La Muralla del Infierno es, por lo visto, un sitio
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 11.
Acabábamos de abandonar las aguas del puerto y nos
encontrábamos navegando el Aqueronte, el río que pasa por el Infierno. Según
Uriel, el olor que desprendía el río Aqueronte consistía en una mezcolanza de
Culpa, Desesperación y Pena Infinita, con un ligero matiz de Arrepentimiento.
La finísima apreciación de mi rubio acompañante se debía a la cualidad
supraterrenal de sus sentidos angelicales; yo, por mi parte, al llevar poco
tiempo militando en las huestes celestiales, no había desarrollado del todo mis
capacidades sobrehumanas. Para mí, el río Aqueronte olía como si toda la
población de una localidad de tamaño medio hubiera decidido sentarse a defecar al
mismo tiempo una vez concluidos los festejos del Día Internacional de las Habas.
—Diez alemanas me la meneaban... —entoné
tumbado en la barca.
—¿No
se sabe otra, señor? —preguntó Uriel, quizá un poco cansado de escucharme
airear mi espectacular dominio del sexo tántrico en una tienda de campaña
repleta de voluntariosas ciudadanas germanas.
—Tú
dale caña a la lira. —Y comencé a cantar—: La cabra, la cabra...
—¿Pero
qué os habéis creído que es esto? ¿Una excursión a Antequera? —dijo Caronte.
—Joder,
qué tío más sieso —comenté.
—¡Estamos
cruzando el río Aqueronte con destino al Averno! ¡Hacedme el favor de
comportaros con la solemnidad que requiere el momento, que estoy de alemanas
que te la meneaban hasta los huevos! ¡¡Y no me hagas cuernos!! —bramó Caronte.
—¿Falta
mucho para llegar? —inquirí movido por la noble intención de tocarle las
pelotas a nuestro barquero.
Caronte
suspiró.
—No.
El Infierno está aquí al lado. Una vez pasemos el siguiente recodo...
—Ajá.
Eeeh, y digo yo, Caronte, antes de llegar...
—Qué.
—¿Cómo
es Lucifer?
—¿Lucifer?
Bueno, es así como un armario de dos puertas, ¿sabes?
—Eso
no es lo que me han contado —observé.
—Antes
llevaba una larga melena cardada, en plan hair metal, pero bueno, los ochenta pasaron... Mmm... Buena época
para el Infierno, los ochenta.
—Eh…
Vale. ¿Algo más que deba saber? Algo que no sea una gilipollez, digo.
Caronte
dejó de remar y se volvió hacia nosotros, amenazador. Todo lo amenazador que
puede resultar un anciano famélico vestido con harapos y con la cara picada por
la viruela, quiero decir.
—Sí.
Hay una cosa muy importante que debéis saber sobre Lucifer.
—Qué
—dije intrigado.
—Nunca,
bajo ningún concepto, le deis la espalda.
—¿P-por
qué? —Uriel parecía un tanto acojonado.
—Porque
te calza unas collejas que no veas. Dicen que aquel que osa darle la espalda,
acaba con el cogote hecho un Cristo.
—Sí,
ya, vale. —Estaba visto y comprobado que preguntando no iba a alcanzar ninguna
conclusión.
Y
al doblar el recodo nos encontramos frente a las Murallas del
Infierno.
—Ah,
ahora sí os calláis, ¿eh? —dijo satisfecho Caronte—. La espeluznante
visión de las Murallas del Infierno os ha dejado mudos de terror...
—¿Decías
algo, Caronte? Perdona, es que estaba quitándome la roña de debajo de
las uñas.
—Ay
—suspiró el barquero—. No, nada, que ya estamos aquí.
Desembarcamos
en la pedregosa orilla acompañados por Caronte, al que le apetecía estirar las
piernas un rato.
—¿Y-y
ahora qué, señor? —quiso saber Uriel.
—Eso,
y ahora, qué —se sumó Caronte con una sonrisa maliciosa.
—Joder,
cuanta presión —carraspeé—. Ahora, pues nada, llegamos, pegamos a la puerta,
hola, qué tal, parece que refresca...
—¡Ja!
Llegar a la puerta... Eso será si el Cancerbero lo permite.
—¿El
Cancerbero? —repetí.
—¡Sí!
—dijo Caronte con los ojos inyectados en sangre.
—¿Cancerbero
en persona?
—¡Sí!
—dijo Caronte con las venas del cuello hinchadas.
—¿El
mismo Cancerbero que abrió una frutería en mi barrio y después la cerró?
—¡Sí!
—dijo Caronte con la boca llena de espuma—. ¡¿Que qué?! ¡¿Pero tú eres imbécil
o qué te pasa?! ¡Cancerbero, el perro de tres cabezas que protege la puerta del
Infierno y devora las almas de los incautos!
—Ah,
ese.
—¡Sí,
ese! —bramó Caronte—. ¡El Cancerbero que no va a dejar de ti ni los pelos del
sobaco! ¡Anda que no le gustan a ese bicho los ángeles ni nada!
Caronte
giró sobre sus pies y buscó al perro con la mirada.
—¡Cancerbero!
¡Cancerbero! ¿Dónde diablos se habrá metido ese condenado chucho? Será posible…
¡¡Tú!! ¡¿Quieres dejar de acariciarle la cabeza al Cancerbero?!
