sábado, 15 de marzo de 2025

Este inmundo pedazo de costra sideral (Space Opereta)

Es que eres muy feo, Sebastián

Diario de a bordo de la Capitana Ariza — Primera entrada.

Mira que me prometí a mí misma no empezar ningún "Diario de a bordo", una práctica anticuada que detesto, entre otros motivos, porque me recuerda a aquel engreído del profesor Cuéllar. Jamás dejaba pasar la oportunidad de aburrirnos hasta la muerte con alguno de los pasajes de su diario, con el dudoso objetivo de que apreciáramos la profundidad de sus reflexiones, sus dotes de mando y su capacidad para tomar decisiones en momentos difíciles. En los pasillos se rumoreaba que su mayor mérito consistía en haberse escaqueado con habilidad de las batallas más importantes durante la guerra contra los axones. Decían, incluso, que el día de la reconquista de la Amaltea española, Cuéllar se encontraba en la Estación Espacial de Júpiter con una tajada como un piano, y que la ofensiva tuvo que ser llevada a cabo por su lugarteniente, un muchacho de Zamora que fue ingresado en la Base Lunar para el Tratamiento del Shock Post Traumático Bélico antes de que finalizara la contienda.

 Me estoy yendo por las ramas; quizá se deba a que este sucedáneo de vermú de garrafa no está ayudando precisamente a poner mis ideas en orden, que es de lo que se trataba cuando se me ocurrió empezar a escribir este Diario.

 Empiezo desde el principio: Mi nombre es Juana Ariza, Capitana de la NRE Gallarda, nave de exploración de envergadura estándar del Reino de España. Llevamos surcando la vía láctea el equivalente a... no sé, un año terrestre, más o menos (El encargado de contabilizar el tiempo a bordo, entre otros cometidos, es el Alférez Bobadilla. Yo ya tengo bastante con lo mío). Estamos a varios millones de kilómetros de la Tierra (le preguntaría a Bobadilla cuántos exactamente si el asunto revistiera alguna importancia). En todo este tiempo hemos explorado, a mi parecer, un cacho bien gordo del Universo. He de confesar que no hemos hecho descubrimientos especialmente destacables, pero, en nuestra defensa, diré que tampoco es que otras naves de exploración se hayan lucido. Hace unas semanas me enteré de que la NRE Santa Inés había hallado un planeta, o satélite, no me quedó muy claro, que albergaba algún tipo de vida vegetal. Ya ves tú, surcar millones de kilómetros en el espacio para dar con una especie de cebollino extraterrestre o algo así. Pues ya verás que al Capitán de la Santa Inés, que es un gilipollas insoportable, le suben el sueldo o le dan un ascenso o algo así. Puto Capitán Cebollino. Encima los de Agencia parecen considerar lo del vegetal como una especie de hito.

 Pero, como digo, las naves de exploración del Reino de España no estamos teniendo mucha suerte en lo que refiere a descubrimientos asombrosos. Agua bajo la superficie de un cacho de roca, planetas con atmósferas de toxicidad tolerable, algún mineral radiactivo, trozos a la deriva de lo que parecen estructuras alienígenas incomprensibles... Todo mierdas. Ninguna civilización extraterrestre, claro. Son los extraterrestres los que nos suelen descubrir a nosotros. Como hace noventa años los travelianos, que nos conquistaron, nos gobernaron, repararon el daño que nosotros mismos le habíamos provocado a la Tierra… y a los que luego mandamos a tomar por culo gracias a aquellos majaras fugados del manicomio lunar (asunto este en el que no suelo extenderme porque, como todo el Universo conocido sabe, forma parte de mi propia historia familiar, lo que me ha valido no pocas acusaciones de enchufismo). O hace treinta años los axones, aquellos capullos sonrosados con mente colmena con los que acabamos firmando un tratado de paz. El Reino de España tuvo un papel muy destacado en ambas conflagraciones (sobre todo en la primera), y de ahí que la Agencia Espacial Española, henchida de espíritu patriótico, esté empeñada en seguir a la vanguardia de la... eh... exploración sideral, mientras el resto de naciones casi al completo ha abandonado la carrera espacial por considerarla obsoleta, cara y, sobre todo, peligrosa. Aparte de nosotros, los únicos que siguen dando tumbos por el vacío cósmico son los chinos y los escoceses (Poner un casino flotante en la órbita de Marte, estrictamente hablando, no puede considerarse "carrera espacial", por eso el Estado de Nevada no pudo beneficiarse de ninguna subvención y tuvo que recurrir al capital privado). Pero, al igual que nosotros, ni los chinos ni los escoceses están haciendo gran cosa aquí, en medio del puto inabarcable Universo. Estoy convencida de que la Agencia no nos hace volver a la Tierra por puro orgullo. Ojalá lo hiciera, aunque languidezca en un despacho hasta que pueda prejubilarme. Me voy a morir de asco igual, pero al menos en la Tierra hay churros de verdad.

Diario de a bordo de la Capitana Ariza — Sexta Entrada.

Hay que joderse. Hemos entrado en la órbita de un planetucho que fue colonia española durante la guerra contra los axones. A la Agencia se le ha ocurrido que podíamos hacer un pequeña expedición, para comprobar, no sé, si ha habido algún cambio evolutivo reseñable en estos últimos treinta años. Quizá algún tipo de fruta haya aprendido a caminar o algo. Porque lo único que hay ahí abajo es una vegetación de color parduzco que produce una limitada variedad de frutos, a cada cual más insípido, según los registros de la nave. El aire es respirable, el agua, potable, y la gravedad muy similar a la de la Tierra. Por lo demás, desierto, colinas, lagos. La especie animal predominante parece ser una clase de oruga gorda. Inofensiva, comestible (parece ser que los suministros alimentarios escasearon en tiempos de la colonización). Algunos insectos. Anfibios horrorosos. Todo estudiado y catalogado ya por la Agencia hace años. Que hagamos fotos, dicen. De las construcciones que dejaron los colonos y tal. Querrán hacer una exposición. "Nueva Badajoz, 30 años después". Nueva Badajoz, así lo llamaron. Tócate los cojones.

 Me llevo conmigo al jefe de seguridad y a la responsable científica. Que se jodan. Bobadilla quería venir, pero prefiero dejarlo en el puente de mando. Estoy segura de que es el único que no va a aprovechar mi ausencia para pirarse a la cantina. Y necesito que alguien esté atento por si hay que bombardear algo. Robles, el jefe de seguridad, es un Exnovio de la Muerte en sentido bastante literal. Un antiguo legionario que sufrió un accidente durante unas maniobras y estuvo un par de minutos clínicamente muerto. Se quedó el hombre bastante tocado, pero rechazó la jubilación anticipada, el muy imbécil, y me lo endilgaron a mí. Personalmente, preferiría llevarme al capellán, pero su presencia en un planeta deshabitado estaría aún menos justificada. Por su parte, la doctora Manzanera es una científica brillante y una persona deplorable, además de una borracha y una criticona. Me detesta y me ha dejado en muy mal lugar delante del Alto Mando en un par de ocasiones. La llevo conmigo no solo por sus conocimientos, sino también porque no está acostumbrada al trabajo de campo y albergo la esperanza de que se rompa una pierna. Creo que la exploración no nos llevará más de tres horas, porque la zona que fue colonizada no es muy extensa. No me molesta salir de la nave y que me dé el aire un rato, pero me temo que la incursión no va a aportar mucho a mi ya deslucido currículum.

Diario de abordo de la Capitana Ariza — Séptima Entrada.

Esto me pasa por hablar. Robles ha resultado herido casi nada más bajar. Ha aparecido un notas entre la maleza y le ha endiñado una pedrada en toda la frente. Un notas con aspecto humano. De unos sesenta años. En camiseta de manga sisa. A Robles no le ha dado tiempo ni a empuñar el cetme láser. El notas se ha escabullido en un abrir y cerrar de ojos. Hemos subido a Robles a la nave. Le han cerrado la herida en enfermería y le han dado un paracetamol. Manzanera está de los nervios y dice que no vuelve a bajar. He tenido que contactar con el Alto Mando. Y estaba de guardia el Almirante Becerra, me cago en mi estampa.

 —¿Cómo que le han cascado una pedrada?

 —Así es, señor.

 —¿Y dice que ha sido un ser humano, Capitana? ¿Está segura de ello?

 —Aparentemente, señor. Se encontraba a corta distancia.

 —¿Y no puede ser que se trate de un metamorfo? ¿O, no sé, de uno de esos que se mete en la cabeza de la gente y provoca alucinaciones? ¿O una bacteria capaz de clonar otras especies?

 —Con todo el respeto, Almirante... ¿Se lo está inventando?

 —No estoy loco, Capitana. Sé que todavía no se han descubierto especies extraterrestres con tales habilidades, pero hay teorías al respecto, ¿no?

 —Pues...

 —Quiero decir, el Universo es muy grande. ¿Tengo razón?

 —Eso parece, señor.

 —Imagine lo que supondría para nuestra patria y para la Agencia descubrir una especie con tales características.

 —Sería un puntazo, señor.

 —¿Disculpe?

 —Que sería un acontecimiento muy tocho.

 —Tochísimo, Capitana, tochísimo. Y, eeeeeh...

 —¿Sí, señor?

 —Si efectivamente se tratase de un ser humano, que espero que no...

 —¿Mm?

 —Significaría que, bueno, cuando desmantelamos la colonia hace treinta años, nos dejamos a alguien... olvidado. Por error, naturalmente.

 —Ya.

 —Y eso sería muy grave, sin duda. Es posible que el tipo nos quiera demandar. Por no hablar de que seríamos el hazmerreír del mundo entero. Joder, vaya papelón. Em, Capitana, si al final resulta que su intuición no le falla y se trata de uno de los nuestros... Mierda, en qué hora se nos ocurrió mandarlos al el planetucho de los cojones ese...

 —¿Qué hacemos de… de confirmar su pertenencia a nuestra especie, señor?

 —Yo qué coño sé. ¿Se le ocurre algo a usted? Bien mirado, es su puto problema.

 —Me permito recordarle que sólo sigo órdenes.

 —Ya, ya. Disculpe, Capitana. No es culpa suya. Es que vaya asco de día que llevo. ¿Se ha enterado del vegetal que se trajo la Santa Inés?

 —¿El cebollino extraterrestre?

 —El cebollino extraterrestre. Esta mañana los de Seguridad Alimentaria nos han comunicado que no es apto para consumo humano. A tomar por culo los planes de comercialización. Y ahora esto... Dios, si es humano... Piense, Capitana. Hay que solucionar este marrón rapidito...

 —¿Lo... liquidamos, señor?

 —¡Virgen Santa, Capitana, no sea salvaje! ¿Cómo se le ocurre? Liquidarlo... La verdad es que no lo había pensado. Mmm...

 —¿Señor?

 —Oiga, ¿y no podrían hacerlo pasar por un extraterrestre? Quiero decir, la ciencia ha avanzado una barbaridad, ¿no? A lo mejor podrían trincar al tipo ese y, no sé, practicarle una operación quirúrgica o algo y hacer que parezca un alienígena.

 —Bueno...

 —Es que, entiéndame, Capitana. Su informe está en la red de la Agencia. Quizá debería haber hablado antes conmigo, pero qué iba usted a saber. Si no, la cosa podría quedar entre usted y yo y santas pascuas, ¿tengo o no razón? Ahora no se puede hacer nada.

 —¿Entonces?

 —Eh, mire, baje otra vez allí y asegúrese de que el tipo es como nosotros, que espero que no. Después comuníqueme el... resultado de su investigación. Yo me reuniré con el Consejo y ya veremos cómo solucionamos la papeleta.

Diario de a bordo de la Capitana Ariza — Octava entrada.

A Becerra le va a dar un parraque. El tipo no sólo es humano; encima se llama Ramón. Como sospechaba el Almirante (y no era difícil deducir) se trata de uno de los nuestros. Un soldado al que dejaron tirado. En los registros consta un Cabo llamado Ramón, destinado a Nueva Badajoz y dado por muerto. O desparecido, lo mismo da. Será este, supongo. El caso es que el Cabo Ramón no sabía que la guerra había terminado hace treinta años terrestres. Creía que su destacamento había sido asignado a otra misión, o secuestrado al completo por los axones. Como dije, Manzanera estaba con un ataque de nervios y se había tomado un tranquilizante, y Robles tenía que guardar veinticuatro horas de reposo obligatorio, así que agarré la lanzadera y un cetme láser y, antes de que a Bobadilla le diera tiempo a rechistar, me planté en Nueva Badajoz. Recordé nada más bajar de la lanzadera que en el almacén teníamos una cosa llamada rastreador de emanaciones biológicas que podría haber acortado el tiempo de búsqueda, y así no habría gastado una hora de mi vida en dar con el tal Ramón, al que encontré en la entrada de una cueva.

 —Dígale a su compañero que acepte mis disculpas por la pedrada que le endiñé. Me puse nervioso, ¿sabe? ¡Viva la Legión! —me dijo en posición de firmes.

 —Sí, sí. Me hago cargo. Y descanse, haga el favor —Yo estaba apoyada sobre la corteza de un árbol seco de color grisáceo. —Mire, Cabo, entenderá que tengo que llevarle a bordo de nuestra nave. El Alto Mando de la Agencia ya sabe de su existencia, y querrá hacerle unas preguntas, y quizá disculparse y otorgarle una paga razonablemente alta por... las molestias. Entre nosotros, si denuncia quizá podría llevarse una buena tajada. Pero no diga que se lo he dicho yo, ¿eh?

 —Bueno, verá, Capitana, les agradezco su interés, pero la verdad es que... aquí no se está tan mal. El clima es un poco seco, pero, aparte de eso…

 —¿No quiere volver a la Tierra? ¿No tiene a nadie allí?

 —No, no. Mire, es que ya me he hecho a esto, ¿sabe? Y, verá...

 —¿Sí?

 —Lo cierto es que aún no he logrado terminar mi misión.

 —¿Misión? ¿Qué misión? Le acabo de de decir que la guerra contra los axones terminó hace treinta años.

 —Ya. Bueno, mire usted, la mía no.

 Antes de que pudiera preguntarle a qué demonios se refería, una piedra cayó cerca de mis pies.

 —¡Ramón, hijoputa! —exclamó alguien desde lo alto de la loma donde se encontraba la cueva.

  Pude echar un vistazo al atacante antes de que se esfumara tan rápido como había aparecido. La piel rosácea y las facciones reptilianas me resultaron inconfundibles.

 —Así que se niega a subir a la nave —dijo Becerra.

 Aunque el Almirante se encontraba a millones de kilómetros y la recepción holográfica era tirando a regulera, no hacía falta ser un intérprete experimentado de lenguaje gestual para apreciar que se encontraba muy contrariado, como si los tipos que le iban a ayudar a desplazar un piano de cola llevaran dos horas de retraso.

 —Correcto, señor —dije con la esperanza de que me dejara terminar mi exposición—. Aunque ahora es consciente de que la guerra terminó, el Cabo Ramón está enfrascado en, digamos, su guerra particular.

 —Ah, bueno, habrá perdido la cabeza, el pobre hombre. Entonces, muchos ánimos de demandarnos no le vio, ¿no? Le ruego que sea franca con este tema, Capitana. Supongo que se hará cargo de que se trata de un asunto de vital importancia para la Agencia.

 —No parece el caso, señor. Lo que pasa...

 —¿Sí?

 —Como le dije, el cabo Ramón sigue en guerra. Con un axón, señor.

 —¿Disculpe?

 —Hay un axón ahí abajo, señor. También olvidado por los suyos, parece ser.

 Becerra procedió a analizar la información suministrada de una manera del todo indigna para un hombre de su posición, esto es, profiriendo balbuceos del tipo "Oh", "Ah", "Bue..." durante aproximadamente medio minuto.

 —¿Un axón? ¿Cómo que un axón? —dijo al terminar su estudio preliminar de los hechos—. ¿Está segura? ¿No podría tratarse de un ejemplar de una especie parecida? ¿Es que tiene que ser un axón, la madre que me parió?

