miércoles, 22 de abril de 2020

¡Dame tu cariño, nena!

Esto es lo que llamamos clase

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 24.


Creo que es mi deber informar al respetable de que los acontecimientos que se narran a continuación pueden herir la sensibilidad del lector.
—¡Joder! ¡Joder, coño, joder! —exclamé como suelo hacer cuando tengo el día tonto—. ¡Nada más salir de la cárcel piso una boñiga fresca! ¡Señor, ten clemencia conmigo!
—Deberías restregarla contra algo sólido —me aconsejó sabiamente Pojinga—, que después la mierda se seca y no hay quien la quite de los surcos de la suela… ¡Pero no te limpies en mi pié, hermano!
—Disculpa, tío. Pensé que llevabas zapatos.
No digan que no les avisé. Y ahora, lo que nos gusta a todos: Humor grosero, violencia gratuita y sexo injustificado.
            —¿Se puede saber por qué estamos huyendo de la policía si te he pagado la fianza? —dijo Marcia Hellstrom nada más llegar al callejón donde habíamos decidido escondernos.
—Una vieja costumbre, supongo —dije casi sin resuello—. Y por solidaridad con mi amigo Pojinga, aquí presente.
—Encantada —dijo Marcia.
—Igualmente, señorita —repuso Pojinga con las manos apoyadas en las rodillas—. ¿Le puedo decir que tiene usted unos ojos verdes preciosos?
—¿Sabes, Pojinga? Me caes bien —dije con sinceridad—. Eres el primer tipo que se cruza con mi chica y le mira a la cara el tiempo suficiente para reparar en el color de sus ojos.
—Y eso lo incluye a él —aclaró Marcia—. A veces discute directamente con mis pechos.
—¿Qué ha pasado con ese cabrón de Flegias? —pregunté.
—Nada demasiado perjudicial, aún —contestó Marcia—. Ahora mismo está atado y amordazado en el maletero de su taxi hasta que se me ocurra qué hacer con él.
—Yo tengo una sugerencia —intervine—. ¿No te apetecería contemplar el horizonte desde un acantilado?
—Perdonad que me entrometa, pareja, pero eso de sentar la cabeza no va mucho con vosotros, ¿eh? —observó Pojinga.
—Bueno, tengo entendido que lo de huir de la policía y meter a la gente en maleteros es solo durante los primeros meses de relación. Después te pasas los domingos por la tarde viendo apestosos telefilmes basados en hechos reales y tomando cafelito y tal —dije como si supiera de lo que estaba hablando.
—Bueno, muchachos, de verdad que me encantaría pasar el resto del día escondido con vosotros en este callejón de mala muerte hablando de vuestros proyectos de futuro, pero va siendo hora de que nuestros caminos se separen —dijo Pojinga.
—¿Y dónde vas a ir?
—Oh, no sé, a cualquier parte donde pueda repartir esperanza y unas sonrisas. Solo quiero hacer del Infierno un lugar mejor donde vivir.
—O al menos un lugar donde no te rellenen por sistema las cuencas de los ojos con alquitrán —apostillé—. ¿Sabes, Pojinga? Cuando te conocí pensé que te acababas de escapar de un frenopático, pero ahora veo que no eres más que un capullo optimista que quiere ayudar a la gente. —Le di efusivamente la mano—. Te deseo suerte en tu misión, y espero volver a verte algún día.
—Nuestros caminos se volverán a cruzar, muchacho. No lo dudes ni un momento. —Y se alejó cantando—. Enséñame a cantar, enséñame a cantar, que tengo triste el corazón…
—¿Quién era ese? —preguntó Marcia.
—Un hombre destinado a infundir alegría en el corazón de los condenados —dije con solemnidad—. Eso, si no lo pillan antes, lo atiborran de lentejas y le sueldan el ojete para que reviente por dentro.
—¿Pero tú de dónde has sacado que en el Infierno hacemos esas cosas?
—Es lo que Dios me contaba cuando estaba borracho. Ahora acércate, chata.
—¿Qué haces? Tengo el taxi aparcado cerca… ¿Por qué me agarras de las caderas?
—¿A ti qué te parece? Tú, yo, un callejón sórdido y pestilente… Me estoy empezando a poner romántico…
—Ay, no, quítame las manos del trasero… —dijo sin mucha convicción.
