Esto es lo que llamamos clase
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 24.
Creo
que es mi deber informar al respetable de que los acontecimientos que se narran
a continuación pueden herir la sensibilidad del lector.
—¡Joder!
¡Joder, coño, joder! —exclamé como suelo hacer cuando tengo el día tonto—.
¡Nada más salir de la cárcel piso una boñiga fresca! ¡Señor, ten clemencia
conmigo!
—Deberías
restregarla contra algo sólido —me aconsejó sabiamente Pojinga—, que después la
mierda se seca y no hay quien la quite de los surcos de la suela… ¡Pero no te
limpies en mi pié, hermano!
—Disculpa,
tío. Pensé que llevabas zapatos.
No
digan que no les avisé. Y ahora, lo que nos gusta a todos: Humor grosero,
violencia gratuita y sexo injustificado.
—¿Se puede saber por qué estamos
huyendo de la policía si te he pagado la fianza? —dijo Marcia Hellstrom nada
más llegar al callejón donde habíamos decidido escondernos.
—Una
vieja costumbre, supongo —dije casi sin resuello—. Y por solidaridad con mi
amigo Pojinga, aquí presente.
—Encantada
—dijo Marcia.
—Igualmente,
señorita —repuso Pojinga con las manos apoyadas en las rodillas—. ¿Le puedo
decir que tiene usted unos ojos verdes preciosos?
—¿Sabes,
Pojinga? Me caes bien —dije con sinceridad—. Eres el primer tipo que se cruza
con mi chica y le mira a la cara el tiempo suficiente para reparar en el color
de sus ojos.
—Y
eso lo incluye a él —aclaró Marcia—. A veces discute directamente con mis pechos.
—¿Qué
ha pasado con ese cabrón de Flegias? —pregunté.
—Nada
demasiado perjudicial, aún —contestó Marcia—. Ahora mismo está atado y
amordazado en el maletero de su taxi hasta que se me ocurra qué hacer con él.
—Yo
tengo una sugerencia —intervine—. ¿No te apetecería contemplar el horizonte
desde un acantilado?
—Perdonad
que me entrometa, pareja, pero eso de sentar la cabeza no va mucho con
vosotros, ¿eh? —observó Pojinga.
—Bueno,
tengo entendido que lo de huir de la policía y meter a la gente en maleteros es
solo durante los primeros meses de relación. Después te pasas los domingos por
la tarde viendo apestosos telefilmes basados en hechos reales y tomando cafelito
y tal —dije como si supiera de lo que estaba hablando.
—Bueno,
muchachos, de verdad que me encantaría pasar el resto del día escondido con
vosotros en este callejón de mala muerte hablando de vuestros proyectos de
futuro, pero va siendo hora de que nuestros caminos se separen —dijo Pojinga.
—¿Y
dónde vas a ir?
—Oh,
no sé, a cualquier parte donde pueda repartir esperanza y unas sonrisas. Solo
quiero hacer del Infierno un lugar mejor donde vivir.
—O
al menos un lugar donde no te rellenen por sistema las cuencas de los ojos con
alquitrán —apostillé—. ¿Sabes, Pojinga? Cuando te conocí pensé que te acababas
de escapar de un frenopático, pero ahora veo que no eres más que un capullo
optimista que quiere ayudar a la gente. —Le di efusivamente la mano—. Te deseo
suerte en tu misión, y espero volver a verte algún día.
—Nuestros
caminos se volverán a cruzar, muchacho. No lo dudes ni un momento. —Y se alejó
cantando—. Enséñame a cantar, enséñame a cantar, que tengo triste el corazón…
—¿Quién
era ese? —preguntó Marcia.
—Un
hombre destinado a infundir alegría en el corazón de los condenados —dije con
solemnidad—. Eso, si no lo pillan antes, lo atiborran de lentejas y le sueldan
el ojete para que reviente por dentro.
—¿Pero
tú de dónde has sacado que en el Infierno hacemos esas cosas?
—Es
lo que Dios me contaba cuando estaba borracho. Ahora acércate, chata.
—¿Qué
haces? Tengo el taxi aparcado cerca… ¿Por qué me agarras de las caderas?
—¿A
ti qué te parece? Tú, yo, un callejón sórdido y pestilente… Me estoy empezando
a poner romántico…
—Ay,
no, quítame las manos del trasero… —dijo sin mucha convicción.
—Qué
bien te huele el pelo, jodía.
—Y
deja de darme mordisquitos en la oreja, que me está entrando flojera.
—¿Voy
demasiado rápido para ti? —dije por pura cortesía. Contemplaba con cierta
alarma la posibilidad de tener que alterar mi modus operandi en función de su
respuesta.
—No
estoy segura —confesó—. Soy nueva en esto.
—En
ese caso, no te preocupes. Estamos enfilando el camino correcto. —Y volví a
ocuparme de su oreja.
—¿Estás
seguro? —preguntó mi diablesa—. Quiero decir, no es que ponga en duda tu
dominio de la materia, pero, ¿no deberías cortejarme?
—Sí,
bueno, en teoría —reconocí—. Es culpa mía. Me he saltado la fase “Cortejo” y he
entrado directamente en la de “Falo erecto”. No te importa, ¿verdad?
—Dime
algo bonito, al menos.
—¿Algo
bonito del tipo “A tu lado, las estrellas…”?
—¿A
mi lado, las estrellas…?
—A
tu lado, las estrellas son una puta mierda.
—Conmovedor.
—Sí,
bueno, ¿sabes qué pasa? Yo prefiero decir esas cosas después del acto. Eso de “Contigo
se tambalean los cimientos de mi alma” brota de mis labios con mayor fluidez
después de eyacular.
—¿“Contigo
se tambalean los cimientos de mi alma”?
—Mi
repertorio post-coital puede ser muy florido.
—No
sé si voy a ser capaz de responderte a algo así.
—No
hace falta. Me conformo con escuchar alguna mención elogiosa al grosor de mi
verga.
—Oye,
¿no deberíamos aplazar el sexo y concentrarnos en buscar a Uriel? —Marcia
parecía confundida.
—Sí,
tienes razón —concedí—. Pero, ¿sabes qué? Me concentro mejor cuando no tengo
las glándulas seminales en el límite de su capacidad.
—Ya.
—Y
todavía faltan unas horas para que amanezca, ¿verdad?
—Por
no hablar de que te haría falta una ducha —dijo Marcia.
—Sí,
sí; después.
—¿Cómo
que después?
—Después
del tema.
—No
pensarás restregarme tu cuerpo desnudo recién salido de la cárcel.
—Mujer,
de todas formas tengo que lavarme tras consumar el acto, así que para qué…
—Pues
antes y después —me interrumpió.
Su
actitud tajante me dio a entender que el asunto de la higiene no era
negociable.
—Quiero
que sepas que eres la primera mujer que consigue que me duche dos veces en un
mismo día —dije—. Si eso no es bonito, no sé qué puede ser.
Después
de un corto trayecto en taxi que nos pareció eterno a mí y a mis testículos,
dejamos a Flegias dándose cabezazos contra la puerta del maletero y nos
introducimos en el Hostal Me Cago en la Hostia Puta, llamado así porque, por lo
visto, en el Infierno no hay ningún motivo de peso para guardar las debidas normas
de decoro.
—Buenas
noches, señorita —saludó amablemente el conserje a Marcia. A mí me dijo—: ¡¿Y
tú qué miras?!
—Será
mejor que hables tú —sugerí.
—¿Tiene
disponible alguna habitación con cama de matrimonio?
—¿Con
baño?
—Hombre,
a usted qué le parece —apostillé—. No esperará que aquí mi santa esposa salga
al pasillo en pelotas y con mi semen goteándole de los pezones.
—¡¿Y
a ti qué te pica, gusano insufrible?! —contestó el venerable anciano.
—Le
ruego que disculpe a mi marido, señor. Está un poco nervioso.
—Sí,
le ruego mil perdones. Como dice mi señora, me encuentro un poco excitado. Hace
tiempo que no esparzo mi esperma por la moqueta de ningún tugurio, verá usted.
—¡¿Osas
llamar tugurio a mi elegante establecimiento?! —Le había herido el orgullo.
—Sí,
oso. Ya le digo que oso.
—Por
favor, caballero, no se ofenda —medió Marcia—. Si es tan amable de adjudicarnos
una habitación…
—Sí,
como no, señorita, y disculpe este arrebato de cólera. Aquí tiene. Segundo
piso.
—¿Por
qué no te adelantas y te pones sexy? Yo subo en seguida —le dije a mi amada.
—¿Qué
vas a hacer? Sea lo que sea…
—Te
prometo que no voy a meterme en ningún lío. Te quiero preparar una sorpresa.
—Bueno,
pero, si tardas más de diez minutos, supondré que has vuelto a comisaria.
—Que
no, tonta. Anda, sube. —Y subió dejándome a solas con el conserje.
—¡¿Y
ahora qué tripa se le ha roto?! —preguntó el entrañable personaje.
—Me
preguntaba si podría conseguirnos una botella de champán.
—Mmm
—emeó el conserje—. Supongo. Pero no le va a salir barato.
—¿Esto
será suficiente? —Y, mirando distraídamente hacia otro lado, le introduje una
servilleta de papel en el bolsillo de la camisa.
—Evidentemente,
no. —Se sacó la servilleta del bolsillo—. Aquí, donde debía poner “Cien euros”,
se puede leer “El Ventorrillo del Tío Bartolo”.
—¿Cien
eurazos? ¿Qué cojones lleva ese champán? ¿Cocaína?
—¿Quiere
quedar como un rey delante de su señora, o no? Le diré lo que vamos a hacer. Yo
le consigo champán, algo de caviar y unas copas limpias y usted me vende su
cochambrosa alma.
—¿Y
para qué quiere usted mi alma, con lo usada que está? —repuse.
—Le
voy a ser sincero, señor, porque intuyo que, bajo esa pinta de cabrón que tiene,
late un corazón de oro. Me encuentro muy solo, ¿sabe usted? Solamente me
gustaría pasar el resto de la eternidad con un alma a la que poder vejar,
torturar e introducir por el recto objetos de diámetro variable. En el fondo
soy un tipo de gustos sencillos. No me parece a mí que sea demasiado pedir,
vamos, digo yo.
—No,
si a mí la opinión de un perturbado mental me parece tan respetable como la de
cualquiera, pero, oiga, entenderá que a mí el negocio no me sale a cuenta. Le
propongo un trato mejor. ¿Ve ese taxi aparcado en la puerta?
—Sí.
Es el carro del viejo Flegias.
—Era.
El viejo Flegias se ha jubilado. Escuche; si me trae el champán, le vendo el
alma que está encerrada en el maletero.
—¿Tiene
un alma encerrada en el maletero? —Los ojos le hicieron chiribitas.
—Un
alma atada y amordazada, y con un culito a todas luces glotón —maticé.
—¡Trato
hecho! ¡Espere usted arriba, que en seguida le traigo su botella! —Y salió que
se las pelaba.
Todavía
estaba riéndome cuando llegué a la puerta de la habitación que nos habían asignado
y, sin motivo aparente, me acordé de Dios, lo cual me provocó cierto malestar
que se manifestó en un repentino descenso de la libido.
—Uyuyuy,
qué mal rollo… ¿Por qué tengo que acordarme del Altísimo precisamente ahora? —me
pregunté de pie en el pasillo completamente vacío, circunstancia que no impidió
que alguien me contestara.
—Por
mí —dijo una vocecita al lado de mi oído derecho.
—¡¡Joder!!
—Y me sacudí del hombro algo del tamaño de un hámster.
Cuando
me alejé lo suficiente para enfocar la visión, vi que se trataba de una especie
de angelito en miniatura que tenía toda mi cara y una túnica que rezaba “NO LA
TOQUES”.
—¿Quién
eres tú?
—¿A
ti qué te parece? —dijo el angelito volando a un metro escaso de mi jeta—. Soy
tu Conciencia.
—Joder,
pues a buenas horas —rezongué—. Ahora mismo no puedo atenderte, ¿sabes? Tengo unos
asuntillos venéreos que reclaman mi atención.
—De
eso quería hablarte. A ver, ¿tú estás tonto o qué te pasa? ¿Acaso no fue el
Creador meridianamente claro al respecto? Recuperar tu cuerpo. Traer de vuelta
a Uriel. Alejarte de la chica. Te lo he apuntado todo en un papel, por si lo
has olvidado.
—Eh,
eh, para el carro, colega. ¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer?
¿Me he tomado alguna vez un café contigo? A mí me parece que no. ¡No te he
visto en mi vida, compadre!
—¡Claro
que no me has visto nunca, soplapollas! —espetó mi Conciencia de Bolsillo—.
¡Cada vez que me propongo leerte la cartilla, te pillo masturbándote, o drogándote,
o jodiendo a la gente!
