"Anda que no molo hoy ni nada", dijo para sí Marcela
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 32.
—¡El
objetivo escapa, señor! —dijo un soldado con prismáticos encima de un
montículo.
—Lo sé. Capto el raudo galopar del
Minotauro con claridad cristalina —dijo Plutón, que últimamente no dejaba pasar
la oportunidad de presumir de su recién adquirida agudeza auditiva. Agudeza
que, por otra parte, tenía que agradecerle a Marcia Hellstrom, debido a la
implicación de esta en la súbita desaparición de sus ojos—. Ahora soy capaz de
oír las sibilancias de una mosca asmática a un kilómetro de distancia…
—Estamos
enterados, Plutón. Mira… —dijo Flegias.
—…o
la suave caída de una pluma desprendida de las alas de un buitre…
—Sí,
oye, Plutón…
—…o
la gota de sangre de un torturado aterrizando sobre una sábana de seda…
—¡Plutón,
coño!
—¡Joder,
Flegias! ¡¿A qué vienen esos gritos?!
—¡Que
me atiendas, Plutón, que solo oyes de lejos, hostia!
—¿Qué
coño quieres?
—¡Que
esos tres ya nos llevan mucha ventaja, con las tonterías!
—¿Que
qué?
Curiosamente,
el laberinto se encontraba muy cerca de la zona donde había aterrizado nuestro
taxi, pero ni Marcia ni yo habíamos logrado avistarlo. Asterión me explicó que
la maligna influencia del laberinto se extendía más allá de sus muros,
desorientando a las criaturas que se aproximaban a sus inmediaciones.
—Sobre todo los días nublados —concluyó
Asterión.
Las proporciones exactas de la
pétrea construcción resultaban complicadas de calcular a ojo de buen cubero,
dado que sus muros se perdían en el horizonte según como miraras. Si mirabas
fijamente, parecía imposible de rodear; de reojo parecía sensiblemente más
pequeña. Le pregunté a Asterión si el laberinto era como esos lugares de los
cuentos que resultan más grandes en el interior de lo que su exterior deja
adivinar.
—Desde luego —afirmó Asterión—.
Aunque nunca he sabido a ciencia cierta si es debido a sus propiedades mágicas
o a que está muy bien distribuido.
Traspasamos el sólido portón que
franqueaba el acceso al laberinto solo con girar el pomo. Asterión no veía
necesidad de asegurar la puerta con llave porque, a fin de cuentas, no era un
lugar que te apeteciera asaltar en mitad de la noche.
—Todo el que aprecia su existencia
se mantiene alejado del laberinto —dijo Asterión—. Bueno, todos menos las
Erinias; a esas les gusta más una puerta abierta que a un tonto un lápiz.
—Tienes
un laberinto muy coqueto —dije por pura cortesía. En realidad, el lúgubre
pasillo que enfilábamos invitaba a dejarte caer en los socorridos brazos de la
depresión nerviosa.
—Gracias
—dijo el Minotauro Asterión—. Estáis en vuestra casa, amigos. Cuidado con los
cadáveres descompuestos.
—¿Quién
era ese? —pegunté señalando a un esqueleto vestido con una harapienta túnica
tirado en un rincón.
—Un
amigo al que hace demasiado tiempo que no veo, deduzco —dedujo el Minotauro—.
Os ruego disculpéis el inevitable desorden. Este condenado sitio parece
resistirse a cualquier intento serio de limpieza.
—¿Por
qué no contratas a alguien que te adecente el garito? —me interesé.
—No,
no. —Suspiró—. Tuve a mi servicio a un nutrido número de asistentas cuando
estaba vivo. A las dos primeras me las comí.
—Loca
juventud —apunté.
—Ja,
sí. Tuve una criada muy eficiente cuyo cuerpo incorrupto guardo en una urna de
cristal. La encontré en uno de los aseos, con su mano aún caliente agarrando
una bayeta .—Asterión se estremeció—. La tengo expuesta en el Salón de las
Momias.
—Nunca
me habías dicho que coleccionabas cadáveres —dijo Marcia—. ¿Temías que dejara
de visitarte?
—Bueno,
guardo los que encuentro en buen estado —explicó—. Los monstruos mitológicos
encerrados en laberintos nos somos conocidos precisamente por la variedad de nuestras
aficiones.
—¿Nos
dirigimos al Salón Verde? —pregunté al mirar un cartel con una flecha colgado
en la pared.
—No
confíes en las indicaciones que encuentres; el laberinto está construido para
confundir la mente de los hombres —explicó el Minotauro—. En el cartel puede
poner “Al Salón Verde”, pero adonde de verdad conduce es al Salón Rojo.
—Coño
—expresé sinceramente.
