jueves, 2 de abril de 2020

Montando el pollo en La Puerta del Cielo

Assembling the chicken on Heaven´s Door

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 5.

Lo primero que hizo el Poli Cabrón cuando murió fue intentar echar abajo las puertas del Cielo a empujones. El eficiente Petrus había tomado la precaución de echar el pestillo, pero por su expresión alarmada intuí que la palabra “abatibles” reverberaba en su cerebro al ritmo de las embestidas del bigotudo agente. Fuera, la tormenta había cesado, por lo que supuse que los analgésicos debieron de hacerle algún bien al Creador.
—¿Y bien, Mesías? ¿Alguna idea brillante que quieras compartir? —me preguntó Petrus—. Como mantengamos  la puerta cerrada mucho tiempo, se va a liar un cipote de almas que para qué te voy a contar.
—Tú distrae al Poli Cabrón mientras el Jefe sale del baño. Ya se nos ocurrirá algo —dije mientras mi cerebro se afanaba en lograr un hito en la historia de los planes de emergencia improvisados.
—¡Abrid la puerta, mamones, que como me líe a tiros me quedo solo! —amenazó el Poli Cabrón en la cumbre de su encabronamiento.
—Ya va, ya va —Petrus abrió la puerta y se quedó en el umbral.
—¡Ya era hora, cabronazo! —saludó el Poli Cabrón.
—Hijo mío, te conmino a que depongas esa actitud beligerante —dijo Petrus—. Aquí dentro solo encontrarás la Paz y el Sosiego Eternos.
—¡A mí la Paz y el Sosiego Eternos me importan tres cojones! —dijo el Poli Cabrón, que, a pesar de su actual estado ectoplásmico, no parecía un tipo muy espiritual—. ¡Se os va a caer el pelo! A ver, ¿dónde están el barbas y el torero? ¿Quién eres tú?
—Soy Petrus, el portero.
—¿Conque Petrus, eh? ¡Valiente nombre de mafioso del este! ¿De dónde eres? ¡De Ucrania o algún sitio así, como si lo estuviera viendo!
—No, señor —dijo Petrus, visiblemente ofendido—. Soy de Galilea.
—Sí, bueno, ¿qué diferencia hay? ¿Dónde coño está Galilea, en la provincia de Albacete? ¡Me huele a mí que no!
Yo observaba la escena a una distancia prudencial de la puerta. Dios se acercó a mi lado, ataviado con albornoz y zapatillas y con su larga melena blanca recogida en una coleta.
—¿A que no adivinas quién la ha palmado? —dije.
—¿Sabes? Eres de lo más delicado dando malas noticias.
—¡Eh, usted, viejales! —dijo el Poli Cabrón asomando la cabeza sobre el hombro de Petrus—. ¿Es el gerente de este garito? ¡Dígale a su gorila que me deje pasar ipso facto!
—Ay, no. ¿Él? —dijo el Señor.
—Lo siento, amigo —Petrus se mantuvo firme—. Tenemos reservado el derecho de admisión.
—Oye, gorila —dijo el Poli Cabrón—. Mi cadáver yace a unos pocos metros en esa dirección. Conozco mis derechos. He fallecido y voy a pasar al otro barrio, os guste o no.
—¿Promete comportarse de acuerdo a las debidas normas de decoro?
—Claro. ¡En cuanto le arranque la cabeza a ese par de maricones que tienes a tu espalda!
—Hay que reconocer que tiene usted una voluntad inquebrantable —dijo Petrus.
—No es que tenga una voluntad inquebrantable. Es que, cuando se me planta algo en los cojones...
Dios se acercó a mediar.
—Vamos, vamos, hijo. Su muerte ha sido muy repentina. Observe las ventajas de ser un alma en pena.
—¿De qué está hablando, pureta?
—¿No hay por ahí algún asunto que lo ate al plano terrenal? ¿Algo que haya dejado a medias?
—Hombre, yo no entiendo mucho de parapsicología, pero no creo que terminar de echarle la capa de minio a la mesa del patio sea razón suficiente para quedarme aquí como un alma en pena —observó el Poli Cabrón.
—Le propongo un trato —dijo el Señor—. Usted se queda otros dos años en la Tierra, asustando a quien yo le diga, o embrujando algún sitio, al término de los cuales vuelve aquí, olvidamos sus pecadillos y entra al Cielo tan campante. Es una práctica habitual. Considérelo una prestación de servicios sociales.
—¡Que no, que no, que muy amable, pero los cojones! —dijo el Poli Cabrón.
Dios le cerró la puerta en las narices.
—¡Pues aquí me quedo! ¡Ahora, que si yo no entro, aquí no entra ni el Tato! —exclamó el agraviado agente disponiéndose a hacer guardia en la puerta.
Un caballero calvo y entrado en carnes se acercó al Poli Cabrón.
—Disculpe...
—¡Qué!
—Verá, es que acabo de espicharla, ¿sabe usted? Y me gustaría pasar al Otro Lado.
—¡Un cipote va a entrar usted aquí! ¿Me he explicado con claridad?
—¡Pero, oiga, que acabo de sufrir un infarto! ¿No cree que ya llevo el día completito?
En el interior del club, Dios se pasó una mano por la cara.
—Joder, la que va a liar el Poli Cabrón este —se lamentó—. Mueren más de ciento cincuenta mil personas cada día. ¡Y algunas de ellas se han ganado el Cielo!
—Oye, si quieres, puedo salir fuera y hacer algo en plan Redentor —me ofrecí.
—¿Tú? —dijo el Creador—. ¿Qué vas a hacer tú, si todavía no sabes una mierda de nada?
—Pues enséñame algo, hombre —dije—. ¿No puedes pasarme un poco de poder? Yo creo que con cinco gramos de milagro voy que ardo.
Diez segundos de silencio y titánica lucha interna más tarde, los ojos del Señor dejaron traslucir el sentimiento de derrota de aquel que se ve fatalmente abocado a transigir con la peor idea que ha escuchado en mucho tiempo.
—Está bien —dijo el Señor finalmente—. Ve y resucita a ese mamón. Pero, cuando hayas terminado, el poder me lo devuelves. A ver si te crees que esto del mesianismo es llegar y besar el santo.

Un cuarto de hora después, el Poli Cabrón había logrado formar un pequeño embotellamiento de gente recién muerta que no veía la hora de reunirse con sus difuntos.
—¡Disuélvanse! ¡Aquí no hay nada que ver!
—Pero, hombre, q—que llevo toda la vida esperando este momento —dijo una monja temblorosa que ofreció una interpretación bastante pobre del estado anímico conocido como “Paz interior”.
—¿Podría dejarme paso, por favor? —dijo una voz a espaldas del Poli Cabrón.
Al volverse, me encontró enfundado en una bata blanca que mal disimulaba el traje de luces, portando gafas de concha, mostacho falso y un estetoscopio colgado al cuello. Por suerte, el guardarropa del club disponía de un amplio surtido de disfraces para, según el Creador, “realizar las, eh, performances”.
—¿Adónde cree que va, doctor?
—De vuelta al hospital —respondí—. Por lo visto me han reanimado, ¿sabe usted?
—Sí, seguro. ¡¡Por mis santos cojones que aquí no entra ni sale nadie!!
—Pero, mi querido muchacho, no se ponga así. Hablando se entiende la gente —le dije justo antes de clavarle una rodilla en sus ectoplásmicas pelotas.
—¡Jo...der! —fue todo lo que logró articular verbalmente el Poli Cabrón, que quedó tendido en posición fetal.
Me abrí paso como pude entre el estupefacto y etéreo público que se arremolinaba ante La Puerta del Cielo y llegué hasta el humeante cadáver del Poli Cabrón.
—Menos mal que aparece, doctor —me dijo uno de los jóvenes maderos que velaban el cuerpo presente de su Sargento—. ¿Podría examinarme las manos? Me las he quemado cuando intentaba practicarle al Sargento la reanimación cardiopulmonar, ¿sabe usted? Para mí que me van a salir llagas.
—Lo primero es lo primero, joven —sentencié, arrodillándome junto al fiambre—. Quizá todavía podamos hacer algo por este hombre.
Curiosamente, el Poli Cabrón no mostraba un aspecto del todo indecente, a pesar de haberse encontrado en las inmediaciones del punto de impacto de un rayo en el momento de caer. Presentaba algunas quemaduras de segundo grado, siendo generosos, pero pocos signos de achicharramiento propiamente dicho. Por lo demás, lucía menos pelos en el bigote de lo habitual y un peinado salvajemente inadecuado para un hombre de su edad.
—Coño, que tío más duro —murmuré.
—¿Existe alguna posibilidad, doctor? —preguntó otro policía.
—Caballeros, no les voy a mentir —dije—. He visto mucha gente chamuscada en mi vida, pero muy poca que desprenda este olorcito tan rico a beicon. Afortunadamente, parece que todavía está crudo por dentro.
—Alabado sea el Señor —dijo el poli de las manos quemadas.
—Y usted que lo diga —dije imponiendo mis manos al cadáver—. ¡Levántate y…! ¡Ah! —aparté rápidamente las manos—. ¡Coño, cómo quema!
—¿Qué le había dicho? —dijo el joven madero.
La temperatura corporal del Poli Cabrón planteaba un inconveniente táctico a mis planes de resurrección, que requerían contacto físico, además de unas palabras mágicas. Me incorporé, me soplé las manos y, después de una breve deliberación interna, resolví aplicar leves golpes con la punta de mis manoletinas a las costillas del Sargento.
—Levántate y anda, levántate y anda… —repetía cada vez le propinaba un tímido puntapié.
—Eh, doctor, apreciamos mucho sus esfuerzos, pero déjelo ya, si eso —dijo otro policía que no parecía albergar demasiada confianza en la eficacia de mis métodos—. Si, total, está más tieso que la mojama.
