sábado, 9 de mayo de 2020

De cómo el Nuevo Mesías estuvo a punto de suprimir este capítulo

Algunos lectores tienen la piel del culo muy delicada

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 41.


Y aquel que iba diciendo por ahí con dos cojones que era el Nuevo Mesías, al ser preguntado por la azafata si iba a cometer la imprudencia de transigir con otro vasito de un zumo de naranja cuya comercialización estaba prohibida desde 1981 en países como Dinamarca, Suecia y Reino Unido, contestó:

—Bueno.

Y ya no dijo nada más por espacio de veinte minutos.

Aprovechando que se había quedado frito en su asiento, eché un vistazo al bloc de notas que el Narrador Omnisciente llamaba caritativamente “El Testamento Definitivo” (a buen seguro el único evangelio con un dibujo de Spiderman en la portada) y comprobé que pasar a la Historia iba a ser una tarea más complicada de lo que imaginé en un principio. El manuscrito abundaba en anotaciones de tipo costumbrista como “Y el Nuevo Mesías sacó de la nevera el papelón de la mortadela y vio que aún estaba buena, alabemos al Señor”, lo cual me hizo dudar de la capacidad selectiva de mi evangelista. Más me valía empezar pronto con los sermones y los milagros si no quería que los supervivientes del Apocalipsis me recordaran como el Mesías que Rara Vez Tiraba de la Cadena.
Miré a mi alrededor para comprobar qué andaban haciendo mis fieles. Al otro lado del pasillo, el demonio Pandulfo Condenación Explanada, que había solicitado asiento de ventanilla y que, dada su condición de habitante del Inframundo, estaba poco acostumbrado a mirar hacia abajo, contemplaba extasiado el panorama.
—¡Eh, Uriel! ¡Mira! —dijo excitado—. ¡Estamos sobrevolando las nubes!
—Ya, ya —repuso con desinterés Uriel, que, debido a su anterior cometido como arcángel, tenía las nubes muy vistas.
Mi otrora alado amigo se mostraba más interesado en la infumable comedia familiar que la compañía aérea había seleccionado con la probable intención de instigar un suicidio colectivo. Uriel, que acababa de descubrir su pasión por el cine, era el único pasajero que reía a carcajadas en todo el avión. Estaba armando tal escándalo que la azafata, que seguramente me tomó por el monitor de alguna asociación de recreo para enajenados mentales, se acercó para preguntarme si mi amigo requería algún tipo de atención especial.
—No, no se preocupe —contesté—. Es la primera vez que sale de la granja, ¿sabe?  Ayer estaba asistiendo el parto de una vaca y hoy se encuentra volando a diez mil metros de altura. Un cambio socioespacial de tal envergadura resulta difícil de asimilar. —Ahí queda eso.
—Ya —dijo la azafata—. Es que, verá, un pasajero de ahí atrás se está quejando.
—Oh, qué contrariedad —dije falsamente consternado—. Le presentaré mis excusas. ¿De quién se trata?
—Del caballero del traje gris que se dirige al lavabo.
—¿Adónde vas? —me preguntó el Poli Cabrón, que se encontraba en el asiento de atrás.
—¿Te apetece intimidar a un mamón que se está metiendo con Uriel?
—Estoy tan aburrido que no me importaría intimidar incluso a alguien que se estuviera metiendo contigo —dijo soltando sobre las rodillas de Jean-Claude el periódico de tendencia filofascista que estaba leyendo.
Sin abundar mucho en el asunto, diré que el caballero en cuestión defendió valientemente sus argumentos, aun con lo poco fluido que resulta mantener una discusión con la cabeza metida dentro del inodoro. De todas formas, la inquebrantable convicción de la que hizo gala el Poli Cabrón, que gastó suficiente agua como para acelerar la migración de las aves, achantó a nuestro molesto contertulio en menos de dos minutos.
—¿Debo suponer que han procurado minimizar las posibles consecuencias legales de su pequeña vendetta, señores? —preguntó Jean-Claude cuando volvimos a nuestros asientos, deduzco que vagamente esperanzado.
—¿Acaso demandaron a Jesús-El-Cristo cuando le dio una pájara y se lío a latigazos en un mercadillo de no sé dónde? —dije tratando infructuosamente de recordar las clases de religión que impartía la señorita Virtudes, la mujer que inspiró mi primer éxito en el ámbito de la masturbación.
La presencia de Jean-Claude me tranquilizaba. Lo cierto es que lo eché mucho de menos durante mi periplo por el Infierno. Siendo juicioso, nunca viene mal tener al lado a alguien que te haga sentir un poquito culpable después de follarte a lo perro a Lucifer.
—Jean-Claude —dije mirando hacia atrás—, ¿te encuentras cómodo sin tu uniforme? Te veo raro en chándal.
—A decir verdad, y aunque no lo advierta debido a mi sereno semblante, percibo un conato de combustión espontánea en la boca del estómago, milord.
El Espíritu Santo había insistido en la necesidad de no llamar mucho la atención a nuestra llegada. En el aeropuerto nos esperaba nuestro contacto, un serafín de las huestes celestiales que el Espíritu Santo calificó como “tu nuevo asesor de imagen, que falta te hace”, y del que Uriel no me había aportado muchos datos.
—Ya lo verá, señor —me dijo—. Es el mejor en lo que hace.
Lamenté que el Espíritu Santo no se estuviera entre nosotros. De hecho, se encontraba en la bodega del avión, junto a las mascotas del resto de pasajeros. Se empeñó en no acompañarnos, pero no hay nada que un poco de pentobarbital mezclado con el alpiste no pueda solucionar.

