¡Arsa!
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 13.
Salimos
de la Recepción del Infierno por una puerta de emergencia que daba a una calle de
farolas apagadas, apenas iluminada por una triste parodia de amanecer. Tenía
entendido que el Infierno era el lugar más terrorífico de la Creación, pero lo
cierto es que a simple vista ni siquiera me pareció que puntuara muy alto en la
categoría “Barrio poco recomendable”.
—Por aquí —dijo Marcia, dirigiendo
sus pasos hacia un garito de la acera de en frente llamado “Mino’s”. De
repente, el panorama se me antojó menos desalentador; siempre había creído que
el Infierno estaría lleno de puñeteras teterías.
Al
cruzar las puertas del local, nos encontramos con lo que parecía un elegante
bar clandestino de la época de la ley seca. Encima de un reducido escenario, un
cuarteto tocaba una tranquila pieza de jazz. El lugar estaba lleno de
silenciosos parroquianos impolutamente vestidos, cuyo mayor desafío parecía
consistir en mantener el equilibrio sobre sus asientos el tiempo suficiente
para no tener que pedir la próxima copa desde el suelo.
—No
os importará quedaros sentados un rato mientras yo realizo unas gestiones,
¿verdad? —nos preguntó la secretaria de Lucifer.
—No
te preocupes, encanto —contesté—. Siempre me he desenvuelto con soltura en
estos ambientes de aristocracia decadente. —Mi pose de hombre de mundo suele
darme buen resultado con chicas poco escrupulosas.
—Bien.
Por cierto, si alguna vez se te ocurre volver a llamarme “encanto”…
—¿Sí?
—dije, intentando no mostrar signos demasiados evidentes de inquietud lúbrica.
Marcia
se acercó a mí. Su olor hizo que se me erizaran hasta las plumas de las alas.
—¿Qué
te parecería ser mi esclavo para toda la eternidad? —me susurró al oído.
—Te
prometo estudiar la proposición con sumo detenimiento —dije antes de empezar a
salivar con una falta de control rayana en lo indecoroso.
—Te
tendré encadenado por el cuello y te llevaré como a un perro...
—Por
mí, perfecto —afirmé—. Así mi lengua estará más cerca de tus pies.
—No
te amilanas con facilidad, ¿eh? —dijo Marcia frunciendo el ceño.
—Entiéndeme;
soy un tipo normal, de los que se hacen pajas hasta que se corren. Todo esto es
nuevo y excitante para mí. ¿Te importaría volver a acercarte? Creo que estoy
desarrollando cierta dependencia de tus feromonas.
—Sentaos
en esta mesa —dijo enfurruñada antes de largarse moviendo las caderas.
—¿Qué
le ha dicho, señor? —preguntó Uriel, una vez acomodado.
—Me
ha ofrecido un puesto fijo en la empresa. Anda, métete esto en las fosas
nasales para cortar la hemorragia —dije ofreciéndole dos servilletas de papel.
—No
habrá aceptado, ¿verdad, señor? —siguió Uriel, un poco alterado—. No olvide lo
de salvar a la Humanidad y todo eso.
—Pues
claro que no. Pero es una diablesa, y no sé hasta dónde tendré que llegar en
materia de promesas para lograr llevármela a la cama. —Busqué al camarero con
la mirada—. ¡Bartolo!
—Eh,
señor, supongo que ya lo sabe, pero...
—¿Sí?
—Los
demonios son mentirosos y aficionados a confundir la mente de los hombres.
—Entiendo
lo que dices. A mí esta chica me tiene completamente confundido. A lo mejor es
que no sé interpretar las señales. El caso es que, cuando me mira, no sé si
quiere acostarse conmigo o ahorcarme con mis propios intestinos.
—O
quizá las dos cosas —dijo una voz a mi espalda—. Estas diablillas de hoy en día
son tan imprevisibles…
Se
trataba un tipo de unos sesenta años, con traje blanco y un fino bigotillo.
—¿Puedo
sentarme? —preguntó el tipo.
—No
se corte, caballero.
