martes, 7 de abril de 2020

Dos que llegaban tarde al Infierno

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El Apocalipsis según se mire. Capítulo 10.

Uriel me condujo hasta un muelle que juraría no haber visto la última madrugada que di con mis castigados huesos en la taberna del puerto, aunque en aquel momento achaqué mi despiste a que la mayoría de las veces que me da por entrar en tan entrañable tugurio de mala muerte ya llevo varias horas sin ver nada sólido. Durante el breve periodo de inactividad que supuso la espera del misterioso personaje que, según Uriel, se prestaría a acercarnos a las orillas del Infierno, mi mente consciente quedó irresponsablemente a merced de las dudas: ¿Qué quería Lucifer de mí? ¿Le sentaría mal al Creador que bajara al Hades sin su permiso? Y, sobre todo…
—¿Podrá devolverme el manubrio algún demonio misericordioso? —pensé en voz alta.
—¿Echa de menos su, eh, su...? —preguntó tímidamente Uriel.
—Nabo, Uriel; se llama nabo. Y sí, añoro sostenerlo entre mis callosos dedos. Tú nunca has tenido uno, ¿verdad?
Uriel se ruborizó.
—No, señor, eh... Por así decirlo, yo nací ángel, señor.
—Tú déjalo en mis manos —dije, a todas luces inapropiadamente—. Si todo esto de la Salvación sale como debe, utilizaré mi tercer deseo para hacerte un pene.
—¿Q-qué tercer deseo, señor?
—¿Dios no concede tres deseos a aquel que le sirve bien? —pregunté—. Sí, hombre, que lo leído en alguna parte. En la Biblia, me parece. ¿No es en la Biblia donde Jesucristo dice unas palabras mágicas y abre las puertas de una cueva o no sé qué coño?
—Creo que se confunde de libro, señor —me corrigió Uriel.
—De todas formas, ya me las apañaré para que el Creador te otorgue tu propio miembro viril.
—Eh, señor, por mí no se moleste, de verdad —dijo Uriel—. He pasado tanto tiempo sin uno que ahora no sabría qué hacer con él.
—Yo te aleccionaré al respecto —dije intentando que mi voz no dejara traslucir intenciones equívocas—. Ya verás qué fácil resulta cogerle el tranquillo.
—Le agradezco mucho su preocupación, pero le aseguro que no necesito un… uno de esos para nada —repuso con terquedad Uriel.
—Ah, mi pobre Uriel —condescendí—. Nunca conocerás la gallardía de un falo erecto.
            —Seguro que hay cosas peores, señor.
            —¿Alguna vez te ha explicado el Creador por qué os hizo asexuales? —pregunté.
            —Eeeeh, no —dijo Uriel—. Pero supongo, no sé, que, como los ángeles vivimos por toda la eternidad, no nos hace falta ningún instrumento para perpetuar nuestra especie.
            —¿Sabes? Nunca había pensado en mi verga como un símbolo de mi efímera existencia —divagué—. A vosotros, Dios os concedió la inmortalidad; a nosotros, la cualidad de ser biodegradables.
            —Es una forma de verlo —dijo ambiguamente Uriel, dejando claro que no tenía ningún interés en proseguir la conversación.
—¿Y a quién dices que estamos esperando? —inquirí.
—A Caronte —contestó mi prudente acompañante—. El dueño de esa barca.
—"La Salerosa" —leí en el estribor de la barca—. Vaya tela.
—Caronte es el barquero que conduce las almas de los pecadores al Averno —dijo Uriel con un ligero temblor.
            —Gracias por la aclaración —dije—. Por un momento pensé que se trataba del Caronte que le cambia las bombillas a los semáforos de mi barrio.
            —No, señor —dijo Uriel—. Me refería al otro.
            —Pues coño, cómo tarda este tío. Me empiezo a sentir como un pringado en una parada de taxis vacía un sábado por la noche.
—En el letrero que ha dejado encima de la barca pone "Vuelvo en cinco minutos."
—Pues ya llevamos aquí más de media hora.
—Caronte está ya muy mayor —le disculpó Uriel
—Joder, pues que se jubile y deje paso a la juventud.
—Los seres eternos nunca nos jubilamos, señor —informó Uriel.
—No me jodas —dije—. Coño, bien mirado, prefiero la muerte.
—Si me permite la pregunta, señor, ¿por qué está tan impaciente por llegar al Hades?
—Bueno, es que jamás pensé que iba a verlo tan pronto. Y yo que este año había planeado pasar las vacaciones en Badajoz, fíjate.
—A veces, la vida nos conduce por senderos inexplorados —dijo el arcángel.
—Coño, Uriel, qué solemne —repliqué—. Cualquiera diría que estás borracho.
—¿Señor?
—Lo malo es que, claro, después de haber visitado el Infierno, ¿a qué otro sitio vas a ir? —Seguí a lo mío—. No sé, igual el año que viene paso las vacaciones en casita, leyendo y viendo películas.
—Eh, en el caso de que haya un “año que viene."
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, está eso de, ya sabe, lo del Fin del Mundo y tal.
—Ah, claro, claro. ¿Y sabes tú cuándo va a ser eso?
—P-pues no estoy seguro, señor —reconoció Uriel—. Como el Señor ya ha empezado con la primera fase, quiero decir, como ya lo ha puesto a usted de Mesías y eso, pues… Cualquier día de estos, probablemente.
—Ya. ¿Sabes? Me da la impresión de que el Apocalipsis es una de esas cosas que el Creador siempre deja para el lunes siguiente —dije—. ¿Crees que está un poco indeciso al respecto?
—¿Qué? Nooooo, qué disparate. Jamás diría yo algo así del Altísimo. —Y empezó a cantar bajito—. Una alemana…
—No lo dices muy convencido.
—Eh, no, no, ¿sabe lo que pasa? Que ahora que ha mencionado al Hacedor, bueno, me pone un poco nervioso pensar en su reacción cuando descubra nuestra... pequeña aventura.
—¿Es tan vengativo como dicen? —pregunté con cierto recelo.
—No se imagina usted cómo se las gasta.
—Sí, bueno —suspiré—. Qué se puede esperar de un tipo que se ha pasado tantos siglos encerrado dentro de una lámpara de aceite.
—Le repito que se equivoca de libro, señor.
—¿Señores? —dijo una voz a mi espalda.
—¡Coño, qué susto me ha dado! —Me sobresalté.
Me volví para encontrarme con un desagradable panorama: un viejo escuchimizado y andrajoso con larga barba y melena blanca que nos miraba con ojos pequeños y suspicaces.
—No tengo nada suelto, caballero —dije un poco nervioso.
—¡¿Cómo?! ¡Pues ahora al Infierno te va a llevar tu tía la pelona! —repuso el anciano.
—Es Caronte, señor —aclaró Uriel.
—No me digas. ¡Pues menuda pinta que tiene el nota! ¿Le parece bonito venir a trabajar semidesnudo, oiga?
—No, si te parece, me voy a comprar un frac para conducir al Hades a desgraciados como tú. ¡No te jode!
—¡Uriel, yo no voy a ningún sitio con el gualtrapa este! —dije indignado—. ¡Además, no veas cómo le canta el aliento a aguardiente!
—¡Yo en mi media hora de desayuno tomo lo que me da la gana!
—¡Media hora, y un cipote! —argumenté—. ¿Adónde ha ido a tomarse el café? ¿A Iowa?
—¡Tú no sabes lo que hay que andar en este barrio para que te pongan una baguette de atún y tomate decente! ¡Siempre me ponen el tomate en rodajas, y mira que les digo, "El tomate restregado, si es tan amable"! ¡Pero bueno! ¿Qué hago yo dándole explicaciones a este tío?
—Oye, oye, amigo. ¡Que tu sueldo sale de los impuestos de los muertos!
—¡Pues yo me cago en los tuyos!
—¡Pordiosero!
—¡Capado!
—¿Qué? ¡Será cabrón! ¡Pues ahora no te curo la lepra, ea!
—¡¿Que qué?!
Uriel se vio en la obligación de intervenir y dar por finalizada esta simpar escalada de agudeza verbal.
—¡Señores, por favor! ¡No se dejen envenenar por la ira!
—El muchacho de dorada cabellera tiene razón —concedió Caronte—. Comportémonos como seres civilizados. Dime, hijo, ¿por qué estáis esperando al viejo Caronte?
—Verá, señor, mi amigo aquí presente es el nuevo Mesías y quiere bajar al Hades para… —empezó a explicar Uriel—. Eh, señor, ¿le importaría dejar de acariciarme el pelo?
—Viejo verde —añadí.
—¡¿Cómo?!
—Nada, nada, que digo yo... Que si nos acercas Allá Abajo y eso. Creo que alguien quiere que me reúna con él.
Caronte gruñó.
—Cobro por adelantado. Así que enseñadme vuestros óbolos.
—¡Serás pervertido! ¡Que somos ángeles, imbécil, no tenemos óbolos!
—Eh, señor —interpeló Uriel—. Un óbolo es una antigua moneda griega.
—Ah, ja, ja —empecé a reír—. Menos mal, creía que se refería a los huevos.
—Ya, ya, lo he entendido —dijo Caronte.
—Creía que estabas diciendo, "Enseñadme los huevos".
—Que sí, que sí, que lo he cogido. La guita, por favor.
—Bueno, yo, eeeh… —dije mientras me registraba los bolsillos del pantalón—. Creo que tenía un óbolo de esos en alguna parte...
—No pretenderás que os lleve al Inferno de válvula —dijo Caronte.
—No, hombre, no, cómo dices eso...
—Señor, ¿no había guardado la chequera en el bolsillo interior de la chupa antes de salir? —recordó Uriel.
—Muchas gracias, chivato —le susurré entre dientes—. Ah, aquí está, jeje... A ver, mmm, ¿a cuánto se cotiza el óbolo?
—Pues, según he leído esta mañana en el Wall Street Journal, el cambio ronda los mil euros —sentenció Caronte, poniendo en práctica ese elemento de dinámica social vulgarmente conocido como estafa.
—¡Coño! ¡Ni que nos fuéramos de crucero a las Islas Fiji! ¡Nos servirás al menos un bocadillo y un zumito durante el viaje!
—Sí, hombre, claro, y podéis utilizar la pista de pádel el tiempo que queráis, no te jode.
—No me lo puedo creer. Esto es un chantaje en toda regla. Mil eurazos del copón… —Le entregué el cheque a Caronte.
—Tarifa especial para ángeles. Bienvenido al Infierno, chaval... ¡¡¿Un pagaré a noventa días?!!
—Bienvenido a España, chaval —repliqué—. ¿Nos vamos, oh, Usurero de los Abismos?
—!#&%* —dijo llanamente Caronte.
Y, justo cuando acabábamos de subir a su inestable barca...
—¡¡Tú!! ¡¡Tú!!
—Amigo Uriel, ¿has escuchado algo así como el ulular de una paloma?
—¡Señor! ¡Es el Espíritu Santo! —exclamó el arcángel.
En efecto, el Espíritu volaba hacia nosotros como alma que lleva el diablo.
—¡Arranca, arranca! —le dije a Caronte.
—¡A ver si te crees que esto es un puto ferry! —Y  nos alejó del dique con un golpe de remo.
El Espíritu Santo se posó en el borde del muelle, aparentemente incapaz de darnos alcance.
—¡Vuelve aquí! ¡Inconsciente! ¡Irresponsable! —espetó el Espíritu, literalmente echando chispas.
—¡Tranquilo, Espíritu! ¡Lo tengo todo controlado! —le grité desde la barca.
—¡Una mierda lo tienes controlado! ¡Eres el próximo Mesías! ¡No sabes lo que te espera Allá Abajo! —Su voz se fue desvaneciendo.
           Y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, una espesa niebla rodeaba la barca.

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