—¡¡¡Yo lo mato!!! —exclamó el Espíritu Santo al despertar.
—¡Guau! —exclamó en tono de protesta un fox terrier, molesto al ver súbitamente interrumpido un sueño erótico en el que estaban involucrados él y la pata de una mesa.
—¡Tú te callas, mamón! —exclamó el Espíritu, que se sintió crecido por la seguridad que le ofrecía su jaula.
—¡Grrr…! ¡Guau! —argumentó un dachshund que decidió unirse a la protesta después de una corta deliberación.
—¡Miau! —dijo otro bicho que al parecer no estaba de acuerdo con la postura de los dos anteriores.
El Espíritu reparó en la jaula de un ave que reposaba en el suelo de la bodega.
—¡Eh, tú! Sí, tú, el de las plumas verdes.  Tú y yo somos primos, por lo menos. Somos de la misma especie… o familia… y, eh… Vamos, que deberíamos unir fuerzas contra estos cabrones en nuestra, eh, pajaridad. —A pesar de su apariencia, el miembro menos conocido de la Santísima Trinidad nunca había mostrado excesivo interés por la ornitología.
—¡Prrr…! ¡A tomar por culo! —repuso el loro.
—Estás siendo muy poco razonable…
—¡Hijoputa! ¡Prrr…! ¡Caracartón!
—¡Serás desgraciado!
—¡Muuuu! —opinó otro parroquiano.
—¡¿Qué clase de demente lleva de viaje a una vaca?!
En unos instantes, todos los pasajeros de la bodega hicieron valer su derecho a la libertad de expresión.
—¡Callaos! ¡Cerrad el pico! —exclamó el Espíritu hasta que se le secó la garganta.
Afortunadamente, fui lo bastante previsor como para llenar el bebedero de ginebra.

