sábado, 4 de abril de 2020

A picar piedra te mandaba yo


El Apocalipsis según se mire. Capítulo 7.

—¡Jean-Claude! ¡Jean-Claude!
Mi aparición fue tan brusca que mi leal mayordomo derramó su té importado de la India sobre el primer tomo de las Obras Completas de Lord Byron.
—Qué inesperada sorpresa, milord. Si me permite la osadía, denoto en su voz un tono ligeramente... aflautado, señor.
—Eso es porque el Creador, en Su Infinita Sabiduría y como medida cautelar, ha estimado conveniente confiscarme las pelotas —expliqué—. Aunque deberías haberme escuchado hace una semana; mi voz sonaba como una copa de cristal acariciada por una pluma, o alguna otra cosa tan poco varonil como esa. Afortunadamente, parece que estoy haciendo progresos gracias al aguardiente mañanero y al tabaco negro.
—¿Debo deducir por la descripción de sus licenciosas actividades que la Otra Vida no es más que una prolongación de esta?
—Bueno, nos emborrachamos a espaldas de nuestro Padre, si es eso a lo que te refieres.
—¿Se emborrachan, señor?
—Sí. Hasta que llegué yo, esas nenazas de ángeles solo bebían zumito y alguna tónica de vez en cuando, ¿puedes creerlo? Pero no veas lo pronto que le han cogido el gusto al anisete.
—¿Y a qué se debe el honor de esta visita, milord?
—Estoy practicando el rollo ese de las apariciones —contesté—. Me producen una jaqueca terrible, pero me estoy pegando una hartada de reír. Hace un instante he aparecido en un lavabo público de algún lugar del Kurdistán. Un tipo se ha pillado la minga con la cremallera, del susto.
—Veo que su sentido del humor sigue intacto, milord, a pesar de su inopinada emasculación.
—Sí, bueno, mira el lado positivo. Toda la vida queriendo adelgazar, y es llegar al Cielo y perder ciento cincuenta gramos de golpe y porrazo.
—Espero que se trate de un chiste, señor —repuso Jean-Claude.
—Hablando de chistes, un querubín me ha contado uno muy bueno esta mañana. Verás, están un francés, un inglés y un español en el Reino de los Cielos, y el francés dice, "Pues yo, cuando estaba vivo..."
—No quisiera parecer grosero, amo, pero, ¿ha bajado desde el Cielo para acometer la improbable misión de hacerme reír?
—Perdona, Jean-Claude, es que hace tanto que no te veía…
—Yo también lo extraño, milord —dijo Jean-Claude con el mismo imperturbable tono de voz que solía utilizar para anunciar “Sus huevos escalfados, señor”.
—Antes de irme, ¿podrías bajar a la bodega a por un par de botellas, Jean-Claude? Los muchachos y yo damos una fiestecita esta noche, cuando el Señor se eche a dormir.
—¿De los licores más selectos, milord?
—¿Has perdido la cabeza? No, no; un par de botellas de algo medianito. Ni bueno-bueno, ni malo-malo; lo suficientemente potable para quedar bien con gente de paladar poco entrenado.
Me desvanecí después de agarrar dos botellas de un orujo cuyo aroma había mantenido a raya durante años a las ratas de mi bodega; una receta casera de un amigo mío que ya iba por su tercer trasplante de hígado.

A pesar de lo que se pudiera deducir de mis palabras, mi estilo de vida en el Reino del Señor distaba mucho de poder calificarse como trepidante. De ocho de la mañana a tres de la tarde me dedicaba al aprendizaje de materias como Prédica, Oratoria, Alabanzas al Señor o Teología Comparada a través de agradables paseos guiados por Dios, maestro y a la vez objeto de estudio, lo cual facilitaba mucho las cosas. Momentáneamente desposeído de mi facultad para resucitar a los muertos, en la tercera semana de mi estancia en el Cielo el Hacedor empezó a enseñarme milagros pequeñitos, como hacer aparecer calcetines largo tiempo desparejados debajo de un sofá, para estupor de sus ya desesperanzados propietarios. Por la tarde había poco que hacer, la verdad; en comparación, la vida contemplativa de un monje budista era un desmadre rayano en el escándalo. Se supone que los ángeles tienen el Sagrado Deber de vigilar a la Humanidad, pero lo cierto es que el gremio prefiere rascarse sus inexistentes pelotas, lo cual me llena de asombro, como si Por Aquí hubiera otra cosa mejor que hacer. En realidad, los coros celestiales desprecian a los seres humanos, y siempre andan criticando sus peinados y sus olores corporales. Antes de la cena solía frecuentar el despacho de Dios para curiosear la literatura, la música y la obra plástica que los mayores genios de la Historia de la Humanidad habían creado después de muertos. Cuando le pregunté al Hacedor acerca de su interés por la labor artística y cultural de sus hijos, me respondió con un tajante “¡Para algo que hacéis bien!”.
