domingo, 26 de abril de 2020

El club de los suicidas muertos (y uno que se dio de baja)

"¡Antes la muerte que enfoscar la pared!"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 28.

Había intentado infructuosamente convencer a Uriel de que siguiera a mi lado utilizando métodos diplomáticos y otros que tienen que ver con pequeños objetos de ejemplar contundencia; todas mis armas de persuasión, en suma, y había fracasado. La posibilidad de conocer a un ser potencialmente interesante como el Minotauro había inyectado un poco de luz a mi sombrío estado de ánimo, pero entonces recordé algo que me había comentado alguien alguna vez —mi frutera, creo, que parecía conocer la vida de todo el mundo—, referente a la rigurosa alimentación a base de vírgenes que seguía el tipo mitad hombre, mitad toro, y me pregunté si el astado engendro seguiría mostrándose igual de selectivo, o si con el paso de los años se habría convertido en uno de esos que se comían una paella y no apartaban nada al borde del plato. Resolví trasladar mi creciente inquietud a Marcia.
—Lo de devorar vírgenes era cuando estaba en el mundo de los vivos —apuntó Marcia al volante del taxi de Flegias—. Cuando murió, empezó a moderar su dieta.
—Sí, bueno. Más vale tarde que nunca.
Conducíamos por una amplia alameda de cuatro carriles flanqueada por multitud de comercios y bares; a simple vista, una de las arterias principales del Infierno. Yo apenas había abierto mi festiva y despreocupada boca en todo el trayecto, hecho que no pasó inadvertido a mi sensual acompañante.
—Oye… soy una diablesa del Infierno, así que podrás imaginar que mi capacidad para el consuelo es muy limitada —dijo. Yo me limité a gruñir—. Pero, de todas formas, si hay algo que pueda hacer por ti… no sé…
—Ya que te ofreces, había pensado que pellizcarte un pezón no me haría sentir más miserable de lo que me siento.
Estaba a punto de proceder diligentemente cuando atropellamos a alguien.
—De puta madreeeeeeeeee… —comentó ese alguien cuando salió volando.
—A eso lo llamo yo enfrentarse a la aniquilación total con espíritu positivo —dije.
—Es un residente de la zona; un tipo que quiere repetir el éxtasis de la muerte autoinducida.
—¿Mande?
—Un adicto al suicidio.
—¿Y se dejan atropellar? —pregunté, adivino que con un malsano fulgor en los ojos.
—Exacto. Y la respuesta a tu siguiente pregunta es no —puso los puntos sobre las íes mi diablesa.
—¿Cómo sabes lo que te voy a preguntar?
—¿No vas a pedirme que te deje conducir?
—Acabas de decir que harías cualquier cosa por animarme… —Puse mis mejores ojitos de cordero degollado, lo cual debió de resultar bastante desagradable.
—No me vengas con el chantaje emocional.
—Anda, churri…
—Y no me llames churri. Qué apelativo cariñoso tan cutre, joder.
¡CLONK!
—¡Qué subidóoooooon…! —dijo el segundo damnificado de la noche.
—¡Mierda! —opiné—. ¡Ese era mío!
—No vas a atropellar a nadie.
—¿Has oído eso?
—¿Qué?
—Creo que se nos acaba de caer el tubo de escape.
—¿Qué?
—Mierda. Baja a ver.
—Joder, lo que faltaba —se quejó Marcia antes de estacionar y bajar del taxi—. Espero que tengas alguna idea de mecánica, porque si no… Mmm, oye el tubo de escape está en su sitio.
¡BRUUMMM!
—¡Si será cabrón! —escuché decir a mi diablesa antes de salir zumbando en busca de algún complaciente candidato a probar el sabor del parabrisas.
—¡Ahí hay una! —exclamé al ver a una anciana con un carro de la compra cruzando un paso de cebra. Con la distancia que concede el tiempo, he de reconocer que aquella señora en alpargatas no encuadraba del todo en el perfil de un suicida, así que supongo que me dejé llevar por el entusiasmo.
