martes, 31 de marzo de 2020

El Cielo está a tomar por saco

Es la última vez que me convences de alquilar una casa rural, Josemari

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 3.

Finalmente, pude convencer al Creador de que sería más prudente que condujera yo mientras Él dormía la mona en el asiento del acompañante, aduciendo que, mientras Él era inmortal y todopoderoso, sus criaturas no éramos más que unos lamentables mierdecillas poco amigos de los barrancos y las hormigoneras en sentido contrario.
            —La verdad es que os hice de muy poca calidad —sentenció el Señor antes de quedarse sobado.
            Transitábamos en mitad de la noche por la Carretera Secundaria Que Nadie Conoce, en palabras de Dios (“Tú tira todo para adelante y no te desvíes”, fueron las únicas indicaciones que me brindó), escuchando una emisora de radio especializada en rumba taleguera y llevando en el asiento de atrás a la Chica de la Curva.
            —¿Te he contado ya que en la curva que pasamos hace tres kilómetros me maté yo? —preguntó la Chica.
            —Cuatro veces —dije secamente.
            —En un Seat Panda —prosiguió la Chica—. Anda que no ha llovido desde entonces ni nada.
            —Ya —murmuré—. Oye, no quiero parecer descortés pero… ¿tú no desaparecías de repente o algo?
            —Eh, sí, bueno, normalmente —dijo la Chica, incómoda—. Pero, bueno, como vais en mi dirección y tal, había pensado que lo mismo me acercabais.
            —¿Adónde te diriges? —pregunté con recelo.
            —¿Adónde os dirigís vosotros?
            —Al Cielo, me parece.
            —Ah, pues mira qué bien me viene —dijo la Chica—. Como estoy muerta y eso…
            —Ya. Mmm… ¿Sabes? No sé si he hecho bien en decírtelo —confesé—. La verdad es que no tengo muy claro si estoy involucrado en una especie de misión ultrasecreta.
            —¿El caballero que te acompaña es… es Dios?
            —¿Este? No, que va. No es más que un viejo borracho que he encontrado tirado en una cuneta.
Justo en ese momento, Dios despertó de su escueta cabezada con un sobresalto. Lo cual no tendría nada de reseñable si no fuera porque, a su vez, se hizo de día de repente.
            —¡Hostias! —exclamé pegando un volantazo, repentinamente cegado.
            —¡¿Qué pasa?! —dijo Dios, alarmado—. ¿Ya ha amanecido?
            —¡No te jode el carcamal todopoderoso este! —ofrecí como única respuesta.
            —¿Qué bicho te ha picado? —preguntó el Señor.
            —¡Que el sol me ha dado un susto de muerte, hostia ya! —dije recuperando el control del vehículo.
            —¿Es usted Dios? —aventuró la Chica.
            —¿De dónde has salido tú? —preguntó el Señor con los ojos como platos—. ¿Has recogido a una autoestopista?
            —¿Y qué quieres? —me defendí—. Me dio lástima. Estaba ahí, al borde de la carretera, tan ensangrentada y tan muerta…
            —¡No le habrás contado nada de nuestra misión ultrasecreta! —bramó Dios.
            —Que no, hombre, que no.
            —¿Es verdad que vais al Cielo? —dijo la Chica.
            —¿Qué? ¡¡Serás bocazas!! —me espetó el Altísimo.
            —Llevadme con vosotros, por favor —dijo la Chica agarrando de la túnica al Creador.
            —¡Ah, no, ni hablar! Si te has quedado empantanada en el plano terrenal, por algo será —dijo Dios en su Infinita Sabiduría.
            —Os lo ruego —rogó la Chica—. No tengo mucho que ofrecer, pero podría haceros unas mamadas.
            —A mí me parece un trato justo —opiné.
            —¡Tú te callas! —ordenó el Creador—. ¡Joder! ¿Cómo se te ocurre recoger a una fulana? ¿Dónde crees que vamos? ¿A una despedida de soltero? ¡Eres un pervertido! —Y acto seguido le pegó un tiento a la botella de bourbon.
            —Y tú un alcohólico.
            —¡¿Cómo te atreves?!
            —No pretendo ser irrespetuoso, Señor, pero debes reconocer que llevas un ciego del copón.
            —Eso me pasa por mezclarme con vosotros, que sois todos un hatajo de pecadores.
            —Eh, eh, a nosotros no nos eches la culpa de tus miserias.
            —Escúchame, hijo...
            —No, escúchame tú a mí. Un buen día se te ocurre ponernos en el mundo, esperando que nos portemos bien, después te largas y te dedicas a observarnos durante miles de años sin entrometerte, como si fueras un voyeur cósmico, y ahora vuelves y pretendes castigarnos por no ser el puto dechado de virtudes y buenas maneras que habías imaginado. ¿Pues sabes qué te digo?
            El frío tacto del cañón de una pistola de pequeño calibre en mi gaznate interrumpió súbitamente mi elaborado discurso.
            —Escuchadme, mamones —dijo la Chica—. Estoy del puto karma hasta el higo. O me lleváis con vosotros hasta la frontera, o ya me encargaré yo de proporcionaros un atajo hasta el Cielo, ¿capisci?
            —Oiga, señorita… —empezó a espetar el Creador.