 Becerra parecía estar teniendo su peor día en mucho tiempo.

 —Un axón, señor. Atendiendo a su inconfundible fisionomía, no puede tratarse de ninguna otra maldita cosa. —Intenté sonar tajante, por si al Almirante se le había pasado por la cabeza repetir su colorido inventario de criaturas ficticias.

 —Valiente putada —dijo a modo de resumen de la situación—. Bueno, al menos no somos los únicos idiotas que han dejado a un soldado tirado donde el diablo perdió el poncho. —La perspectiva pareció suministrarle algún tipo de alivio. —¿Y dice que esos dos están haciendo la guerra por su cuenta? ¿Después de treinta años tras el tratado de paz?

 —Ellos no lo sabían señor —repuse—. De hecho, el axón aún no lo sabe. A no ser, claro, que en el tiempo que he tardado en subir a la nave el Cabo Ramón lo haya encontrado y se lo haya comunicado, lo cual me parece altamente improbable.

 —¿Qué le parece improbable? ¿Que lo haya encontrado o que se lo haya comunicado?

 —Que se lo haya comunicado, señor.

 —¿Y eso?

 —Por lo que le he dicho antes, señor.

 —¿El qué? Disculpe si hoy me encuentra un poco espeso, Capitana. —Hoy, dice. ¿Y cuándo no?

 —Que el Cabo Ramón pretende seguir en guerra hasta que acabe su misión.

 —Hasta que se cepille al axón. —Llegar a esa conclusión por sí mismo podría considerarse un pequeño hito en el historial militar de Becerra.

 —Efectivamente, señor.

 —¿Y en treinta años no ha podido liquidarlo? ¿Y tampoco ha muerto a manos de su enemigo? Siendo franco, cualquiera de las dos posibilidades nos habría venido muy bien.

 —Tengo una hipótesis, señor — admití—. Pero tendría que encontrar a ese axón para demostrarla.

Diario de a bordo de la Capitana Ariza — Novena Entrada.

El rastreador de emanaciones biológicas es un invento del genio residente de la Agencia Espacial Española, el profesor Urko Urtubey, que permite seguir el rastro de cualquier criatura a condición de que el sujeto respire, sude, eructe o se pea. No lo había utilizado nunca (ni yo ni nadie de la tripulación; de hecho, la unidad estaba precintada) y nada más encenderlo me indicó que existía una nueva actualización y que estaba bajo de batería. Estuve a punto de pedirle ayuda a Manzanera, más que nada por cortesía profesional y porque entre mis funciones se encuentra la de mantener alta la moral de mi tropa, y la mujer parecía estar un poco avergonzada de su reciente ataque de histeria. Pero después he pensado que preferiría restregarme por los ojos un chile habanero antes que hacer cualquier cosa que estimulara el ego de nuestra oficial científica, así que he echado mano del folleto de instrucciones.

 El sol nunca se pone en Nueva Badajoz, porque este inmundo pedazo de costra sideral tiene el privilegio de contar con dos, uno más alejado que otro, así que sus días oscilan entre un calor abrasador y un atardecer deprimente. Cuando agarré la lanzadera espacial biplaza por tercera vez en menos de doce horas, el planetucho había llegado a la fase en que apetecía agarrar un caballo y alejarse hacia el horizonte. Aterricé cerca de la cueva donde vi al Cabo por última vez y empecé a seguir confusos rastros de emanaciones corporales que aparecían de colores diferentes en la pantalla del rastreador. Como había leído las instrucciones por encima, no recordaba si el morado correspondía al olor a sobaco o el rosa a la halitosis, pero me era indiferente. Bobadilla me contactaba a intervalos de diez minutos para preguntar si todo bien. Mi segundo al mando es tan eficaz que resulta irritante. Naturalmente, sé que tras toda su fachada servicial se esconde un ansia de reconocimiento y su deseo de sustituirme algún día no muy lejano, anhelo que suelo alentar poniendo en práctica maniobras sutiles, tales como llegar tarde y con resaca a las reuniones con los Oficiales. No aspiro a una destitución fulminante; con que me rebajen a alguna humillante tarea burocrática, voy que ardo, y espero que el chivato de Bobadilla contribuya a asfaltar el camino hacia mi próxima meta profesional.

 Los colores empezaron a aparecer más vivos en la pantalla, lo cual quería decir que me estaba aproximando a alguno de mis dos objetivos, no sabía precisar cuál. Después de unos minutos, encontré al axón a la entrada de lo que parecía una caverna. Estos dos debían de pasar el día escondidos en cuevas. Yo tenía apenas 8 años cuando la guerra contra los axones terminó, pero reconocí lo que en tiempos fue uno de esos sobrios uniformes militares axones. No sabría decir a qué ejército pertenecía, más que nada porque su aspecto actual sólo podía deberse a un uso continuado durante décadas o a verse expuesto a la voladura de una montaña. El axón, armado con una rama seca pero de grosor respetable, me lanzó una mirada tan elocuente que si me hubiera gritado "¡Te voy a sacar las tripas con un rastrillo!", sus intenciones no me habrían quedado tan claras.

 —¡Grfrxaisjdudj! —o algo así me espetó el axón. Tengo muy oxidado su idioma, y encima parecía tener acento del norte, pero creo que se trataba de una referencia poco decorosa a mi madre, a mi padre, a mis muertos y a los que se iban morir.

 —Vengo en son de paz. —Es lo único que se me ocurrió.

 —¡Los cojones! —Daba la impresión de que mi primer contacto con una entidad extraterrestre no iba a cumplir los parámetros mínimos que requerían los libros de Historia.

 —A no ser que "Los cojones" signifique también algo en tú idioma, creo que podemos mantener una conversación fluida.

 —¡Tu madre come mierda!

 —Mira, no podemos establecer una base comunicativa óptima solo con palabras malsonantes y referencias a mi familia.

 —¡No vayas de listilla con nosotros! ¡Sabemos a lo que has venido!

 Iba a preguntar "¿Cuántos sois?", pero en seguida recordé lo de la mente colmena.

 —No pretendo atacaros —dije dejando que el cetme descansara colgado de mi hombro.

 —¿Qué quieres? —dijo blandiendo el palo como un bate de béisbol.

 —Estoy buscando al Cabo Ramón. La guerra terminó hace mucho tiempo, y creo que nadie os lo ha comunicado.

 —¡Mentira! ¡A los humanos se os da bien mentir! ¡Es lo que mejor hacéis!

 —Oye, yo tengo un fusil, y vosotros un palo. Si siguiéramos en guerra, ya os habría pegado fuego. Nuestros pueblos firmaron la paz y ahora se llevan bien. Bueno, no bien: digamos que se tratan con cortés frialdad. O, para ser más exactos, se ignoran completamente. Pero ya no se odian. O no lo admiten en público, yo qué sé. El caso es que hay paz.

 —¡No nos lo creemos! ¡Si hubiera paz, lo sabríamos!

 —Y lo sabéis. Todos menos tú, por lo visto.

 —¡No existe el Yo! ¡Solo el Nosotros!

 —Oye, todo eso de la mente colmena... ¿No será que simplemente te gusta hablar en plural? —pregunté dando un par de pasos en su dirección.

 —¡No te acerques! ¡Que estamos muy locos, hostias!

 Los prominentes globos oculares del axón, característicos de su especie, que parecían a punto de salir disparados en mi dirección y el hilillo de baba que se escapaba de entre sus apretados y afilados dientecillos dejaba a las claras el fracaso de mi maniobra diplomática. En el preciso instante en que un intento de agresión se adivinaba inevitable, el Cabo Ramón salió del interior de la caverna con las manos atadas con lo parecía una especie de liana.

 —¿A qué viene este escándalo Agustín? —preguntó Ramón justo antes de reparar en mi presencia—. ¡Ah, Capitana!

 —¿Agustín? —Sentí la imperiosa necesidad de dejar zanjado ese tema.

 —Sí, bueno, ya sabe que el pueblo axón desprecia el concepto de individuo —dijo Ramón—. Se me ocurrió que ponerle un nombre propio sería una técnica efectiva de guerra psicológica.