—Muy
amable. —Se sentó—. Permítanme que me presente. Soy Minos, el gerente del
local.
—Un
sitio muy acogedor —dije.
—Oh,
gracias. No se imagina el trabajo que me ha costado levantar este lugar. Antes
de mi llegada, aquí no se podía ni respirar, ¿sabe usted? Un tugurio absolutamente
intransitable. Afortunadamente, ahora puedes tomarte tranquilamente una
infusión sin que te rompan una botella en la cabeza.
—Lo
cual supone una mejora, sin duda —concedí, a pesar de mi predilección por los
antros poco ventilados y las botellas rotas en la cabeza de alguien.
—¡Y
cómo estaban los lavabos! Nunca había toallitas de papel, y tenías que secarte
las manos en los pantalones. Deleznable.
—Qué
horror. —Le seguí la corriente.
—Debo
reconocer que ahora está todo a mi gusto.
—Las
sillas de mimbre son todo un acierto —apuntó Uriel.
—Gracias,
adorable joven.
—Ejem
—carraspeé—. Disculpe mi audacia, señor Minos, pero su clientela no parece
muy... animada, ¿no?
—Están
purgando su pena, inmersos en un incesante torbellino etílico que los sumerge
en la alienación más absoluta. Ninguno de ellos tiene arrestos para salir
de aquí.
Un
camarero que parecía llevar años en un perfecto ángulo recto con el suelo se
acercó a nuestra mesa.
—¿Qué
van a tomag los señogues? —dijo el nota arrastrando la “e” de “señogues”.
—Para
mí un brandy, Pierre —dijo Minos—. ¿Y ustedes?
—A
mí me pone un vermut con vodka —dije—. ¿Tú qué quieres, Uriel?
—¿Tienen
granadina?
—Un
tequila con granadina para mi colega —me apresuré a decir.
—Yo
no bebo, señor —dijo Uriel.
—Uriel,
no me abochornes delante de estos caballeros. —Me volví al camarero—. Bagtolo, ¿que tenéis de tapas?
—¿Pegdón, señog?
—Ensaladilla
rusa o algo. Una pipirrana. Algo para picar, vamos.
—Le
puedo pguepagag una vichysoisse si lo desea —ofreció Bagtolo.
—¿No
tenéis morcilla de Burgos o...?
—Lo
lamento, señog.
—¿Unas
aceitunitas aliñadas?
—Solo
tenemos maguiconadas, señog.
—Vaya
tela. En ese caso, puedes retirarte.
—Ggacias, señog. Cgueí que este
momento no llegaguía nunca. —Y se
dirigió a la barra.
—Minos,
debería usted ir pensando en ampliar la carta —le dije a nuestro inmaculado
anfitrión.
—No
olvide, señor mío, que aquí se viene a beber —dijo Minos.
—Ya,
ya. Pero es que, hombre, ni un triste cuenco de papas fritas…
—¿Acaso
necesita usted llenar el estómago para paliar los efectos negativos de la
ingesta de alcohol?
—¿Qué?
No. Solo tengo hambre. ¿Por quién me ha tomado?
—Ya
veo —dijo Minos.
—¿No
me cree? Tengo un saque que no veas. Me juego lo que quiera a que acaba usted
arrastrándose por el suelo antes que yo.
—¿Ah,
sí? —Minos parecía escéptico.
—Sí.
—No
me diga.
—Si
quiere se lo repito.
—Venga
ya.
—¿Que
no?
—Eso
habría que verlo.
—No
hay huevos —provoqué.
—De
acuerdo. Si acaba inconsciente antes que yo, se quedará en mi local para
siempre.
—Vale
—concedí—. Y, si usted se cae de la silla antes que yo, se comerá una cebolla
cruda entera.
Cerramos
el trato con un apretón de manos, como los dos caballeros que éramos. Me
abstuve de escupirme en la mano antes de dársela, porque sospeché que Minos no
estaba familiarizado con las reglas de cortesía que se estilaban en mi barrio.
Bagtolo
nos sirvió las copas.
—Pierre
—dijo Minos—, ¿serías tan amable de traernos un par de chupitos de absenta?