—Hrrmm… —masculló el Narrador a mi lado, que incluso al desperezarse se expresaba correctamente—. ¿Ha ocurrido algo interesante mientras dormía la mona?
—Qué va —mentí—. Nunca ocurre nada interesante cuando estás dormido. ¿Te han sentado bien las pastillas para el mareo?
—He tenido un sueño muy extraño. El Espíritu Santo estaba en la bodega y abría su jaula, y luego organizaba a los animales…
            —No será un sueño premonitorio, ¿verdad?
—No lo descartes. Soy el Narrador Omnisciente. Digo cosas del tipo “Pero nada de aquello le había preparado para lo que estaba a punto de ocurrir”.

El caso es que el Espíritu Santo había agarrado una turca del quince.
—Esta jaula la abro yo con la punta de mis genitales internos. ¡Hics!

—Disculpe, señorita —le dije a la azafata—. ¿Se han escapado los animales de la bodega?
—Creo que no, señor. Me parece muy improbable que eso ocurra.
—Ya. Verá, es que tengo abajo a mi paloma mensajera, ¿sabe? Es un animal muy ingenioso. Cuando me metieron en el talego por fraude fiscal y no le daba la gana pasarme personalmente los resultados de la bolsa a través de los barrotes del ventanuco de mi celda, enmarronaba a algún periquito y lo enviaba de su parte. Mi paloma ha destrozado más hogares de periquitos que ninguna otra que yo conozca. “¿Adónde vas a estas horas?”, preguntaba la Sra. Periquito; “A hacer un mandado, ahora vuelvo”, respondía el Sr. Periquito. Total, que al final el Sr. Periquito volvía a las tantas y la Sra. Periquito lo castigaba durante un mes sin hacer periquitos. Una liante, mi paloma.
—Por eso no podrías ser narrador —dijo el ídem—. Te haces la picha un lío.
—Me hago cargo, señor —dijo la azafata, que tenía poco aspecto de hacerse cargo y mucho de estar cagándose en mi calavera—. Pero tengo serias razones para dudar de que los animales de la bodega se hayan amotinado.

—Colegas, amigos, hermanos todos en nuestro, eh, animalismo —dijo el Espíritu Santo a modo de preámbulo una vez hubo liberado a todos los animales de sus jaulas—. ¡Hics! Perdón. Creo que hablo en nombre de todos cuando digo…
—¡Muuu! —intervino la vaca, poco acostumbra a esperar al turno de preguntas.
—Sí, sí, mejor será que hable en nombre de todos —murmuró el Espíritu—. Creo que todos nosotros estamos hartos del trato vejatorio que sufrimos a manos de nuestros dueños. Porque, por mucho que digan por ahí, no nos parecemos a ellos, y no pueden pretender que nos comportemos como tal y acatemos sus normas sin rechistar. ¡Hics! Coño con el hipo. Ellos ahí, bebiendo unos cubatas y disfrutando del vuelo y nosotros aquí, encarcelados y conviviendo con nuestros propios excrementos. Por eso yo digo: ¡subamos allá arriba y reclamemos el lugar que nos corresponde!
—¡Guau! —dijo un pastor belga, bien porque las palabras del Espíritu habían enfervorecido su ánimo, bien porque el poni que estaba a su lado le había pisado una pata.
—¿Alguna pregunta?
—¡Beee!
—Eso parece más una afirmación que una pregunta, querida amiga.