—¿Y
te parece este el mejor momento para venir a visitarme? Verás, en otras
circunstancias no me importaría detenerme a parlamentar contigo, pero no me
gusta hacer esperar a nadie, especialmente a mujeres esculturales y desnudas.
Que, como sin duda sabrás, son la especie más impaciente del reino animal —argumenté.
—Tú
no has escuchado nada de lo que te he dicho, ¿no?
—Eso
me temo. Debo estar de testosterona hasta las orejas.
—No
lo hagas —ordenó mi Conciencia—. El Señor quiere que te alejes de ella.
En
ese momento una litrona en miniatura reventó en la cabeza de mi Conciencia,
ahorrándome el trabajo de tener que elucubrar una réplica ingeniosa.
—Litrona
ex machina —dijo otra vocecita a mi espalda.
Se
trataba de otro yo mismo a pequeña escala, ataviado con cuernos de plástico y
un esquijama rojo en cuya pechera se podía leer “TÍRATELA”. Era mi viejo amigo
el Instinto.
—¡Qué
pasa, cabronazo! —saludé festivamente.
—¿Qué
te cuentas, chavalote? —dijo mi Instinto.
—¡Ah,
a ese bien que lo conoces! —se quejó mi Conciencia—. Dime con quién andas…
—Oye,
tú al picha lánguida ese ni puto caso, que no tiene ni zorra idea de lo que
está hablando —dijo mi Instinto—. Te quiere llenar el cerebro de Culpa y
Responsabilidad y Gilipolleces. Tú a lo tuyo, chaval, que estás que te sales.
—¡Te
has pasado la vida llevando al chico por el mal camino! —repuso mi Conciencia—.
Ya va siendo hora de que reflexione y siente cabeza. Le ha sido encomendada una
misión de suma importancia y… —Y otra litrona se estrelló contra su cabeza—. Oye,
¿podríamos discutir esto como hombres civilizados?
—Que
te follen, mariconazo —fue la respuesta de mi Instinto.
—Tomaré
eso como una negativa. Vale, vamos a replantearnos esto y empezar desde el
principio…
—Como
quieras —dijo mi Instinto, y le cascó otro botellazo.
—¡Me
cago en…!
Mi
Conciencia se lanzo al cuello de mi Instinto y lo tiró al suelo. Acto seguido,
le propinó un rodillazo en los huevos.
—Jo…
der —fue la opinión que mereció a mi Instinto un acto tan vil—. ¡Tú siempre
donde más duele, cabrón!
Mi
Instinto, con un brusco movimiento que pilló desprevenida a mi Conciencia, se
zafó de ella y se lanzó sobre su espalda.
—¡No!
¡Otra vez no! —protestó mi Conciencia.
—Tú
relaja el ano —aconsejó mi Instinto.
Momento
que aproveché para entrar en la habitación, que estaba a oscuras.
—¿Por
qué has tardado tanto? —preguntó Marcia Hellstrom.
—Oh,
por nada. Es que he dejado a mi Instinto sodomizando a mi Conciencia ahí fuera.
Y no es una licencia poética. ¿Por qué estás a oscuras?
Marcia
encendió la luz de la mesita de noche. Yacía
sensualmente sobre la cama desecha. Las sábanas, que a buen seguro no habrían
resistido el escrutinio del microscopio más barato, estaban desparramadas por
el suelo. La escueta vestimenta de mi diablesa consistía en un sujetador, unas
bragas, unas medias y un liguero, todo de color rojo. Calculé mentalmente el
tiempo que iba a tardar en quitárselo todo, y por dónde iba a empezar. Tuve una
erección tan violenta que los botones de la bragueta salieron disparados por
toda la habitación. Afortunadamente, ningún proyectil alcanzó a mi amada.
—¿Tienes
una pistola en la entrepierna, te alegras de verme, o las dos cosas? —preguntó,
un tanto sobresaltada.
Me
acerqué a esa Obra Maestra de la Creación conocida como Marcia Hellstrom con
paso lento y pretendidamente chulesco. Mi sobreexcitado cerebro alcanzó a
vislumbrar el destello de un prometedor futuro próximo, donde tenían cabida una
mujer desnuda, unas sábanas razonablemente sudorosas, humo de cigarrillo, luz
de neón entrando por la ventana y un mendigo en la calle tocando el saxo.
¡TOC
TOC! —pegaron a la puerta.