—No se desanimen, muchachos. Solo debemos esperar a que se enfríe un poco —dije. Las manos me sudaban.
—Ya —dijo el agente de las manos quemadas, incómodo—. Qué lástima que haya dejado de llover, ¿eh? Con lo bien que nos habría venido.
—Vamos a ver si ya… —dije arrodillándome.
Acerqué con cautela las manos al Poli Cabrón, sin llegar a tocarlo. Aún irradiaba suficiente calor como para colocarlo debajo de la mesa camilla de una anciana en una tarde de invierno, así que posé las manos sobre su antaño a buen seguro peludo pecho y las aparté en una fracción de segundo.
—¡Levántate y anda! —dije atropelladamente.
El cuerpo del sargento se convulsionó. Probé de nuevo.
—¡Levántate y anda!
Otra convulsión. Temí que, dada la brevedad del contacto de mis manos con su cuerpo, estuviera operando en él un efecto desfibrilador, en vez de una resurrección digna de tal nombre.
—Está funcionando, doctor —dijo un policía—. Pero siga, hombre, no sea moña.
—¡Yo te mato! ¡Te mato! —oí decir a una voz.
Miré en dirección al club. El espíritu del Poli Cabrón, aparentemente recuperado de su percance testicular, corría hacía mí echando espuma por la boca.
—¡Mierda! —Mi última oportunidad—. ¡Levántate y anda, cabrón!
Esta vez, el excadáver del Poli Cabrón abrió los ojos de par en par.
—Joder, menos malllllrrrrrggg... —la incorrecta pronunciación de la frase estuvo motivada por la gentil insistencia del Poli Cabrón en adornarme el gaznate con sus tostadas zarpas.
—¡Yo te mato! ¡Te mato! —exclamó el sargento. Al parecer, el hecho de haber muerto y resucitado no había provocado ningún cambio trascendental en su forma de encarar la existencia.
—¡Sargento, que se pierde! —dijo el agente de las manos chamuscadas lanzándose a agarrar los brazos de su superior.
Gracias a la intervención del joven agente logré zafarme de las garras del resucitado y salir cagando leches. Por su parte, el Poli Cabrón se incorporó de un salto y desenfundó su pistola. Yo corría que me las pelaba hacia la puerta del club en medio de una lluvia de proyectiles.
—¡Después de mí, el diluvio! ¡Más luz! ¡Rosebud! —grité en mi huida para asegurarme unas últimas palabras notables en caso de que alguna bala me alcanzara.  
Me lancé de un salto hacia las puertas abatibles y entré en el local antes que el aire.
—¡Ya te pillaré, bastardo! ¡Acuérdate de lo que te digo! ¡Que me he quedado con tu cara! —amenazó el Poli Cabrón, que en su forma mortal no podía acercarse al Club.
Corrí hacia el Altísimo y le agarré de las solapas del albornoz, intoxicado por el subidón de adrenalina.
—¡¿Has visto lo que he hecho?! ¡¿Lo has visto?! ¡He resucitado a mi primer muerto! ¡Bartolo, un tequilita! —le dije al camarero—. ¿Donde se ha metido la morena de piernas largas?
Dios me agarró por los hombros.
—Lo has hecho muy bien, hijo, pero lamento comunicarte que no hay tiempo para el sano esparcimiento. Debemos irnos.
—¿Estás de coña? ¿Voy a marcharme al otro barrio sin coger un cebollón ni echar un casquetillo? —protesté.
—Hijo mío, la Gloria te espera —dijo el Creador con solemnidad.
            —Bueno, qué le vamos a hacer —dije resignado—. Y, dime, ¿está buenorra la Gloria esa?

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