jueves, 30 de abril de 2020

Le llamaban Legión

"Anda que no molo hoy ni nada", dijo para sí Marcela

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 32.

—¡El objetivo escapa, señor! —dijo un soldado con prismáticos encima de un montículo.
            —Lo sé. Capto el raudo galopar del Minotauro con claridad cristalina —dijo Plutón, que últimamente no dejaba pasar la oportunidad de presumir de su recién adquirida agudeza auditiva. Agudeza que, por otra parte, tenía que agradecerle a Marcia Hellstrom, debido a la implicación de esta en la súbita desaparición de sus ojos—. Ahora soy capaz de oír las sibilancias de una mosca asmática a un kilómetro de distancia…
—Estamos enterados, Plutón. Mira… —dijo Flegias.
—…o la suave caída de una pluma desprendida de las alas de un buitre…
—Sí, oye, Plutón…
—…o la gota de sangre de un torturado aterrizando sobre una sábana de seda…
—¡Plutón, coño!
—¡Joder, Flegias! ¡¿A qué vienen esos gritos?!
—¡Que me atiendas, Plutón, que solo oyes de lejos, hostia!
—¿Qué coño quieres?
—¡Que esos tres ya nos llevan mucha ventaja, con las tonterías!
—¿Que qué?

Curiosamente, el laberinto se encontraba muy cerca de la zona donde había aterrizado nuestro taxi, pero ni Marcia ni yo habíamos logrado avistarlo. Asterión me explicó que la maligna influencia del laberinto se extendía más allá de sus muros, desorientando a las criaturas que se aproximaban a sus inmediaciones.
            —Sobre todo los días nublados —concluyó Asterión.
            Las proporciones exactas de la pétrea construcción resultaban complicadas de calcular a ojo de buen cubero, dado que sus muros se perdían en el horizonte según como miraras. Si mirabas fijamente, parecía imposible de rodear; de reojo parecía sensiblemente más pequeña. Le pregunté a Asterión si el laberinto era como esos lugares de los cuentos que resultan más grandes en el interior de lo que su exterior deja adivinar.  
            —Desde luego —afirmó Asterión—. Aunque nunca he sabido a ciencia cierta si es debido a sus propiedades mágicas o a que está muy bien distribuido.
            Traspasamos el sólido portón que franqueaba el acceso al laberinto solo con girar el pomo. Asterión no veía necesidad de asegurar la puerta con llave porque, a fin de cuentas, no era un lugar que te apeteciera asaltar en mitad de la noche.
            —Todo el que aprecia su existencia se mantiene alejado del laberinto —dijo Asterión—. Bueno, todos menos las Erinias; a esas les gusta más una puerta abierta que a un tonto un lápiz.
—Tienes un laberinto muy coqueto —dije por pura cortesía. En realidad, el lúgubre pasillo que enfilábamos invitaba a dejarte caer en los socorridos brazos de la depresión nerviosa.
—Gracias —dijo el Minotauro Asterión—. Estáis en vuestra casa, amigos. Cuidado con los cadáveres descompuestos.
—¿Quién era ese? —pegunté señalando a un esqueleto vestido con una harapienta túnica tirado en un rincón.
—Un amigo al que hace demasiado tiempo que no veo, deduzco —dedujo el Minotauro—. Os ruego disculpéis el inevitable desorden. Este condenado sitio parece resistirse a cualquier intento serio de limpieza.
—¿Por qué no contratas a alguien que te adecente el garito? —me interesé.
—No, no. —Suspiró—. Tuve a mi servicio a un nutrido número de asistentas cuando estaba vivo. A las dos primeras me las comí.
—Loca juventud —apunté.
—Ja, sí. Tuve una criada muy eficiente cuyo cuerpo incorrupto guardo en una urna de cristal. La encontré en uno de los aseos, con su mano aún caliente agarrando una bayeta .—Asterión se estremeció—. La tengo expuesta en el Salón de las Momias.
—Nunca me habías dicho que coleccionabas cadáveres —dijo Marcia—. ¿Temías que dejara de visitarte?
—Bueno, guardo los que encuentro en buen estado —explicó—. Los monstruos mitológicos encerrados en laberintos nos somos conocidos precisamente por la variedad de nuestras aficiones.
—¿Nos dirigimos al Salón Verde? —pregunté al mirar un cartel con una flecha colgado en la pared.
—No confíes en las indicaciones que encuentres; el laberinto está construido para confundir la mente de los hombres —explicó el Minotauro—. En el cartel puede poner “Al Salón Verde”, pero adonde de verdad conduce es al Salón Rojo.