—¡Su pedido! —dijo alguien en el
pasillo.
—Ya
va, joder, ya va —rezongué.
Al
otro lado de la puerta entreabierta, me encontré con la fea jeta del conserje.
—¡¿Y
tú qué miras?! —dijo el intruso a modo de saludo.
—¿Ha
traído lo que le encargué?
—Sí.
Aquí tiene su champán.
—“Mezcal
El Macho” —leí en la etiqueta—. Oiga, a mí esto no me suena muy francés.
—¿A
mí qué me cuenta? Es lo único que he podido encontrar a estas horas. —Uno
pensaría que en el Averno sería relativamente fácil toparse con una licorería
abierta las veinticuatro horas.
—Está
bien, está bien. Nos apañaremos con lo que sea. —Y le cerré la puerta en las
narices.
—¿Qué
traes ahí? —preguntó Marcia.
—Una
sorpresita. Quería tener contigo un… eh… detalle romántico. —Y le tendí el
presente.
—¿Una
botella con un gusano dentro?
—Hija
mía, me tienes aburrido. Nunca ves el lado positivo de las cosas. Ven, vamos a
sentarnos y a pulirnos esta botella, que la noche es joven en el Infierno. —La
conduje de la mano a una destartalada mesa con dos sillas que había junto a una
pared de la habitación—. El mamón este no nos ha traído ni unos vasos de
chupito. No te importará beber a morro, ¿verdad?
Marcia
suspiró. No era uno de esos suspiros preñados de grandes esperanzas; sonó más
bien como un “Manda cojones” traducido al idioma de la respiración.
—Empieza tú —dijo mi diablesa.
—Como
quieras. —Y le metí un tiento a la botella.
¡PRRRRTTTZZZZ!
—espurreé el licor.
—¿Está
fuerte?
—¿F-fuerte?
—tartamudeé— ¡Ag! Depende de para qué lo utilices. Supongo que va bien para
limpiar motores. —Y le metí otro tiento.
¡PRRRRRTTZZZZZ!
—Creía
que no te gustaba.
—¡Cof,
cof! ¡Uarrgg! —apostillé—. Es que temía haberme llevado una primera impresión
equivocada.
Tercer
intento.
¡PRRRRTTTZZZ!
—¿Y
ahora?
—Lo
habitual. —Y me sobrevino una arcada.
—Déjame
probar. —Y Marcia me arrebató la botella. Bebió un largo sorbo—. Mmm, oye, no
está mal. Es dulce —dijo, repentinamente animada.
—¡Cof,
cof! ¡Joder! ¡Bluaarrgggg!
—¿Sabes?
Estás muy guapo cuando vomitas —me dijo mi rubia sonriendo.
—Pues
deberías verme cuando me rompo una costilla. ¿Ya estás colocada?
—No
sé. —Y empezó a reír tontamente.
—¿Sabes?
Me encanta lo poco que me cuesta emborracharte.
—¿Vas
a propasarte conmigo? —Otro trago.
—Sí,
un poco. ¡Cof! Mejor lo dejo ya, que como siga bebiendo te voy a dejar el
clítoris más seco que la mojama. Oye…
—¿Mmm?
—Nada,
que estaba pensando… Estamos tú y yo aquí, a punto de echar un casquete…
—¿Sí?
—Y,
bueno, me he dado cuenta de que no sé nada de ti.
—Estoy
borracha y semidesnuda —dijo—. No sé qué más contarte.
—No
sé, lo normal. ¿Te gusta el cine subtitulado? ¿Eres aficionada a la música
clásica? ¿Te cabe un puño en la vagina?
Marcia
se abalanzó sobre mí y cerró mi enorme bocaza con la suya. Antes de un minuto
estábamos en pelotas sobre la cama.
Ahora
supongo que debería describir la delicada a la par que sensual ceremonia de
apareamiento que brindé al objeto de mi deseo.
Empecé
con un ¡GLOMPFS!
Al
que le siguió un segundo ¡GLOMPFS! simétrico al primero.
Afortunadamente,
y al contrario de lo que nos cuentan las leyendas sobre las peculiaridades
físicas de los demonios hembra, el recuento de pezones acabó aquí.
¡SLUUUUUUUUUUUURRRRR—P!
Mi
lengua recorrió su terso vientre hasta llegar a su ombligo.
—Ay,
no, que me da angustia.
