lunes, 6 de abril de 2020

Adivina quién viene en misión divina esta noche

Mierda

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 9.

Era una noche fría, y mi fiel Jean-Claude había encendido la chimenea y echado mano de nuestra provisión de sopa con fideos de sobre, que el Poli Cabrón sorbía con un ahínco más allá de lo humanamente soportable.
            —¡Chrrruuuuppp!
            El Poli Cabrón levantó la vista de su tazón y reparó en la gentil perplejidad de mi rostro.
            —¿Os molesta que sorba? —preguntó—. A mucha gente le revienta. Aunque a mí me da igual. Que se jodan. —Bebió de su copa—. Oye, qué bueno está este coñac.
            —¿Podrías seguir con el relato, o te quito la botella? —dije.
—Ah, sí, sí. ¿Por dónde iba?
—Estaba diciendo que no sabe cómo encontró el Club —recordó Uriel, visiblemente excitado por el efecto de su agua con gas.
—Bueno, pues pedí refuerzos cuando el barbas y el piojoso aquí presente salieron cagando leches y, no sé cómo, conduje a mis muchachos hasta el lugar exacto sin dudarlo un instante. No me lo explico; sencillamente, sabía a dónde dirigirme.
—A un puticlub. Ajá —comenté.
—¡¿Cómo que "ajá"?! ¡¿Qué estás insinuando?!
—Nada, nada. Tranquilízate, Poli Cabrón...
—¡¡¡¿Cómo dices?!!! —exclamó el aludido, haciendo rebotar con violencia sus signos de exclamación por toda la estancia como si fueran metralla.
—De algún modo tendré que referirme a ti —me justifiqué—. Ni siquiera te has presentado.
—¡Me llamo Jerónimo Castaña! ¡Sargento Castaña para ti, gusano! ¡¿Lo has entendido bien?!
—¡Oye, oye, amiguito! —Me  calenté— ¡Que te acabo de salvar el culo, por no hablar del pequeño favor que te hice!
—¿Qué favor? ¿Resucitarme de entre los muertos?
—Que no es precisamente regarte las plantas mientras estás de viaje, si me permites la observación. 
—¡Tal como yo lo veo, no habría muerto si tú no te hubieras cruzado en mi camino! —dijo el Poli Cabrón levantando el culo del asiento.
—Joder, hay gente que no está contenta con nada... ¡Jean—Claudoooooorg! —Hala, hala, otra vez con las manos en mi gaznate.
—Disculpe, Sargento. —Uriel se levantó del sillón—. Perdone si me entrometo, pero ¿no le parece que esto no nos lleva a ninguna parte?
—Lo siento, hijo. Eres la voz de la razón. —El Poli Cabrón se serenó—. Supongo que en el poco tiempo que llevas aquí abajo te habrá horrorizado la brutal vileza de los actos humanos, cómo nos despellejamos unos a otros sin el menor atisbo de culpa, las miserias de...
—Todo eso está muy bien, Sargento —interrumpió Uriel—, pero creo que al Mesías le falta el aire.
—Oh, claro. —El Poli Cabrón me soltó el pescuezo.
—Aarg. Un discurso muy emotivo. Por un momento creí que estaba siendo estrangulado por Ghandi. —Tosí—. Muy bien, vamos a ver si ponemos las cosas en claro. ¿Espíritu? ¡Espíritu!
El Espíritu Santo se había quedado amodorrado encima de la chimenea después de pimplarse su cuenco de ginebra.
—¿Qué? ¿Eh?
—Espíritu, ¿sabes a santo de qué conocía el Sargento la ubicación del Club?
—A mí que me registren. ¡Hics!
—Anda, que menuda cogorza lleva el mamón del pájaro este —observé.
—D-déjeme intentarlo a mí, señor. —Uriel se dirigió a la chimenea—. Oh, Espíritu Santo, inspiración de los fervorosos, ilumina nuestro camino con el fuego del conocimiento.
Y el Espíritu Santo, movido como por resorte, echó a volar erráticamente alrededor de mi regio salón. Uriel se emocionó.
—¡El Espíritu Santo va a entregarnos un mensaje!
—Gavilán oooo palooooma. —Que no era exactamente un mensaje.