El
cabrón empezaba fuerte.
—El
próximo licor lo elige usted —me dijo Minos alzando su copa.
Asentí
cortésmente y bebimos. Uriel, saltándose a la torera como mínimo los diez
primeros pasos del curso Iniciación a la Borrachera, casi vació su vaso en el
primer sorbo.
—Está
dulce, señor —dijo el arcángel, que parecía gratamente sorprendido.
—¿Le estás
dando alcohol a Uriel? —dijo Marcia a mi espalda.
—¿Quién,
yo? ¿Te crees que soy su padre?
Minos
se levantó y retiró de la mesa la silla vacía que se encontraba a mi izquierda.
—Tome
asiento, señorita Hellstrom.
—Gracias,
Minos. Ya no quedan caballeros como tú —dijo la rubia mirándome a los ojos.
—Desde
luego —admití—. Ya no quedan maricas refinados como los de antes.
—Creo
que su hidalgo de deslucida armadura se ha puesto celoso, señorita Hellstrom —dijo
el bastardo de Minos.
—Venga,
Minos, no sea infantil —dije, tomando nota mental de arrancar algún que otro
urinario antes de abandonar el local.
Las
gestiones de Marcia parecían haber consistido en quitarse las gafas y retocarse
el maquillaje.
—Por
cierto, Marcia, te veo algo diferente. ¿Te has cambiado de sitio la raya
del pelo o algo?
—No.
Será el efecto del alcohol. —Mi comentario le había sentado mal, evidentemente—.
¿Qué se cuece por aquí?
Bagtolo,
de nacimiento Pierre, trajo la absenta. Me volví a Marcia.
—Nena,
yo que tú me daría otra vuelta más larga. No es un espectáculo agradable
contemplar a un elegante caballero como los de antes echando las túrdigas por
la boca.
—Salud
—dijo Minos lanzándome una mirada desafiante.
Media
hora más tarde, Minos y yo ya nos habíamos pimplado cada uno un chupito de
absenta, un viaje de aguardiente y otro de orujo, además de nuestra primera
copa.
—¿Cómo
andamos, Minos? —pregunté, con la esperanza de sus resistencia estuviera
empezando a flaquear.
—Estupendamente,
gracias.
—Mmm.
¿Acaso nota una leve sensación de euforia?
—Aún
estoy lejos de percibir los primeros síntomas de la borrachera, si a eso se
refiere —dijo.
A
mí, en cambio, estaba empezando a entrarme la tontería graciosa. Me dio la
impresión de que pulir a ese tío iba a resultar complicado.
—Le
toca elegir el licor —señaló Minos con su acostumbrada e irritante
amabilidad.
—Sí,
sí. ¡Bagtolo!
El
diligente camarero acudió presto.
—Con
todo el guespeto, señogues, me están haciendo dag más vueltas que un maguicón en la feguia.
—Dos
copitas de vino dulce.
—Excelente
elección —convino Minos.
—¿Podría
traerme a mí otro de estos? —dijo Uriel agitando su cubata vacío.
—El
chico no debería beber más —señaló Marcia Hellstrom.
—Otro
tequila con granadina no le hará daño. —Me volví a Bagtolo—. Y un whiskey a palo seco para la señorita.
—Desde
luego, sabes cómo agasajar a una dama —dijo Marcia bordando otra de sus
adorables miradas asesinas.
—¿Me
he precipitado? —dije—. Disculpa. Es que no pareces la clase de chica aficionada
al champán.
—Qué
adorable escena de la batalla de sexos —dijo Minos.
—Ya
estamos con las mariconadas —murmuré.
—¿Perdón?
—Nada,
Minos. ¿Dice que todavía no se le ha subido el alcohol?
—Oh,
en absoluto, señor mío. ¡Hics!
—¿Ha
dicho "Hics"? —de todas las formas de hipar, tenía que elegir “hics”.
—Eh...
un pequeño problema de ventilación. Nada serio.
—Claro,
claro. Admítalo, Minos, se está viniendo abajo.