El
Perro Guardián del Infierno se había aproximado a mí moviendo la cola mientras
Caronte estaba de espaldas.
—Cancerbero
es un nombre muy largo para un perro —objeté—. Ellos recuerdan mejor los
nombres de dos o tres sílabas. Estaría mejor, por ejemplo, eeeh...
—¡Se
llama Cancerbero desde tiempos inmemoriales! ¡Y no vas a venir tú ahora a
cambiarle el nombre!
—Ya
está. Te llamaré Coco.
—¡¿Qué?!
—Buen
chico, Coco, buen chico.
—¡¡Que
no le llames Coco!! ¡¡Y deja de rascarle la barriga!!
—Caronte,
¿quieres hacer el favor de dejar de gritar, que estás asustando al pobre
animal? ¡Coco! ¡Sit! ¡Sit!
—¡¿Pero
cómo que sit?!
—Acércate,
Uriel, que no muerde. Mira cómo la cabeza de la izquierda se lame el cipote. —De
hecho, las otras dos parecían esperar su turno—. ¿No es adorable?
—¡¡Cancerbero!!
—exclamó Caronte— ¡¡Mantén la compostura!! ¡¡Joder, no me hace ni puto caso!!
—¿Cómo
va a hacerte caso? Ya te he dicho que Cancerbero es un nombre muy largo. Ya
verás. —Recogí un palo del suelo y lo lancé—. ¡Coco, cógelo!
—¡¡Que
no juegues con el Perro Guardián del Infierno!! ¡¡Y deja de llamarle Coco!!
—Disculpe,
señor —dijo Uriel—. ¿No deberíamos ir pensando en entrar?
—Oh,
perdona, Uriel, pero he tenido un súbito ataque de nostalgia. —Coco volvió
llevando el palo entre las fauces de la cabeza del centro, mientras las otras
dos jadeaban, contentas—. De niño tuve un perro que era igual a este, ¿sabes?
Bueno, igual, igual, no era. El mío tenía el pelaje un poco más claro y el rabo
más corto...
—Eh…
Y dos cabezas menos, supongo —observó Uriel.
—Sí,
bueno. —Carraspeé—. Bien, amigo, ¿vamos?
—Lo
que usted diga, señor.
—Caronte,
¿nos esperas aquí fuera, o...?
—¡Sí,
hombre, los cojones! —argumentó Caronte—. Como si no tuviera otra cosa que
hacer... Mis viajes son solo de ida, para volver os la apañáis vosotros
solos. ¡Y dile a tu puto perro que no se mee en mi barca!
—Bueno,
viejo, encantado de conocerte. —Le tendí la mano.
—¡A
tomar por culo! —dijo mientras se dirigía hacia su barca—. ¡¡¡Mierda!!! ¡¡¡He
metido todo el pie en una boñiga!!! ¡¡¡Perro malo!!! —Y Caronte subió a su
barca y se alejó de la orilla del Averno cagándose en todo lo que se menea.
Cuando
alcanzamos a las enormes Puertas del Infierno, Uriel atrajo mi atención
hacia el felpudo de la entrada, que rezaba “Abandonad toda esperanza”.
Aproveché para restregar las suelas de mis botas.
—No
te asustes, Uriel. Te aseguro que no hay nada detrás de esta puerta que pueda
hacerme fracasar en mi misión.
Pegué
con los nudillos.
Después
de unos segundos, pegué más fuerte.
Un
minuto más tarde, acerqué la oreja a la puerta.
—Quizá
deberíamos irnos, señor. No parece haber nadie —dijo Uriel.
—A
mí me parece que no quieren abrir. A lo mejor creen que somos Testigos de
Jehová —repuse—. ¿Tú no tenías las llaves del garito este?
—Una
alemana… —canturreó el arcángel.
Miré
a Uriel un instante y caí en la cuenta de que probablemente se trataba de la
criatura más inofensiva que había conocido; el vivo retrato de una sopa de
verduras con patas. Desde luego, no parecía la clase de tipo que estuviera en
posesión de algo tan guay como las Llaves de la Puerta del Infierno.
—Tú
no has visto esas llaves en tu puta vida, ¿eh? —dije.
—B-bueno,
verá señor, todo eso de las llaves de la puerta del Infierno es algo más bien
simbólico, ¿sabe? El Creador me asignó la custodia de las llaves un día, las
guardé un cajón, y hasta hoy. Y realmente no es que sirvan para mantener a los
demonios encerrados ni nada de eso.
Entonces
oímos el estruendo de unos pesados cerrojos descorrerse. Uriel y yo nos
tensamos.
Las
antiguas bisagras empezaron a chirriar. La madera de la puerta crujía al
abrirse. Mi fiel acompañante y yo estábamos preparados para lo que estuviera
por venir. Nada de lo que hubiera detrás de aquella puerta iba a
sorprendernos...
Nada,
menos una mujer de unos cincuenta años, con gafas de montura roja, la
permanente hecha, y una camisa de lunares pequeños abotonada hasta el cuello.
—Buenas noches, señores. ¿Tenían cita? —nos preguntó
la Recepcionista del Infierno mirándonos por encima de sus gafas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario