Se alquila callejón con calefacción central. Razón aquí
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 16.
El
Seat Panda nos dejó tirados en medio de lo que parecía un barrio marginal sin
asfaltar, lleno de ruinosas casas bajas, coches desguarnecidos y chatarra,
tablones y bolsas de basura en las aceras.
—D-debe ser el cárter, señorita —dijo
Uriel—. O el cigüeñal.
Marcia y yo nos volvimos hacia
Uriel, que, al igual que el resto de los ángeles, no tenía aspecto de haberse
criado en el taller mecánico de su padre.
—Siempre había querido decir eso —dijo
Uriel a modo de justificación.
El motor volvió a rezongar
perezosamente ante una nueva acometida de Marcia.
—Mierda —dijo la diablesa apoyando
la frente en el volante.
—Podemos ir volando —sugerí.
—Yo no puedo volar —dijo Marcia.
—Ningún
problema. Te llevaré en brazos, y así aprovecho para meterte mano.
—¿Sabes
que a veces piensas en voz alta? —dijo Marcia.
—No
me había dado cuenta —admití—. Oye, Marcia, te quería comentar. ¿Hay alguna
posibilidad, por pequeña que sea, de que alguna vez te vistas de monja y me
azotes las nalgas con una fusta?
—No
te conozco demasiado, pero diría que no te distingues precisamente por saber
elegir el tema de conversación adecuado en cada momento.
—Bueno,
es que eres el primer demonio que intento ligarme —dije—. No sé muy bien qué
rollo te gusta.
—¿Eso
es lo que les pides a las chicas humanas? ¿Que te torturen?
—No,
bueno, no siempre. Una vez le dije a una chica que conocí en un campamento
católico, “Podemos hacer dos cosas: Cenar e ir al cine, o pasar la tarde
derramando cera caliente en mis pezones”. No me mires así. A los quince años
creemos que todo el monte es orégano. Pero, bueno, al final tuve que soltarle
el cuento de la infancia traumática y toda la marimorena para que no me
denunciara —suspiré—. Y eso que un rato antes me había confesado que era la
primera vez que se enamoraba.
—¿Por
eso quieres ser mesías? ¿Para pagar por todas las vidas que has destrozado?
—Bueno,
está eso, pero no creas que es el motivo principal. También está lo de poder
entrar impunemente en sandalias a las discotecas.
—D-disculpe,
señorita Hellstrom… —dijo Uriel.
—No
pasa nada, Uriel —dijo Marcia—. Ahora mismo agradezco cualquier tipo de
interrupción.
—¿Vamos
a quedarnos aquí?
—Eso
creo. Estamos todos muy cansados. Deberíamos acampar por aquí cerca.
—Buena
idea —dije—. ¿Qué te parece pernoctar al lado de esos tipos con aspecto de
llevar una dieta a base de ratas crudas? Los que se están calentando las manos
con un bidón en llamas, digo.
—No
te dejes llevar por las apariencias —dijo Marcia bajándose del coche.
—No
me dejo llevar por las apariencias —dije saliendo por la puerta del acompañante—.
Es que no sabía que se había puesto de moda en el Infierno abrigarse con bolsas
de basura.
Eché
un vistazo a mi alrededor. La gente iba vestida como si se hubiera desencadenado
la tercera guerra mundial en la boda de un príncipe: Mujeres con vestidos que
alguna vez fueron sin duda fastuosos, pero que ahora no servían ni como trapos
aun poniendo empeño en prolongar su vida útil, y hombres con elegantes trajes
llenos de lamparones fosilizados y con las costuras de los pantalones abiertas
a fuerza de agacharse a recoger colillas.
—Los hombres y mujeres que habitan este barrio
fueron gente importante en vida —explicó Marcia—. Su avaricia y capacidad para
el derroche los ha condenado a una eternidad de miseria en el Infierno.
Un
tipo de mediana edad, gordo y calvo, se nos acercó con un tenedor en la mano.
—¡A
ver, mendas! ¡Ya estáis soltando todo lo que llevéis encima!
—¿Estás
intentando atracarnos... con un tenedor de plástico? —señalé.
—¿Te
crees muy listo, heavy piojoso? ¡Toma! —El tipo me atacó con el tenedor, que se
partió por la mitad en mi pecho.
—¿Qué
pretendes? —pregunté.
—¡Ya
has visto lo que soy capaz de hacer! ¡Que estoy muy loco, hostias!
¡PANG!
Otro
tipo, más alto y delgado, se había acercado por detrás y le había agenciado al
gordo un sartenazo en toda la chorla.
—¡Joder!
¡Joder! ¡¿Qué cojones estás haciendo?! —preguntó el gordo con comprensible
curiosidad.
—¡Te
tengo dicho que no trates así a los turistas! —El flaco se dirigió a nosotros—.
Ruego disculpen la agresiva e intolerable actitud de mi compañero. Es lo que yo
siempre digo, perder tu dinero y tus bienes no significa necesariamente perder
tu dignidad.
¡CHUNK!
—¡Toma
dignidad! —dijo el gordo después de lanzarle al flaco un bote de orina que
desparramó su contenido en el cogote.
—¡Te
voy a...! —El flaco se tiró en plancha encima del gordo.
—Está
bien —dije—. Vamos a parar este despropósito. Muchachos. ¡Muchachos!
El
gordo y el flaco se incorporaron.
—¿Qué?
—dijo el gordo.
—A
ver, ¿tú por qué estás aquí?
—¡Y
a mí qué me cuentas! En vida, no era más que un humilde banquero asquerosamente
rico. Mi única ocupación consistía en amasar dinero. ¡Y yo que creía que iba a
librarme del Infierno con esa puta Obra Social que no me daba más que
disgustos!
—¿Y
tú? —me dirigí al flaco.
—Yo
llegué aquí por un lamentable error burocrático, no me cabe duda. En la Tierra,
tenía un negocio de construcción muy lucrativo y muy decente —dijo el flaco.
—Usted
tiene cara de buena persona —me dijo el Banquero haciendo gala de una falta de
agudeza impresionante—. Nos ayudará, ¿verdad, señor? ¿Nos defenderá de él?
—¿De
quién?
—De
Plutón, señor. Nuestro casero.
—Uno
de los seres más peligrosos que pueblan el Infierno —dijo Marcia antes de que
yo pudiera abrir la boca.
—Un
malnacido, si se me permite decirlo —señaló el Constructor.
—Aparece
de improviso para cobrarnos el alquiler y, como siempre estamos sin blanca, nos
golpea y nos tortura, señor —explicó el Banquero—. La última vez que apareció
por aquí hizo volar mi chabola y me pegó cuarenta tiros.
—No
tienes mal aspecto para haber recibido cuarenta disparos —observé.
—Sí,
bueno, estar ya muerto es lo que tiene.
—Siempre
he odiado a los abusones —reflexioné—. En el colegio, había una niña que
siempre me quitaba los cromos del pastelito. Se sentaba en el pupitre de
atrás, me llamaba cabezón y me escupía en la nuca. Una vez me encerró
con ella en el cuarto de baño y me obligó a enseñarle la pilila.
—¿Y
nunca te rebelaste? —preguntó Marcia.
—Estaba
demasiado acojonado para hacerlo. Nadie se atrevía a meterse con ella. Joder,
si una vez hasta rompió una silla en la espalda del profesor de gimnasia. —Me
dirigí al Banquero y al Constructor—. Muchachos, mi respuesta es sí. Vamos a
darle por culo a ese bastardo de Plutón.
—¡¿Qué?!
¡¿Te has vuelto majara?! —inquirió Marcia.
—Cariño,
no pienso permitir que ese cerdo fascista siga abusando de estos ex ricachones.
—Oiga,
oiga —dijo el Constructor—. Que yo también soy fascista.
—Y
yo —dijo el Banquero—. De hecho, entiendo perfectamente la postura de Plutón,
aunque ahora mismo no me convenga.
—Joder,
cómo hay que medir las palabras con estos putos mierdas de ultraderecha —dije.
—Ya
vuelves a pensar en voz alta —señaló Marcia.
—Que
no voy a dejar que ese tiparraco siga aprovechándose de esta pobre gente, digo.
—Te
recuerdo que esta pobre gente está aquí por su excesiva querencia al
dinero.
—Claro
que sí. ¿Y a quién no le gusta el dinero? ¡Uriel, saca la lira!
Uriel
rasgó las cuerdas y yo empecé a cantar:
YO
A
todos nos gusta el dinero
¿A
ti no te gusta? A mí, el primero
A
mitad de mes he gastado el sueldo entero
¡Me
cago en la cuesta de enero!
MARCIA
¿Qué
coño estás haciendo?
YO
(bailando
un tango con Marcia)
No
hay nada más perita
que
tener un poco de guita
e
invitar a una periquita
a
un restaurante vietnamita
URIEL
Señor,
qué bien rima
YO
Anda
y que me la coma tu prima
(me
marco unos pasos de claqué)
CONSTRUCTOR
Te
puedo vender una casa
si
llevas algo de money,
pero,
si no tienes un duro,
no
me toques los cojoneys
BANQUERO
Cuando
subo los intereses,
me
dices que las pasas canutas
¿Entonces
cómo voy a pagarme
el
alcohol, las drogas y las putas?
YO
¿Me
prestáis veinte euros, chavalotes?
TODOS
¡¡SÍ,
HOMBRE, Y UN CIPOTE!!
YO
A
todos nos gusta el dinero
TODOS
¡A
todos nos gusta el dinero!
YO
Lo
amasamos con esmero
TODOS
¡Lo
amasamos con esmero!
YO
Lo
gastamos con ahínco
TODOS
¡Por
el culo te la hinco!
YO
A
todos nos gusta el dinero
TODOS
¡A
todos nos gusta el dinee—eee—rooooooooooooo!
¡CLAP-CLAP-CLAP!
—sonó un aplauso cuando la vibrante sección de viento salida de la nada entonó
su última nota.
—Un
interludio musical epatante, señores. Ahora, si son tan amables de rascarse los
bolsillos...
Banquero,
Constructor y el resto de la basura capitalista que nos había hecho los coros
dieron un paso atrás, atemorizados. El tal Plutón era la clase de tío
que te daban ganas de romperle la jeta sin ofensa previa. Un tipo de no
más de cincuenta, impecablemente trajeado y que poseía la mirada ambigua de
aquel que no sabes si quiere venderte una póliza de seguros o hacerte sentir el
silenciador de su pistola en la frente.
—Menuda
pinta de soplapollas —volví a pensar en voz alta.
—¿Y
usted es...? —dijo Plutón arqueando una ceja.
—Un
grano en tu culo. Pero no de esos granos que te echas una pomada y después de
unos días se disuelve y ya está, no, que va; soy de esos granos que no se
revientan ni a tiros y tienes que ir al cirujano plástico para que te lo
extirpe pasando una vergüenza que te cagas.
—Oh,
por favor... —se quejó Marcia.
—¡Señorita
Hellstrom! —Plutón pasó de mí como de una boñiga cuando reparó en Marcia—. Qué
encantadora sorpresa. —Le besó la mano—. Si no recuerdo mal, tenemos
pendiente una cena.
—Eh,
eh, las manitas quietas. —Miré a Marcia—. ¿No será tu ex novio ni nada de eso,
no? Tiene edad para ser tu padre.
—En
realidad, soy varios siglos mayor que Plutón —confesó mi diablesa.
—No
me digas. Yo no te echaba más de veinticinco.
—¿En
serio? Normalmente, la gente me dice que no aparento más de veintidós —me dijo
frunciendo el ceño. Hala, ya la había vuelto a cagar.
—Me
parece que no he oído su nombre —me dijo Plutón.
—Eso
es porque nunca lo digo. Todo el mundo me conoce como el Mesías. Pero tú puedes
llamarme Milord.
—Ah,
el nuevo Elegido. Había escuchado rumores —dijo Plutón—. ¿Y... cuál es su
cometido aquí, Mesías?
—Defender
a estas pobres almas pecadoras del incesante puteo al que usted las tiene
sometidas —sentencié.
—Su
propósito me llena de gozo. La verdad es que nunca me he podido resistir
a un buen desafío. —Se dirigió a Marcia—. Señorita Hellstrom, le
recomiendo que se mantenga al margen de todo esto.
—Plutón,
¿de verdad vas a tener en cuenta lo que diga este inconsciente? ¡La mayoría de
las veces no sabe de lo que está hablando! —afirmó Marcia.
—¡Eh!
¡Eso me ha dolido! —protesté.
—No
era mi intención ofenderte, pero tendrás que reconocer...
—No
hablaba contigo, preciosa. Es que el Constructor me ha tirado una lata de
mortadela a la cabeza.
—Lo
siento. Ha sido más fuerte que yo —se disculpó el Constructor.
—¿Lo
ves? —le dijo Marcia a Plutón—. Él no es mal tipo. Es solo que vive en su
mundo. Un mundo al que todavía no ha llegado nadie más, me temo.
—No
se excuse por él, señorita Hellstrom. —Plutón parecía seriamente decepcionado—.
Ya veo por quién ha tomado partido. Mañana nos vemos las caras, señores. Si me
disculpan, tengo un ejército que reagrupar.
—¿Ejército?
Quiero decir… ¿Mañana? —Carraspeé—. Esto, ¿y si mañana a mí se me ha
pasado el calentón?
—N-no
se irá a echar atrás, ¿verdad, señor? —me susurró Uriel—. Ahora que
por fin ha decidido ayudar desinteresadamente a alguien.
—No,
hombre, que va, eh, es que, ¿para qué esperar a mañana? Hoy hace una noche
estupenda para clavarle a alguien un destornillador en la base de la
columna.
—Mañana
al amanecer, caballero —dijo Plutón de forma tajante.
—¿Al
amanecer? Joder, qué temprano. Es que, verá, yo es que recién levantado no
tengo ganas de nada, ¿sabe? Me levanto de un humor... No se me puede ni
hablar. No me apetece ni lavarme los dientes, así que imagínese lo
de entrar en guerra con un ejército de demonios. ¿Y si lo
dejamos para eso de las diez o así?
Plutón
me puso una mano en el hombro.
—¿Sabe,
amigo? Su sentido del humor no tiene precio. —Dio media vuelta y se largó.
—¿Y
bien? —Marcia se plantó delante de mí—. Espero que tengas algún plan.
—A
decir verdad, tengo dos. El Plan A, que consiste en salir cagando leches de
aquí, y el Plan B, que consiste en salir de aquí cagando leches. Y me seduce
cualquiera de las dos opciones.
—No
nos irá a abandonar, ¿verdad, señor? —me dijo el Banquero.
Me
vine abajo. Nunca me he podido resistir a un capitalista con ojillos
suplicantes.
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