—¿No está volando demasiado bajo? —inquirió el Poli Cabrón.
—Como no tenga cuidado se va a meter de cabeza en la chime... ¡Que se nos quema el pollo! —Me sobresalté.
En lugar de alumbrarnos con el fuego del conocimiento, el Espíritu Santo más bien perdió el conocimiento y cayó al fuego.
—¡Yiiiiiihaaaaa! —Y volvió a salir disparado hasta mi mesa de mármol, donde se quedó tan quietecito, en llamas y con las alas en jarras.
—¡Que no se acerque a las cortinas! —exclamé, llevado por el pánico.
—Mira que eres melón —dijo el Espíritu, expulsando pequeñas llamaradas por el pico al hablar—. Aparecer en forma de fuego es una de las performances más célebres de mi repertorio. No me digas que no queda espectacular.
Antes de que el Espíritu pudiera seguir presumiendo de su muestrario de efectos especiales no aptos para su recreación doméstica, agarré el sifón de la bandeja que providencialmente me ofreció Jean-Claude y apagué al pájaro, al que no se le había chamuscado una sola pluma.
—¡¿Se puede saber qué haces?! —dijo el Espíritu Santo, sacudiéndose el agua—. ¡Mira cómo me has puesto, capullo!
—Es que no te veía muy capacitado para apagarte por tus propios medios —me expliqué.
—¿Hay o no hay mensaje? —El Poli Cabrón se estaba impacientando.
—Atado a mi pata —señaló el Espíritu.
Le quité el trozo de papel que tenía enrollado en la pata.
—¿Y bien? ¿Y bien? ¡Léelo ya! —El Poli Cabrón estaba a punto de mearse encima, de los nervios.
Desplegué el papelito.
—El mensaje dice, "Qué bien me lo pasé anoche, tigre." ¡¿Qué significa esto?! ¡Tú no irás por ahí fecundando vírgenes!
El Espíritu Santo me quitó el papel con el pico y se lo tragó.
—Mensaje equivocado. El bueno está en la otra pata.
—Trae, tigre. Joder, menudo despropósito —dije desatando el otro papelito.
—¿Qué dice? ¿Qué? —dijo el Poli Cabrón.
—“Sigue buscando.” —La historia de mi vida—. Espíritu, ¿esto es un mensaje divino o el envoltorio de un chicle?
—La calidad de la comunicación supraterrenal es muy pobre aquí en la Tierra. Vuestra ponzoñosa alma y envilecido estilo de vida causan interferencias con el más allá —explicó el Espíritu Santo—. Por no hablar de que me has puesto hecho una sopa en mitad de mi trance.
—Total, que estamos dando palos de ciego —observé.
—Señor —dijo Jean-Claude—, un caballero en la puerta pregunta por el Mesías.
—¿Un caballero? ¿Qué aspecto tiene?
—Aspecto de haber escapado por los pelos de una hecatombe nuclear, milord.
—Que entre —dije. Nunca dejo pasar la oportunidad de conocer gente interesante.
—Esto no me da buena espina —dijo el Espíritu.
—Buenas noches —dijo el desastrado caballero al entrar por la puerta del salón—. Disculpen que irrumpa a estas horas en su morada, pero es que antes no han tenido la amabilidad de detenerse.
—¿Es usted uno de los tipos que nos estaban persiguiendo y disparando? —pregunté.
—Sí, bueno, me temo que ha habido un terrible malentendido. —El tipo mostraba una desafectación muy inusual para alguien que ha sobrevivido milagrosamente a una explosión—. Nosotros solo queríamos entregarle un mensaje al Mesías.
—Pues haberlo dejado claro en su momento, hombre —dije—. Quizá no hubiéramos volado su vehículo por los aires.
—Oh, no se preocupe por eso —dijo el tipo, que tenía quemaduras en el ochenta por ciento de su cuerpo y un ojo colgando—. Pensamos erróneamente que comprenderían nuestras pretensiones. Ya sabe lo que dicen; la violencia sin sentido es el lenguaje universal.
—¿Ah, sí? —dijo el Poli Cabrón sacando la pistola—. ¡Pues toma subtexto!
¡BANG! En todo el estómago.
