lunes, 27 de abril de 2020

Cuidado con el prepucio

"Esto no es un prepucio, es una rodaja de mortadela", célebre obra de Rene S'appuyer à la Tomate

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 29.


Marcia Hellstrom me sacó de los pelos de la estimulante conversación entablada con los miembros de la Plataforma Antirresurrecionista y me metió de nuevo en el taxi. Diez minutos después habíamos dejado la larguísima alameda atrás y subíamos una escarpada carretera de montaña configurada básicamente a base de curvas de ciento ochenta grados.
—Me pica todo. —En ese momento me pareció una información de lo más relevante.
—¿Quieres dejar de quejarte? —protestó Marcia—. No se te puede sacar a ningún sitio.
—¿Falta mucho?
—Creo que no. Hace tiempo que no vengo por aquí, la verdad...
—Me aburro. ¿Paramos en alguna gasolinera a comprar una cinta de Juanito Valderrama?
—¿Y no podrías, no sé, quedarte un rato calladito y a solas con tus pensamientos?
—Mejor no. Mis pensamientos son una mala influencia para mí.
—Al contrario que tu instinto, que solo mira por tu estabilidad y tu seguridad personal.
—En serio, cuando me quedo solo con mis pensamientos no hacen más que decirme gilipolleces del tipo “A ver cuando te afeitas”, o “Ya va siendo hora de que te cortes las uñas de los pies”, o “Deberías comer más equilibradamente”. Quiero decir, ¿qué saben ellos de la vida real?
—Solo digo que quizá no te haría mal escucharlos de vez en cuando.
—Joder, qué pesada te pones. Si lo hago, ¿me dejas luego que te introduzca una falange en tu conducto anal? —Pensé que si lo decía con buenas palabras podría meterle un dedo en el culo. No creáis que lo tenía programado ni nada, se me ocurrió así, de repente.
—¡¿Pero cómo puedes hablarle así a una mujer?! ¿Sabes lo que significa “dilatación previa”? ¡¿Sabes que a nosotras nos gustan los preliminares?! ¡Un poquito de tacto, joder!
—¿Pero tú te crees que el urólogo me recita un poema antes de hacerme un examen de próstata, o qué? —dije a modo de explicación contundente.
—Tú a lo tuyo, y luego ya veremos. —Mi desesperada libido creyó escuchar un “sí” en sus palabras.

Dar un garbeo por mi cabeza nunca ha sido precisamente uno de mis pasatiempos favoritos, sobre todo porque arroja un aspecto bastante desangelado. Hay quien tiene la cabeza bien amueblada; la mía tiene un póster de Iron Maiden y un futbolín.
—¡¡Pero, coño!! —dijo un pensamiento solitario que encontré en mi cabeza—. ¡Tú por aquí!
—Hombre, qué pasa, tú, eh…
—No te acuerdas de mí, ¿eh, cabrón?
—Sí, hombre, claro; cómo no me voy a acordar, eh… —Me gustaría haber tenido una corbata para aflojarle el nudo—. Esto, ¿dónde están los demás?
—Pues mira, “Dúchate” se fue a dormir, “Pero, ¿tú no tenías hoy que ir a trabajar?” está dando un largo paseo,  a “¿No crees que ya eres mayorcito para cascártela?” hace años que no lo veo. La verdad es que hace tiempo que ninguno de tus pensamientos se deja caer por aquí.
—Ya. Hum. ¿Tienes algo de beber por ahí? No me vendría mal una cervecita… —observé.
—No deberías beber tanto —dijo el pensamiento.
—¡Ah! ¡Ya sabía yo que te conocía de algo!
—Ese no soy yo. “No deberías beber tanto” se dio de baja por depresión.
—Ah, claro. Entonces, tú eres…
—“Esa chica no te conviene”.
—¿Qué? ¿Pero tú has visto qué pedazo de tetas? —pensé a viva voz.
—¿Qué? —oí decir a Marcia en el exterior.
—Me da igual las tetas que tenga —dijo Esa chica no te conviene.
—Qué turgencia. Qué pezones tan agradecidos al tacto, oiga.
—No, si la muchacha gasta unos melones que para qué, pero…
—Por no hablar de ese culito prieto.
—Ya, ya, si tienes razón, pero… ¡Calla, Yago! ¡Que te estás buscando una ruina, con esa tía!
—¿Por qué? Le gusta la lencería fina y me prepara consomé cuando estoy con resaca. Para mí, es la mujer perfecta.
—¡Ni siquiera conoces sus intenciones! Para empezar, ¿por qué quiere llevarte ante Lucifer? Tú eres el Mesías, él, el Rey del Infierno. Llámame paranoico, si quieres, pero a mí me da que Satanás no es de ese tipo de personas que se hace querer. En el mejor de los casos, te tratará con cortés frialdad. Tú hazme caso; si te ofrece una cerveza caliente y un cuenco de patatas fritas de paquete, es que quiere que te vayas de allí cuanto antes.
—A lo mejor el hombre solo quiere hacerme una contraoferta. Darme el puesto de Anticristo o algo.
—Sí, hombre, si no sabes ni hacer un arroz a la cubana; te vas a poner tú a escaldar animales domésticos vivos y esas cosas que hacen los anticristos.
—Oye, oye, que no he dicho que vaya a aceptar el trabajo. Yo soy un hombre de palabra. Si me comprometo a salvar a la Humanidad, pues la salvo y Santas Pascuas —declaré—. No me voy a poner a condenarla a estas alturas.
—Mira que tú te dejas convencer muy fácilmente. Que no sabes decir que no.
—Que no, hombre, que no —demostré—. Bueno, mejor me voy, que Marcia se empieza a preocupar si estoy mucho rato sin magrearle las piernas.
—¿Tan pronto?
—Sí, bueno…
—No tardes en volver.
—Ya me dejaré caer por aquí un día de estos —mentí sangrantemente.
—Sí, ya. Ten cuidado, no vayas a pisar tus neuronas al salir. —Y se volvió, despechado.

