lunes, 20 de abril de 2020

El puente sobre la laguna Estigia

Algún día nos tiraremos por ahí

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 22.


El aparentemente afable y servil Flegias, taxista del Infierno, nos conducía sin prisa a través del puente sobre la laguna Estigia. Consideré prudente tomar asiento junto a Marcia en la parte de atrás del taxi para tener mejor perspectiva de nuestro chófer. El tipo no me inspiraba ninguna confianza, sensación en parte motivada por unas manos de dorsos velludos y dedos rechonchos; el tipo de manos cuyo mejor complemento parece ser un bate de béisbol. Podría decirse que a esas alturas no me fiaba un pelo de ninguno de los conocidos de Marcia Hellstrom. Entendía que mi recelo estaba completamente justificado, así que allí me encontraba yo, conjeturando las posibles maneras de intentar jodernos que pasarían por la cabeza de nuestra nueva adquisición en materia de demonios.
—Antes yo era barquero, ¿sabe usted? —dijo Flegias, un tipo de cabello cano y rizado—. Pero un buen día el comité directivo del Hades decidió invertir en infraestructuras y construir este puente sobre la laguna. Que no es que me queje, ojo, pero —suspiró— a veces echo de menos navegar mi inestable barcaza y lanzar por la borda a los clientes demasiado quejumbrosos.
Miré a Marcia, que parecía un poco tensa después de nuestro reciente calentón interruptus. Pensé que se serenaría si le mostraba mi afecto y comprensión sobándole con suavidad el muslo izquierdo. Pero ella, lejos de sentirse reconfortada, me dobló el meñique hacia atrás.
—¡¡Joder!! —expresé mi repulsa ante tan infame acto, y añadí:— ¡Me cago en la puta! ¡¿Se puede saber a qué viene este brusco regreso a los orígenes?!
—Lo siento, lo siento —dijo Marcia—. Ha sido un acto reflejo.
—¿Le está molestando este tipo, señorita Hellstrom? —pregunté Flegias.
—Usted métase en sus asuntos y mire hacia delante, a ver si vamos a arrollar a algún muerto —repuse.
—¡Oiga, oiga! ¿Quién se ha creído que es para decirme cómo hacer mi trabajo?
—Soy el puto cliente coñazo, eso es lo que soy.
—¿A que paro y lo tiro puente abajo?
—¿Tú? ¡Tú no tienes cojones!
—¡Chicos, chicos! ¡No os dejéis llevar por la ira! —dijo Marcia.
—No sabe cuánto lo lamento, señorita Hellstrom —se disculpó Flegias—. Voy a levantar la capota, ¿de acuerdo? Todavía falta un rato para llegar a la ciudad, y es una noche muy calurosa. ¿Acepta mis disculpas, caballero?
—Oh, por favor, acepte usted las mías. —Parecía que el tal Flegias no era tan mal tipo, después de todo—. Mi comportamiento ha sido en verdad inaceptable y... —Y el cabrón debió pulsar el botón de eyección, porque un nanosegundo después me encontraba surcando el espacio aéreo del Infierno atado a mi asiento.
—¡¡Flegias!! —oí decir a Marcia mientras me elevaba.
—¡¡Jodeeeeeeeeeeee...!! —me oí decir a mí—. ¡¡...eeeeeeeeeeeeeer!!
Puse punto y final al “Joder” más largo del mundo cuando aterricé en un cayuco atestado de almas que surcaba la laguna Estigia, algunas de las cuales cayeron por la borda cuando hice aparición.
—¡Pero, oiga! —dijo uno de los pasajeros, un negro alto y desgarbado—. ¿Le puedo decir que es usted un tipo de lo más original?
—Disculpe mi repentino abordaje, caballero —dije una vez me hube zafado del cinturón de seguridad y lanzado el asiento a las aguas de la laguna—, pero no puede decirse que haya sido un viaje de placer. He sido lanzado desde un taxi, y eso que ni siquiera he vomitado dentro.
—Lamento oírlo. ¿Puedo ofrecerle algo? No tenemos mucho, pero creo que queda algo de café caliente en el termo.
—No, gracias, es usted muy amable, señor...
—Pojinga. —Y me ofreció la mano.
—Mesías. Encantado de conocerle. Y... ¿adónde se dirigen, señor Pojinga?
—A las costas de la parte alta, con la esperanza de una estancia en el Infierno más llevadera. Todos los que viajamos en esta humilde embarcación somos residentes de las zonas inferiores.
Recordé nebulosamente que Marcia me había comentado que los dominios de Plutón marcaban el límite de los barrios periféricos del Infierno. Creo que mi diablesa aportó algún otro dato sobre la configuración geográfica del Bajo Mundo, pero en ese momento yo me encontraba demasiado ocupado intentando infructuosamente desabrocharle el sujetador sin que lo notara.
—Tengo entendido que en la zona superior no es que se esté mucho mejor. Dicen que sus habitantes no te dan ni los buenos días —señalé.
—Sí, bueno, todos somos conscientes de los problemas de alienación que acarrean las grandes ciudades.
—Sí, debe resultar muy alienante que las autoridades locales te sumerjan en pozos de lava y te introduzcan objetos punzantes por el recto.
—Habladurías, amigo mío, habladurías. Estoy convencido de que nos recibirán con los brazos abiertos y...
Pojinga no pudo terminar la frase debido a un curioso percance: alguien bombardeó el cayuco.
Debo confesar que estaba empezando a hastiarme eso de volar por los aires sin mi consentimiento. Afortunadamente no hubo heridos, lo cual no supone un gran logro si tenemos en cuenta que estábamos todos muertos de antemano.
—¡Atención, Salvamento Marítimo! —dijo alguien a través de un megáfono desde una lancha.
—¡Alabado sea el Señor! —exclamé desde el agua—. ¡Agente, nos han bombardeado!
—Lo sabemos. Hemos sido nosotros, ¿pasa algo?
—No, que va, solo quería agradecérselo. ¿Y lo hacen ustedes mucho, oiga, eso de volar por los aires a la gente antes de salvarla?
—¿Preferiría que no lo salváramos?
—Preferiría que no me bombardearan.
—Sí, ya nos lo han comentado otras veces. De hecho, estamos estudiando nuevos procedimientos.
—Eso está bien. Hay que renovarse, hombre —apunté.
—Hemos estado haciendo encuestas entre los rescatados. Un setenta y ocho por ciento prefiere ser embestido por una embarcación de gran tamaño —dijo el agente—. Un catorce por cierto preferiría ser ametrallado, y el ocho por ciento restante no le hace ascos a la perspectiva de ser rociado con aceite hirviendo, ya ve usted.
—Sí, hay gente para todo. Bueno, agente, un placer. No se molesten en rescatarme, que ya me voy a nado. —Carraspeé.
—¡Qué gracioso es usted! Ande, suba, que me los tengo que llevar a todos a comisaría. Están detenidos.
            —Bueno —suspiré—, de todas formas tenía que denunciar un robo.

No hay comentarios: