...y tráeme un bocadillo de sobrasada
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 26.
I. Nacido para ser funcionario.
—Siguiente
—dijo Uriel detrás de su mesa en la Oficina de Empleo para Herejes, institución
infernal fundada por el Señor en sus tiempos mozos para castigar a sacrílegos
de toda índole.
Un
barbudo de treinta y tantos con media melena, barbita, gafas, jersey de lana y
aspecto general de coleccionista de fetos en formol tomó asiento frente a la
mesa de Uriel.
—¿Nombre?
—Me
llamo Kane.
—Kane
—repitió Uriel mientras tecleaba en su ordenador—. Y, ¿por qué cree que se
encuentra aquí, Kane?
—Pues
verá usted, señor ángel. Yo soy el líder de una secta peligrosa, ¿sabe? —afirmó
el tal Kane—, y, bueno, mis acólitos y yo acabamos de protagonizar un suicidio
colectivo. Eso será.
—¿Dónde
se encuentran sus acólitos?
—Aquellos
dos de allí, ¿los ve? —dijo Kane volviendo la vista a la sala de espera de la
oficina.
—Ajá,
así que son un líder y dos acólitos… ¿Como secta no le parece un tanto cutre,
oiga?
—Sí,
bueno, falta uno que no ha podido venir porque se ha levantado con el cuerpo
destemplado, así que me ha dicho que ya se suicidaría luego, si eso.
—Ya.
—Y,
bueno… No es que nuestra secta haya tenido mucho poder de convocatoria. Hay
mucha competencia en el negocio de las sectas hoy en día, ¿sabe usted? Algunas
no solo te prometen la Salvación Eterna, también te regalan un juego de fiambreras
y un walkman solo por la inscripción. ¡Un walkman! ¡Así no hay quien se haga un
hueco!
—Respecto
a lo del suicidio colectivo, ¿se levantó una mañana y le pareció buena idea, o…?
—La
historia tiene su gracia. Verá, yo estaba muy borracho ese día, y…
—Mm
—interrumpió el arcángel—. Creo que he encontrado un trabajo para usted.
¿Alguna vez ha comprobado la temperatura del plomo fundido con la lengua?
—Pues,
que yo recuerde… No, no. Creo que no.
—No
se preocupe; es una tarea muy sencillita —afirmó Uriel—. Firme aquí, y ya tiene
usted colocación para el resto de la eternidad.
II. …y dentro de media hora, nos encontramos justo aquí
(1ª parte).
Mientras
tanto, Marcia y yo habíamos llegado a lo que parecía un animado barrio obrero
siguiendo las vagas indicaciones del demonio Celedonio.
—Será
mejor que nos separemos para buscar a Uriel —le dije a Marcia Hellstrom—. Tú
pregunta a ese amish exhibicionista de allí y yo a esa mujer que se está
quemando en la hoguera de la plaza.
—Ni
hablar. La última vez que nos separamos tuve que ir a buscarte a la cárcel.
—¿De
qué te quejas? Al menos, si desaparezco, soy fácil de encontrar. Anda, anda,
que no va a pasar nada —le dije acariciándole la mejilla. Marcia me calzó una
hostia—. ¡¿Y ahora a qué viene eso?!
—Eso
por intentar dejarme tirada después de hacerme el amor.
—¡Eso
pasó ayer! ¿Cuánto tiempo vas a estar echándomelo en cara?
Mi
diablesa se dio la vuelta con gesto desairado. Me dirigí a la mujer de la
hoguera, que se achicharraba lentamente
con expresión de hastío.
—Disculpe,
señora. ¿La pillo en mal momento?
III. El extraño caso del hombre con los papeles en
regla
Un
tipejo vestido de blanco y con aspecto de tener serias dudas respecto al
significado del término “desahogo” se sentó frente a Uriel.
—Usted
dirá —dijo Uriel.
—Verá,
señor ángel… —empezó a decir el tipo.
—Arcángel
—aclaró Uriel.
—Sí,
bueno, ¿cómo quiere que sepa distinguirlos? ¿Se supone que debería haber
alcanzado la sabiduría al morir, o qué?
—Llevo
una tarjeta identificativa colgada de la túnica.