 —¡No funciona! —afirmó el axón, que a continuación me lanzó una mirada desafiante—. ¡Agustín mola!

 Otro comunista deslumbrado por el decadente estilo de vida occidental, pensé.

 —¿Qué está pasando aquí, Cabo? —Decidí que era buen momento para centrarnos en el segundo punto del orden del día.

 —El enemigo me ha capturado —dijo Ramón alzando la muñecas. Un simple gesto que bastó para que la liana cayera al suelo.

 —¡Sí! —gritó Agustín—. ¡El Cabo Ramón es nuestro prisionero de guerra!

 Mientras Agustín me dedicaba otra mirada asesina, Ramón se agachó a recoger la liana y trató de volver a atarse las muñecas él mismo.

 —¿Puedes ayudarme? —dijo Ramón en voz baja.

 Agustín dirigió la vista a su eterno enemigo con una expresión de sorpresa.

 —Eres un manta haciendo nudos —afirmó Ramón mientras Agustín le ayudaba a volver a parecer un prisionero.

 —Voy a reformular mi pregunta —anuncié—. ¿Qué es toda esta pantomima?

 —¡Jamás rescatarás a Ramón! —sentenció Agustín mientras terminaba de asegurar el nudo—. ¡No te lo permitiremos!

 —¿Podrías dejar de gritar, por favor? —dijo Ramón— La Capitana te escucha perfectamente.

 —Lo sentimos —dijo Agustín.

 El axón agachó la cabeza y depuso su actitud beligerante como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Se hizo un incómodo silencio. Por motivos que solo ahora puedo alcanzar a comprender, intuí que no me correspondía a mí romperlo.

 —¿Tú... sabías que la guerra había acabado? —preguntó Agustín después de unos segundos, aún mirando al suelo. Apretaba y aflojaba la zarpa derecha de manera compulsiva.

 —Sí —contestó Ramón sin mirar directamente a Agustín— Me lo contó ella hace un rato.

 Agustín se mantuvo en silencio unos segundos.

 —Nosotros... Nosotros tampoco te lo habríamos dicho.

 Antes de verme sometida a otro silencio incómodo, decidí soltar lo primero que se me pasó por la cabeza.

 —Oiga, Agustín...

 —¡Oigan!

 —Lo que sea —determiné—. Mire, podemos reunirle con los suyos. Quiero decir, podemos reunirles con sus otras... unidades... corporales... Ay, joder, ustedes ya me entienden.

 Solo después de hablar caí en la cuenta del follón diplomático que eso podía suponer. Agustín parecía confundido. Miró a Ramón como suplicándole consejo. Por su parte, Ramón se veía tenso. Mantuvieron lo que a todas luces era una breve conversación a base de miradas.

 —No —dijo finalmente Agustín—. ¡No nos dejaremos engañar por los humanos! ¡Embusteros! ¡Embaucadores! ¡Torticeros! ¡Jamás nos atrapareis vivos!

 Lo miré indolente mientras salía corriendo. No me moví; estaba ocupada pensando que mandaba cojones que una criatura de otro planeta tuviera mejor vocabulario que yo en mi propio idioma. Tras unos segundos, Agustín volvió a aparecer detrás de unos matorrales.

 —¡Cuenta hasta cien! —le gritó a Ramón antes de volver a desaparecer.

 —Que sí, hombre, que sí —dijo Ramón.

 Ramón me miró en silencio, visiblemente abochornado.

 —Capitana —empezó a decir—, si tiene que detenerme y llevarme con usted, lo entenderé.

 Mirar al cielo habría supuesto un exceso dramático intolerable, pero no pude evitar exhalar un lento suspiro.

Diario de a bordo de la Capitana Ariza. Décima Entrada.

Becerra se mantuvo en un tenso silencio durante todo mi relato de los hechos. Temí por la integridad de su pluma estilográfica personalizada (una bagatela reservada a los miembros del Alto Mando) mientras la retorcía entre sus manos, amenazando con quebrarse en cualquier momento y mandar el impoluto uniforme de Almirante a la lavandería.

 —Bueno —dijo cuando terminé de hablar—. Se podrá imaginar que el Consejo se encuentra muy incómodo con este asunto.

 Me imaginé a los miembros de Consejo revolviéndose en sus asientos, como si alguien hubiera metido un puñado de alubias secas en su ropa interior.

 —Me hago cargo, Almirante.

 —Dejando aparte el follón burocrático y el más que probable escarnio público al que nos podemos enfrentar de traer de vuelta al Cabo Ramón, el asunto del axón es muy delicado. Como sin duda sabrá, las relaciones con su pueblo no atraviesan su mejor momento. De hecho —dijo bajando un poco la voz, quizá inconscientemente—, el concepto "Guerra Fría" ya ha salido a colación en los pasillos de Moncloa.

 Levanté las cejas y moví un poco la cabeza a un lado, como si la información me pillara por sorpresa, aunque sabía que una persona con el estatus de Becerra era muy consciente de que, en nuestro país, un secreto de Estado era algo de lo que se hablaba en las tascas mientras se jugaba al dominó.

 —El caso es —prosiguió Becerra— que esos cabrones van a recelar si les devolvemos a uno de los suyos a estas alturas del partido. Quiero decir, podemos intentar vender el asunto como si de una hazaña se tratara, pero no se lo van a tragar. Y no los culpo, ¿eh? A nosotros nos pasaría lo mismo. Sin más rodeos, le anticipo que el Consejo se va alegrar mucho cuando sepa lo que usted me acaba de contar. De todas formas, ya se había llegado al acuerdo de dejar que esos dos gilipollas se pudrieran ahí abajo y hacer como si no hubiera pasado nada.

 Estuve a punto de decirle que, de todas formas, se iba a saber. Alguien, o bien del Consejo o bien de mi tripulación, se iría de la lengua, y, en cuestión de semanas, el asunto sería la comidilla de la Estación Espacial de Júpiter. El Almirante culminó su transmisión dándome pistas de por dónde podrían ir las excusas en forma de discurso oficial que debía soltar al Cabo Ramón: Respeto a la libertad de elección, el bien de la comunidad estelar, etcétera. Claro que yo ya había comunicado al Cabo que, si no volvía a ver mi jeta en un plazo de tres horas, no volvería a saber de mí en lo que le restaba de vida, así que supongo que en estos momentos, que hemos abandonado la órbita de Nuevo Badajoz hace un rato (y sin hacer una sola foto), él y Agustín se sentirán muy aliviados.


sábado, 18 de marzo de 2023

El perro que me miró como si me conociera de algo

Detuve el tanque y me asomé por la torreta. Una señora estaba parada en mitad del camino de tierra,  acompañada de su perro, que olisqueaba el suelo mientras daba vueltas sobre sí mismo.

–Buenos días –dije tras un carraspeo que no debió de sonar muy imponente.

–Buenos días, mi General –contestó la señora.

–Sargento –corregí.

–Usted disculpe. Yo es que de rangos militares no entiendo mucho, ¿sabe usted? Pero de cosas del campo, puede preguntarme lo que quiera. Por ejemplo, cuál es la mejor época para plantar acelgas. Pregunte, pregunte.

No quería parecer descortés, pero aquél no era uno de esos días en los que me apetecía horrores hablar sobre agricultura con alguien.

–¿Le queda mucho a su perro?

–Está buscando un sitio donde cagar. A veces se levanta de un selectivo que no hay quien lo aguante.

–Ya. Es que voy camino de una guerra, ¿sabe?

–No me diga. ¿Y le hace ilusión la guerra esa?

–Ah, mire, parece que ya.

El chucho se había colocado en posición de desalojo sobre la zona de impacto elegida.

–Disculpe si tarda un poco. Anda algo estreñido últimamente. He dejado de darle pollo, porque se iba por la pata abajo en cualquier sitio.

–Fenomenal.

Durante los primeros segundos de su acometida, el perro miraba distraídamente el paisaje que lo circundaba, pero después reparó en mi presencia. Un observador casual podría deducir que sus ojos medio cerrados denotaban una suprema concentración en la tarea que estaba llevando a cabo, pero me dio la impresión de que mantenía una mirada demasiado desafiante para cualquiera en su delicada tesitura. Empecé a sentirme incómodo. No pude evitar pensar que me había reconocido, pero yo estaba seguro de no haber visto a ese perro antes. De repente, tuve una epifanía. Esa mirada y esa expresión me resultaron inconfundibles. El perro era la reencarnación de alguien que yo había conocido en el pasado.

–Oiga, señora, ¿sabía que, en una vida anterior, su perro fue un librero de ocasión?

–Primera noticia que tengo.

–No recuerdo su nombre, pero…

–Se llama Poncho. Poncho, saluda al señor.

–No, ya. De antes de reencarnarse, digo.

–Ah, eso ya no le puedo decir. No creo que se llamara Poncho, porque se lo puso mi hijo Roberto. Y Poncho no es un nombre muy común por estos lares. A no ser, claro, que el señor procediera de otras latitudes. ¿Sabe si procedía de otras latitudes?

–Era un tipo muy antipático, cuando librero. Se murió, y sus hijos vendieron el local y el nuevo propietario puso una tienda de condones, pero, cuando yo era joven, cada vez que entraba en su establecimiento, me miraba igual que ahora. Una vez discutí con él por el exorbitante precio de un volumen de Gurdjieff que estaba en un estado lamentable. Me cogió mucha manía.

–Pues sigue igual, eh. No le cae bien todo el mundo a mi Poncho.

Poncho finiquitó una faena que le habría valido, al menos, una mención especial en un certamen de estiércol y, sin quitarme la vista de encima, procedió a enterrar con las patas traseras su regalo al mundo como suelen hacer los perros, de manera más bien simbólica. Seguía manteniendo una actitud retadora, casi fiera, que habría disuadido a cualquiera de de soltar un ñordo de elaboración propia en el área colindante.

–Bueno, señora, ha sido un placer…

–Espere, que lo recojo. No voy a dejarlo ahí para que su bonito tanque llegue a la guerra oliendo a mierda. No querrá que el enemigo se cachondee de usted y empiece a llamarle Sargento Boñigo o algo así ¿Dónde he puesto la bolsa? –dijo la señora hurgando en los amplios bolsillos de su rebeca de entretiempo.

–No pasa nada, en serio. Es que preferiría llegar a la guerra antes de que acabe, mire usted. Porque a ver cómo justifico yo aparecer con un tanque durante la firma del armisticio.

–No tardo nada, no se preocupe –dijo la señora sacando de los bolsillos pañuelos de papel usados, caramelos, monedas pequeñas, tickets arrugados, envoltorios de plástico de naturaleza indefinida, un mando a distancia y lo que parecía el manojo de llaves del Castillo de Löwenburg.

Por su parte, Poncho lanzó un bostezo y se sentó a poca distancia de sus humeantes heces. Se veía tranquilo, aliviado, pero no hacía falta ser un experto en expresión gestual canina para interpretar su aire de suficiencia como un “Te jodes” dirigido a mi persona.

martes, 19 de mayo de 2020

¿Conoce usted su ojete?

Ahora hacen unas cremas hidratantes que van fenomenal

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 51 y Epílogo.


Recepción del Infierno.

—Agnes, ¿estás segura de que no has visto pasar por aquí últimamente a unos cuantos millones de almas en pos del tormento eterno? —preguntó Plutón a la Recepcionista del Infierno, que miraba distraídamente una revista de labores de ganchillo detrás de su mostrador.
—Me habría dado cuenta, Plutón —contestó Agnes.
—Mierda, ¿qué habrá pasado? Si hemos destruido toda la Creación a la vez. Debería haber montones de pecadores pegando a las puertas del Infierno —dijo Plutón dirigiéndose a la puerta. Cuando la abrió, vio al barquero Caronte llegar a la orilla con parsimonia—. Eh, Caronte, ¿a quién traes contigo?
—Yo qué sé —dijo Caronte—. A un vendedor de droga, me parece.
—Traficante de crack, si no le importa —dijo el vendedor de droga muerto.
—Usted perdone, milord —Caronte escupió al mar—. No te jode el puto yonki…
—¿Solo? —preguntó Plutón.
—¿Cómo que solo? ¿Cuántos traficantes de crack muertos necesita hoy el señor?
—¿No había más gente esperando en la otra orilla?
—Cinco o seis, supongo —contestó Caronte—. ¿Estás esperando que se muera alguien en particular, o…?
—Oye, chaval —le dijo Plutón al traficante—. ¿El mundo estaba entero cuando te moriste?
—¿A mí qué me cuenta? —respondió el traficante—. ¿No le parece que ya tengo bastante con lo que tengo?
—Joder, qué contrariedad —se quejó Plutón—. Bueno, yo espero un rato más, y si no… ¡Coño, Cancerbero, vete a mear a otra parte! ¡Mira cómo me ha puesto los zapatos el puto perro, me cago en todo!

La Nada Absoluta (anteriormente conocida como La Creación).