—¿A qué ha venido eso? —pregunté.
—¿Qué pasa? —dijo el Poli Cabrón—. ¿Es que ya no puede uno ni protestar enérgicamente?
—No pasa nada —dijo el damnificado incorporándose del suelo con una mano y agarrándose los intestinos con la otra—. Aunque no comparto su postura, la entiendo perfectamente.
—Es usted un amasijo de carne de lo más comprensivo, caballero —concedí—. Por cierto, no he podido evitar fijarme en que está usted hecho un roble.
—Sí, bueno, los demonios tenemos por lo general las defensas naturales por las nubes —dijo el tipo.
Uriel y el Espíritu Santo pegaron un respingo.
—¿Demonios? Coño, pues sí que nos han encontrado pronto —dijo el Espíritu Santo.
—¿L-le parto la cara o algo, señor? —le preguntó Uriel al Espíritu, indudablemente llamado al deber pero a todas luces poco convencido de su espontáneo ofrecimiento.
—No he venido a buscar gresca con las huestes celestiales —informó el demonio—. Cómo ya les he comentado, solo quiero entregarle un mensaje al Mesías.
El demonio sacó un arrugado y ligeramente chamuscado sobre de un bolsillo de su chaqueta y se lo pasó a Jean-Claude.
—No lo abras —dijo el Espíritu Santo—. Apuesto lo que quieras a que Lucifer quiere tentarte.
Me sorprendió el poco conocimiento que albergaba el Espíritu Santo sobre los entresijos del alma humana; personalmente, no creo que haya nadie en este jodido planeta que considere seriamente que las palabras “apuesta” y “tentación” puedan ser utilizadas como armas disuasorias. Por otro lado, más que un acceso de repentina curiosidad, lo que realmente me incitó a abrir el sobre que Jean-Claude me acababa de alcanzar era…
—¡Coño, con lacre y todo! No hace años ni nada que no veía uno de estos, tú —dije rasgando cuidadosamente el papel.
—No sé para qué cojones me ha mandado el Padre aquí —se quejó el Espíritu—. ¡No me haces ni puñetero caso!
—¿Qué dice? ¿Qué dice? —dijo el Poli Cabrón.
—Es una tarjeta. “El Comité Directivo del Infierno tiene el placer de invitar al Mesías a visitar sus instalaciones” —leí.
—¿Qué te he dicho? —dijo el Espíritu Santo—. Es una trampa.
—No sé mucho sobre el Infierno —reconocí—, pero, por lo poco que he visto hasta ahora, los parroquianos parecen todos muy educaditos.
—Tú lo has dicho; no tienes ni puta idea de cómo se las gastan en el Infierno —dijo el Espíritu—. Son todos unos liantes y unos zalameros como el tontopollas destripado de ahí.
—¿Decían? —dijo el demonio, que parecía estar derramando su interés por los suelos, en compañía de su sangre.
—Que si no tiene más que añadir, digo —dije, temiendo que estuviera esperando propina—. Me está dejando la alfombra perdida, si no le importa.
—Ah, no se sulfure por eso —dijo el Demonio Despreocupado—. Si me hace el favor de empaparme una esponja en amoníaco, yo mismo…
—No hace falta que se moleste —interrumpí—. ¿Se le ofrece algo más?
—Eeeeeh, no. Bueno, sí. Que tiene dos formas de atravesar las puertas del Infierno: O pega y espera que salgan a recibirlo, o le pide prestadas las llaves al arcángel que las custodia. Uriel, o Miguel, no me acuerdo. Uno de esos. Están en su casa. Buenas noches. —Y el demonio se dirigió a la puerta.
—Recoja sus tripas al salir —dijo el Poli Cabrón.
Me volví hacia nuestro recatado arcángel.
—¿Las llaves? —pregunté.
—Una alemana me la meneaba… —Uriel se hizo el tonto de una manera peculiarmente llamativa.
—¿Esas son las canciones que le has estado enseñando al chico? —replicó el Espíritu.
—Uriel, las llaves —insistí.
—N-no puedo darle las llaves, señor —dijo Uriel.
—Exacto —dijo el Espíritu—. No debe dártelas, así que olvida el asunto.
—Sí —dijo Uriel—. No podría dárselas aunque las tuviera.