            —A callar, viejales —ordenó la Chica—. ¿Qué clase de Dios permite que las víctimas de una muerte violenta permanezcan estancadas eternamente en el último lugar que vieron con vida?
            —Bueno, es una especie de vacío legal que… —las palabras del Altísimo fueron acalladas por la sirena de un coche patrulla.
            —¡La pasma! —dijo la Chica, poco familiarizada con el argot del siglo XXI—. ¡Yo me piro!
            Y la Chica se tiró del coche en marcha.
            —Joder, qué loca está esta tía —observé.
            —Deberíamos detenernos —dijo el Señor.
            —¿No será algún tipo de ilusión óptica involuntaria? A lo mejor lo del coche de policía es cosa tuya.
            —¿De qué estás hablando?
            —De que eres el Creador de Todas las Cosas y Toda la Marimorena. No creo que puedas tomarte una copitas sin que la realidad sufra ciertos efectos colaterales.
            Un disparo voló el espejo retrovisor de mi lado.
            —¡La hostia puta!
            —Te digo yo que el tipo que nos persigue es real —aseguró Dios.
            —Ay, joder —y frené en el arcén.
            El bigotudo agente aparcó a escasos metros de mi coche y bajó. Le hice un somero repaso visual a través del espejo retrovisor interior; su irritado semblante daba a entender que había confundido la crema para las hemorroides con un bote de salsa picante.
            —Menuda pinta de cabronazo —señalé.
            —¿Sabes? Quizá sería mejor que me dejaras hablar a mí —se ofreció Dios.
—Estás de coña, ¿no? Tú calladito, que no veas cómo te canta el aliento. Hablaré yo, que tengo un Máster en Diplomacia y Relaciones Internacionales.
El policía pegó en la ventanilla. Me pareció oportuno apagar la radio, que en aquel momento emitía un pegadizo tema que versaba sobre las angustiosas dificultades de una madre para conseguir el dinero necesario para ingresar a su hijo politoxicómano en una clínica de rehabilitación. Accioné el elevalunas y me aseguré de hablar primero.
—Debo confesar que ha logrado captar mi atención, encanto —dije.
—¡¿Qué?! —dijo el agente.
—Disculpe, agente. No sé por qué me dio la impresión de que era usted gay.
—¡¡Pero qué cojones!! ¡¡Me voy a cagar en todo lo que se menea!!
—¿Pero tú dónde has estudiado diplomacia? ¿En Ruanda? —inquirió el Señor.
—Quiero decir, ¿hemos cometido alguna infracción? ¿Hemos superado el límite de velocidad, quizá?
—Sí, bueno; está eso y lo de deshaceros de un cuerpo con el coche en marcha delante de un agente de la ley —dijo el policía con una rabia apenas contenida.
—Eso tiene una sencilla explicación —aclaré—. Verá, agente; ella ya estaba muerta cuando la recogimos.
—Ajá. Me está diciendo que subieron un cadáver al automóvil y que después, cuando ya no les era de utilidad, lo lanzaron al asfalto.
—Genial —murmuró el Señor—. Ahora nos estás haciendo quedar como un par de necrófilos.
—Me parece que no me he explicado bien, marinero.
—¡¿Cómo?!
—La muchacha estaba muerta, como ya le he explicado, pero se subió al coche por su propia voluntad.
—¿Sabe qué? —dijo el poli—. ¡¡Sigue sin explicarse bien!!
—A pesar de que usted me parece una persona con una mentalidad eminentemente pragmática, creo que es mi deber preguntarle, ¿cree usted en la vida más allá de la muerte?
—¡Ay, joder, qué mañana más larga! —se quejó el agente—. ¡A desalojar el coche! ¡Pero ya!
—Ya podías echarme una mano —le dije al Hacedor.
—Tú no estás muy al tanto de mi política de no intervención, ¿no?
—¡¿Es que hablo en cantonés?! ¡¡Fuera del coche he dicho!!
—¡Écheme un galgo! —Arranqué y salimos quemando ruedas.
—¿Nos sigue? —preguntó Dios, que no quería volver la vista atrás.
—No —contesté mirando por el retrovisor—. Está recogiendo la matrícula del asfalto, que se ha caído con el acelerón. ¡Me cago en mi puta vida!
—No te preocupes. No podrá seguirnos adonde vamos.
—Pues no veo por qué no. Déjame decirte que esto, como Carretera Secundaria Que Nadie Conoce, no vale un pimiento.
Condujimos hasta que cayó de nuevo la noche, esta vez con una transición desde el día que se me antojó aceptable.
—Veo veo —dijo el Señor en cierto momento.
—Venga, hombre, no me jodas.
Dios carraspeó.
—Veo veo —repitió.
—Ay. ¿Por qué letrita?
—Empieza por la A.
—¿Un puto árbol?
—No. Un atisbo de duda en tu alma.
—Con todo el respeto, Señor, jugar al veo veo con Aquel Que Todo Lo Ve puede resultar muy frustrante. ¿Por qué no pones la radio un rato?
—No creo que a estas alturas del camino recibamos la señal de Talego FM —dijo el Señor—. ¿Te importa si pongo la emisora local?
—¿El Quinto Coño FM?
—No, majadero —espetó el Señor—. La Radio del Cielo.
—Valiente mierda.
—¡¿Cómo puedes criticarla si ni siquiera la conoces?! ¿Ves? ¡Esa es una de las cosas que más me cabrea de vosotros! ¡Estáis llenos de prejuicios estúpidos!
—Bueno, bueno, tampoco es para ponerse así. A ver si ahora uno no va a poder expresar una opinión sin fundamento cuando le salga de las pelotas…
—Es que me ponéis negro —dijo el Señor mientras buscaba el dial.

