martes, 28 de abril de 2020

La historia del Minotauro Asterión según una frutera con déficit de atención

"¿Dónde sabrá metío el repartidor del MarDónal©?"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 30.


I. Minos, monarca notorio, encuentra un toro en su dormitorio.

Cuenta la leyenda que un aciago día, Minos, rey de Creta, terminó su partida de tute cabrón antes de lo previsto y al volver a palacio encontró un toro escondido en el armario, insólito hecho que provocó que el iracundo monarca hiciera nota mental de pedir explicaciones a su mujer, Pasífae. Más tarde, mientras daba buena cuenta de un potaje de berzas, Minos decidió que traer el asunto a colación requería cierta delicadeza.
—Dulzura…
—¡ÑAM! ¡GROMPF! ¡BUUURRRP! ¿Sí, cielo?
—Digo yo, ¿te acuerdas de aquella túnica blanca que me gusta tanto?
—¿Cuál? Porque tienes muchas túnicas blancas, no por nada eres griego. ¿La blanca blanca o la blanca pero menos?
—La blanca blanca.
—¿La blanca blanca nueva o la del año pasado?
—La del año pasado.
—¿La que te manchaste de mostaza?
—No. La otra. La que solo me he puesto dos veces.
—Ah, la que te compré para la boda de tu primo Pericles.
—El coño de tu hermana —dijo Minos—. La otra, la túnica de bonito.
—¿La de jugar al golf?
—Esa.
—Pues especifica. ¿Qué le pasa?
—Pues que… coño, con tanta tontería, se me ha olvidado lo que iba a decirte.
—Está en el armario.
—No, ya. Eeeeeh… Ah, sí. Que digo que habrá que darle un lavado.
—¿Por qué? Está limpia.
—Ya no. Verás, resulta que un toro ha decidido poner a reposar encima de mi túnica sus generosos testículos. Llámame escrupuloso, si quieres.
—¿U-un toro en el armario? Es la primera noticia que tengo…
—Oh, ¿no te has enterado? Pues anda que no he corrido nada. No veas cómo ha dejado el salón de la porcelana, el bicharraco…
—Se cuelan tantos bichos ahora en primavera… ¿Te acuerdas cuando te dije que había polillas en el armario? Quizá tenía que haber hecho una limpieza a fondo. Pero claro, lo fui dejando, dejando… y mira.
—Claro, claro. Me he llevado una impresión muy fuerte, ¿sabes?
—Lo imagino. Qué susto has debido pasar...
—Desde luego. Ese toro tan grande y tan negro, bufando dentro de nuestro armario… No veas el cabreo que ha pillado cuando le he machacado su enorme y erecto falo al cerrar la puerta de golpe.
—¿Oh?
—Como lo oyes…
—¿E-erecto?
—Erectísimo.
—Sí, bueno, en esta época están fatal con el celo, los animalitos —dijo Pasífae sin levantar la vista de su plato.
—Sí, quizá tengas razón.  ¿Sabes querida? No he podido evitar observar que andas hoy de manera un tanto… cómica.
—¿Disculpa?
—Sí, caminas con las piernas muy separadas… ¿Te ha salido un absceso en la vulva, acaso?
—¡Oh, no! Pero cómo se te ocurre…
—¿Y el cojín que has colocado antes de sentarte?
—¿Qué estás insinuando?
—Pasífae, Pasífae, que el otro día te pillé haciéndole ojitos a un bull terrier.
—¡Minos! ¿Me estás acusando de algo?

II. Nacimiento de Asterión, en una clínica privada que costaba un riñón.

—Enhorabuena, señora —dijo la matrona—. Acaba usted de tener un monstruo mitológico grande y saludable.
—Ea, y tu madre empeñada en que iba a ser un niño —recordó Minos—. No, si ya decía yo. Te has pasado todo el embarazo con antojo de pasto. “Anda, cariño, sácame a pastar”. Debí de haberme olido algo.
—Oh, Minos, no te enfades. Mira que bebé tan guapo.
—Guapo, los cojones. No me explico cómo no te ha desgarrado el útero con esos pedazos de pitones.
—Todavía no he decidido qué nombre le voy a poner.
—No sé. ¿Morlaco Boy?
—¿Cómo puedes ser tan insensible?
—Venga, mujer, no me jodas. Si, más que un bebé, parece un enemigo de Spiderman.
—¿Dé quién?
—Un héroe griego. Tú no lo conoces.
—Creo que le voy a poner Asterión.
—Hala, Asterión. Tú no podías elegir un nombre normal, como Arístides o Andrómedo.