Una mañana, a la sombra de un abeto, reconocí ante Dios que quizá no estaba versado en las Sagradas Escrituras todo lo que debiera, no sin cierto reparo y aun temiendo que el Señor me endilgara una primera edición del Antiguo Testamento como regalo por mi santo. De hecho, mis conocimientos en la materia se limitaban a lo aprendido en las ya lejanas y dudosamente instructivas clases de religión del colegio y a las pocas y a buen seguro erróneas conclusiones extraídas de la lectura de una edición ilustrada de los Evangelios cuya compra recomendó a mis padres la señorita Rosario, mi catequista, que supo ver en mí una temprana inclinación hacia el agnosticismo una vez que me sorprendió orinando en la pila bautismal de la parroquia con la ayuda de un banquillo. El Creador no pareció otorgar ninguna importancia a mi falta de conocimientos acerca de su turbulento pasado y del resto de la crónica sagrada oficial.
            —La Biblia está llena de errores e informaciones parciales —dijo el Señor—. Y, además, es un ladrillo. Le encargué su escritura un tipo que pasaba por allí cuando empecé a crear el universo; el menda asistió a todos los acontecimientos importantes, la creación de la Tierra, mis incursiones en la vida de los hombres, las andanzas y enseñanzas de mi Hijo… Todo. Se supone que debía llevar un registro exacto de los eventos más relevantes, pero parece que al señorito se le iban a caer los huevos al suelo por llevar encima un papiro y una pluma, así que lo redactaba todo de memoria, cambiando las partes que no le gustaban e inventándose las cosas que había olvidado debido a sus extensas lagunas mentales.      
—¿Y qué hay de los profetas, evangelistas y demás fulanos a los que se atribuye su confección?
            —¿A mí qué me cuentas? Eso es cosa de vuestros investigadores, que son todos unos lumbreras. El Narrador solo entregaba libros anónimos —dijo el Señor—. Los profetas… Si allí el único que tenía estudios era Salomón, y era incapaz de escribir dos frases coherentes seguidas. Abraham y los demás no sabían hacer la o con un canuto. A Moisés le tuve que leer una y otra vez las Tablas de la Ley, para que después se las recitara de memoria a su pueblo. No te imaginas el trabajito que me costó que se aprendiera los mandamientos; cuando llegaba al décimo, ya había olvidado el segundo, y siempre estaba cambiando el orden… Cuarenta días con sus noches tardó en memorizarlos correctamente. Habría terminado antes si le hubiera entregado las Tablas a un papagayo —Dios suspiró—.  De los Evangelios no quiero ni acordarme. Por una lamentable serie de malentendidos que no vienen al caso, los que aparecen en el Nuevo Testamento son en realidad los cuatro primeros borradores del Evangelio Único, que está criando polvo en un cajón. El Narrador escribió seis o siete versiones más hasta que dio con la definitiva, pero las autoridades eclesiásticas decidieron que las cuatro primeras no estaban mal y que respondían bastante bien a sus intereses particulares, los cabrones —añadió el Señor.

Llevaba casi tres meses en el Cielo cuando el Creador me citó en el Borde Exterior para encargarme no sé qué misión. Me sobraba tiempo y hacía una tarde magnífica, como todas las de Allí Arriba, así que decidí recorrer un trecho a pie. En el inmenso parque, me detuve un momento junto a un pequeño grupo de residentes que comentaba las circunstancias de sus respectivas muertes.
—A mí me atropelló un camión cisterna que iba a ciento setenta kilómetros por hora —dijo un muerto.
El resto de difuntos miró con admiración al tipo.
—Pues a mí —dijo otro muerto— me asfixió una anaconda en una cuenca del Amazonas. No veas que angustia.
"Hala", decían los muertos.
—A mí me cayó un piano encima desde un cuarto piso —dijo otro muerto que se quedó tan pancho.
—¡Venga ya! —dijo el segundo muerto—. Eso no le ha pasado nunca a nadie.
—¡Bueno, vale, me dio un ataque al corazón, qué pasa!
—Qué cutre —dijo el primer muerto.
—¡¡Cómo que qué cutre!! ¡Es una causa de mortalidad muy común! ¡No todos hemos tenido la mala suerte de sufrir una muerte tan miserable como la de ser atropellado por un camionero borracho!
—Yo morí congelado en una ladera del Himalaya —dijo un cuarto muerto.
—¡Olé! —dijo el primer muerto.
—¿Olé? ¿Olé? —dijo el del ataque al corazón—. ¡¿Qué mérito tiene?! ¡Se le planta en los cojones escalar el Himalaya y se queda tieso allí en medio! ¡Menudo soplapollas!
—Eso no es nada. A mí me envenenaron con cianuro, me pegaron tres tiros, me partieron el cráneo y me tiraron a un río —dijo Rasputín.
—¿Pero qué...? —dijo un ángel que pasaba por allí. Miguel o alguno de esos. Son todos iguales, cojones—. ¡¿Qué hace aquí Rasputín?! ¡Eh, tú! ¿Qué te hemos dicho sobre lo de subir Aquí Arriba?
—Eh, yo ya me iba —respondió Rasputín—. Se está tan a gustito aquí, con esta brisilla...
El ángel lo agarró de la túnica.
—Tira p'alante, que me tienes contento.
Me acerqué a ver qué pasaba, aguijoneado por la curiosidad.
—¡Eh, tú, el rubio de la melena rizada!
Unos siete ángeles que pasaban en ese momento por allí se volvieron para preguntarme al unísono "¿Qué tripa se te ha roto?"
—Vosotros no, ese de ahí —dije señalando al ángel que se llevaba a Rasputín.
—¿Qué tripa se te ha roto?
—¡Tú no! ¡Joder! ¿Por qué tenéis que ser todos iguales? ¡El que se lleva al monje ruso!
—Ah, bueno —dijo el ángel con el que quería hablar desde el principio—. Especifica, hombre. ¿Qué tripa...?
—¿Dónde llevas a ese tipo?
—¿Tú qué crees? A la ciénaga donde pertenece. —Y dio media vuelta, tirando del brazo de un avergonzado Rasputín.
En el tiempo que llevaba en el Cielo, el Altísimo jamás había hecho mención al lugar donde van las almas que no acaban Aquí Arriba. Días atrás se me ocurrió preguntarle al respecto y eludió el tema con la sutileza que lo caracteriza.
—¿El Infierno? —El Creador parecía sorprendido—. Sí, ejem, bueno. Verás, cof, el Infierno, cof, cof... Disculpa, cofcofcof, ejem, garrrrrk, bluargggg… —Empezó a toser como un descosido.
—Señor, que te vas a ahogar —le dije mientras le pegaba palmadas en la espalda.
—Cof... ay que me da... raaaaarg...
—Tú verás que echas la papa.
—Acércame la botella de agua. —El Señor se tragó medio litro de una tacada—. ¡Cof! Mira, qué malito me he puesto.
La ingeniosa maniobra de distracción del Creador me hizo pensar que se trataba de un tema incómodo para él, así que planeé obtener la información de otra fuente. Pero eso tendría que esperar; en ese momento divisé a Dios en el Borde Exterior del Cielo con vistas a la Tierra. Un insólito paraje formado por hermosas cataratas e imponentes acantilados desde donde los ángeles eran testigos del devenir de la vida humana.
—Señor, ya está otra vez ese tío de Kioto comiéndose los mocos —avisó un ángel que al parecer tenía una concepción del pecado excesivamente flexible.
—Muy bien, muchacho, sigue así —dijo el Señor, que añadió entre dientes—: Joder, pero que tío más tonto.
—¿Llego tarde, oh, Creador de Todas las Cosas? —dije al aterrizar al lado de Dios y del pequeño Uriel.
—Aaaaaaleluya, aleluya… —Uriel había adoptado la molesta costumbre de entonar El Mesías cada vez que se cruzaba conmigo, en una vibrante interpretación que le había valido la felicitación del mismísimo Haendel, que, por lo demás, era un gilipollas insoportable.
—Uriel, ¿por qué no tocas algo de lo que hemos estado ensayando? —repuse.
—S-sí, señor —respondió el apocado Uriel—. Ejem. Una alemana me la meneaba…
—¿Eso es lo que le has estado enseñando al chico? —dijo Dios.
—¿Qué me decías de no sé qué misión que ibas a encomendarme?
—Ah, sí, sí. Verás, llevamos ya un tiempo con la teoría y había pensado en algo con lo que ocupar tus ociosas tardes.
—Señor, te recuerdo que mis tardes no eran nada ociosas hasta hace una semana, cuando era el orgulloso gerente del Templo para la Meditación y el Recogimiento que levanté en Tu honor, y que Tú mismo te encargaste de clausurar.
—Hijo mío, no creo que la palabra "clausurar" sea la más adecuada en este caso. Yo diría más bien "desmantelar." ¡Ese Templo que erigiste en Mi honor servía de tapadera para un casino!
—Minucias. —Me hice el tonto.
—¡Milenios procurando que el Cielo sea un remanso de paz y armonía y ahora va este tío y me monta un antro de perdición en dos días! ¿Qué esperabas que hiciera?
—Disculpa mi atrevimiento, oh, Señor —rogué—. No pude evitar darme cuenta al llegar aquí de que no teníais una triste tasca donde procurarse un desahogo. Sencillamente, me tomé la libertad de subsanar tan lamentable omisión. Atribúyelo a mi exuberante visión empresarial, si te place.
—¡Mis ángeles están desatados desde que llegaste! —bramó el Señor—. ¡Ayer, Gabriel iba tan mamado que se cayó justo encima de una vidente de Wisconsin durante una invocación! ¡No te imaginas los hilos que he tenido que mover para tapar el asunto!
—¿Sabes lo que pasa? Que se comió una papa asada y luego se tomó cuatro gin-tonics muy seguidos. Le advertí que se trataba de una combinación casi mortal, pero…
—Escúchame, ¿qué te parecería ser el ángel de la guarda de alguien durante una temporada? Considéralo una especie de entrenamiento. Estar al cuidado de una persona de manera desinteresada podría enseñarte un par de cosas. Por no hablar de que me vendría bien perderte de vista unos días.
—Bueno —dije encogiendo los hombros—. ¿Y a quién tendría que proteger? Si puedo elegir, preferiría a una persona piadosa, de esas que dan limosna o pertenecen a alguna ONG. Alguien de ese tipo, con las tetas grandes, si puede ser.
—Ah, no, ni hablar —dijo el Señor, tajante—. Ya he elegido por ti. Acércate.
Dios me condujo al mismísimo borde del Borde Exterior, que permite al observador controlar cada ángulo de la esfera terrestre, “siempre que este sepa dónde mirar”, en palabras del Creador, que parecía considerar superfluo perder el tiempo en explicaciones más detalladas del funcionamiento general del Cielo.
—He de advertirte que la persona que vas a proteger no tiene necesariamente que caerte bien —me informó el Creador—. Mira hacia abajo.
—¿Quién? —dije mirando en dirección a la Tierra—. ¿Esa anciana del andador? Hombre, si ese es tu designio… Pero, vamos, no creo que haya mucha vida que proteger ahí.
—¿Adónde estás mirando? Sigue la dirección de mi dedo.
—¿Un tío de uniforme? —Agucé la vista—. Oh, no. Nononono. Ni de coña. ¡¿Por qué él?!
—Porque velar por la seguridad de un enemigo te purificará, te hará crecer como persona y, con suerte, te pondrá en camino para convertirte en un mesías al menos decentito —explicó el Señor, me pareció que con un leve brillo de satisfacción sádica en su mirada.
En la Tierra, el Poli Cabrón se comía un bocadillo de mortadela con aceitunas en su coche patrulla aparcado en un arcén, felizmente ignorante de lo que le venía encima.

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