—Con
todo el respeto, señor, un... individuo de tan baja extracción como usted no
supone un rival digno de temer.
—Con
todo el respeto, caballero, un capullo comemierda como usted no vale ni para
limpiarme el requesón de la punta del cipote. ¡Hijoputa!
—¿Sabes?
—observó Marcia— Quizá no deberías haber empezado la frase con la fórmula
"Con todo el respeto".
Quizá,
pero al menos había conseguido borrar esa sonrisa condescendiente de la jeta de
Minos.
—Muy
bien, señor. Veamos de lo que es capaz. ¡Dos margaritas! —dijo Minos.
—¡Dos
bourbon! —dije yo.
—¡Mezcal!
—dijo Minos, pero el gusano me lo tragué yo.
—¡Sake!
—dije yo.
—¡Ron
miel! —dijo Minos.
—¡Dos
mojitos! —dije yo.
—¡Tequila
con granadina! —dijo Uriel.
—Ya
has bebido bastante —dijo Marcia.
—El
chico ya es mayorcito —dije yo.
—¿Continuamos?
—dijo Minos.
—¡Tequila
con granadina! —dije yo—. Es que se me ha apetecido.
—Me
tocaba a mí —dijo Minos.
—Disculpe
—dije yo.
—¡Anís
seco! —dijo Minos.
—¡Cerveza
triple malta! —dije yo.
—¿Pog qué no se mueguen de una vez? —dijo Bagtolo.
—Otro
vaso de whiskey, Pierre —dijo Marcia.
—Mejog le dejo la botella y usted se las
ventile —dijo Bagtolo.
—¡Coñac!
—dijo Minos.
—¡Lavavajillas!
—dije yo.
—¿Qué?
—dijo Minos.
—No
pregunte y beba —dije yo.
Un
inconcreto rato después (ya hacía rato que mi noción del tiempo me había abandonado
a mi suerte), solo nos faltaba probar el agua de los ceniceros, pero Minos se
resistía empecinadamente a quedar inconsciente y morir ahogado en un
charco de su propio vómito. Por su parte, Uriel dormía la mona con la cara
pegada a la mesa y Marcia, achispada, creía que yo no me daba cuenta de que no
apartaba la vista de mí.
—Mmm...
¿sabes que mi mujer me la pegó con un toro? —dijo Minos con la cabeza
apoyada en una mano.
—Mmm...
sí, he escuchado rumores —dije yo, con los brazos cruzados sobre la mesa y a
punto de hincar el pico.
—¿Te
lo imaginas? ¿Qué clase de zorra cachonda podría tirarse a un toro? ¡Hics!
¿Cómo lo hizo, a ver? Quiero decir, ¿tú sabes el diámetro que tiene la verga de
un bicho de esos?
—Ilumíname.
—Pues
así de gorda tiene que ser, yo qué sé —dijo ilustrando su comentario con las
manos—. Yo ya me olía que le gustaba ese rollo, ¿sabes? Alguna vez le había
sorprendido mirando lascivamente al papagayo que me regaló mi madre.
—Vaya
plan.
—Por
si fuera poco, fruto de esa unión nació el Minotauro, ¡hics!, que está aquí, en
algún lugar del Infierno, encerrado en su laberinto.
—Le
saludaré de tu parte cuando lo vea —dije con una sonrisa beoda.
—Eso
será si sales de aquí. ¡Hics! ¿A quién le toca pedir?
—A
mí.
Sinceramente,
el viejo había superado mis expectativas. Cualquiera pensaría que un tipo que
llevaba siglos regentando un garito en el Infierno no tendría el hígado ni para
echarlo a un caldo. Pero Minos seguía ahí sentado, y mi cuerpo llevaba un rato
buscando instintivamente la posición fetal. Tendría que jugármelo todo a una
última carta. Debía de haber algo en algún rincón del Universo capaz de
tumbarlo...
—¿Te
has decidido ya? —dijo Minos.
—Sí.
¡Bagtolo, dos vasos de agua con
hielo!
—¿Necesitas
bajar el ritmo?
—Es
una receta casera —confesé.
—¿Qué
pretendes? —dijo Marcia.