—¡¿Has perdido las Llaves del Infierno?! —exclamó el Espíritu Santo.
—B-bueno, no las he perdido todas —reconoció Uriel agachando la cabeza—. Todavía tengo la del buzón.
—¡Eso me da igual! —bramó el Espíritu—. ¡Tu deber consiste en mantener a los demonios a buen recaudo, no en retirarles la propaganda!
—El arcángel Miguel solía tener una copia —dijo Uriel.
—¡Eh! ¡Eh! —dijo el Poli Cabrón—. ¿Qué cojones tengo que ver yo con todo este rollo?
—Nada, seguramente —opiné—. Pero, de todas formas, creo que lo más sensato sería bajar allí y preguntar, por si las moscas.
—Oh, sí, sería de lo más sensato —dijo el Espíritu Santo—. Sobre todo si te acabas de inventar una nueva definición para el término “sensatez” que signifique completamente lo contrario. ¡¿Te has vuelto gilipollas de repente o qué te pasa?!
—Bueno, bueno, debatámoslo como hombres razonables —insistí—. ¡Ay! ¡Ay!
El Espíritu Santo había emprendido una briosa campaña de picotazos sobre mi cabeza.
—Que no —Picotazo— te vas —Picotazo— al Infierno —Picotazo picotazo picotazo.
—¡Vale, vale, hostia ya! —El Espíritu abandonó su obstinada tarea—. Nos quedaremos aquí y protegeremos al Poli Ca… Castaña.
—Que es la misión que te ha sido encomendada —dijo el Espíritu Santo.
—Sí, será lo mejor. ¡Jean-Claude! ¡Otra ronda para los caballeros! ¿Un cuenquito de ginebra, Espíritu?
—Cómo me conoces.
—Por cierto, Espíritu, una cuestión que el Gran Hacedor nunca me ha aclarado. ¿Cómo es Satanás?
—¿Ese? Bueno, esto, es... así bajito, regordete, con gafas de pasta...
—Dicen que no sabe combinar los colores… —añadió Uriel.
—Bien, bien. No parece muy peligroso —concluí.
—Sé lo que estás pensando —dijo amenazadoramente el Espíritu.
—¿Quién, yo? No, no, que va.
Afortunadamente, los efluvios del alcohol parecieron relajar la tensión del ambiente. Al tercer cuenco, el Espíritu Santo estaba despatarrado encima de la mesa.
—Asturias, patria queridaaaaaa...
Me levanté con el brío que solo sabe conceder el whiskey de malta.
—Muy bien. Vamos, Uriel.
—Que... ¿qué? ¿Adónde?
—¿Tú qué crees?
—Pero, el Espíritu Santo...
—El Espíritu Santo se acaba de caer al suelo —observé—. Jean-Claude, mañana le picas un comprimido de ibuprofeno y se lo mezclas en el alpiste.
—¿Qué estás diciendo? —objetó el Poli Cabrón, que se había quedado amodorrado— ¿Que os vais a largar al Infierno? ¿No se supone que eres mi puto ángel de la guarda?
—Tú quédate aquí. El Espíritu y Jean-Claude te protegerán. ¿Verdad, Jean-Claude?
—La duda ofende, milord —contestó Jean-Claude mientras desempolvaba la recortada.
A los pocos minutos, salí de mis aposentos ataviado con mis botas con puntera de acero, pantalones vaqueros, correa con remaches metálicos, chupa de cuero, gafas de sol y una camiseta negra. Mis enormes y versátiles alas parecían desmaterializarse en contacto con la ropa y no supusieron ningún problema a la hora de cambiarme de atuendo, pero, desafortunadamente, no tenía manera de hacerlas menos visibles. Volví al salón con la quizá vana esperanza de que su incontestable presencia no edulcorara mi aspecto de aficionado a los daños materiales.
—A ver quién es el guapo que me llama eunuco allí abajo.
—Menuda pinta de macarra —me halagó el Poli Cabrón.
—Gracias. ¡Bandido!
—¡¡¿Cómo?!!
—¿Estás listo, Uriel?
—Bueno...
            —¡Entonces, en marcha! ¡El Infierno se va a cagar la pata abajo!

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