—Qué bien te huele el pelo, jodía.
—Y deja de darme mordisquitos en la oreja, que me está entrando flojera.
—¿Voy demasiado rápido para ti? —dije por pura cortesía. Contemplaba con cierta alarma la posibilidad de tener que alterar mi modus operandi en función de su respuesta.
—No estoy segura —confesó—. Soy nueva en esto.
—En ese caso, no te preocupes. Estamos enfilando el camino correcto. —Y volví a ocuparme de su oreja.
—¿Estás seguro? —preguntó mi diablesa—. Quiero decir, no es que ponga en duda tu dominio de la materia, pero, ¿no deberías cortejarme?
—Sí, bueno, en teoría —reconocí—. Es culpa mía. Me he saltado la fase “Cortejo” y he entrado directamente en la de “Falo erecto”. No te importa, ¿verdad?
—Dime algo bonito, al menos.
—¿Algo bonito del tipo “A tu lado, las estrellas…”?
—¿A mi lado, las estrellas…?
—A tu lado, las estrellas son una puta mierda.
—Conmovedor.
—Sí, bueno, ¿sabes qué pasa? Yo prefiero decir esas cosas después del acto. Eso de “Contigo se tambalean los cimientos de mi alma” brota de mis labios con mayor fluidez después de eyacular.
—¿“Contigo se tambalean los cimientos de mi alma”?
—Mi repertorio post-coital puede ser muy florido.
—No sé si voy a ser capaz de responderte a algo así.
—No hace falta. Me conformo con escuchar alguna mención elogiosa al grosor de mi verga.
—Oye, ¿no deberíamos aplazar el sexo y concentrarnos en buscar a Uriel? —Marcia parecía confundida.
—Sí, tienes razón —concedí—. Pero, ¿sabes qué? Me concentro mejor cuando no tengo las glándulas seminales en el límite de su capacidad.
—Ya.
—Y todavía faltan unas horas para que amanezca, ¿verdad?
—Por no hablar de que te haría falta una ducha —dijo Marcia.
—Sí, sí; después.
—¿Cómo que después?
—Después del tema.
—No pensarás restregarme tu cuerpo desnudo recién salido de la cárcel.
—Mujer, de todas formas tengo que lavarme tras consumar el acto, así que para qué…
—Pues antes y después —me interrumpió.
Su actitud tajante me dio a entender que el asunto de la higiene no era negociable.
—Quiero que sepas que eres la primera mujer que consigue que me duche dos veces en un mismo día —dije—. Si eso no es bonito, no sé qué puede ser.
Después de un corto trayecto en taxi que nos pareció eterno a mí y a mis testículos, dejamos a Flegias dándose cabezazos contra la puerta del maletero y nos introducimos en el Hostal Me Cago en la Hostia Puta, llamado así porque, por lo visto, en el Infierno no hay ningún motivo de peso para guardar las debidas normas de decoro.
—Buenas noches, señorita —saludó amablemente el conserje a Marcia. A mí me dijo—: ¡¿Y tú qué miras?!
—Será mejor que hables tú —sugerí.
—¿Tiene disponible alguna habitación con cama de matrimonio?
—¿Con baño?
—Hombre, a usted qué le parece —apostillé—. No esperará que aquí mi santa esposa salga al pasillo en pelotas y con mi semen goteándole de los pezones.
—¡¿Y a ti qué te pica, gusano insufrible?! —contestó el venerable anciano.
—Le ruego que disculpe a mi marido, señor. Está un poco nervioso.
—Sí, le ruego mil perdones. Como dice mi señora, me encuentro un poco excitado. Hace tiempo que no esparzo mi esperma por la moqueta de ningún tugurio, verá usted.
—¡¿Osas llamar tugurio a mi elegante establecimiento?! —Le había herido el orgullo.
—Sí, oso. Ya le digo que oso.
—Por favor, caballero, no se ofenda —medió Marcia—. Si es tan amable de adjudicarnos una habitación…
—Sí, como no, señorita, y disculpe este arrebato de cólera. Aquí tiene. Segundo piso.
—¿Por qué no te adelantas y te pones sexy? Yo subo en seguida —le dije a mi amada.