—En
realidad, el recorrido del laberinto no resulta tan, tan complicado. Lo que
pasa es que Dédalo, el arquitecto que diseñó todo el tinglado, se puso tibio
colocando carteles falsos. Cierta vez encontré una indicación que rezaba
“Salida”. Al cruzar corriendo la puerta me caí rodando por unas escaleras —dijo
Asterión—. Cuando estaba en la Tierra, el laberinto no mostraba signos de vida
propia especialmente destacables. Los muros y las puertas solían quedarse donde
los habían puesto. Es lo que tienen las piedras; por sí solas se desplazan poco
—aclaró el Minotauro—. Pero cuando bajó al Infierno conmigo, empezó a
comportarse de manera errática; las habitaciones cambiaban de lugar, los
pasillos no llevaban dos veces al mismo sitio… Más de una vez he cruzado una
puerta creyendo que llevaba a la cocina y me he caído en el foso de la orquesta.
—Al parecer, el Minotauro nunca perdía la oportunidad de alardear de su
Palacete de la Ópera.
Después
de equivocarse de camino un par de veces, Asterión dio con el Salón Rojo.
—¡Ah!
Pues está aquí. —Parecía gratamente sorprendido.
—¿Milord?
—dijo un ser mitad caballo mitad mayordomo nada más vernos entrar.
—¡Hostia!
¡Tienes un Jean-Claude! —observé.
—Un
Jean-Baptiste, para ser más exactos.
—¿Sabes?
Tengo que reconocer que la primera vez que te vi se me quitaron las ganas de
comer —admití—. Pero ahora comprendo que tú y yo tenemos muchas cosas en común.
—¡Amigo
mío! —dijo el Minotauro—. ¡No sabes cuánto me alegra haber encontrado un alma
gemela en este pestilente lugar!
—Si
habéis terminado ya de chocar fraternalmente vuestros brillantes penes,
permitidme recordaros que hay una legión de demonios ansiosos por
despellejarnos ahí fuera —dijo Marcia.
—¿Se
ha metido en líos durante su breve periplo por el exterior, señor? —preguntó el
Jean-Claude del Infierno.
—Me
temo que estamos siendo perseguidos por unos cuántos tipos poco recomendables
que al parecer nos reclaman como ingrediente principal de algún extraño guiso,
Jean-Baptiste.
—En
tal caso, ¿cancelo su cita con su asesor de imagen, señor? —ofreció el gentil
centauro.
—Pero
que insolente a la par que servicial eres, lacayo mío.
—¡Esto
es genial! —me dirigí a Jean-Baptiste—. ¿Sabes? Yo tengo uno igualito que tú
allá en el plano terrenal. Bueno, igual, igual, no. A él no hay que ponerle
herraduras.
—Con
todo el respeto, señor, no sé si me agradaría conocerlo —dijo Jean-Baptiste.
—Oh,
te encantaría. Podríais pasar las horas muertas mirándoos con altivez y
dialogando con desdeñoso sarcasmo.
—Supongo
que no habrá ocurrido nada de singular relevancia durante mi ausencia —dijo el
Minotauro.
—Seguro
que es consciente de que el peso específico de esa entelequia llamada “lógica”
resulta inapreciable en estas estancias. ¿Me equivoco, amo?
—¿Con
esa frase tan demencial e innecesariamente alambicada me quieres decir que
fehacientemente sí ha ocurrido algo especialmente interesante durante mi tristemente
abortada excursión?
—La
respuesta no puede ser menos que afirmativa, milord.
—Espero
con un fervor rayano en la desesperación que no se trate de algún
acontecimiento aciago. —El Minotauro es de procedencia griega, y ya se sabe que
en la Antigua Grecia había más acontecimientos aciagos que tomates, de ahí el
comprensible resquemor.
—Depende
de la óptica con que se divise, señor.
—¿Me
harías el inmenso favor de abreviar un poco, Jean-Baptiste? Me está empezando a
doler mi inmensa testa con tanto malabarismo verbal.
—Como
no, señor —convino Jean-Baptiste—. Hemos recibido una… ¿cómo la calificaría?
—La
califiques como la califiques, preferiría que lo hicieras con un monosílabo —confesó
el Minotauro—. O con dos palabras, a lo sumo. Adjetivo y sustantivo, si puede
ser. La síntesis no implica necesariamente prescindir de la retórica, tan poco
valorada en estos días.
—Inesperada
visita —concluyó Jean-Baptiste.
—¿Ha
traído algún presente? Qué menos que una botella de vino, digo yo. —El
Minotauro me miró buscando mi aprobación. Asentí.
—Si
las andrajosas vestimentas que portan sirven como indicativo, me temo que
nuestros invitados provienen de un lamentable linaje poco dado a la enseñanza
de las debidas reglas de protocolo, milord.