¡PRRZZZZZT! …esto era el desafortunado remix realizado por DJ Sandalias de Velcro del famoso hit de la Coral de Música Sacra “Salvación”, para el disco recopilatorio Armagedón Total 2. Seguimos en La Eternidad con Job, donde acabamos de recibir la visita del Narrador Omnisciente, que ha venido a hablarnos de su último libro, el polémico “Hala, hala, hala, a tomar por culo el universo”. Buenos días, Narrador.
—Encantado de estar en tu programa, Job.
—En primer lugar, espero que tengas una buena excusa por haber llegado tan tarde.
—Eh… es que se me ha aparecido la Virgen, Job.
—Muy gracioso, Narrador.
—No, en serio. Se me ha aparecido y me ha dicho, “Hijo mío, ¿serías tan amable de ayudarme con el carro de la compra?” Y cualquiera le dice que no a la Virgen; te da un cargo de conciencia cuando empieza a llorar sangre…
—Sí, ya; pero podrías haber llamado. Estoy hasta los cojones de esperar siempre a todo el mundo.
—Me hago cargo, pero…
—“Ah, bueno, es Job. Que espere un rato y que se joda”, ¿no?
—No, hombre, no es eso…
—La culpa es tuya, por pintarme como un tipo con una paciencia infinita en el libro que me hiciste. ¿Cómo llamáis a eso los escritores? ¿Caracterización del personaje? Solo porque una vez le dije a mi novia, “No, de verdad, no me importa que tardes dos horas en arreglarte”. ¿Qué se supone que tenía que hacer? Estábamos empezando a salir, joder.