¡CLOMP!
—¡Aaaayayayay! —dijo la señora encima del capó.
—A que mola, ¿eh, abuela? —dije sacando la cabeza por la ventanilla.
—¡Sinvergüenza! ¡Gamberro! ¡Hijoputa! ¡Que vais como locos! —vociferó la venerable anciana con un manojo de berros en la cabeza.
—¡Alegre esa cara señora! ¡Piense en lo que se van a reír sus nietos cuando se lo cuente!
—¡Para ahora mismo, que te voy a arrear un mandoble que no te va a reconocer ni tu puñetera madre!
—A mandar, señora. —Y frené en seco, lanzando a la abuela a una vistosa fuente—. Hala, ya he cometido mi buena acción del día.
Al bajar del coche, el griterío de una muchedumbre provocó que mi habitualmente extraviada atención volviera a mí mascullando “¿Pero qué cojones…?”
En las pancartas que portaban los manifestantes se podía leer cosas del tipo “No a la vida” y “Resurrección KK”.
—¡Creador, cabrón, abole la resurrección! —coreaban los asistentes a ritmo de bombo.
—Oiga, ¿ustedes de qué van? —pregunté al que parecía liderar la marcha cuando pasó a mi lado.
—¡Coño, un ángel! —El tipo frenó en seco y por poco se cae—. ¡Compañeros! —dijo volviéndose a la exaltada comitiva que le seguía—. ¡Un enviado del Señor está dispuesto a escuchar nuestras quejas!
—¿Ein? —dijeron algunos.
—¿Ein? —dije yo, porque no se me ocurría mejor manera de expresarlo.
—¿Comunicará al Creador nuestras exigencias, señor? ¿Nos servirá de intermediario? ¿Lo hará, señor? ¿Lo hará? ¿Eh? ¿Eh? Ande, diga que sí, diga que sí, ¿qué le cuesta? —suplicó el interfecto tirándome de una manga.
—¿Qué es lo que ocurre, compadre?
—Verá, señor ángel, soy Marcelino Paniagua, coordinador general de la Plataforma Antirresurrecionista, formada en su integridad por suicidas que se oponen de manera drástica a la resurrección de la carne proclamada por el redentor y cuya fecha de ejecución se prevé próxima, según tenemos entendido.
—A ver si lo he comprendido —que es lo que siempre digo en sustitución del manido “Perdona, es que no estaba escuchando”—. Ustedes, lo que pretenden es… ¿Qué es lo que pretenden ustedes?
—Exigir nuestro derecho a continuar muertos. Uno no se acuesta en la vía del tren porque se levante con el día tonto o aquejado de una indefectible melancolía, ¿sabe? Aquí el que más y el que menos tuvo sus razones para tirarse de un puente con una roca atada al cuello. La vida es una mierda, señor mío.
—Por lo que he podido comprobar, la muerte no es que sea mucho mejor.
—Permítame que discrepe.
—Discrepe, discrepe. —Durante mi aún corta pero intensa trayectoria vital había descubierto que “discrepar” era una forma suave de decir “joder”—. Joda, joda —dije siguiendo el hilo de mis pensamientos.
—¿Disculpe?
—No, que digo que discrepe. ¿No iba a discrepar usted?
—Si, por supuesto. No se impaciente, que ya discrepo.
—Adelante. Ejerza el libre ejercicio de la discrepancia.
—Es usted un demócrata en toda regla. No como su Jefe, si me permite decirlo.
—Sí, mi jefe es un cabrón. Oiga, no sabía que lo conocía.
—¿A su Jefe? Todo el mundo Lo conoce, aunque sea de oídas.
—Coño, no sabía que el Anacleto era tan famoso.
—¿El Señor se llama Anacleto?
—El señor Anacleto, así lo llaman en el pueblo… Un momento, ¿de quién estamos hablando?