—Ah,
disculpe, joven; desde esta distancia no veo un pijo. Estuve a punto de
operarme la miopía con láser, ¿sabe usted? Pero fui dejándolo de un día para
otro y, bueno, al final me he muerto.
—Jaja,
sí.
—Ya
lo dijo nuestro señor Jesucristo: “No dejes para mañana lo que puedas hacer
hoy”.
—¿Eh?
—Mire,
esto debe de ser algún tipo de error burocrático. Yo no debería estar aquí,
¿sabe?
—Si
me dieran un óbolo cada vez que escucho a alguien decir eso… —murmuró Uriel.
—Bueno
—el tipo parecía ofendido—, no tiene más que fijarse un poco.
—Pues,
la verdad…
—¿Va
a decirme que no me conoce?
—¿D-debería?
—Hombre,
tratándose de un arcángel…
—Le
ruego disculpe mi ignorancia, pero… ¿acaso es usted alguien importante?
—¿Alguien
importante? ¡Soy el Papa, por amor de Dios! ¡Salgo en la tele!
—Ah,
claro, eh, el Papa. Y, según usted, no debería encontrarse aquí…
—Hombre,
no digo yo que debería estar sentado a la Diestra del Padre, pero al menos sí
lo suficientemente cerca como para poder pasarle la sal. Es lo que pasa cuando
te nombran Santidad, ¿sabe usted? Tiendes a pensar que el cargo te otorga
automáticamente un pase vip al Reino de los Cielos.
—Ya.
—Uriel no parecía muy impresionado.
—Soy
un cristiano modélico, ¿sabe? He cometido faltas, porque nadie está libre de
pecado, pero, bueno, esto de mandarme al Infierno es pasarse un poco, ¿no cree?
Quiero decir, he seguido a pies juntillas las enseñanzas de Cristo, y eso se
merece una recompensa. No una muy grande, por supuesto; nunca he sucumbido al
pecado de la avaricia. Me conformaría con unos miles de hectáreas de terreno
edificable cuando llegue la resurrección. ¿Acaso no comentó Él en lo alto de un
monte, “Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la Tierra”?
—Cierto,
lo dijo, pero, esto… se trataba del final de un chiste.
—¿Disculpe?
—Era
un cachondo, Jesús. Judas le reía todas las gracias.
—¿Se
está quedando conmigo?
—La
gente venía de todas partes para oír sus chistes. Hasta que un día hizo una
broma sobre el nuevo corte de pelo de Poncio Pilatos y…
—Oiga,
oiga —interrumpió el Papa—. No sé si esto es una especie de examen para poner a
prueba mi fe, pero, según mi modesta opinión, creo que ya he hecho bastante en
vida.
—¿Mucho
sacrificio?
—Ni
se lo imagina. Las he pasado putas, ¿sabe usted? Fui monaguillo antes que cura,
como se suele decir. Pertenecí mucho tiempo a la Obra antes de jurar el cargo
de Papa.
—¿A
la Obra? —dijo Uriel revolviendo entre sus papeles—. Eso es fantástico. Tengo
aquí trabajito ideal para usted. Porque habrá descargado escombros alguna vez,
¿verdad?
—No,
a la Obra, usted ya me entiende… Déjelo.
—Quizá
le podamos encontrar otra cosa. ¿Sabe usted hacer algo? Quiero decir, ¿posee
algún tipo de habilidad?
—Oiga,
amigo. He sido durante muchos años el Representante de Dios en la Tierra. ¿Qué
más se supone que debería saber hacer? ¿Kárate? Joder, tanto tiempo predicando
Su palabra por los Pueblos de la Tierra y Él me lo paga con un cáncer de
próstata. Si tenía alguna queja respecto al desempeño de mis funciones, podría haber
sido más explícito al respecto.
—¿Más
explícito?
—Una
vez se apareció ante mí, ¿sabe? Se supone que no debería contarlo, pero, bueno,
ya qué más da; de perdidos al río. Nunca olvidaré aquella noche. ¿Le importa
que fume? Bien; esa noche hacía un frío del carajo, y yo me levanté para
quitarme el camisón y ponerme el pijama de franela. Y, de repente, allí
apareció Él. Yo exclamé “¡Coo-ño!”; la verdad es que me dio un susto de muerte,
lo cual pareció hacerle mucha gracia. Allí estaba yo, en ropa interior delante
del Creador del Universo. Entonces, se acercó a mí, y, con una voz que sonó
como un trueno, me dijo, “Hijo mío, contento me tienes”. Fue la primera y la
última vez que supe algo de Dios.