Allí estaba yo, flotando en un punto indeterminado de la Nada Absoluta, donde, por otra parte, todos los puntos resultan razonablemente indeterminados. Por si os lo estáis preguntando, la Nada Absoluta se parece a un estante vacío dentro de la despensa de una cocina sin amueblar de una casa sin edificar sobre un solar que no existe.
—¿Sabéis lo que me parece realmente molesto de la Nada Absoluta? Su insultante abundancia en materia de puntos indeterminados —dije.
El Espíritu Santo, el Poli Cabrón, Jean-Claude, Uriel, Ramone, el Narrador Omnisciente y Pandulfo flotaban a lo que me parecían escasos metros de mí, pero que bien podrían haber sido kilómetros.
—Es horrible, horrible, horrible —dijo Ramone—. Si por lo menos hubiéramos salvado algo de la destrucción total, como, no sé, como una maceta.
—Yo he traído unas alcachofas —dijo Uriel—. Podríamos plantar una alcachofera.
—Sí, eso. Por algo se empieza a repoblar todo el puto universo, no te jode —dijo el Poli Cabrón.
—Ay, no. No sé vosotros, pero yo no me encuentro especialmente motivado —dijo Pandulfo, que aparentemente se estaba dejando influir por el factor ambiental.
—¿Eso es un piano? —preguntó Uriel.
Seguí la mirada del arcángel, aunque no podría decir si me volví a derecha, izquierda, hacia arriba o hacia abajo. Efectivamente, en medio de la Nada flotaba un elegante piano de cola cuya tapa parecía acumular siglos y siglos de polvo.
—¿Narrador? —dije.
—¿Qué? —dijo el Narrador, que flotaba mi lado. Bueno, a mi lado, o en el quinto coño. Vete tú a saber.
—¿Cómo va a continuar esta historia?
—No sé. ¿“Nuestros héroes se encontraban flotando en la Nada y de repente… seguían flotando en la Nada”?
—¿Sabéis que tengo la impresión de que esto no es El Fin de Todas las Cosas? —dije.
—Eso es lo que más me gusta de ti —dijo el Poli Cabrón—. Nunca te dejas llevar por las apariencias.
—Creo que solo parece el Fin de Todas las Cosas —aventuré—. Digamos que es una corazonada. Pensad un momento, ¿por qué cojones nos hemos salvado nosotros mientras el resto del universo está en paradero desconocido? Y otra cosa, ¿vosotros habéis visto últimamente a alguien aparte de nosotros y de Plutón y sus memos? ¿Espíritu?
—Es cierto que en los últimos días la realidad se ha estado comportando como si estuviera hasta el culo de ácido —dijo el Espíritu Santo—. Mi hipótesis es que el Señor ha sufrido un ataque de estrés con todo este pifostio del Apocalipsis.
—¿Y dónde coño se ha metido Dios ahora? —pregunté—. ¿Nos ha abandonado a nuestra suerte? Señor, ¿por qué nos haces esto? ¡Contesta, barbas!
—Señor —dijo Jean-Claude.
—¿Sí, Jean-Claude?
—No es a usted, señor. Es al Señor que está detrás de usted.
—¿Detrás? ¿Qué significa “detrás” en un sitio sin puntos de referencia? ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? ¿Cuándo acabará esta incertidumbre?
—Si es que eres más tonto que mandado a hacer —dijo Dios agarrándome por los brazos y dándome la vuelta.
—¡Señor! Qué bueno verte por aquí. La Nada Absoluta es un pañuelo.
—Ya era hora —dijo el Espíritu Santo posándose en el hombro del Señor—. Anda, empieza a dar explicaciones, que aquí la peña está empezando a ponerse nerviosa.
—¿Qué significa todo esto? —pregunté—. ¿Por qué has permitido que ganaran los malos?
—Los malos no han ganado, pero ellos no lo saben —dijo Dios—. Ni lo sabrán. He tabicado una a una todas las puertas del Infierno.
—¿Y por qué ahora hay Nada en vez de Todo? ¡Coño, ya podrían haber dejado Algo! —exclamé—. Algo aparte de ese piano, que mira que está sucio…
—Esta Nada Absoluta no es la Nada Absoluta que tú crees —sentenció Dios.
—Hombre, he visto pocas Nadas Absolutas en mi vida, pero esta me parece de lo más convincente.
—No estamos en el Universo que tú conoces —explicó Dios—. Cuando empecé con la Creación, reservé un espacio en blanco, o una partición, si quieres, por si, bueno, por si vuestro Universo al final resultaba ser un rábano. En realidad, el vuestro no es más que un borrador del Universo Definitivo que me encontraba levantando aquí y que ahora se ha ido al carajo.
—¿Te acuerdas que te lo comenté de pasada mientras te cortaba el pelo? — me dijo Ramone.
—Un momento ideal para desvelar Grandes Proyectos Divinos Secretos, ¿verdad? —dijo Dios escalfando a Ramone con la mirada.
—¿Y cómo llegamos nosotros a este… Universo Definitivo? —pregunté mirando al desangelado vacío que me rodeaba.
—¿Recuerdas la elipsis narrativa? —dijo el Narrador Omnisciente.
—Claro.
—Pues ahí.
—Aproveché el lapsus para trasladaros a todos aquí —prosiguió el Señor—. Como habrás observado, la Nueva Tierra estaba en obras.
—He ahí el motivo de la repentina escasez de seres vivos en todas partes —dije.
—Después, envié a Pandulfo al Infierno para pedir a su hermana Marcia la fórmula que me había robado y se la entregara a Plutón y los suyos.
—¿La del Descreacionador?
—¿Quién la llama así?
—El imbécil de Pandulfo. ¡Un momento! ¡¿Su hermana?!
—En realidad, mi nombre verdadero es Pandulfo Hellstrom —dijo Pandulfo—. Alegra esa cara. Hace un momento no tenías nada, y ahora tienes un cuñado gorrón.
—¡Ay, joder! ¡¿Pero los ángeles no nacen por partenogénesis o algo así?!
—Venimos de la misma Célula Divina —aclaró Pandulfo—. Ella se quedó con la belleza y la inteligencia, y yo con todo lo demás. La halitos y las verrugas y eso.
—Y bueno, el resto ya lo sabes —dijo Dios.
—Bueno, la verdad es que es tu plan no estaba nada mal —reconocí—. ¿Sabes, Señor? Si no existieras, tendríamos que inventarte.
—No me toques los cojones, no me toques los cojones… —advirtió el Creador.
—Pero todavía queda en el aire otra cuestión, Padre —señaló el Poli Cabrón, también conocido como Jesucristo—. Utilizaste a este pobre mamón.
—Vaya, cuántas revelaciones importantes de una sola vez —dije, animado.
—Eh, bueno, al principio… —El Señor titubeó.
—Solo te ha utilizado para que yo saliera a la luz —me confesó el Verdadero Hijo—. Y total, para qué. Si yo lo que quiero es un terrenito, con un pequeño huerto…
—Así que, al final, Nuevo Mesías, los cojones —dije mirando al Hacedor a los ojos
—Verás… —empezó a decir Dios.
—¿De qué sirvo ahora? —me lamenté—. ¿Quién soy yo? Nadie. ¿Conoces ese chiste, “Iban dos y se cayó el de en medio”? Yo soy el de en medio. Soy un cualquiera que pasaba por allí. Uno que iba.
—¡¿Quieres dejar de autocompadecerte de una puta vez y escucharme?! —bramó Dios—. Quiero que vengas conmigo a un sitio.
—¿Y los demás?
—El Espíritu Santo los dejará en La Puerta del Cielo.
—Y-yo me bajó aquí, si no les importa —dijo Uriel.
—¡Tú al Cielo, que es donde debes estar! —exclamó Dios—. Joder con el niño.

La Nada Absoluta. Un indeterminado rato después.

—¿Nos falta mucho? —pregunté.
—¡Joder, qué tío más pesado! —protestó el Creador—. Ya te he dicho que falta Todo y a la vez Nada.
—¿Se podría decir que estamos a mitad de camino?
—Estamos en la Nada Absoluta —dijo el Hacedor—. Aquí el concepto “a mitad de camino” tiene una relevancia muy escasa.
Después de unos segundos que se me antojaron muy largos, o de unos años que se me hicieron muy cortos, vete tú a saber, pudimos vislumbrar un cartel indicador que rezaba:

Está usted llegando a Algo Irritantemente Indefinido

—¿Sabes otra cosa que me jode de la Nada Absoluta? —dije—. Su frustrante falta de cualquier tipo de concreción.
Empezar a ver Algo Irritantemente Indefinido en medio de la Nada se me antojaba semejante al esfuerzo de imaginar qué cosa podría haber contenido un plastiquillo vacío que acabas de encontrar en el suelo.
Cuando pude ver con claridad, estábamos frente a una coqueta casita de dos plantas en medio de un prado. El cielo era azul y estaba salpicado de inofensivas nubes blancas. La casita estaba rodeada con una añeja valla de madera. Un caminito de tierra conducía a la puerta principal, que era de madera de haya, y había una alfombrilla de bienvenida hecha con pelo de cabra. La cabra tenía dos años cuando se sacrificó para hacer la alfombrilla, y respondía al nombre de Genoveva. La alfombrilla había visto nacer en su seno a ciento setenta y cuatro ácaros aquella misma mañana.
—Coño, menos mal —dije—. La Indefinición Absoluta estaba empezando a tocarme las pelotas, aunque el Conocimiento Total me está dando mareos. ¿Qué hacemos aquí?
—Bueno, alguna vez me has preguntado el motivo de mi reticencia a empezar el fin del mundo.
—Y nunca me has respondido.
—¿Recuerdas lo que dijiste la primera vez que me viste?
—No sé. ¿“¡Pero, coño!”o “¡Cojones!”, o algo así?
—Me pediste que te cambiara una bombilla fundida —me recordó el Altísimo—. Y eso es lo que voy a hacer.
El Señor se acercó a la puerta de la casa y pegó al timbre.
—¿Quién vive aquí? —pregunté.
Una señora de mediana edad con delantal abrió la puerta.
—¡Vaya, pero mira quién está aquí! —dijo la señora—. ¡Te parecerá bonito, después de tanto tiempo! Pero no os quedéis en la puerta, pasad.
—Señor… —empecé a decir.
—Shhh… —me espetó Dios.
Pasamos al salón, cuyo mobiliario habría hecho caer en éxtasis a mi bisabuela. Un señor con gafas, bigote y algo fondón, también de mediana edad, leía el periódico en el sofá.
—Mira quién ha venido a visitarnos —dijo la señora.
—Dichosos los ojos —dijo el señor con el ceño fruncido—. Ah, has traído a un amigo.
—Te presento a mis padres —me dijo Dios.
—¿Mande? —dije yo.
—¿Es una de tus criaturas? —preguntó el padre de Dios—. ¿Uno de esos… cómo se llaman? ¿Monos?
—Humanos, papá —corrigió Dios.
—¿No se llamaban monos antes? ¿Por qué les has cambiado el nombre?
—Evolucionaron —dijo secamente el Señor.
—Ah, sí —dijo Papá—. Evolución. Bonita cosa les diste a tus criaturas.
—No empieces a enfadar al chico, papá —dijo Mamá.
—Anda que tu hermano Siod iba a permitir que sus criaturas evolucionaran. O tu hermana Odsi.
Dios suspiró.
—¿Tienes hermanos? —pregunté.
—Seis —contestó el Creador—. Cada uno con su propio Universo.
—No me lo digas. ¿Eres…?
—El menor.
—Cuando repartí la Nada Absoluta entre mis siete hijos, no me imaginé que el pequeño fuera a ser tan… creativo —me explicó Papá—. Una especie dominante con pensamiento autónomo… ¡Ja! ¿Cómo lo llamas tú, hijo? Ah, sí. “Libre albedrío”. ¿Y para qué? Para que pasen de ti. La mayoría de ellos ni siquiera cree en tu existencia. En vez de imponerte, ahí, con dos cojones, permites que esos desgraciados hagan lo que le salga de la punta de la minga. Tienes más fe en ellos que ellos en ti. Valiente ruina. Anda, que a tus hermanos mayores se les iba a ocurrir tamaño despropósito.
—¿Ves, papá? —dijo Dios—. Por eso no vengo más a menudo.
—Por cierto, ¿qué haces aquí? —inquirió Papá—. ¿Tú no deberías estar liado con el Apocalipsis ese en estos momentos?
—Deja de presionarlo, papá —intervino Mamá.
—Ya, verás —dijo Dios—. De eso quería hablarte. —Tragó saliva—. Es que… no quiero hacerlo.
—¿En qué momento he sometido esa cuestión a debate? —preguntó Papá.
—¿Por qué no quieres destruirlos, hijo? —preguntó Mamá—. ¿No te gustaría tener unas criaturas como las de tu hermano Isod, tan obedientes y bien peinadas?
—Bueno, pues no —dijo Dios.
—Pero, ¿por qué no? —dijo Papá—. Tus seres son unos hijos de puta. Están todo el día matándose entre ellos. Y ni siquiera es para comer. A ti lo que te pasa es que te crees la Verdad Absoluta y eres incapaz de reconocer una equivocación.
—Es su elección —dijo el Señor.
—¿Y eso qué tiene de bueno?
—Qué algunos eligen no ser unos cabrones, papá —dijo el Señor—. Por sí solos.
—En un porcentaje muy bajo, hijo —remarcó Papá—. ¿Acaso crees que va a mejorar? ¿Qué en un futuro cercano van a dejar de joderse los unos a los otros? ¿Que la totalidad de tus criaturas va a decidir portarse bien con las demás y cuidar el mundo que les regalaste?
—Bueno, no, pero…
—Bueno, pues no hay más que hablar —dijo Papá—. Mañana, como muy tarde, empiezas el Apocalipsis y a tomar por culo.
—Pero…
—Sin rechistar. —Papá me miró—. ¿Tienes nombre, mono?
—Eeeeeh… Cualquiera —me presenté—. Uno Cualquiera.
—Joder, qué nombres tan absurdos tenéis los monos —observó Papá—. Anda, siéntate, te voy a enseñar algo que seguro te va a gustar. —Papá cogió el mando a distancia y encendió el televisor—. Es una especie de juego, ¿sabes? Once seres enfrentados a otros once seres por la posesión de un balón… Bueno, no sé si lo vas entender, porque es algo complicado…
—¿Tienes hambre? —me preguntó Mamá portando una bandeja—. Es una receta propia que muy pocos han probado.
—¿Croquetas? —pregunté.
—¿Conoces las croquetas? —Mamá parecía asombrada, y un poco decepcionada. Papá me miró con curiosidad.
—Naturalmente que las conozco —admití—. Mi madre hace las mejores croquetas del mundo —señalé el televisor—. Y esa gilipollez es fútbol. En mi mundo es casi una religión.
—¿En serio? —dijo Papá—. No lo sabía.
—Porque nunca me escuchas —dijo Dios.
Entonces, la evidencia cayó por su propio peso.
—Un momento. —Me levanté del sofá—. ¡Un momento!
—Hijo, ¿qué le pasa al mono? No le habrán entrado ganas de matar a alguien de repente. Que lo echo de aquí a patadas.
—¿Es que no lo ven? —Miré alternativamente a Papá y a Mamá—. Su hijo no nos creó a su imagen y semejanza… ¡Nos creó a imagen y semejanza de ustedes!
—¿Qué? —dijo Papá.
—Hijo, ¿es eso cierto? —preguntó Mamá.
—Eh… —Dios bajó la cabeza.
—¡Croquetas! ¡Fútbol! ¡Babuchas de felpa! ¡El marido rascándose los huevos mientras la mujer prepara la comida! ¡Toda la raza humana no es más que el homenaje de un Hijo hacia sus Padres! —grité.
—Mamá, creo que el mono se está poniendo violento —dijo Papá—. ¿Por qué no vas a la cocina y le traes una cerveza, a ver si se relaja?
—¡Cerveza! —bramé—. ¿Le gusta la cerveza?
—Es mi elixir favorito —reconoció Papá.
—¡El nuestro también!
—¿Todo eso es cierto, hijo? —dijo Mamá acercándose a Dios con lágrimas en los ojos—. ¿Creaste a tus criaturas… para agasajarnos?
—Y no os habéis dado cuenta hasta ahora —dijo Dios con la vista en el suelo.
—¿Lo has oído, Papa? —dijo Mamá—. ¿Has visto lo que ha hecho tu hijo el menor, el más díscolo?
—Ay, joder… —dijo Papá.
—¿Me… me puedo quedar a mis criaturas, Papá? —preguntó Dios.
—Pregúntaselo a tu madre —dijo Papá—. A mí no me calientes más la cabeza.
—¿Ves? —dije—. ¡Igualito que nosotros!
—Y tranquiliza a tu mono, que voy a tener que darle con el periódico enrollado.
—Mamá… ¿puedo? —dijo Dios.
—Que sea lo que tú quieras —respondió Mamá agarrando la cara de su Hijo.
—Sí, bueno, ¿qué más da? —dije exultante—. El Cielo no quiere, El Infierno no sabe… Dejadnos el Apocalipsis a nosotros, que de muerte y destrucción entendemos un rato.

Unas tres horas después (la visita se alargó porque Papá se empeñó en jugar una partida de mus después del almuerzo) salimos de casa de los Padres de Dios.
—Señor.
—¿Mmm?
—Lo que he dicho dentro… Eso de que nos hiciste a imagen y semejanza de tus padres… He dado en el clavo, ¿no?
—Bueno, quizá fueron una influencia inconsciente —aclaró Dios—. Aunque no sé si has reparado en que tu teoría no es aplicable a todos los pueblos humanos, ni a todas las épocas. A no ser que pienses que los aborígenes australianos, por ejemplo, tienen reminiscencias de mi padre.
—Hostia, no había caído en eso.
—Pero la tuya ha sido una ocurrencia genial. Y al final lo has logrado —me dijo Dios—. Has salvado a la Humanidad.
—Sí, bueno —dije—. Dicho así, parece algo importante.
—Quién se lo hubiera imaginado, con lo egoísta y capullo que eras antes —me recordó Dios.
—Supongo que ni siquiera conocía mi propia alma —filosofé—. El alma es como el ojete, ¿sabes? Sabes que ambos están ahí, pero no alcanzas a ver ninguno.
—Valiente soplapollez —murmuró el Creador—. Y… ¿cómo puedo agradecerte lo que has hecho por mí y mis criaturas?
—En primer lugar, podrías dejar que tu hijo y Uriel hicieran con sus vidas lo que les saliera de las puntas de sus respectivos cipotes —dije—. Como tus padres te acaban de dejar a ti.
—Quién me ha visto y quién me ve, recibiendo lecciones de un mono… —rezongó Dios.
—Y en segundo lugar…
—¿Me has dejado en segundo lugar? —dijo una voz familiar. Miré a mi alrededor y vi que habíamos llegado al despacho de Dios.
—¡¡¡Marcia!!!
Allí estaba ella, el más bello de los ángeles, cuya mirada podía tallar diamantes y hacer que el aguerrido ejército espartano depusiera las armas y fundara una compañía de ballet. Se lanzó a mis brazos. Nos abrazamos. Le toqué una teta.
—¡¡Que estoy aquí!! —bramó Dios.
—¿Qué estás haciendo en el Cielo?
—Digamos que el Señor, en su infinita benevolencia, me ha soltado cinco minutos para que pueda verte en agradecimiento por mi colaboración en el caso Plutón.
—Quiero que venga conmigo —le dije a Dios.
—¡Marcia Hellstrom es Lucifer, por Mí Bendito! —dijo Dios.
—¿Y crees que a mí me gusta? —dijo Marcia.
—Me montaste un sindicato, Marcia. ¡Un sindicato! —bramó el Señor.
—¿Y vas a dejar que siga pudriéndose en ese apestoso e ingobernable antro por tener una opinión diferente a la tuya? ¡¿Es que no has aprendido nada hoy?! —exclamé.
—¡No te pases! —espetó el Creador.
—¡Estoy enamorado de este demonio!
—Ay, joder… —El Señor se lamentó y después se dirigió a Marcia—. Marcia, ¿quieres ser humana?
—Como si no supieras que eso es exactamente lo que he querido siempre —contestó Marcia.
—¿Y pasar el resto de tus días al lado de este capullo lamentable?
—Sí, quiero.
—Ah, qué cojones —dijo Dios—. Por mí, como si os la pica un pollo.
—¡De puta madre! —exclamé.
—¡No me beses, que me estás dejando las barbas llenas de babas! —me dijo el Señor—. Queda un asunto pendiente. Si Marcia se va contigo a la Tierra, ¿quién se hará cargo del Infierno?
—¿Sabes? —dije—. Creo que tengo al tipo perfecto para ese puesto.