Así
que seguí bajando. Una escueta línea de vello coronaba un pubis por lo demás
imberbe.
—Hostia,
de puta madre —expresé aliviado ante el panorama de no tener que estar todo el
rato escupiendo pelos.
Mi
lengua pasó de largo el monte de Venus y tomó el camino del interior de los
muslos hasta llegar a los pies.
¡SLURP!
—¿Qué
estás haciendo? —preguntó mi diablesa.
—Eh…
chuparte los dedos de los pies.
—¿Es
una práctica habitual?
—Sí,
eh, claro. Es lo más natural. A las mujeres de la Tierra les encanta. A todas,
sin excepción.
—Si
tú lo dices.
—Que
sí, mujer. Tú déjate llevar.
¡SLURP!
—Pues
no le veo la gracia yo a esto.
—¿Quieres
dejar de quejarte? Me estás cortando el rollo.
—Lo
siento, lo siento. Es que me haces cosquillas.
—Nada,
que voy a tener que esperar a que te quedes dormida para hacerlo —murmuré.
—¿Qué
dices?
—Nada,
nada. —Y volví a subir piernas arriba.
—Mmm,
esto ya es otra cosa —comentó Marcia—. ¿Sabes? Esto del sexo es más agradable
de lo que… Espera. ¿Vas a meter la boca ahí?
¡CHURRRRRRUP!
—¡Aaaaaaaaaay!
¡Jo—der! ¡¡Dios!! ¡¿Qué ha sido eso?!
—C-creo
que acabas de… —dije un tanto acojonado. Algo más que sudor me goteaba de las
cejas.
—¡¿Lo
puedes repetir?!
—La
pregunta es, ¿lo puedes repetir tú? —señalé.
—¡Prueba!
—Y me empujó la cabeza contra su… contra su.
¡CHURRRRRUP!
—¡Aaaaaaay,
mamacita!
—Coño,
sí que tienes el muelle flojo —observé.
—¡Hazme
tuya!
—Creí
que nunca me lo ibas a pedir. —Y me abalancé sobre ella con la delicadeza de un
manatí en celo.
—Cariño.
—Marcia interrumpió mi saque—. Sabes que es la primera vez…
—Lo
sé, lo sé. Seré cariñoso y cuidadoso y delicado y…
—Embísteme
y cállate, tonto.
—Como
sigas diciéndome esas cosas me voy a ir de varilla volado —confesé—.
¿Preparada?
—Procede.
—¡Ahí
lo llevas!
—¡Ay!
Creo que has desviado la trayectoria.
—Oh,
disculpa. No ha sido intencionado —dije con sinceridad—. Tengo por costumbre no
llevar a cabo determinadas prácticas en una primera cita.
—No
pasa nada. Si quieres seguir un rato…
—Eh,
bueno; solo si tú quieres. Hay que ver cómo os gusta esto a las mujeres. —No
soné muy convincente—. ¿Quieres casarte conmigo?
—¿Me
lo estás diciendo en serio?
—No
lo sé. Meditaré mi respuesta cuando esté sentado en el bidé.
—En
el fondo no eres tan cabrón, ¿verdad?
—Nena,
hay una cosa que debes saber acerca del género masculino: No pretendas que
seamos sinceros cuando tenemos el pene ubicado en un orificio carnoso —dije en
un brutal acto de honestidad.
—Solo
quiero saber si… bueno, si te importo.
Paré
en seco.
¡POP!
—Marcia
—suspiré—. Tú eres una sierva de Satanás, yo el Enviado de Dios. Hacemos
probablemente la peor pareja de toda la Creación. Por no hablar de lo difícil
que sería invitar a una paella a nuestros jefes y pretender que el ambiente
fuera distendido. Y después está lo del Apocalipsis, y que el Altísimo me va a
desollar vivo después de esto.
—Claro.
—Tragó saliva—. Tienes… tienes razón. Tú y yo nunca podríamos…
—Y
a pesar de todo… eres la única persona que quiero que me cambie los pañales
cuando acabe senil y paralítico.
—¿Por
qué vas a acabar senil y paralítico?
—Porque
me conozco. Marcia Hellstrom, cuando acabe toda esta mierda del Fin del Mundo,
volveré a por ti.
Y,
entonces, empezamos a hacer el amor.
Brevemente.
Porque
enseguida nos pusimos a hacer lo que suele hacer cualquier otro tipo de mamífero
en tales circunstancias.