—¿Qué vas a hacer? Sea lo que sea…
—Te prometo que no voy a meterme en ningún lío. Te quiero preparar una sorpresa.
—Bueno, pero, si tardas más de diez minutos, supondré que has vuelto a comisaria.
—Que no, tonta. Anda, sube. —Y subió dejándome a solas con el conserje.
—¡¿Y ahora qué tripa se le ha roto?! —preguntó el entrañable personaje.
—Me preguntaba si podría conseguirnos una botella de champán.
—Mmm —emeó el conserje—. Supongo. Pero no le va a salir barato.
—¿Esto será suficiente? —Y, mirando distraídamente hacia otro lado, le introduje una servilleta de papel en el bolsillo de la camisa.
—Evidentemente, no. —Se sacó la servilleta del bolsillo—. Aquí, donde debía poner “Cien euros”, se puede leer “El Ventorrillo del Tío Bartolo”.
—¿Cien eurazos? ¿Qué cojones lleva ese champán? ¿Cocaína?
—¿Quiere quedar como un rey delante de su señora, o no? Le diré lo que vamos a hacer. Yo le consigo champán, algo de caviar y unas copas limpias y usted me vende su cochambrosa alma.
—¿Y para qué quiere usted mi alma, con lo usada que está? —repuse.
—Le voy a ser sincero, señor, porque intuyo que, bajo esa pinta de cabrón que tiene, late un corazón de oro. Me encuentro muy solo, ¿sabe usted? Solamente me gustaría pasar el resto de la eternidad con un alma a la que poder vejar, torturar e introducir por el recto objetos de diámetro variable. En el fondo soy un tipo de gustos sencillos. No me parece a mí que sea demasiado pedir, vamos, digo yo.
—No, si a mí la opinión de un perturbado mental me parece tan respetable como la de cualquiera, pero, oiga, entenderá que a mí el negocio no me sale a cuenta. Le propongo un trato mejor. ¿Ve ese taxi aparcado en la puerta?
—Sí. Es el carro del viejo Flegias.
—Era. El viejo Flegias se ha jubilado. Escuche; si me trae el champán, le vendo el alma que está encerrada en el maletero.
—¿Tiene un alma encerrada en el maletero? —Los ojos le hicieron chiribitas.
—Un alma atada y amordazada, y con un culito a todas luces glotón —maticé.
—¡Trato hecho! ¡Espere usted arriba, que en seguida le traigo su botella! —Y salió que se las pelaba.
Todavía estaba riéndome cuando llegué a la puerta de la habitación que nos habían asignado y, sin motivo aparente, me acordé de Dios, lo cual me provocó cierto malestar que se manifestó en un repentino descenso de la libido.
—Uyuyuy, qué mal rollo… ¿Por qué tengo que acordarme del Altísimo precisamente ahora? —me pregunté de pie en el pasillo completamente vacío, circunstancia que no impidió que alguien me contestara.
—Por mí —dijo una vocecita al lado de mi oído derecho.
—¡¡Joder!! —Y me sacudí del hombro algo del tamaño de un hámster.
Cuando me alejé lo suficiente para enfocar la visión, vi que se trataba de una especie de angelito en miniatura que tenía toda mi cara y una túnica que rezaba “NO LA TOQUES”.
—¿Quién eres tú?
—¿A ti qué te parece? —dijo el angelito volando a un metro escaso de mi jeta—. Soy tu Conciencia.
—Joder, pues a buenas horas —rezongué—. Ahora mismo no puedo atenderte, ¿sabes? Tengo unos asuntillos venéreos que reclaman mi atención.
—De eso quería hablarte. A ver, ¿tú estás tonto o qué te pasa? ¿Acaso no fue el Creador meridianamente claro al respecto? Recuperar tu cuerpo. Traer de vuelta a Uriel. Alejarte de la chica. Te lo he apuntado todo en un papel, por si lo has olvidado.
—Eh, eh, para el carro, colega. ¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? ¿Me he tomado alguna vez un café contigo? A mí me parece que no. ¡No te he visto en mi vida, compadre!
—¡Claro que no me has visto nunca, soplapollas! —espetó mi Conciencia de Bolsillo—. ¡Cada vez que me propongo leerte la cartilla, te pillo masturbándote, o drogándote, o jodiendo a la gente!
—¿Y te parece este el mejor momento para venir a visitarme? Verás, en otras circunstancias no me importaría detenerme a parlamentar contigo, pero no me gusta hacer esperar a nadie, especialmente a mujeres esculturales y desnudas. Que, como sin duda sabrás, son la especie más impaciente del reino animal —argumenté.
—Tú no has escuchado nada de lo que te he dicho, ¿no?
—Eso me temo. Debo estar de testosterona hasta las orejas.
—No lo hagas —ordenó mi Conciencia—. El Señor quiere que te alejes de ella.
En ese momento una litrona en miniatura reventó en la cabeza de mi Conciencia, ahorrándome el trabajo de tener que elucubrar una réplica ingeniosa.
—Litrona ex machina —dijo otra vocecita a mi espalda.
Se trataba de otro yo mismo a pequeña escala, ataviado con cuernos de plástico y un esquijama rojo en cuya pechera se podía leer “TÍRATELA”. Era mi viejo amigo el Instinto.
—¡Qué pasa, cabronazo! —saludé festivamente.
—¿Qué te cuentas, chavalote? —dijo mi Instinto.
—¡Ah, a ese bien que lo conoces! —se quejó mi Conciencia—. Dime con quién andas…
—Oye, tú al picha lánguida ese ni puto caso, que no tiene ni zorra idea de lo que está hablando —dijo mi Instinto—. Te quiere llenar el cerebro de Culpa y Responsabilidad y Gilipolleces. Tú a lo tuyo, chaval, que estás que te sales.
—¡Te has pasado la vida llevando al chico por el mal camino! —repuso mi Conciencia—. Ya va siendo hora de que reflexione y siente cabeza. Le ha sido encomendada una misión de suma importancia y… —Y otra litrona se estrelló contra su cabeza—. Oye, ¿podríamos discutir esto como hombres civilizados?
—Que te follen, mariconazo —fue la respuesta de mi Instinto.
—Tomaré eso como una negativa. Vale, vamos a replantearnos esto y empezar desde el principio…
—Como quieras —dijo mi Instinto, y le cascó otro botellazo.
—¡Me cago en…!
Mi Conciencia se lanzo al cuello de mi Instinto y lo tiró al suelo. Acto seguido, le propinó un rodillazo en los huevos.
—Jo… der —fue la opinión que mereció a mi Instinto un acto tan vil—. ¡Tú siempre donde más duele, cabrón!
Mi Instinto, con un brusco movimiento que pilló desprevenida a mi Conciencia, se zafó de ella y se lanzó sobre su espalda.
—¡No! ¡Otra vez no! —protestó mi Conciencia.
—Tú relaja el ano —aconsejó mi Instinto.
Momento que aproveché para entrar en la habitación, que estaba a oscuras.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Marcia Hellstrom.
—Oh, por nada. Es que he dejado a mi Instinto sodomizando a mi Conciencia ahí fuera. Y no es una licencia poética. ¿Por qué estás a oscuras?
Marcia encendió la luz de la mesita de noche.  Yacía sensualmente sobre la cama desecha. Las sábanas, que a buen seguro no habrían resistido el escrutinio del microscopio más barato, estaban desparramadas por el suelo. La escueta vestimenta de mi diablesa consistía en un sujetador, unas bragas, unas medias y un liguero, todo de color rojo. Calculé mentalmente el tiempo que iba a tardar en quitárselo todo, y por dónde iba a empezar. Tuve una erección tan violenta que los botones de la bragueta salieron disparados por toda la habitación. Afortunadamente, ningún proyectil alcanzó a mi amada.
—¿Tienes una pistola en la entrepierna, te alegras de verme, o las dos cosas? —preguntó, un tanto sobresaltada.
Me acerqué a esa Obra Maestra de la Creación conocida como Marcia Hellstrom con paso lento y pretendidamente chulesco. Mi sobreexcitado cerebro alcanzó a vislumbrar el destello de un prometedor futuro próximo, donde tenían cabida una mujer desnuda, unas sábanas razonablemente sudorosas, humo de cigarrillo, luz de neón entrando por la ventana y un mendigo en la calle tocando el saxo.
¡TOC TOC! —pegaron a la puerta.
            —¡Su pedido! —dijo alguien en el pasillo.
—Ya va, joder, ya va —rezongué.
Al otro lado de la puerta entreabierta, me encontré con la fea jeta del conserje.
—¡¿Y tú qué miras?! —dijo el intruso a modo de saludo.
—¿Ha traído lo que le encargué?
—Sí. Aquí tiene su champán.
—“Mezcal El Macho” —leí en la etiqueta—. Oiga, a mí esto no me suena muy francés.
—¿A mí qué me cuenta? Es lo único que he podido encontrar a estas horas. —Uno pensaría que en el Averno sería relativamente fácil toparse con una licorería abierta las veinticuatro horas.
—Está bien, está bien. Nos apañaremos con lo que sea. —Y le cerré la puerta en las narices.
—¿Qué traes ahí? —preguntó Marcia.
—Una sorpresita. Quería tener contigo un… eh… detalle romántico. —Y le tendí el presente.
—¿Una botella con un gusano dentro?
—Hija mía, me tienes aburrido. Nunca ves el lado positivo de las cosas. Ven, vamos a sentarnos y a pulirnos esta botella, que la noche es joven en el Infierno. —La conduje de la mano a una destartalada mesa con dos sillas que había junto a una pared de la habitación—. El mamón este no nos ha traído ni unos vasos de chupito. No te importará beber a morro, ¿verdad?
Marcia suspiró. No era uno de esos suspiros preñados de grandes esperanzas; sonó más bien como un “Manda cojones” traducido al idioma de la respiración.
            —Empieza tú —dijo mi diablesa.    
—Como quieras. —Y le metí un tiento a la botella.
¡PRRRRTTTZZZZ! —espurreé el licor.
—¿Está fuerte?
—¿F-fuerte? —tartamudeé— ¡Ag! Depende de para qué lo utilices. Supongo que va bien para limpiar motores. —Y le metí otro tiento.
¡PRRRRRTTZZZZZ!
—Creía que no te gustaba.
—¡Cof, cof! ¡Uarrgg! —apostillé—. Es que temía haberme llevado una primera impresión equivocada.
Tercer intento.
¡PRRRRTTTZZZ!
—¿Y ahora?
—Lo habitual. —Y me sobrevino una arcada.
—Déjame probar. —Y Marcia me arrebató la botella. Bebió un largo sorbo—. Mmm, oye, no está mal. Es dulce —dijo, repentinamente animada.
—¡Cof, cof! ¡Joder! ¡Bluaarrgggg!
—¿Sabes? Estás muy guapo cuando vomitas —me dijo mi rubia sonriendo.
—Pues deberías verme cuando me rompo una costilla. ¿Ya estás colocada?
—No sé. —Y empezó a reír tontamente.
—¿Sabes? Me encanta lo poco que me cuesta emborracharte.
—¿Vas a propasarte conmigo? —Otro trago.
—Sí, un poco. ¡Cof! Mejor lo dejo ya, que como siga bebiendo te voy a dejar el clítoris más seco que la mojama. Oye…
—¿Mmm?
—Nada, que estaba pensando… Estamos tú y yo aquí, a punto de echar un casquete…
—¿Sí?
—Y, bueno, me he dado cuenta de que no sé nada de ti.
—Estoy borracha y semidesnuda —dijo—. No sé qué más contarte.
—No sé, lo normal. ¿Te gusta el cine subtitulado? ¿Eres aficionada a la música clásica? ¿Te cabe un puño en la vagina?
Marcia se abalanzó sobre mí y cerró mi enorme bocaza con la suya. Antes de un minuto estábamos en pelotas sobre la cama.
Ahora supongo que debería describir la delicada a la par que sensual ceremonia de apareamiento que brindé al objeto de mi deseo.
Empecé con un ¡GLOMPFS!
Al que le siguió un segundo ¡GLOMPFS! simétrico al primero.
Afortunadamente, y al contrario de lo que nos cuentan las leyendas sobre las peculiaridades físicas de los demonios hembra, el recuento de pezones acabó aquí.
¡SLUUUUUUUUUUUURRRRR—P!
Mi lengua recorrió su terso vientre hasta llegar a su ombligo.