IV. …y dentro de media hora, nos encontramos justo
aquí (2ª parte)
No
pude sacar nada en claro de la señora en llamas, así que me dirigí a una hippie
apestosa que hacía malabares.
—Disculpe,
señorita rastafari…
—¡¿Qué
coño rastafari?! ¡¿No ves que lo que tengo en la cabeza son serpientes,
imbécil?!
—Disculpe,
señorita. No he tenido tiempo de fijarme en sus cabellos.
—¡Y
deja de mirarme las tetas, salido!
—Pues
no se ponga esos escotes, oiga. Menudo par de brevas gasta usted.
—¿Pero
tú que te has creído? ¡¡Que soy la Gorgona!! ¡Mírame a los ojos, que te voy a
convertir en piedra!
—No,
si de piedra ya me ha dejado —dije—. Y menudos jamones, oiga. ¿Su madre sabe
que sale usted así a la calle?
V. Yo al
Infierno y mis pelotas a la Franja de Gaza: Reclamación post mortem de un
terrorista suicida.
A
las dos de la tarde la Oficina cerraba sus puertas al público, momento que
Uriel aprovechaba para poner en orden todo el papeleo de la mañana. Revisando
la documentación de su bandeja, encontró una Hoja de Reclamaciones que decía
así:
A
quien corresponda:
Mire
usted, soy un terrorista suicida, de esos que se vuelan en pedazos por Alá y lo
que haga falta, y me permito informarles, por si no estaban al tanto, de que el
líder de mi respetable organización me había asegurado que Alá me proveería de
siete vírgenes para mí solito en el Más Allá a cambio de hacer estallar una
bomba conmigo cerca, y lo único que he encontrado al llegar aquí ha sido una
mujer de unos sesenta años con un diente de oro que me ha pedido doscientos
shekels por una mísera mamada. Les advierto que si mi petición no es atendida a
la mayor brevedad posible, demandaré al Creador por incumplimiento de contrato.
Eternamente
suyo,
Abdullah
Al Azred
Terrorista
Suicida
P.
D.: Adjunto curriculum vitae. Acabo de finalizar mis prácticas en la
especialidad de Ataque Kamikaze y poseo el carnet de mercancías peligrosas.
VI. Un destino que pasaba por allí.
—Perdona,
¿sabes hablar? —le preguntó Marcia a unas gafas con un tipo lleno de espinillas
detrás, que tenía la mirada perdida y el inequívoco aire del que se está preguntando,
“¿Me habré dejado el carnet de socio del Club de Fans de Charles Manson en los
pantalones que ha metido mi madre en la lavadora esta mañana?”
—¿Señorita
Hellstrom? —dijo una voz detrás de ella.
—¡Uriel!
—dijo Marcia agarrando al arcángel por los hombros— ¡Uriel, estábamos tan
preocupados!
Marcia
se retiró para examinar a Uriel. A simple vista, parecía intacto.
—Eh,
Uriel, ¿desde cuándo utilizas sombrero hongo?
—¡Oh,
señorita Hellstrom, soy tan feliz! ¡Por fin he encontrado mi lugar en el
Universo! ¡Tengo un empleo temporal en la Administración Pública!
—¿Qué?
¿Cómo?
—Señorita
Hellstrom, le perdí la pista al demonio que se llevó el cuerpo del Elegido —dijo
Uriel, apesadumbrado.
—No
te preocupes por eso; lo hemos recuperado —dijo Marcia—. ¿Qué es eso de que has
encontrado trabajo?
—Estaba
tan perdido cuando llegué aquí, señorita… No sabía si seguir buscando al
demonio, o desandar el camino y buscarla, o quedarme aquí, por si usted venía —explicó
Uriel—. Estaba dando vueltas por las calles del barrio cuando me crucé con un
señor con traje gris que me dijo, “Coño, un ángel”, y yo dije, “Caramba, un
señor con bigote”. Entonces me dijo que no era un señor con bigote cualquiera,
sino el Director de la Oficina de Empleo para Herejes del Infierno.