Sala de reuniones del Organismo de Gestión del Infierno.

—Señores —dijo Pojinga levantándose de la silla presidencial—. Como nuevo presidente de la República del Infierno, me complacería exponer mi nuevo programa de trabajo para los próximos siglos. ¿Dónde está mi secretario?
—¿De dónde ha salido este, exactamente? —le preguntó Judas a Plutón, ambos sentados alrededor de la mesa de reuniones.
—Un enchufado del Creador, creo —dijo Plutón, que lucía un parche en el ojo izquierdo que le daba el aspecto de malote que siempre había deseado.
—¿Organizamos un golpe de estado o algo?
—Para golpes de estado estoy yo —refunfuñó Plutón—. Ya nos esperamos a las próximas elecciones, si eso. ¿Dónde coño se ha metido Minos?
—Ya mismo viene para acá —dijo Judas—. Lo que tarde en salir del laberinto del Minotauro, dice. Oye, ¿sabes que Flegias y el Conserje quieren adoptar a un niño?
—El Infierno ya no es que lo era —dijo amargamente Plutón.
—Con permisito, excelencia —dijo Su Santidad el Papa Pancho I entrando con una carpeta en la mano.
—No pasa nada, Pancho —Pojinga cogió la carpeta—. Señores, la primera medida que va a tomar mi gobierno es la de transformar la mala imagen pública que ha ostentado el Infierno hasta hoy. A partir de ahora, nuestra misión no consistirá en castigar a los pecadores, sino en rehabilitarlos y reeducarlos.
—Joder, qué larga se me va a hacer la Eternidad —se quejó Plutón.

El Cielo.

—¿Crees que ese tal Pojinga es el tipo adecuado para regentar el Infierno? —me preguntó Dios.
—Es la única persona que conozco capaz de hacer de ese tugurio un lugar habitable —aseguré—. ¿Sabes que en vida fue un predicador? Fue el único que predijo mi llegada.
—Hijo mío, te recuerdo que, al final, aunque Salvador de la Humanidad, no eres ni Mesías ni nada.
—¡Eh! —dijo el Espíritu Santo, que entró en el despacho borracho como una cuba—.  ¿Cómo es que no estáis en La Puerta del Cielo? ¡Hemos montado un fiestón de la hostia!
Cuando llegamos al club, el Narrador Omnisciente le estaba pidiendo al DJ un pasodoble, el Poli Cabrón estaba poniendo al día a su viejo amigo Petrus al calor del coñac, Uriel bailaba encima de la barra, Ramone estaba tomando champán rodeado de bellos querubines y Pandulfo estaba robando el dinero de la caja. Prácticamente lo de siempre, salvo que Jean-Claude parecía estar divirtiéndose.
—¡Bartolo, dos tequilas! —le dije al ángel situado detrás de la barra. 
—Un licor de mora sin alcohol para mí, mejor —dijo Marcia. 
—¿Qué es eso? —le pregunté a mi diablesa—. ¿Una cosa nueva?
—Tengo que cuidarme —me dijo la mujer de mi vida mirándome a los ojos—. Vamos a tener un hijo.
—Ah, bueno; creí que estabas tomando antibióticos. ¡¡¡¿Que qué?!!!
—Si me permite la observación, señor —me dijo Jean-Claude apareciendo a mi lado—, ahora sí que se ha metido en un buen lío.

Epílogo

Dios permitió a su Hijo, que siguió prefiriendo que lo llamaran Poli Cabrón, quedarse en la Tierra. Extrañando su época de hippie apestoso, dejó el Cuerpo de Policía y se fue a vivir en lo alto de un monte como un ermitaño. En la actualidad es propietario de un pequeño negocio dedicado al cultivo y distribución de comida ecológica. Visita regularmente a nuestro héroe para pegarle unos gritos por cualquier cosa.

Uriel también se quedó en la Tierra, y bailó encerrado en una jaula en un local de mala nota durante un tiempo. Después ganó el Roland-Garros durante dos años consecutivos y es visto frecuentemente acompañado por modelos y actrices en diversos eventos sociales. Ha salido en la portada de Vogue y ha prestado su nombre a un perfume de Rabo Pacanne que huele a gloria. A veces tiene ganas de volver a ocupar su puesto en las huestes celestiales, a veces añora su estancia en el Infierno, algunos días se levanta hastiado de vivir tan deprisa, algunas noches no llega ni a acostarse. Visita regularmente a nuestro héroe para hacer cosas de gente normal, como comer estofados y dejarse las rodillas en la esquina de cualquier mesa.

Pandulfo volvió al Infierno como mano derecha de Pojinga. Creó un nuevo Departamento de Recogida de Mierda de Caballo, nombrando a Plutón Jefe de Equipo y colocando a Judas y Ciacco como subalternos. La última vez que visitó a su hermana y a nuestro héroe fue con motivo del nacimiento de su sobrina. Antes de irse, dejó a su cuñado la cisterna del inodoro estropeada y la factura impagada de una cómoda del siglo XIX valorada en dos mil euros.

Ramone volvió a su antiguo empleo de Diseñador de Espacios Exteriores y retomó el proyecto del Universo Definitivo de Dios, que le está quedando monísimo, monísimo, monísimo. Baja de vez en cuando a visitar a nuestro héroe para darle un buen corte de pelo, que falta le hace. 

Por su parte, Dios y el Espíritu Santo siguen en el Cielo contemplando a sus criaturas. ¿Y qué otra cosa iban a hacer, si no? Visitan regularmente a nuestro héroe porque, bueno, porque se aburren mortalmente.

El Narrador Omnisciente perdió el manuscrito original de El Testamento Definitivo y tardó cuatro años en volver a redactarlo de memoria. Esta revisión fue rechazada por el mismo Dios, alegando que estaba llena de inexactitudes y de exabruptos del tipo “¡Cojones!” y “¡No te jode!” El Testamento Definitivo duerme el sueño de los justos en el cajón del Narrador junto a otras obras no publicadas, como “Cree su propio universo en siete días” y “Manual práctico de plagas bíblicas”.

Marcia Hellstrom y el Nuevo Mesías tuvieron una niña a la que llamaron Cristina, porque Anticrista quedaba feo y los niños se iban a reír de ella. Desde que aprendió a andar quedan menos gatos en el barrio y sus niñeras no duran en el puesto más de una noche. Se siente incomprendida por todos. Bueno, por todos menos por Jean-Claude, que a veces le consiente demasiado.