—Gira a la derecha —me ordenó el Señor apagando la radio, visiblemente abochornado.
—¿Por ese camino sin asfaltar?
—Sí.
Obedecí, no muy convencido.
—¿Seguro que vamos bien?                                                                       
—¿Crees que no sé por dónde se va a mi Casa? —dijo Dios.
—Supongo que sí, Señor. Es solo que parece que hemos abandonado la Carretera Secundaria que Nadie Conoce para tomar el Desvío Embarrado que No Lleva a Ningún Puto Sitio.
—Ay, mierda —dijo el Señor.
—¿Qué?
—Que me he equivocado de salida.
—No, si ya sabía yo —dije con un bufido—. ¿Sabes? La verdad es que, en mi lista personal de Sacrificios para Ganarme el Cielo, no esperaba encontrarme con lo de dejarme los amortiguadores en un camino de cabras.
—Déjate de rollos y da la vuelta.
—Estamos atascados en un barrizal —informé—. Vas a tener que bajarte a empujar.
—Estás de coña, ¿no?
Veinte minutos después había sacado el coche del barro y vuelto a la carretera con la reticente ayuda de Dios.
—Mira cómo me he puesto —se quejó el Creador—. Estoy de barro hasta las cejas. Ya podías haber esperado a que me quitara de en medio antes de acelerar.
—¿Y qué quieres? Íbamos, según tú, directos al Reino Celestial, y me has metido en una puta ciénaga. Tu sentido de la orientación da asco —proclamé—. ¿Y ahora qué? ¿Sigo recto?
—Si te parece, buscamos un sitio donde acampar, no te jode. ¿Ves la próxima desviación?
—No.
—Pues por ahí —dijo Dios girándome el volante súbitamente.
—¡¿Pero qué cojones…?!
No dije mucho más antes de salir de la carretera y atravesar unos matorrales. Justo después, mientras bajábamos una accidentada pendiente sin posibilidad de frenar, logré añadir:
—¡Coño! ¡Coño! ¡Coño!
Estaba dispuesto a manifestar mi repulsa ante la imprudente maniobra operada por el Creador, pero el coche volcó antes de que pudiera abrir la boca.
—No me lo digas; te has vuelto a equivocar de salida —dije.
—Eeeeeh… sí, bueno. No más de quinientos metros.
—Los suficientes.
—Un error de cálculo —se disculpó el Creador.
—Uno difícil de subsanar.
—Pero no imposible.
Al parecer, el hecho de existir desde el Principio de Todos los Tiempos y haber creado Absolutamente Todas las Cosas le hacía a uno poseedor de una infinita capacidad de autoindulgencia.
—No reconoces fácilmente un error, ¿eh?
—Soy la Verdad Absoluta —dijo la Autoproclamada Verdad Absoluta—. Mis errores solo lo son en apariencia. Todos mis designios responden a un motivo.
—¿Que nuestro vehículo haya dado una vuelta de campana y estemos hablando cabeza abajo responde a un motivo? —pregunté.
—¿Podemos continuar con esta conversación fuera? —sugirió el Creador—. Estoy empezando a ver borroso.
El Señor alcanzó el exterior del coche con la típica dificultad y falta de compostura de aquel que está poco habituado a salir de los sitios a través de las ventanas. Yo, por mi parte, me hice un rápido examen para comprobar si el accidente me había producido  otro traumatismo cráneo-encefálico que añadir a mi extensa lista de lesiones.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó el Creador una vez se hubo incorporado. Estaba casi sin resuello.
—Sí, creo que sí. De todas formas, ¿no dicen que nada he de temer si camino a Tu lado?
—Te has partido un diente.
—¿Qué? Mierda —dije palpándome la piñata.
—Ah, no —dijo Él—. Es un trozo de lechuga.
—Coño, qué susto —dije aliviado—. ¿Y ahora, Señor? ¿Dónde queda la puerta del Cielo?
—Aquí al lado. —Y echó a caminar.
El Señor y yo anduvimos por espacio de cuarenta minutos por un agreste paraje salpicado de rocas y troncos secos.
—Mi padre se va a poner hecho un verraco —dije en cierto momento—. Es el segundo coche que le despeño por un barranco en lo que va de mes.
—Ya que estamos con el tema; ¿no crees que últimamente llevas una vida un tanto disoluta?
Subimos una pequeña loma y llegamos a una zona asfaltada, en el centro de la cual se encontraba una construcción de tres plantas con tres focos móviles cuyos haces de luz barrían el cielo nocturno. En la entrada del edificio, unas letras de neón anunciaban CLUB LA PUERTA DEL CIELO.
—¿Es esto? —pregunté.
—Sí. Quién lo diría, ¿eh?
—Sí, bueno, es… ¡Es genial!
—Gracias. —El Señor parecía orgulloso.
—Guau. ¡Un puticlub!
—¡Ejem! —carraspeó Dios—. Se trata más bien de un piano-bar.
—Un piano-bar, sí, hombre, y un cipote.
—No te hagas ilusiones; esto es solo la antesala que construí para disimular una entrada a mi Reino desde la Tierra. El Cielo es la típica mariconada de nubes blancas.
—Bueno, pero nos quedará algo de tiempo para pimplarnos unos cubatas y parlamentar con tus asalariadas, ¿no? —dije subiendo las escaleras de la entrada.
Un estridente ruido de sirenas me enfrió los ánimos. Cuatro coches patrulla frenaron en el aparcamiento de La Puerta del Cielo quemando asfalto.
—¿Cómo ha llegado toda esta gente hasta aquí? —se preguntó el Señor.
—“Carretera Secundaria que Nadie Conoce” —rezongué—. Tú y tus ideas.
Dos agentes salieron de cada coche, escudándose tras las puertas y apuntándonos con rifles de asalto.
—¡Esto es una redada! —dijo tras un megáfono el Poli Cabrón que nos había parado antes—. ¡A ver, acercaos muy despacio vosotros dos, el de las barbas y el que va disfrazado de torero!
            Eché un vistazo a mi atuendo y acto seguido miré inquisitivamente al Señor.
            —Es la última vez que empino el codo —aseguró el Creador.

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