—Creo
que no tengo el gusto. —Marcia estaba confundida.
—Es
un señor de mediana edad con voz de pito, ahora no recuerdo el nombre. Creo que
hoy empezaba sus vacaciones —dijo Uriel—. El caso es que me dijo, “Siendo un
ángel, sabrás mucho de Administración de Castigos”, y yo dije, “Bueno, algo
sé”, y me ofreció un puesto ipso facto.
—Vaya,
qué… irregular —dijo Marcia—. Tenía entendido que había un proceso de selección
de candidatos perfectamente reglamentado, con bolsa de trabajo, oposiciones...
—Señorita
Hellstrom —dijo Uriel con ojillos suplicantes—, usted es una personalidad
influyente Aquí Abajo. Pasará esto por alto, ¿verdad? Quiero decir, sé que
quizá no haya seguido los pasos oficiales necesarios, pero me manejo muy bien
en mi trabajo, ¿sabe? Y estoy realmente ilusionado.
—Ay,
Uriel… —dijo Marcia llevándose una mano a la cara.
VII. Tres amigos, dos botellas y un resultado
inevitable.
Media
hora más tarde, después de que Marcia lograra zafarme del poderoso influjo de
la Gorgona de una hostia bien dada, los tres celebrábamos nuestro reencuentro
con una botella de vino en un pequeño restaurante de comidas caseras.
—Los
he echado tanto de menos… —dijo Uriel—. Cuando llegué aquí, creí que no los
volvería a ver jamás…
—Bueno,
bueno, viejo amigo, que no nos hemos muerto —dije—. Bueno, yo sí, pero por un
breve periodo de tiempo. Lo importante ahora es que estamos de nuevo juntos y
podré llevarte de vuelta al Cielo.
—P-pero
señor, yo… Bueno, aquí he encontrado mi camino, ¿sabe? Por una vez en mi
existencia, me siento útil.
—¿De
qué cojones me estás hablando, Uriel?
—Quiero
quedarme aquí, señor.
—¿En
la oficina de empleo?
—No
solo en la oficina, señor. También toco la lira en un antro de rockeros los
viernes por la noche.
Miré
a Marcia en busca de ayuda.
—¿Qué
quieres que le diga? Es su elección. —Fue la más bien parca ayuda que me
ofreció mi diablesa.
—Joder,
el Altísimo me va a matar —dije apoyando la cabeza sobre la mesa.
—Lo
siento, señor. —Uriel agachó la cabeza, apenado.
—Oye,
está bien, está bien. Ya se me ocurrirá algo que contarle al Creador. Bueno,
¿por qué no pedimos otra botellita de vino?
—¡Claro
que sí, señor! ¿Sabe? Creí que se lo iba a tomar peor. —Uriel se volvió—.
¡Camarero, otra botella!
Momento
que aproveché para romperle la botella vacía en la cabeza.
—¡¿Pero
qué pretende, señor?!
—Joder,
¿cuántos botellazos en el torrado hacen falta para dejar inconsciente a un arcángel?
—Señor,
sé que sus intenciones son buenas, pero la decisión está tomada.
—Claro,
claro, Uriel, discúlpame. Tenía la vana esperanza de secuestrarte y hacerte
cambiar de opinión a palos, pero ya veo que estaba equivocado.
—Su
vino, señores —dijo el camarero.
—Gracias,
muy amable —dije agarrando la botella.
¡CRRRAAAASSH!
—¡Pero,
señor! ¿Otra vez? —protestó Uriel,
—¡Oye,
oye! ¡Discúlpame por intentarlo!
—Para
ser el Salvador de la Humanidad, tu poder de persuasión deja mucho que desear —observó
Marcia.
—No tengo tiempo para seguir discutiendo,
señor —dijo Uriel levantándose de su silla con el ceño fruncido, la túnica
empapada en vino y el acaracolado cabello poblado de trozos de vidrio—. Tengo
que cambiarme de ropa y volver al trabajo, que hoy hago horas extras.
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