—Salir
de esta con mi inimitable estilo. —Y se me escapó un eructo.
—Aquí
tienen, señogues —Bagtolo trajo el agua—. Y ahoga, si me disculpan, voy
a pegagme un tigo.
—Un
momento, Minos —dije.
Agarré
su vaso y lo coloqué junto al mío. Hice un pase de manos. El contenido seguía
pareciendo agua, pero era…
—Esta
es mi sangre, cabrón. —Y le ofrecí el vaso.
—Ah,
un truquito de Mesías. Hum, huele fuerte. ¿Qué es?
—Pa’dentro.
Levantamos
nuestras copas y bebimos.
Soltamos
los vasos vacíos en la mesa. Me sentía incapaz de hablar. Dejé de respirar.
Estaba sudando como un pollo.
—Si
me permite el comentario, mi querido amigo, un caballero jamás debería perder
la compostura delante de una dama —dijo Minos.
Acto
seguido, se desplomó de la silla.
Me
levanté con los carrillos hinchados y me di la vuelta. Caminé dos metros hasta
la mesa más cercana y eché la papa dentro de la ponchera de una señora que
parecía habituada a esos lances.
—¡¡¡La
madgue que lo paguió!!! —oí gritar a Bagtolo.
—¿Le...
le has envenenado? —preguntó Marcia cuando volví a la mesa—. ¿Qué era eso?
—Cariño,
nunca te le juegues con un hombre que puede convertir el agua en vodka de
garrafa.
—¿Te
encuentras mejor? Tienes un aspecto horrible.
—Ag.
—Todavía tenía arcadas—. He estado a punto de morir y necesito una sopa.
—Mmm…
Después te llevo al restaurante de Ciacco.
—Y
una cama. Necesito una cama.
—¿Una
cama?
—Ajá.
—Levanté la vista y me acodé en la mesa, imitando su postura—. Ahora me
apetecería mucho echar un buen... sueño.
—¿Hace
mucho que no... duermes? —preguntó, desviando tímidamente la mirada.
—Imagínate.
Desde que soy un ángel estoy sin dormir.
—Ya.
Y antes... ¿solías dormir mucho?
—Oh,
sí. A diario.
—Mm,
claro. Y... ¿duermes mucho rato?
—Muchísimo.
No soy de esos que echan una cabezada y están listos, ¿sabes? Y después puedo
hasta echar otro sueño.
—Ya.
Mmm. Siempre tienes ganas de dormir, ¿no? —No sé cómo podía mantener su nariz
tan cerca de mi boca.
—Constantemente.
¿Sabéis
de esa gente amputada que de vez en cuando siente como si le picara el
miembro que le falta? Creo que en ese momento yo tuve una erección
fantasma.
—Señog, pog favog —dijo Bagtolo intentando levantar a Minos del
suelo—. ¡Qué espectáculo tan bochognoso!
—¿Sabes,
Pierre? —dijo Minos apoyándose en Bagtolo—.
Estaba pensando en convertir esto en una tetería.
—Pues
conmigo no cuente, señog, que soy fgansés.
Me
levanté de la mesa sin ayuda de mi dignidad, que hacía rato se había ido a dar
una vuelta agarrada del brazo de mi noción del tiempo.
—Bueno,
Minos. Sin rencores, ¿eh?
—Claro,
claro. —Se zafó de Pierre—. Hay que tener clase hasta para aceptar una derrota.
—Y se cayó otra vez al suelo.
Uriel
se despertó con un sobresalto.
—¿Dónde
estoy? —Estaba como una cuba.
—Arriba
colega. Creo que te has ganado seguir con nosotros un trecho. —Me volví a
Marcia—. ¿No es así, preciosa?
—Bueno,
técnicamente... lo estás convirtiendo en un pecador —dijo Marcia.
—Anda,
ayúdame a llevarlo al servicio. Creo que necesita refrescarse.
Uriel
nos echó los brazos por los hombros y comenzamos a andar.
—¿Sabe,
señor? —me dijo el arcángel—. Usted es el único amigo que he tenido nunca.
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