"¡Antes la muerte que enfoscar la pared!"
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 28.
Había
intentado infructuosamente convencer a Uriel de que siguiera a mi lado
utilizando métodos diplomáticos y otros que tienen que ver con pequeños objetos
de ejemplar contundencia; todas mis armas de persuasión, en suma, y había
fracasado. La posibilidad de conocer a un ser potencialmente interesante como
el Minotauro había inyectado un poco de luz a mi sombrío estado de ánimo, pero
entonces recordé algo que me había comentado alguien alguna vez —mi frutera,
creo, que parecía conocer la vida de todo el mundo—, referente a la rigurosa
alimentación a base de vírgenes que seguía el tipo mitad hombre, mitad toro, y
me pregunté si el astado engendro seguiría mostrándose igual de selectivo, o si
con el paso de los años se habría convertido en uno de esos que se comían una
paella y no apartaban nada al borde del plato. Resolví trasladar mi creciente inquietud
a Marcia.
—Lo
de devorar vírgenes era cuando estaba en el mundo de los vivos —apuntó Marcia
al volante del taxi de Flegias—. Cuando murió, empezó a moderar su dieta.
—Sí,
bueno. Más vale tarde que nunca.
Conducíamos
por una amplia alameda de cuatro carriles flanqueada por multitud de comercios
y bares; a simple vista, una de las arterias principales del Infierno. Yo
apenas había abierto mi festiva y despreocupada boca en todo el trayecto, hecho
que no pasó inadvertido a mi sensual acompañante.
—Oye…
soy una diablesa del Infierno, así que podrás imaginar que mi capacidad para el
consuelo es muy limitada —dijo. Yo me limité a gruñir—. Pero, de todas formas,
si hay algo que pueda hacer por ti… no sé…
—Ya
que te ofreces, había pensado que pellizcarte un pezón no me haría sentir más
miserable de lo que me siento.
Estaba
a punto de proceder diligentemente cuando atropellamos a alguien.
—De
puta madreeeeeeeeee… —comentó ese alguien cuando salió volando.
—A
eso lo llamo yo enfrentarse a la aniquilación total con espíritu positivo —dije.
—Es
un residente de la zona; un tipo que quiere repetir el éxtasis de la muerte
autoinducida.
—¿Mande?
—Un
adicto al suicidio.
—¿Y
se dejan atropellar? —pregunté, adivino que con un malsano fulgor en los ojos.
—Exacto.
Y la respuesta a tu siguiente pregunta es no —puso los puntos sobre las íes mi
diablesa.
—¿Cómo
sabes lo que te voy a preguntar?
—¿No
vas a pedirme que te deje conducir?
—Acabas
de decir que harías cualquier cosa por animarme… —Puse mis mejores ojitos de
cordero degollado, lo cual debió de resultar bastante desagradable.
—No
me vengas con el chantaje emocional.
—Anda,
churri…
—Y
no me llames churri. Qué apelativo cariñoso tan cutre, joder.
¡CLONK!
—¡Qué
subidóoooooon…! —dijo el segundo damnificado de la noche.
—¡Mierda!
—opiné—. ¡Ese era mío!
—No
vas a atropellar a nadie.
—¿Has
oído eso?
—¿Qué?
—Creo
que se nos acaba de caer el tubo de escape.
—¿Qué?
—Mierda.
Baja a ver.
—Joder,
lo que faltaba —se quejó Marcia antes de estacionar y bajar del taxi—. Espero
que tengas alguna idea de mecánica, porque si no… Mmm, oye el tubo de escape
está en su sitio.
¡BRUUMMM!
—¡Si
será cabrón! —escuché decir a mi diablesa antes de salir zumbando en busca de
algún complaciente candidato a probar el sabor del parabrisas.
—¡Ahí
hay una! —exclamé al ver a una anciana con un carro de la compra cruzando un
paso de cebra. Con la distancia que concede el tiempo, he de reconocer que
aquella señora en alpargatas no encuadraba del todo en el perfil de un suicida,
así que supongo que me dejé llevar por el entusiasmo.
¡CLOMP!
—¡Aaaayayayay! —dijo la señora encima del capó.
—¡Aaaayayayay! —dijo la señora encima del capó.
—A
que mola, ¿eh, abuela? —dije sacando la cabeza por la ventanilla.
—¡Sinvergüenza!
¡Gamberro! ¡Hijoputa! ¡Que vais como locos! —vociferó la venerable anciana
con un manojo de berros en la cabeza.
—¡Alegre
esa cara señora! ¡Piense en lo que se van a reír sus nietos cuando se lo
cuente!
—¡Para
ahora mismo, que te voy a arrear un mandoble que no te va a reconocer ni tu
puñetera madre!
—A
mandar, señora. —Y frené en seco, lanzando a la abuela a una vistosa fuente—.
Hala, ya he cometido mi buena acción del día.
Al
bajar del coche, el griterío de una muchedumbre provocó que mi habitualmente
extraviada atención volviera a mí mascullando “¿Pero qué cojones…?”
En
las pancartas que portaban los manifestantes se podía leer cosas del tipo “No a
la vida” y “Resurrección KK”.
—¡Creador,
cabrón, abole la resurrección! —coreaban los asistentes a ritmo de bombo.
—Oiga,
¿ustedes de qué van? —pregunté al que parecía liderar la marcha cuando pasó a
mi lado.
—¡Coño,
un ángel! —El tipo frenó en seco y por poco se cae—. ¡Compañeros! —dijo
volviéndose a la exaltada comitiva que le seguía—. ¡Un enviado del Señor está
dispuesto a escuchar nuestras quejas!
—¿Ein?
—dijeron algunos.
—¿Ein?
—dije yo, porque no se me ocurría mejor manera de expresarlo.
—¿Comunicará
al Creador nuestras exigencias, señor? ¿Nos servirá de intermediario? ¿Lo hará,
señor? ¿Lo hará? ¿Eh? ¿Eh? Ande, diga que sí, diga que sí, ¿qué le cuesta? —suplicó
el interfecto tirándome de una manga.
—¿Qué
es lo que ocurre, compadre?
—Verá,
señor ángel, soy Marcelino Paniagua, coordinador general de la Plataforma
Antirresurrecionista, formada en su integridad por suicidas que se oponen de
manera drástica a la resurrección de la carne proclamada por el redentor y cuya
fecha de ejecución se prevé próxima, según tenemos entendido.
—A
ver si lo he comprendido —que es lo que siempre digo en sustitución del manido
“Perdona, es que no estaba escuchando”—. Ustedes, lo que pretenden es… ¿Qué es
lo que pretenden ustedes?
—Exigir
nuestro derecho a continuar muertos. Uno no se acuesta en la vía del tren
porque se levante con el día tonto o aquejado de una indefectible melancolía,
¿sabe? Aquí el que más y el que menos tuvo sus razones para tirarse de un
puente con una roca atada al cuello. La vida es una mierda, señor mío.
—Por
lo que he podido comprobar, la muerte no es que sea mucho mejor.
—Permítame
que discrepe.
—Discrepe,
discrepe. —Durante mi aún corta pero intensa trayectoria vital había
descubierto que “discrepar” era una forma suave de decir “joder”—. Joda, joda —dije
siguiendo el hilo de mis pensamientos.
—¿Disculpe?
—No,
que digo que discrepe. ¿No iba a discrepar usted?
—Si,
por supuesto. No se impaciente, que ya discrepo.
—Adelante.
Ejerza el libre ejercicio de la discrepancia.
—Es
usted un demócrata en toda regla. No como su Jefe, si me permite decirlo.
—Sí,
mi jefe es un cabrón. Oiga, no sabía que lo conocía.
—¿A
su Jefe? Todo el mundo Lo conoce, aunque sea de oídas.
—Coño,
no sabía que el Anacleto era tan famoso.
—¿El
Señor se llama Anacleto?
—El
señor Anacleto, así lo llaman en el pueblo… Un momento, ¿de quién estamos
hablando?
—De
su Jefe, naturalmente. ¿Puedo pronunciar Su nombre? —preguntó en voz baja.
—Cómo
no. Yo lo hago. Anacleto. ¿Lo ve? No pasa nada. “Anacleto, por el culo te la
meto”, solíamos decir sus empleados cuando no estaba delante.
—No
sé si hablamos de la misma persona.
—¿A
qué Anacleto se refiere usted?
—Al
Anacleto que creó el universo.
—¿Anacleto,
crear el universo? ¡Pero si no sabe ni encender la vitrocerámica! ¿Lo he dicho
bien? Vitrocerámica. A veces tengo problemas con esa palabra, y digo
“mitrocerámica”. Me pasa lo mismo con metracrilatorl. ¿Lo ve? Me-tra-qi…
Mierda. Debe ser un mal de ojo o algo así. —En ese momento mi atención volvió de
otro de sus prolongados garbeos—. ¡Un momento! ¡Usted se refiere a Dios!
—Naturalmente.
¿De quién creía que estaba hablando?
—Del
Anacleto.
—¡Oiga!
—interrumpió uno de los exaltados—, ¿usted sabe cuándo va a ser el fin del
mundo?
—Un
día de estos, cuando menos se lo esperen, probablemente —anuncié, que para eso
soy el Mesías.
—¿Podría
especificar un poco? —dijo Marcelino Paniagua—. Es que algunos de los presentes
llevamos siglos manifestándonos contra la resurrección, ¿sabe? De cuando en
cuando viene alguien y dice “El fin del mundo se acerca”, y ahí que nos tiramos
nosotros a la calle. Pero el tiempo pasa y aquí ni Juicio Final, ni
resurrección de la carne, ni vida eterna, ni na de na. Estamos empezando a
olernos que todo eso del Apocalipsis no es más que una chufa.
—Que
no, hombre, que no; que esta vez es de verdad de la buena.
—Eso
dicen siempre.
—Créame,
esta vez es el fin. Pim, pom; la raza humana a tomar por culo. Palabrita del
niño Jesús —juré; no por nada soy niño Jesús en funciones.
—¡Señor
Ángel! —Otro manifestante pidió la palabra— ¿Nos van a resucitar a todos?
—¿A
todos, con la cara que tienen? Permíteme que lo dude, caballero; de todas
formas, tengo entendido que la medida no es aplicable a los condenados al
Infierno, así que ya pueden darse con un canto en los dientes.
—¡Seguro
que el Creador resucita a todos los suicidas, aunque solo sea por joder! —exclamó
un nuevo contertulio—. ¡Es el castigo que nos tiene reservado!
—Señores,
señores —moderé—. No hagan caso de lo que dicen por ahí. Estamos estudiando
modificar las condiciones de la resurrección para tener contento a todo el
mundo. Para empezar, el Altísimo está pensando erradicar todas las
enfermedades.
—¿Incluida
la halitosis? —preguntó uno, al parecer muy concienciado con el tema.
—Hombre,
naturalmente. Imagínese el Edén, todo verde y despejado, con los leones
durmiendo con las gacelas y de repente resucita usted con el aliento cantándole
cosa fina. No pega ni con cola usted ahí.
—¿Absolutamente
todas las enfermedades? —preguntó Marcelino.
—Todas.
Hombre, si meten el pie en un cepo ya no es asunto nuestro. Pero las afecciones
comunes en personas de su edad y hábitos, como la cirrosis, desaparecerán del
mapa.
—Eh…
¡No estoy convencido! —dijo otro, supongo que porque portaba una pancarta y había
que dar ejemplo y tal.
—La
cosa no termina aquí. Dios tiene pensado, em, bajar el precio del tabaco.
“Sí,
seguro, y un cipote”, se oyó al fondo.
—Y,
eeeeeh, alargarles el pene a todos. Sí, eso.
Se
produjo un silencio generalizado. Solo se escuchó el “PRRRRTZZ” de uno que
estaba bebiendo de un botijo en ese momento.
—¿Cómo
de largo? —preguntó el coordinador general.
—¿Treinta
y cinco centímetros les parece bien?
—¡Queremos
cincuenta! —dijo un inconformista.
—Oigan,
oigan; seamos razonables. ¿Qué van a hacer ustedes con medio metro de nabo?
Vamos a tener que declarar a las cabras especie protegida.
—¡A
mí todo esto me suena a camelo! —exclamó un sindicalista—. Para empezar, ¿dónde
habéis visto a un ángel con una patilla más larga que la otra?
—¡Oiga,
un respeto, que soy el nuevo Mesías!
—¡Mesías,
mis cojones!
—¿Que
no? ¡A que te resucito aquí mismo!
—¡Eso
no te lo crees tú ni harto vino!
—¡Me
voy a cagar…! ¡Levántate y anda, cabrón! —Y le impuse la mano.
Lejos de allí, en el plano físico:
—¡¡Coño,
Manolo!! —dijo la señora Remedios, dejando caer la sopera al ver a su marido
tumbado en el sofá viendo las noticias deportivas con una cerveza de marca
blanca en la mano.
—¿Qué?
¿Qué pasa? ¡¡¡Coño!!! —dijo Manolo al ver de nuevo a su mujer después de dos
años de abandono familiar. Abandono efectuado por el balcón, todo hay que
decirlo—. ¡¡Pues no va el cabrón y me resucita!!
—¡Ay,
Dios bendito, Manolo, que has vuelto de entre los muertos! —La señá Reme se santiguó—. ¿Me has traído algo?
—Hay
que joderse… —masculló Manolo el Resucitado a modo de resumen de su nueva
situación.
—¡Ven
a mis brazos, Manolo mío! —la señá Reme se abalanzó hacia su marido ex muerto.
—¡Coño,
Reme, no me agobies!
—¡Manolo,
que no te veo desde tu funeral! ¿Dónde has estado?
—¿Dónde
crees que te envía Dios cuando te tiras de un quinto piso? ¿A Punta Cana?
—¡Ay,
Manolo, no me digas que has estado en el Infierno! —dijo la señá Reme atropelladamente,
haciendo parecer que se trataba de una sola palabra muy larga—. ¡La Virgen, qué
vergüenza! ¿Qué van a decir los vecinos?
—¿A
mí qué coño me importa lo que digan los vecinos? ¡Que un zombi ya tiene sus
propios problemas!
—¿Un
qué?
—Un
zombi, Reme, un muerto viviente. Ayayay, que seguro que se me van a empezar a
caer las orejas o algo.
—Sí,
hombre; ahora que acabo de pasar la escoba.
—Que
sí, Reme, que los zombis tenemos muy poca consistencia. ¡Ay, Dios, que estoy
empezando a descomponerme! —dijo Manolo oliéndose el sobaco.
—¿Quieres
que te haga sitio en el frigorífico? —propuso la señá Reme.
—¡Pero,
Reme, cómo vas a meter a tu marido al lado de los flamenquines!
—¡Manolo,
tranquilízate, que estás hipocondríaco perdido! Igual que la otra vez que
estuviste vivo; que si me duele esto, que si me duele aquello…
—Tú
calla, que sé de qué hablo, que lo vi en un documental. Un tío volvió de la
muerte y una mañana se encontró la picha dentro del calcetín. ¡Que los zombis
no valemos un duro, Reme!
—¡Pero
tú qué vas a ser un zombi, con el buen color que tienes!
—¿De
verdad tengo buen aspecto?
—Hombre,
no tanto como cuando ganaste el concurso de Míster Neurosis Fóbica, pero bueno,
no estás mal.
—Uf,
que alivio. Entonces a lo mejor soy un resucitado normal como los de las
Sagradas Escrituras.
—Un
milagro, eso va a ser. Que mira que resucitarte a ti, con la pechá de milagros
que hacen falta en el mundo. Ya lo decía mi madre, que eso de los milagros es
una tómbola…
—Anda, Reme, calla ya la boca y llama a la
Santa Sede. Ya verás el cipote que se va a armar…
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