—Coño —expresé sinceramente.
—En realidad, el recorrido del laberinto no resulta tan, tan complicado. Lo que pasa es que Dédalo, el arquitecto que diseñó todo el tinglado, se puso tibio colocando carteles falsos. Cierta vez encontré una indicación que rezaba “Salida”. Al cruzar corriendo la puerta me caí rodando por unas escaleras —dijo Asterión—. Cuando estaba en la Tierra, el laberinto no mostraba signos de vida propia especialmente destacables. Los muros y las puertas solían quedarse donde los habían puesto. Es lo que tienen las piedras; por sí solas se desplazan poco —aclaró el Minotauro—. Pero cuando bajó al Infierno conmigo, empezó a comportarse de manera errática; las habitaciones cambiaban de lugar, los pasillos no llevaban dos veces al mismo sitio… Más de una vez he cruzado una puerta creyendo que llevaba a la cocina y me he caído en el foso de la orquesta. —Al parecer, el Minotauro nunca perdía la oportunidad de alardear de su Palacete de la Ópera.
Después de equivocarse de camino un par de veces, Asterión dio con el Salón Rojo.
—¡Ah! Pues está aquí. —Parecía gratamente sorprendido.
—¿Milord? —dijo un ser mitad caballo mitad mayordomo nada más vernos entrar.
—¡Hostia! ¡Tienes un Jean-Claude! —observé.
—Un Jean-Baptiste, para ser más exactos.
—¿Sabes? Tengo que reconocer que la primera vez que te vi se me quitaron las ganas de comer —admití—. Pero ahora comprendo que tú y yo tenemos muchas cosas en común.
—¡Amigo mío! —dijo el Minotauro—. ¡No sabes cuánto me alegra haber encontrado un alma gemela en este pestilente lugar!
—Si habéis terminado ya de chocar fraternalmente vuestros brillantes penes, permitidme recordaros que hay una legión de demonios ansiosos por despellejarnos ahí fuera —dijo Marcia.
—¿Se ha metido en líos durante su breve periplo por el exterior, señor? —preguntó el Jean-Claude del Infierno.
—Me temo que estamos siendo perseguidos por unos cuántos tipos poco recomendables que al parecer nos reclaman como ingrediente principal de algún extraño guiso, Jean-Baptiste.
—En tal caso, ¿cancelo su cita con su asesor de imagen, señor? —ofreció el gentil centauro.
—Pero que insolente a la par que servicial eres, lacayo mío.
—¡Esto es genial! —me dirigí a Jean-Baptiste—. ¿Sabes? Yo tengo uno igualito que tú allá en el plano terrenal. Bueno, igual, igual, no. A él no hay que ponerle herraduras.
—Con todo el respeto, señor, no sé si me agradaría conocerlo —dijo Jean-Baptiste.
—Oh, te encantaría. Podríais pasar las horas muertas mirándoos con altivez y dialogando con desdeñoso sarcasmo.
—Supongo que no habrá ocurrido nada de singular relevancia durante mi ausencia —dijo el Minotauro.
—Seguro que es consciente de que el peso específico de esa entelequia llamada “lógica” resulta inapreciable en estas estancias. ¿Me equivoco, amo?
—¿Con esa frase tan demencial e innecesariamente alambicada me quieres decir que fehacientemente sí ha ocurrido algo especialmente interesante durante mi tristemente abortada excursión?
—La respuesta no puede ser menos que afirmativa, milord.
—Espero con un fervor rayano en la desesperación que no se trate de algún acontecimiento aciago. —El Minotauro es de procedencia griega, y ya se sabe que en la Antigua Grecia había más acontecimientos aciagos que tomates, de ahí el comprensible resquemor.
—Depende de la óptica con que se divise, señor.
—¿Me harías el inmenso favor de abreviar un poco, Jean-Baptiste? Me está empezando a doler mi inmensa testa con tanto malabarismo verbal.
—Como no, señor —convino Jean-Baptiste—. Hemos recibido una… ¿cómo la calificaría?
—La califiques como la califiques, preferiría que lo hicieras con un monosílabo —confesó el Minotauro—. O con dos palabras, a lo sumo. Adjetivo y sustantivo, si puede ser. La síntesis no implica necesariamente prescindir de la retórica, tan poco valorada en estos días.
—Inesperada visita —concluyó Jean-Baptiste.
—¿Ha traído algún presente? Qué menos que una botella de vino, digo yo. —El Minotauro me miró buscando mi aprobación. Asentí.