—Ay, no, que me da angustia.
Así que seguí bajando. Una escueta línea de vello coronaba un pubis por lo demás imberbe.
—Hostia, de puta madre —expresé aliviado ante el panorama de no tener que estar todo el rato escupiendo pelos.
Mi lengua pasó de largo el monte de Venus y tomó el camino del interior de los muslos hasta llegar a los pies.
¡SLURP!
—¿Qué estás haciendo? —preguntó mi diablesa.
—Eh… chuparte los dedos de los pies.
—¿Es una práctica habitual?
—Sí, eh, claro. Es lo más natural. A las mujeres de la Tierra les encanta. A todas, sin excepción.
—Si tú lo dices.
—Que sí, mujer. Tú déjate llevar.
¡SLURP!
—Pues no le veo la gracia yo a esto.
—¿Quieres dejar de quejarte? Me estás cortando el rollo.
—Lo siento, lo siento. Es que me haces cosquillas.
—Nada, que voy a tener que esperar a que te quedes dormida para hacerlo —murmuré.
—¿Qué dices?
—Nada, nada. —Y volví a subir piernas arriba.
—Mmm, esto ya es otra cosa —comentó Marcia—. ¿Sabes? Esto del sexo es más agradable de lo que… Espera. ¿Vas a meter la boca ahí?
¡CHURRRRRRUP!
—¡Aaaaaaaaaay! ¡Jo—der! ¡¡Dios!! ¡¿Qué ha sido eso?!
—C-creo que acabas de… —dije un tanto acojonado. Algo más que sudor me goteaba de las cejas.
—¡¿Lo puedes repetir?!
—La pregunta es, ¿lo puedes repetir tú? —señalé.
—¡Prueba! —Y me empujó la cabeza contra su… contra su.
¡CHURRRRRUP!
—¡Aaaaaaay, mamacita!
—Coño, sí que tienes el muelle flojo —observé.
—¡Hazme tuya!
—Creí que nunca me lo ibas a pedir. —Y me abalancé sobre ella con la delicadeza de un manatí en celo.
—Cariño. —Marcia interrumpió mi saque—. Sabes que es la primera vez…
—Lo sé, lo sé. Seré cariñoso y cuidadoso y delicado y…
—Embísteme y cállate, tonto.
—Como sigas diciéndome esas cosas me voy a ir de varilla volado —confesé—. ¿Preparada?
—Procede.
—¡Ahí lo llevas!
—¡Ay! Creo que has desviado la trayectoria.
—Oh, disculpa. No ha sido intencionado —dije con sinceridad—. Tengo por costumbre no llevar a cabo determinadas prácticas en una primera cita.
—No pasa nada. Si quieres seguir un rato…
—Eh, bueno; solo si tú quieres. Hay que ver cómo os gusta esto a las mujeres. —No soné muy convincente—. ¿Quieres casarte conmigo?
—¿Me lo estás diciendo en serio?
—No lo sé. Meditaré mi respuesta cuando esté sentado en el bidé.
—En el fondo no eres tan cabrón, ¿verdad?
—Nena, hay una cosa que debes saber acerca del género masculino: No pretendas que seamos sinceros cuando tenemos el pene ubicado en un orificio carnoso —dije en un brutal acto de honestidad.
—Solo quiero saber si… bueno, si te importo.
Paré en seco.
¡POP!
—Marcia —suspiré—. Tú eres una sierva de Satanás, yo el Enviado de Dios. Hacemos probablemente la peor pareja de toda la Creación. Por no hablar de lo difícil que sería invitar a una paella a nuestros jefes y pretender que el ambiente fuera distendido. Y después está lo del Apocalipsis, y que el Altísimo me va a desollar vivo después de esto.
—Claro. —Tragó saliva—. Tienes… tienes razón. Tú y yo nunca podríamos…
—Y a pesar de todo… eres la única persona que quiero que me cambie los pañales cuando acabe senil y paralítico.
—¿Por qué vas a acabar senil y paralítico?
—Porque me conozco. Marcia Hellstrom, cuando acabe toda esta mierda del Fin del Mundo, volveré a por ti.
Y, entonces, empezamos a hacer el amor.
Brevemente.