—Azafata —llamé—. ¿Ha revisado la bodega de los animales?
—No señor, no… —La azafata pareció arrepentirse de no haber escondido un espray de pimienta en el carrito de la bollería—. Le digo que no hace falta. No se preocupe por su mascota; seguro que está sana y salva.
—Es que usted no la conoce.
—Señor, me da igual que su mascota sea la reencarnación del puto Houdini —aclaró—. Y, ahora, si es tan amable de abrocharse el cinturón, que vamos a aterrizar…
—Oye, déjalo —dijo el Narrador—. No te obsesiones con eso.
—Es que a mí los sueños premonitorios me dan mucho yuyu, ¿sabes? Yo una vez tuve uno de esos. Se me apareció en sueños alguien que se identificó como el Archiduque Francisco Fernando y me dijo muy serio: “Desconfía del aluminio”. Y dos días después encontré la ferretería cerrada en horario laboral.
Entonces, cuando el avión empezó a inclinarse para tomar tierra, al Poli Cabrón le cayó en el regazo una criatura que sin duda habría resultado adorable en otras circunstancias más acordes con la ley de la probabilidad.
—¡¡Me cago en la leche puta!! ¡¡¿Pero qué es esto?!!
—Parece una cría de foca, señor —contestó el impasible Jean-Claude.
Y los inquilinos de la bodega se deslizaron en tropel por el pasillo de la cabina debido a la inclinación del avión, según las incontestables leyes físicas que promulgan los dibujos animados. El Espíritu Santo voló hasta mi reposabrazos, con un ala echada por encima del loro.
—Hey, colegas —estaba como una cuba.
—¿Quién es este? —pregunté señalando al loro.
—Os presento a mi primo. Es un tío de puta madre y lo quiero un montón.
—¡Prrr! ¡Basura! —replicó el loro.
—Te he dicho que los problemas personales los discutamos en privado.
—¡Que te follen! —insistió el loro.
—No sé por qué está tan enfadado —nos dijo el Espíritu confidencialmente—. Debo de haberlo ofendido en algo, pero no me lo quiere contar.
—Espíritu, ¿has sacado tú a los animales de sus jaulas?
—Sí, sí. Se podría decir que estoy encabezando una rebelión sin precedentes.
—¡Azafata! ¡Una vaca me está lamiendo la cabeza! —dijo un pasajero que seguramente hasta ese momento creía haberlo visto todo.

Después de aterrizar y de que llegaran las ambulancias para atender alrededor de treinta casos de soponcio, tres de coces, ocho de de mordeduras, quince de arañazos, once de contusiones varias y un intento de violación interespecie a cargo del fox terrier, nos dirigimos a la salida en busca de nuestro misterioso contacto. El Espíritu Santo estaba echando la papa con la cabeza fuera de su jaula.
—¿Puedo añadir este episodio al evangelio? —me preguntó el Narrador Omnisciente.
—No —dije rotundamente—. Es una peripecia bochornosa que no tiene nada que ver con la historia principal.
—Vale. —Pero quiso decir “Los cojones”.
—Uriel —dije cuando salimos del aeropuerto—, ¿quién es nuestro contacto?
—Pues…
—¡Yuu-huu! —gritó un tipo de mediana edad delgado y con un fino bigotillo. Portaba un cartelón que rezaba “Los que traen el Apocalipsis”—. ¡Muchaaaa-chooos!
—Hala, hala, hala; a tomar por culo la discreción —dijo el Poli Cabrón.
—Uriel, ¿este tópico andante es…? —empecé a preguntar.
—Su… estilista, señor.
—Chicos, chicos, chicos, que alegría me da veros —dijo el tópico. Después de calzarnos dos besos a todos, se volvió hacia mí y añadió—: Tú debes ser el Mesías. Qué pelos, qué pelos, qué pelos. Pero tú déjalo en mis manos. Ya verás la cantidad de tetas que vas a firmar cuando termines tu primer sermón.
—Mire, caballero…
—Puedes llamarme “querido” si quieres, cielo. ¿Quiénes son tus amigos?
—Bueno, a Uriel, al Espíritu Santo y al Narrador Omnisciente ya los conoces. El resto son Jean-Claude, mi mayordomo; el Sargento Jerónimo Castaña, mi guardaespaldas; y el demonio renegado Pandulfo Condenación Explanada, que se ha ofrecido a sufragar los gastos del viaje.
—Es que hoy es mi santo —dijo del demonio Pandulfo.
—Pues yo soy Ramone, tu peluquero mariquita. —Y se echó a reír.
            Para mí horror, comprendí que la hermandad conocida como “Los que traen el Apocalipsis” ya estaba completa.

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