viernes, 24 de abril de 2020

Uriel encuentra trabajo

...y tráeme un bocadillo de sobrasada

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 26.

I. Nacido para ser funcionario.

—Siguiente —dijo Uriel detrás de su mesa en la Oficina de Empleo para Herejes, institución infernal fundada por el Señor en sus tiempos mozos para castigar a sacrílegos de toda índole.
Un barbudo de treinta y tantos con media melena, barbita, gafas, jersey de lana y aspecto general de coleccionista de fetos en formol tomó asiento frente a la mesa de Uriel.
—¿Nombre?
—Me llamo Kane.
—Kane —repitió Uriel mientras tecleaba en su ordenador—. Y, ¿por qué cree que se encuentra aquí, Kane?
—Pues verá usted, señor ángel. Yo soy el líder de una secta peligrosa, ¿sabe? —afirmó el tal Kane—, y, bueno, mis acólitos y yo acabamos de protagonizar un suicidio colectivo. Eso será.
—¿Dónde se encuentran sus acólitos?
—Aquellos dos de allí, ¿los ve? —dijo Kane volviendo la vista a la sala de espera de la oficina.
—Ajá, así que son un líder y dos acólitos… ¿Como secta no le parece un tanto cutre, oiga?
—Sí, bueno, falta uno que no ha podido venir porque se ha levantado con el cuerpo destemplado, así que me ha dicho que ya se suicidaría luego, si eso.
—Ya.
—Y, bueno… No es que nuestra secta haya tenido mucho poder de convocatoria. Hay mucha competencia en el negocio de las sectas hoy en día, ¿sabe usted? Algunas no solo te prometen la Salvación Eterna, también te regalan un juego de fiambreras y un walkman solo por la inscripción. ¡Un walkman! ¡Así no hay quien se haga un hueco!
—Respecto a lo del suicidio colectivo, ¿se levantó una mañana y le pareció buena idea, o…?
—La historia tiene su gracia. Verá, yo estaba muy borracho ese día, y…
—Mm —interrumpió el arcángel—. Creo que he encontrado un trabajo para usted. ¿Alguna vez ha comprobado la temperatura del plomo fundido con la lengua?
—Pues, que yo recuerde… No, no. Creo que no.
—No se preocupe; es una tarea muy sencillita —afirmó Uriel—. Firme aquí, y ya tiene usted colocación para el resto de la eternidad.

II. …y dentro de media hora, nos encontramos justo aquí (1ª parte).

Mientras tanto, Marcia y yo habíamos llegado a lo que parecía un animado barrio obrero siguiendo las vagas indicaciones del demonio Celedonio.
—Será mejor que nos separemos para buscar a Uriel —le dije a Marcia Hellstrom—. Tú pregunta a ese amish exhibicionista de allí y yo a esa mujer que se está quemando en la hoguera de la plaza.
—Ni hablar. La última vez que nos separamos tuve que ir a buscarte a la cárcel.
—¿De qué te quejas? Al menos, si desaparezco, soy fácil de encontrar. Anda, anda, que no va a pasar nada —le dije acariciándole la mejilla. Marcia me calzó una hostia—. ¡¿Y ahora a qué viene eso?!
—Eso por intentar dejarme tirada después de hacerme el amor.
—¡Eso pasó ayer! ¿Cuánto tiempo vas a estar echándomelo en cara?
Mi diablesa se dio la vuelta con gesto desairado. Me dirigí a la mujer de la hoguera, que se  achicharraba lentamente con expresión de hastío.
—Disculpe, señora. ¿La pillo en mal momento?

III. El extraño caso del hombre con los papeles en regla

Un tipejo vestido de blanco y con aspecto de tener serias dudas respecto al significado del término “desahogo” se sentó frente a Uriel.
—Usted dirá —dijo Uriel.
—Verá, señor ángel… —empezó a decir el tipo.
—Arcángel —aclaró Uriel.
—Sí, bueno, ¿cómo quiere que sepa distinguirlos? ¿Se supone que debería haber alcanzado la sabiduría al morir, o qué?
—Llevo una tarjeta identificativa colgada de la túnica.
—Ah, disculpe, joven; desde esta distancia no veo un pijo. Estuve a punto de operarme la miopía con láser, ¿sabe usted? Pero fui dejándolo de un día para otro y, bueno, al final me he muerto.
—Jaja, sí.
—Ya lo dijo nuestro señor Jesucristo: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.
—¿Eh?
—Mire, esto debe de ser algún tipo de error burocrático. Yo no debería estar aquí, ¿sabe?
—Si me dieran un óbolo cada vez que escucho a alguien decir eso… —murmuró Uriel.
—Bueno —el tipo parecía ofendido—, no tiene más que fijarse un poco.
—Pues, la verdad…
—¿Va a decirme que no me conoce?
—¿D-debería?
—Hombre, tratándose de un arcángel…
—Le ruego disculpe mi ignorancia, pero… ¿acaso es usted alguien importante?
—¿Alguien importante? ¡Soy el Papa, por amor de Dios! ¡Salgo en la tele!
—Ah, claro, eh, el Papa. Y, según usted, no debería encontrarse aquí…
—Hombre, no digo yo que debería estar sentado a la Diestra del Padre, pero al menos sí lo suficientemente cerca como para poder pasarle la sal. Es lo que pasa cuando te nombran Santidad, ¿sabe usted? Tiendes a pensar que el cargo te otorga automáticamente un pase vip al Reino de los Cielos.
—Ya. —Uriel no parecía muy impresionado.
—Soy un cristiano modélico, ¿sabe? He cometido faltas, porque nadie está libre de pecado, pero, bueno, esto de mandarme al Infierno es pasarse un poco, ¿no cree? Quiero decir, he seguido a pies juntillas las enseñanzas de Cristo, y eso se merece una recompensa. No una muy grande, por supuesto; nunca he sucumbido al pecado de la avaricia. Me conformaría con unos miles de hectáreas de terreno edificable cuando llegue la resurrección. ¿Acaso no comentó Él en lo alto de un monte, “Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la Tierra”?
—Cierto, lo dijo, pero, esto… se trataba del final de un chiste.
—¿Disculpe?
—Era un cachondo, Jesús. Judas le reía todas las gracias.
—¿Se está quedando conmigo?
—La gente venía de todas partes para oír sus chistes. Hasta que un día hizo una broma sobre el nuevo corte de pelo de Poncio Pilatos y…
—Oiga, oiga —interrumpió el Papa—. No sé si esto es una especie de examen para poner a prueba mi fe, pero, según mi modesta opinión, creo que ya he hecho bastante en vida.
—¿Mucho sacrificio?
—Ni se lo imagina. Las he pasado putas, ¿sabe usted? Fui monaguillo antes que cura, como se suele decir. Pertenecí mucho tiempo a la Obra antes de jurar el cargo de Papa.
—¿A la Obra? —dijo Uriel revolviendo entre sus papeles—. Eso es fantástico. Tengo aquí trabajito ideal para usted. Porque habrá descargado escombros alguna vez, ¿verdad?
—No, a la Obra, usted ya me entiende… Déjelo.
—Quizá le podamos encontrar otra cosa. ¿Sabe usted hacer algo? Quiero decir, ¿posee algún tipo de habilidad?
—Oiga, amigo. He sido durante muchos años el Representante de Dios en la Tierra. ¿Qué más se supone que debería saber hacer? ¿Kárate? Joder, tanto tiempo predicando Su palabra por los Pueblos de la Tierra y Él me lo paga con un cáncer de próstata. Si tenía alguna queja respecto al desempeño de mis funciones, podría haber sido más explícito al respecto.
—¿Más explícito?
—Una vez se apareció ante mí, ¿sabe? Se supone que no debería contarlo, pero, bueno, ya qué más da; de perdidos al río. Nunca olvidaré aquella noche. ¿Le importa que fume? Bien; esa noche hacía un frío del carajo, y yo me levanté para quitarme el camisón y ponerme el pijama de franela. Y, de repente, allí apareció Él. Yo exclamé “¡Coo-ño!”; la verdad es que me dio un susto de muerte, lo cual pareció hacerle mucha gracia. Allí estaba yo, en ropa interior delante del Creador del Universo. Entonces, se acercó a mí, y, con una voz que sonó como un trueno, me dijo, “Hijo mío, contento me tienes”. Fue la primera y la última vez que supe algo de Dios.

IV. …y dentro de media hora, nos encontramos justo aquí (2ª parte)

No pude sacar nada en claro de la señora en llamas, así que me dirigí a una hippie apestosa que hacía malabares.
—Disculpe, señorita rastafari…
—¡¿Qué coño rastafari?! ¡¿No ves que lo que tengo en la cabeza son serpientes, imbécil?!
—Disculpe, señorita. No he tenido tiempo de fijarme en sus cabellos.
—¡Y deja de mirarme las tetas, salido!
—Pues no se ponga esos escotes, oiga. Menudo par de brevas gasta usted.
—¿Pero tú que te has creído? ¡¡Que soy la Gorgona!! ¡Mírame a los ojos, que te voy a convertir en piedra!
—No, si de piedra ya me ha dejado —dije—. Y menudos jamones, oiga. ¿Su madre sabe que sale usted así a la calle?

V.  Yo al Infierno y mis pelotas a la Franja de Gaza: Reclamación post mortem de un terrorista suicida.

A las dos de la tarde la Oficina cerraba sus puertas al público, momento que Uriel aprovechaba para poner en orden todo el papeleo de la mañana. Revisando la documentación de su bandeja, encontró una Hoja de Reclamaciones que decía así:

A quien corresponda:
Mire usted, soy un terrorista suicida, de esos que se vuelan en pedazos por Alá y lo que haga falta, y me permito informarles, por si no estaban al tanto, de que el líder de mi respetable organización me había asegurado que Alá me proveería de siete vírgenes para mí solito en el Más Allá a cambio de hacer estallar una bomba conmigo cerca, y lo único que he encontrado al llegar aquí ha sido una mujer de unos sesenta años con un diente de oro que me ha pedido doscientos shekels por una mísera mamada. Les advierto que si mi petición no es atendida a la mayor brevedad posible, demandaré al Creador por incumplimiento de contrato.

Eternamente suyo,
Abdullah Al Azred
Terrorista Suicida

P. D.: Adjunto curriculum vitae. Acabo de finalizar mis prácticas en la especialidad de Ataque Kamikaze y poseo el carnet de mercancías peligrosas.

VI. Un destino que pasaba por allí.

—Perdona, ¿sabes hablar? —le preguntó Marcia a unas gafas con un tipo lleno de espinillas detrás, que tenía la mirada perdida y el inequívoco aire del que se está preguntando, “¿Me habré dejado el carnet de socio del Club de Fans de Charles Manson en los pantalones que ha metido mi madre en la lavadora esta mañana?”
—¿Señorita Hellstrom? —dijo una voz detrás de ella.
—¡Uriel! —dijo Marcia agarrando al arcángel por los hombros— ¡Uriel, estábamos tan preocupados!
Marcia se retiró para examinar a Uriel. A simple vista, parecía intacto.
—Eh, Uriel, ¿desde cuándo utilizas sombrero hongo?
—¡Oh, señorita Hellstrom, soy tan feliz! ¡Por fin he encontrado mi lugar en el Universo! ¡Tengo un empleo temporal en la Administración Pública!
—¿Qué? ¿Cómo?
—Señorita Hellstrom, le perdí la pista al demonio que se llevó el cuerpo del Elegido —dijo Uriel, apesadumbrado.
—No te preocupes por eso; lo hemos recuperado —dijo Marcia—. ¿Qué es eso de que has encontrado trabajo?
—Estaba tan perdido cuando llegué aquí, señorita… No sabía si seguir buscando al demonio, o desandar el camino y buscarla, o quedarme aquí, por si usted venía —explicó Uriel—. Estaba dando vueltas por las calles del barrio cuando me crucé con un señor con traje gris que me dijo, “Coño, un ángel”, y yo dije, “Caramba, un señor con bigote”. Entonces me dijo que no era un señor con bigote cualquiera, sino el Director de la Oficina de Empleo para Herejes del Infierno.
—Creo que no tengo el gusto. —Marcia estaba confundida.
—Es un señor de mediana edad con voz de pito, ahora no recuerdo el nombre. Creo que hoy empezaba sus vacaciones —dijo Uriel—. El caso es que me dijo, “Siendo un ángel, sabrás mucho de Administración de Castigos”, y yo dije, “Bueno, algo sé”, y me ofreció un puesto ipso facto.
—Vaya, qué… irregular —dijo Marcia—. Tenía entendido que había un proceso de selección de candidatos perfectamente reglamentado, con bolsa de trabajo, oposiciones...
—Señorita Hellstrom —dijo Uriel con ojillos suplicantes—, usted es una personalidad influyente Aquí Abajo. Pasará esto por alto, ¿verdad? Quiero decir, sé que quizá no haya seguido los pasos oficiales necesarios, pero me manejo muy bien en mi trabajo, ¿sabe? Y estoy realmente ilusionado.
—Ay, Uriel… —dijo Marcia llevándose una mano a la cara.

VII. Tres amigos, dos botellas y un resultado inevitable.

Media hora más tarde, después de que Marcia lograra zafarme del poderoso influjo de la Gorgona de una hostia bien dada, los tres celebrábamos nuestro reencuentro con una botella de vino en un pequeño restaurante de comidas caseras.
—Los he echado tanto de menos… —dijo Uriel—. Cuando llegué aquí, creí que no los volvería a ver jamás…
—Bueno, bueno, viejo amigo, que no nos hemos muerto —dije—. Bueno, yo sí, pero por un breve periodo de tiempo. Lo importante ahora es que estamos de nuevo juntos y podré llevarte de vuelta al Cielo.
—P-pero señor, yo… Bueno, aquí he encontrado mi camino, ¿sabe? Por una vez en mi existencia, me siento útil.
—¿De qué cojones me estás hablando, Uriel?
—Quiero quedarme aquí, señor.
—¿En la oficina de empleo?
—No solo en la oficina, señor. También toco la lira en un antro de rockeros los viernes por la noche.
Miré a Marcia en busca de ayuda.
—¿Qué quieres que le diga? Es su elección. —Fue la más bien parca ayuda que me ofreció mi diablesa.
—Joder, el Altísimo me va a matar —dije apoyando la cabeza sobre la mesa.
—Lo siento, señor. —Uriel agachó la cabeza, apenado.
—Oye, está bien, está bien. Ya se me ocurrirá algo que contarle al Creador. Bueno, ¿por qué no pedimos otra botellita de vino?
—¡Claro que sí, señor! ¿Sabe? Creí que se lo iba a tomar peor. —Uriel se volvió—. ¡Camarero, otra botella!
Momento que aproveché para romperle la botella vacía en la cabeza.
—¡¿Pero qué pretende, señor?!
—Joder, ¿cuántos botellazos en el torrado hacen falta para dejar inconsciente a un arcángel?
—Señor, sé que sus intenciones son buenas, pero la decisión está tomada.
—Claro, claro, Uriel, discúlpame. Tenía la vana esperanza de secuestrarte y hacerte cambiar de opinión a palos, pero ya veo que estaba equivocado.
—Su vino, señores —dijo el camarero.
—Gracias, muy amable —dije agarrando la botella.
¡CRRRAAAASSH!
—¡Pero, señor! ¿Otra vez? —protestó Uriel,
—¡Oye, oye! ¡Discúlpame por intentarlo!
—Para ser el Salvador de la Humanidad, tu poder de persuasión deja mucho que desear —observó Marcia.
            —No tengo tiempo para seguir discutiendo, señor —dijo Uriel levantándose de su silla con el ceño fruncido, la túnica empapada en vino y el acaracolado cabello poblado de trozos de vidrio—. Tengo que cambiarme de ropa y volver al trabajo, que hoy hago horas extras.

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