Porque enseguida nos pusimos a hacer lo que suele hacer cualquier otro tipo de mamífero en tales circunstancias.
A partir de ese momento, la conversación fue distendida pero escasamente sustanciosa, limitándose a unos cuantos “Arf” por parte de ella mientras yo me conformaba con añadir unos “Buf” de vez en cuando. Mi ingenio verbal se ve seriamente mermado cuando estoy practicando el coito.
            En el momento del clímax, las cuatro patas de la cama se partieron.
—¿Has gozado, amor? —me preguntó Marcia.
—¿Qué si qué? ¡Mira! —Y me di la vuelta.
—¡Ay, Dios, cómo te he dejado la espalda!
—Cariño, me gusta que arañen un poquito, como a todo el mundo, pero creo que me has desgarrado la piel. Lo cual tiene mucho mérito, teniendo en cuenta que soy un fantasma.
—Voy a ver si hay agua oxigenada en el baño.
—No hace falta. La botella de mezcal está casi llena —dije, sintiéndome el más duro de los detectives privados.
            —Pobrecito. ¿Te he hecho pupita? —dijo poniéndome morritos—. A lo mejor merezco un castigo. —Decididamente, quería casarme con ella.
—Espera un momento, mujer. Voy a adecentarme la verga.
Después de lavarme un poco la espesa confusión de fluidos que daban a mi pene un aspecto rebozado, Marcia me dijo:
¡GLOMPFS!
que es precisamente lo que me apetecía oír en ese momento, seguido de un rítmico
¡CHUPS! ¡CHUPS!
que me encandiló por su elocuencia. Al rato le siguió un
¡ÑACA!
que mereció una encendida objeción.
—¡¡Joder!! Quiero decir; querida, ¿serías tan amable de evitar morderme el glande con tanto ímpetu?
—Lo siento. —Y después me obsequió con unos cuantos
¡CHUPS!
más, que fueron interrumpidos por un
¡JJJ—PTU!
por el que deduje que Marcia había tenido un encontronazo con uno de mis hirsutos y acaracolados vellos púbicos.
¡GLOMPFS! ¡CHUPS! ¡CHUPS!
afortunadamente, la acción volvió a su cauce, hasta que un
¡GLUB!
dio por concluida la faena.
—¡Ptu! —Hala, hala; todo el guisadillo al suelo—. ¡Puaj! Podías haberme avisado.
—Ha pasado todo muy rápido. ¡Buf! Me gustaría que pudieras ver la cara que has puesto. ¡Buf!
—¿Te ha… Te ha gustado?
—No tengo palabras. ¿Sabes que podrías llegar a ser una gran puta?
—¿Se supone que eso es una especie de cumplido?
—La verdad es que sonaba mejor en mi cabeza.
—¿Y ahora qué?
—¿Cómo que ahora qué?
—¿Me toca otra vez a mí o…? —Lo dicho: esa mujer iba a ser la madre de mis hijos.
Tres horas y varios destrozos en el mobiliario más tarde, Marcia dormía plácidamente. En cuanto a mí, lo único que hice el resto de la noche fue mirar a la criatura ultraterrena que compartía el lecho conmigo. El eterno crepúsculo que en el Infierno llaman “mañana” me sorprendió sin haber pegado ojo. Me levanté con sigilo para no despertarla, y empecé a vestirme sin hacer ruido.
Pero, a pesar de todo, despertó.
—¡¿Qué estás haciendo?!
—¿Qué… qué?
—¿Ibas a largarte sin avisar?
—¿Pero qué dices? Yo solo…
—¿Pensabas dejarme aquí tirada?
—¡No! No. ¿De qué coño…?
—No; deja que lo adivine. Esto es lo que haces siempre, ¿no? Ha sido un acto reflejo. Lo has hecho sin pensar. ¡Igual que lo haces todo! —Se llevó una mano a la cabeza y cerró los ojos.
—¡No, oye, en serio, estás malinterpretando…!
—No quiero oír nada más, ¿me oyes? —Se incorporó—. Vamos a encontrar a Uriel y a recuperar tu cuerpo. Después te llevaré ante Lucifer. Y después de eso, nada más. —Y se encerró en el baño con un portazo.
            Y pensar que me había parecido buena idea bajar a comprar churros…

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