanos representa la más prístina sublimación de la angustia finisecular”, dijo Jean-Luc Kojak justo antes de cortarse cuatro dedos de la mano izquierda con un hacha.
Por supuesto, en esta película no podía faltar el habitual cameo de Hugecock haciendo un calvo; si se fijan bien, podrán ver al gran director con los pantalones bajados en la puerta de la frutería.
Fotograma de la película

domingo, 11 de octubre de 2009

Cualquier excusa es buena para emborracharse



Estimados true believers:
¡¡¡Me han concedido un premio!!!
-¿A usted? ¡Pero si es un ceporro! –dijo un seguidor mío al que tengo en alta estima por ser el que en menos ocasiones ha pretendido atentar contra mi vida.
-Bueno, bueno; no nos chupemos las pollas todavía, que tenemos restos de sobrasada entre los dientes –dije citando al rey Lear.
-¡Tarugo! –dijo otro que rara vez sabía lo que decía, aunque en esta ocasión dio en el clavo.
-¡Jean-Claude! ¡Jean-Claude! –mi leal sirviente apareció como si hubiera estado siempre allí-. Jean-Claude, ¿de dónde has sacado al público de hoy?
-Debo reconocer que no recuerdo el nombre de la taberna, milord –dijo Jean-Claude-. Sólo sé que todos los caballeros aquí presentes se encontraban en un estado de ánimo altamente sugestionable.
-Ah, bien. Qué raro es encontrar gentes de buena fe en estos días de laxitud moral.
-Perdone, señor –alzó la mano uno que no me importaría no haber conocido nunca-. ¿Me permite una pregunta para el boletín de la Asociación de Amigos del Aguardiente? –publicación comarcal de periodicidad salvajemente irregular.
-Será un placer para mí atender a un distinguido miembro de la prensa –contesté al periodista, que a todas luces necesitaba un lavado de estómago como el comer.
-¿Se puede saber por qué motivo, razón o circunstancia le han concedido un premio? Creo que hablo en nombre de todos cuando digo que lo único que indudablemente usted merece es un par de hostias bien dadas.
-Bueno, ésa es sólo su opinión –siempre he sabido aceptar de buen grado una crítica, aunque en ese momento lamenté no tener a mano un cenicero de mármol.
-No, no lo es –dijo otro que debería plantearse los inconvenientes de una alimentación exclusivamente intravenosa-. Yo también le pondría en su sitio de un buen galletón.
-Jean-Claude –le dije confidencialmente a mi mayordomo-. Vamos a tener que cambiar la estrategia de embaucar borrachos para que asistan a mis conferencias; la próxima vez a ver si me puedes conseguir diez o quince heroinómanos.
-¿Va a dar un discurso de agradecimiento, o qué? –dijo un incauto.
-Por fin alguien que muestra algo de respeto –dije aliviado.
-No, si a mí me da igual. Usted hable, hable; de todas formas, estoy a punto de caer inconsciente…

-Pues me gustaría agradecer a El Señor de las Moscas, propietario del excelente blogarito El porqué de una mosca encerrada en un bote, el tener a bien concederme el bonito galardón que puede ustedes ver justo debajo del título de este post. Es un orgullo para mí que el premio venga dado por un bloguero que despliega un admirable uso de esa cosa llamada léxico, un extraordinario sentido del humor, y un asombroso ritmo de publicación. Nos deja estupefactos que el Sr. De las Moscas se haya acordado precisamente de nosotros, que hacemos gala de un parco manejo del vocabulario (de ahí la alarmante reiteración de vocablos como “Cojones” o “Cipote”), un sentido del humor discutible (ver paréntesis anterior) y una periodicidad que suele coincidir con el fin del ciclo lunar y el florecimiento del acónito en la estepa. Por no hablar de nuestra molesta costumbre de hablar en plural en un desesperado y probablemente vano intento de repartir los escupitajos entre el autor y sus amigos imaginarios.
-No nos venga ahora con falsa modestia –dijo uno que, según todos los indicios, se encontraba en la fase inicial de la resaca-. Le vamos a arrancar la cabeza de todos modos.
-Y antes de que la estancia se llene de humo y casquillos me complace anunciar las reglas de premio, que consisten básicamente en decir algo de la persona que te lo ha entregado, y entregar a su vez el premio a tres blogueros que se lo merezcan. Jean-Claude, el sobre.

Ejem. Y mis tres premiados, a los que debo gratitud, respeto y una cantidad no indecente de dinero, son:

Mi amada Silderia, porque, decididamente, todo esto del blog es culpa suya. Si no fuera por ella, yo seguiría escribiendo en servilletas atroces versiones obscenas de canciones del momento. Por no hablar de lo bien que van a quedar nuestros premios gemelos al lado de mi Doctorado Honoris Causa en Nada en Particular y su Máster en Estrategias de Guerra de Guerrillas.
Josito Montez, un cronopio de escribe sobre el chouvinsnes como nadie en la blogosfera, y uno de los primeros en pasar por aquí sin necesidad de sobornos.
RFP, cuya pareja de blogs (Pasiones y otros desmanes y En medio de ninguna parte) me han dado más alegrías que el vino tinto.

-Jean-Claude, ¿cuánto tiempo me sobra?
-Treinta segundos, milord.
-Ejem, ejem. ¡Obí! ¡Obá! ¡Cada día te quiero má! ¡Obí, obí, obá, obá…!