III. Infancia y juventud de Asterión, que en griego antiguo también rima con cojón.

Poco se sabe de la infancia y juventud del Minotauro, pero de alguna manera tenemos que justificar la apertura de un epígrafe dedicado al respecto, así que diremos que en el colegio las pasó canutas. Su atípico aspecto físico era motivo de chirigota para el resto de sus compañeros de clase, incluidos el Bizco, el Orejas de Soplillo y el Tartaja. Pero cuentan las crónicas que un aciago día, a la hora del recreo, al Minotauro se le inflaron las pelotas y, bufando el sándwich de salami que le había preparado su madre, se lió a hostias en el patio y se quedó solo.
—Buenos días, Majestad —saludó el psicólogo de la escuela cuando Minos entró en su despacho.
—Al grano, doctor Heinzhoffer —dijo Minos—. Ya llego tarde a mi clase de salsa.
—Bien, Majestad. Verá, su vástago ha iniciado una pequeña reyerta en el patio durante la clase de gimnasia del profesor Pilates, y ya conoce la política de esta escuela en lo referente a ensartar indiscriminadamente a sus alumnos.
—Ah, ese pequeño bastardo. Está pasando una pubertad muy difícil, ¿sabe usted? Ya está empezando a satirear a las terneras, y lo peor es que no puedo reprenderle a causa de su madre, que lo tiene sobreprotegido. “La culpa es de las vacas, que van provocando”, dice.
—Me hago cargo, Señor, pero lo cierto es que este súbito e inesperado acceso de violencia nos preocupa sobremanera. Y, a riesgo de pasar por atrevidos, nos preguntábamos… bueno, si cree que Asterión…
—Agárreme un cojón.
 —Sí, jaja, Majestad. Cómo decía, nos preguntábamos si Asterión se está criando en un ambiente recomendable para un muchacho de su edad, Señor. Quiero decir, si su entorno familiar es el más adecuado.
—Bueno, doctor, supongo que somos una familia normal. Aparte de la zoofilia de su madre y mi creciente interés por la sodomía, no creo que Asterión se vea expuesto a conductas perjudiciales para su correcta formación espiritual.
A pesar de los severos castigos aplicados por Minos, como romperle sillas en la cabeza (en la Antigua Grecia, la Pedagogía era un campo en lento desarrollo), la escalada de violencia del Minotauro Asterión se desveló imparable. De objeto de las burlas pasó a ser el matón del colegio. El Minotauro empezó a llevar camisas desabrochadas, pantalones ajustados y una navaja en el bolsillo trasero.
—Querida, estaba pensando en sacar al niño del colegio —le dijo Minos a Pasífae un aciago día (por lo visto, en la Antigua Grecia había días aciagos por un tubo).
—¿Piensas desescolarizarlo?
—Sí, pienso descoza… descola… desescoza… ¡Mierda! ¿Cómo has dicho?
—El Minotauro está escolarizado, ¿quién lo desescolarizará? El desescolarizador que lo desescolarice, buen desescolarizador será. Ahora tú.
—Pienso ponerlo a trabajar.
—¿En qué? ¡Si no sabe hacer la ómicron con un canuto!
—Bien, entonces lo encerraremos en un laberinto.
—¿Esa es la segunda opción? ¿Y no se te ha ocurrido, no sé, meterlo en un cursillo de alfarería?
—La decisión está tomada. Voy a encargar su construcción a Dédalo, el tipo que diseñó nuestro palacio.
—¿Dédalo sabe algo sobre laberintos?
—Supongo. Yo tardé seis meses en enterarme de que teníamos un segundo cuarto de baño.
—Bueno, tú eres su tutor legar. Si te parece lo más conveniente…
—Sí, pero comunícaselo tú. A mí no me perdona que me comiera el rabo de su padre biológico con guarnición de papa asada.

IV. Encierro y muerte de Asterión en un laberinto de sólida construcción.

Si se sabe poco de la infancia y la juventud del Minotauro, no os digo nada del encierro y la muerte. No porque su leyenda esté envuelta en el secretismo, sino porque pasó hace ya un taco de años y porque mi frutera, que fue quien me contó a mí la historia, tiende a inventarse alegremente las partes que ha olvidado. Solo se conoce a ciencia cierta que, en la soledad de su encierro,  el Minotauro se aficionó a devorar vírgenes.
—Querido, ¿tú sabes quién le está suministrando vírgenes al niño?
—Sí, yo —dijo Minos sin levantar la vista del suplemento dominical.
—¿Por qué? Hijo, a veces tienes ideas de filósofo retirado.
—Porque el otro día le llevé un plato de calamares y me lo tiró a la cara.
—Hay que ver, con lo que le gustaban las verduras de pequeño…
—¿Qué quieres que te diga? Se habrá vuelto majareta. No me extraña, encerrado solo en ese laberinto, sin nada que hacer en todo el día aparte de cascársela.
—¿Qué? ¿Mi niño se la casca?
—¿Y qué esperabas? No es que tenga muchas posibilidades de conocer a una linda Minotaura.
—¿Sabes? Creo que ya va siendo hora de levantarle el castigo.
—Sí, hombre, ahora que acabamos de enmoquetar el salón.
Así que el Minotauro Asterión siguió encerrado en su laberinto zampando vírgenes hasta que, desoyendo los consejos de su médico de cabecera acerca del control del colesterol, le sobrevino un infarto que lo dejó en el sitio.

—No es precisamente una muerte muy épica —le dije a mi frutera cuando terminó de narrar la historia del Minotauro.
            —Sí, bueno, pues el próximo día te vas y le compras los melocotones al puto Homero.

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