A
partir de ese momento, la conversación fue distendida pero escasamente sustanciosa,
limitándose a unos cuantos “Arf” por parte de ella mientras yo me conformaba
con añadir unos “Buf” de vez en cuando. Mi ingenio verbal se ve seriamente
mermado cuando estoy practicando el coito.
En el momento del clímax, las cuatro
patas de la cama se partieron.
—¿Has
gozado, amor? —me preguntó Marcia.
—¿Qué
si qué? ¡Mira! —Y me di la vuelta.
—¡Ay,
Dios, cómo te he dejado la espalda!
—Cariño,
me gusta que arañen un poquito, como a todo el mundo, pero creo que me has
desgarrado la piel. Lo cual tiene mucho mérito, teniendo en cuenta que soy un
fantasma.
—Voy
a ver si hay agua oxigenada en el baño.
—No
hace falta. La botella de mezcal está casi llena —dije, sintiéndome el más duro
de los detectives privados.
—Pobrecito.
¿Te he hecho pupita? —dijo poniéndome morritos—. A lo mejor merezco un castigo.
—Decididamente, quería casarme con ella.
—Espera
un momento, mujer. Voy a adecentarme la verga.
Después
de lavarme un poco la espesa confusión de fluidos que daban a mi pene un
aspecto rebozado, Marcia me dijo:
¡GLOMPFS!
que
es precisamente lo que me apetecía oír en ese momento, seguido de un rítmico
¡CHUPS!
¡CHUPS!
que
me encandiló por su elocuencia. Al rato le siguió un
¡ÑACA!
que
mereció una encendida objeción.
—¡¡Joder!!
Quiero decir; querida, ¿serías tan amable de evitar morderme el glande con
tanto ímpetu?
—Lo
siento. —Y después me obsequió con unos cuantos
¡CHUPS!
más,
que fueron interrumpidos por un
¡JJJ—PTU!
por
el que deduje que Marcia había tenido un encontronazo con uno de mis hirsutos y
acaracolados vellos púbicos.
¡GLOMPFS!
¡CHUPS! ¡CHUPS!
afortunadamente,
la acción volvió a su cauce, hasta que un
¡GLUB!
dio
por concluida la faena.
—¡Ptu!
—Hala, hala; todo el guisadillo al suelo—. ¡Puaj! Podías haberme avisado.
—Ha
pasado todo muy rápido. ¡Buf! Me gustaría que pudieras ver la cara que has
puesto. ¡Buf!
—¿Te
ha… Te ha gustado?
—No
tengo palabras. ¿Sabes que podrías llegar a ser una gran puta?
—¿Se
supone que eso es una especie de cumplido?
—La
verdad es que sonaba mejor en mi cabeza.
—¿Y
ahora qué?
—¿Cómo
que ahora qué?
—¿Me
toca otra vez a mí o…? —Lo dicho: esa mujer iba a ser la madre de mis hijos.
Tres
horas y varios destrozos en el mobiliario más tarde, Marcia dormía plácidamente.
En cuanto a mí, lo único que hice el resto de la noche fue mirar a la criatura
ultraterrena que compartía el lecho conmigo. El eterno crepúsculo que en el
Infierno llaman “mañana” me sorprendió sin haber pegado ojo. Me levanté con
sigilo para no despertarla, y empecé a vestirme sin hacer ruido.
Pero,
a pesar de todo, despertó.
—¡¿Qué
estás haciendo?!
—¿Qué…
qué?
—¿Ibas
a largarte sin avisar?
—¿Pero
qué dices? Yo solo…
—¿Pensabas
dejarme aquí tirada?
—¡No!
No. ¿De qué coño…?
—No;
deja que lo adivine. Esto es lo que haces siempre, ¿no? Ha sido un acto
reflejo. Lo has hecho sin pensar. ¡Igual que lo haces todo! —Se llevó una mano
a la cabeza y cerró los ojos.
—¡No,
oye, en serio, estás malinterpretando…!
—No
quiero oír nada más, ¿me oyes? —Se incorporó—. Vamos a encontrar a Uriel y a
recuperar tu cuerpo. Después te llevaré ante Lucifer. Y después de eso, nada
más. —Y se encerró en el baño con un portazo.
Y pensar que me había parecido buena idea
bajar a comprar churros…
No hay comentarios:
Publicar un comentario