—Y,
exactamente, ¿a cuántos invitados albergamos bajo nuestro aciago techo? —Bien
es cierto que el techo arrojaba un aspecto un tanto aciago.
—Sígame
y podrá contarlos usted mismo, señor —dijo Jean-Baptiste dándose la vuelta con
un gracioso “piticlop”.
—Qué
inconveniencia —se quejó el Minotauro—. Con lo que me apetecía darme un baño
turco.
Seguimos
a Jean-Baptiste, que balanceaba hipnóticamente su prominente badajo por el
pasillo, hasta el Salón Verde, una acogedora estancia con las paredes tapizadas.
Una impresionante cohorte de desposeídos se hacinaba en la diáfana habitación.
—¡Por
las barbas del profeta! —expresó con vehemencia el Minotauro—. ¡Se están
calentando las manos con un bidón en llamas al lado de las sillas Luis XV!
¡Jean-Baptiste! ¡Jean-Baptiste!
—Estoy
a menos de medio metro de usted, milord.
—Jean-Baptiste,
¿cómo has podido dejar pasar a estos desharrapados al interior de mi laberinto?
—El
que a todas luces parece ser su líder utilizó muy buenas palabras para
convencerme, señor —dijo Jean-Baptiste—. He de decir que el citado joven posee
una educación exquisita, a pesar de que el término “par de zapatos” debe evocarle
algún tipo de concepto abstracto.
—Ah,
qué bien. ¿Y podrías presentarme a ese deslumbrante gentleman descalzo que rige los destinos de esta potencialmente
peligrosa plebe?
—¡Hermano!
—oí gritar a un negro descalzo.
—¡Coño,
Pojinga! —Pojinga corrió a posar afectuosamente sus manos sobre mis hombros—.
¿Qué estás haciendo aquí?
—Haciendo
un alto en el camino para guarecernos antes de proseguir nuestra búsqueda de un
lugar mejor para mí y los míos, viejo amigo —explicó Pojinga.
—¿Y
cuándo piensan partir, aproximadamente? —preguntó el Minotauro—. No es que me
moleste dar cobijo a un hatajo de okupas roñosos, pero tendría que comprobar si
nos quedan suficientes existencias de paté de salmón, por si piensan ustedes
quedarse a desayunar.
—Ah,
usted debe ser el gobernante de estas recias paredes. —Pojinga le dio la mano
al Minotauro—. Un laberinto muy acogedor, caballero. Sus estrechos pasillos y
oscuros recovecos son capaces de encender la imaginación del más lánguido de
los hombres.
—Vaya,
su actitud es muy positiva —reconoció el Minotauro—. Por norma general,
aquellos que se adentran en estos muros tienen visiones de muerte y destrucción
total.
—Sí,
bueno, quizá deberías cambiar la decoración —opiné—. Quitar esas cabezas
humanas colgadas de la pared y poner algunos cuadros de flores.
—Oh,
bueno, es que a mí los paisajes y los bodegones no me inspiran nada. Soy
aficionado al estilo retro —confesó el Minotauro—. Las cabezas cortadas estaban
muy de moda en la Edad de Hierro.
—Eh…
¿alguien ha visto a Marcia? —pregunté.
—Ha
dicho “Voy un momento al baño” y después ha murmurado algo sobre atiborrarse de
ansiolíticos, señor —informó Jean-Baptiste.
—Por
lo visto la noche no hace más que mejorar, caballeros— observó el Minotauro.
—Mucho
mejor —dijo Marcia regresando a la estancia. Tenía la mirada un tanto
extraviada
—Marcia,
cariño, ¿te has metido droga? —pregunté con cautela.
—Afortunadamente,
Asterión tiene una provisión bastante golosa de benzodiacepinas en el baño —confesó—.
¿Sabes que estás muy guapo cuando te preocupas? Anda, dame un besito, que te
perdono por lo del otro día.
—Bueno,
no suelo aprovecharme de mujeres narcotizadas hasta las cejas, pero en tu caso
haré una excepción —dije tras dar santa sepultura a mi conciencia.
—No
querría parecer grosero, pero no me parece el momento más indicado para
amartelarse, pichones —interrumpió el Minotauro.
—¡Qué
descaro! ¡Qué desvergüenza! —dijo a mi espalda una voz que se asemejaba
sensiblemente al graznido de un cuervo.
Di
un paso atrás, aterrorizado por el espantoso panorama que violentó
inmisericordemente mi campo visual.
—¡Oh,
Dios! ¿Qué ven mis ojos? Son… son… ¡tres señoras de mediana edad!
Las temibles Erinias me miraron de arriba
abajo con desaprobación.
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