—Si las andrajosas vestimentas que portan sirven como indicativo, me temo que nuestros invitados provienen de un lamentable linaje poco dado a la enseñanza de las debidas reglas de protocolo, milord.
—Y, exactamente, ¿a cuántos invitados albergamos bajo nuestro aciago techo? —Bien es cierto que el techo arrojaba un aspecto un tanto aciago.
—Sígame y podrá contarlos usted mismo, señor —dijo Jean-Baptiste dándose la vuelta con un gracioso “piticlop”.
—Qué inconveniencia —se quejó el Minotauro—. Con lo que me apetecía darme un baño turco.
Seguimos a Jean-Baptiste, que balanceaba hipnóticamente su prominente badajo por el pasillo, hasta el Salón Verde, una acogedora estancia con las paredes tapizadas. Una impresionante cohorte de desposeídos se hacinaba en la diáfana habitación.
—¡Por las barbas del profeta! —expresó con vehemencia el Minotauro—. ¡Se están calentando las manos con un bidón en llamas al lado de las sillas Luis XV! ¡Jean-Baptiste! ¡Jean-Baptiste!
—Estoy a menos de medio metro de usted, milord.
—Jean-Baptiste, ¿cómo has podido dejar pasar a estos desharrapados al interior de mi laberinto?
—El que a todas luces parece ser su líder utilizó muy buenas palabras para convencerme, señor —dijo Jean-Baptiste—. He de decir que el citado joven posee una educación exquisita, a pesar de que el término “par de zapatos” debe evocarle algún tipo de concepto abstracto.
—Ah, qué bien. ¿Y podrías presentarme a ese deslumbrante gentleman descalzo que rige los destinos de esta potencialmente peligrosa plebe?
—¡Hermano! —oí gritar a un negro descalzo.
—¡Coño, Pojinga! —Pojinga corrió a posar afectuosamente sus manos sobre mis hombros—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Haciendo un alto en el camino para guarecernos antes de proseguir nuestra búsqueda de un lugar mejor para mí y los míos, viejo amigo —explicó Pojinga.
—¿Y cuándo piensan partir, aproximadamente? —preguntó el Minotauro—. No es que me moleste dar cobijo a un hatajo de okupas roñosos, pero tendría que comprobar si nos quedan suficientes existencias de paté de salmón, por si piensan ustedes quedarse a desayunar.
—Ah, usted debe ser el gobernante de estas recias paredes. —Pojinga le dio la mano al Minotauro—. Un laberinto muy acogedor, caballero. Sus estrechos pasillos y oscuros recovecos son capaces de encender la imaginación del más lánguido de los hombres.
—Vaya, su actitud es muy positiva —reconoció el Minotauro—. Por norma general, aquellos que se adentran en estos muros tienen visiones de muerte y destrucción total.
—Sí, bueno, quizá deberías cambiar la decoración —opiné—. Quitar esas cabezas humanas colgadas de la pared y poner algunos cuadros de flores.
—Oh, bueno, es que a mí los paisajes y los bodegones no me inspiran nada. Soy aficionado al estilo retro —confesó el Minotauro—. Las cabezas cortadas estaban muy de moda en la Edad de Hierro.
—Eh… ¿alguien ha visto a Marcia? —pregunté.
—Ha dicho “Voy un momento al baño” y después ha murmurado algo sobre atiborrarse de ansiolíticos, señor —informó Jean-Baptiste.
—Por lo visto la noche no hace más que mejorar, caballeros— observó el Minotauro.
—Mucho mejor —dijo Marcia regresando a la estancia. Tenía la mirada un tanto extraviada
—Marcia, cariño, ¿te has metido droga? —pregunté con cautela.
—Afortunadamente, Asterión tiene una provisión bastante golosa de benzodiacepinas en el baño —confesó—. ¿Sabes que estás muy guapo cuando te preocupas? Anda, dame un besito, que te perdono por lo del otro día.
—Bueno, no suelo aprovecharme de mujeres narcotizadas hasta las cejas, pero en tu caso haré una excepción —dije tras dar santa sepultura a mi conciencia.
—No querría parecer grosero, pero no me parece el momento más indicado para amartelarse, pichones —interrumpió el Minotauro.
—¡Qué descaro! ¡Qué desvergüenza! —dijo a mi espalda una voz que se asemejaba sensiblemente al graznido de un cuervo.
Di un paso atrás, aterrorizado por el espantoso panorama que violentó inmisericordemente mi campo visual.
—¡Oh, Dios! ¿Qué ven mis ojos? Son… son… ¡tres señoras de mediana edad!
            Las temibles Erinias me miraron de arriba abajo con desaprobación.

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