—De su Jefe, naturalmente. ¿Puedo pronunciar Su nombre? —preguntó en voz baja.
—Cómo no. Yo lo hago. Anacleto. ¿Lo ve? No pasa nada. “Anacleto, por el culo te la meto”, solíamos decir sus empleados cuando no estaba delante.
—No sé si hablamos de la misma persona.
—¿A qué Anacleto se refiere usted?
—Al Anacleto que creó el universo.
—¿Anacleto, crear el universo? ¡Pero si no sabe ni encender la vitrocerámica! ¿Lo he dicho bien? Vitrocerámica. A veces tengo problemas con esa palabra, y digo “mitrocerámica”. Me pasa lo mismo con metracrilatorl. ¿Lo ve? Me-tra-qi… Mierda. Debe ser un mal de ojo o algo así. —En ese momento mi atención volvió de otro de sus prolongados garbeos—. ¡Un momento! ¡Usted se refiere a Dios!
—Naturalmente. ¿De quién creía que estaba hablando?
—Del Anacleto.
—¡Oiga! —interrumpió uno de los exaltados—, ¿usted sabe cuándo va a ser el fin del mundo?
—Un día de estos, cuando menos se lo esperen, probablemente —anuncié, que para eso soy el Mesías.
—¿Podría especificar un poco? —dijo Marcelino Paniagua—. Es que algunos de los presentes llevamos siglos manifestándonos contra la resurrección, ¿sabe? De cuando en cuando viene alguien y dice “El fin del mundo se acerca”, y ahí que nos tiramos nosotros a la calle. Pero el tiempo pasa y aquí ni Juicio Final, ni resurrección de la carne, ni vida eterna, ni na de na. Estamos empezando a olernos que todo eso del Apocalipsis no es más que una chufa.
—Que no, hombre, que no; que esta vez es de verdad de la buena.
—Eso dicen siempre.
—Créame, esta vez es el fin. Pim, pom; la raza humana a tomar por culo. Palabrita del niño Jesús —juré; no por nada soy niño Jesús en funciones.
—¡Señor Ángel! —Otro manifestante pidió la palabra— ¿Nos van a resucitar a todos?
—¿A todos, con la cara que tienen? Permíteme que lo dude, caballero; de todas formas, tengo entendido que la medida no es aplicable a los condenados al Infierno, así que ya pueden darse con un canto en los dientes.
—¡Seguro que el Creador resucita a todos los suicidas, aunque solo sea por joder! —exclamó un nuevo contertulio—. ¡Es el castigo que nos tiene reservado!
—Señores, señores —moderé—. No hagan caso de lo que dicen por ahí. Estamos estudiando modificar las condiciones de la resurrección para tener contento a todo el mundo. Para empezar, el Altísimo está pensando erradicar todas las enfermedades.
—¿Incluida la halitosis? —preguntó uno, al parecer muy concienciado con el tema.
—Hombre, naturalmente. Imagínese el Edén, todo verde y despejado, con los leones durmiendo con las gacelas y de repente resucita usted con el aliento cantándole cosa fina. No pega ni con cola usted ahí.  
—¿Absolutamente todas las enfermedades? —preguntó Marcelino.
—Todas. Hombre, si meten el pie en un cepo ya no es asunto nuestro. Pero las afecciones comunes en personas de su edad y hábitos, como la cirrosis, desaparecerán del mapa.
—Eh… ¡No estoy convencido! —dijo otro, supongo que porque portaba una pancarta y había que dar ejemplo y tal.
—La cosa no termina aquí. Dios tiene pensado, em, bajar el precio del tabaco.
“Sí, seguro, y un cipote”, se oyó al fondo.
—Y, eeeeeh, alargarles el pene a todos. Sí, eso.
Se produjo un silencio generalizado. Solo se escuchó el “PRRRRTZZ” de uno que estaba bebiendo de un botijo en ese momento.
—¿Cómo de largo? —preguntó el coordinador general.
—¿Treinta y cinco centímetros les parece bien?
—¡Queremos cincuenta! —dijo un inconformista.
—Oigan, oigan; seamos razonables. ¿Qué van a hacer ustedes con medio metro de nabo? Vamos a tener que declarar a las cabras especie protegida.
—¡A mí todo esto me suena a camelo! —exclamó un sindicalista—. Para empezar, ¿dónde habéis visto a un ángel con una patilla más larga que la otra?
—¡Oiga, un respeto, que soy el nuevo Mesías!
—¡Mesías, mis cojones!
—¿Que no? ¡A que te resucito aquí mismo!
—¡Eso no te lo crees tú ni harto vino!
—¡Me voy a cagar…! ¡Levántate y anda, cabrón! —Y le impuse la mano.

Lejos de allí, en el plano físico:

—¡¡Coño, Manolo!! —dijo la señora Remedios, dejando caer la sopera al ver a su marido tumbado en el sofá viendo las noticias deportivas con una cerveza de marca blanca en la mano.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¡¡¡Coño!!! —dijo Manolo al ver de nuevo a su mujer después de dos años de abandono familiar. Abandono efectuado por el balcón, todo hay que decirlo—. ¡¡Pues no va el cabrón y me resucita!!
—¡Ay, Dios bendito, Manolo, que has vuelto de entre los muertos! —La señá Reme se santiguó—. ¿Me has traído algo?
—Hay que joderse… —masculló Manolo el Resucitado a modo de resumen de su nueva situación.
—¡Ven a mis brazos, Manolo mío! —la señá Reme se abalanzó hacia su marido ex muerto.
—¡Coño, Reme, no me agobies!
—¡Manolo, que no te veo desde tu funeral! ¿Dónde has estado?
—¿Dónde crees que te envía Dios cuando te tiras de un quinto piso? ¿A Punta Cana?
—¡Ay, Manolo, no me digas que has estado en el Infierno! —dijo la señá Reme atropelladamente, haciendo parecer que se trataba de una sola palabra muy larga—. ¡La Virgen, qué vergüenza! ¿Qué van a decir los vecinos?
—¿A mí qué coño me importa lo que digan los vecinos? ¡Que un zombi ya tiene sus propios problemas!
—¿Un qué?
—Un zombi, Reme, un muerto viviente. Ayayay, que seguro que se me van a empezar a caer las orejas o algo.
—Sí, hombre; ahora que acabo de pasar la escoba.
—Que sí, Reme, que los zombis tenemos muy poca consistencia. ¡Ay, Dios, que estoy empezando a descomponerme! —dijo Manolo oliéndose el sobaco.
—¿Quieres que te haga sitio en el frigorífico? —propuso la señá Reme.
—¡Pero, Reme, cómo vas a meter a tu marido al lado de los flamenquines!
—¡Manolo, tranquilízate, que estás hipocondríaco perdido! Igual que la otra vez que estuviste vivo; que si me duele esto, que si me duele aquello…
—Tú calla, que sé de qué hablo, que lo vi en un documental. Un tío volvió de la muerte y una mañana se encontró la picha dentro del calcetín. ¡Que los zombis no valemos un duro, Reme!
—¡Pero tú qué vas a ser un zombi, con el buen color que tienes!
—¿De verdad tengo buen aspecto?
—Hombre, no tanto como cuando ganaste el concurso de Míster Neurosis Fóbica, pero bueno, no estás mal.
—Uf, que alivio. Entonces a lo mejor soy un resucitado normal como los de las Sagradas Escrituras.
—Un milagro, eso va a ser. Que mira que resucitarte a ti, con la pechá de milagros que hacen falta en el mundo. Ya lo decía mi madre, que eso de los milagros es una tómbola…
            —Anda, Reme, calla ya la boca y llama a la Santa Sede. Ya verás el cipote que se va a armar…

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