—¿Está lista la cena? —dije al volver de mi cabeza.
—¿Qué estabas hablando sobre mis tetas? —preguntó mi diablesa.
—Solo cosas buenas. Oye, ¿cuáles son tus intenciones conmigo?
—¿A qué viene eso ahora? —La expresión de mi diablesa denotaba una mezcla de alarma y perplejidad. Si fuéramos puntillosos, podríamos decir que se encontraba alarpleja.
—La verdad es que encuentro muy normal tu alarplejidad.
—Sí, es muy típico de ti encontrar normal algo que no existe. 
—Contéstame. ¿Qué quiere Satanás de mí?
—Oye, ¿a mí qué me cuentas? Solo soy una mandada. El Bajísimo me dijo, “Ve a recoger a este tipo a las Puertas del Infierno”. Y eso hice. Sé tanto como tú.
—¿Ah, sí? —dije con una mezcla de desconfianza y escepticismo en la voz, que a fin de cuentas son lo mismo, pero nos sirve para crear la palabra “desconcepticismo”—. Disculpa si soy desconcéptico.
—Mira, a mí nunca me cuenta nada. Yo solo soy la que le pasa las llamadas y le organiza la agenda.
—¿Sabes? Siempre me he preguntado una cosa sobre Lucifer.
—Ay, Dios.
—No entiendo por qué no se relaciona más cuando se pasa por ahí arriba a  poseer a alguien. ¿Sabes lo que te digo? Sube al mundo de los vivos de higos a brevas, y en vez de salir a tomar el aire se queda todo el día encerrado en un dormitorio, vomitando y lleno de ronchas. ¿Qué le pasa? ¿Se le corta la digestión durante el viaje, o qué?
—No puedo creer que esté escuchando esto —admitió Marcia.
—¿Me dejas conducir un rato?
—No.
—Anda.
—No.
—Un ratito.
—He dicho que no.
—Venga…
—¿Me prometes que no vas a atropellar a nadie?
—Lo intentaré.
—Bueno, así descanso unos minutos…

Cinco minutos y un taxi despeñado por un precipicio más tarde…

—¡¡¿Pero a ti qué cojones te pasa?!! —inquirió mi diablesa una vez fuera del taxi—. ¡¡¿Qué demonios significa para ti “Cuidado con el precipicio”?!!
—¡Creía que el cartel ponía “Cuidado con el prepucio”! ¿Por qué iba yo a tener cuidado con un puto prepucio? ¡No les tengo ningún miedo! —razoné después de escupir el contenido del cenicero.
—¡Joder, y ni siquiera sé dónde nos encontramos!
Donde el diablo perdió el poncho, de eso no cabía duda. Recogí el poncho del matorral donde estaba enredado y se lo ofrecí a Marcia.
—No tengo frío. ¡Joder! ¿A dónde nos dirigimos, ahora?
—No te preocupes; tengo un sentido de la orientación bastante notable.
—Estamos en un yermo desolado, sin un maldito punto de referencia —señaló insidiosamente Marcia.
—Sin problema. Tengo antepasados navajos. —Me agaché y pegué la oreja al suelo—. Mm-m.
—¿Has encontrado algún río subterráneo?
 —No, pero te alegrará saber que no estamos en la trayectoria de una estampida de búfalos —anuncié—. Aunque parece que algo se acerca.
—¿Estás hablando en serio?
—Un bípedo pesado y lento —anuncié—. O quizá dos tipos la mitad de pesados y saltando a la pata coja muy despacito.
Marcia, un poco alarpleja, pero decididamente desconcéptica, intentó vislumbrar algo a través de la nube de polvo levantada por el desprendimiento de nuestro vehículo.
—Oye, yo no veo un pimiento —aseguró.
—Voy a ver qué hay detrás de esos matorrales —dije incorporándome de un salto.
—¿Y por qué no seguimos este camino de tierra?
—¿Un camino? ¡Ja! —dije con desdén mientras me encaminaba hacia los matorrales—. ¡Caminante, no hay camino!
No suelo ser tan literal cuando cito a los poetas, pero aquella vez me caí por un barranco.
—¡¡¡Jodeeeeeer!!!
—¡Ay, joder! —gritó mi diablesa lanzándose al rescate. Suspiró de alivio al comprobar que el desnivel solo medía unos siete metros—. ¿Te has hecho daño?
—Tranquila, estoy bien. He aterrizado sobre unas zarzas.
Marcia se deslizó por el barranco con la característica gracia de aquel que tiene una actitud despreocupada ante la gravedad.
—¿Pero tú para qué tienes las alas? —preguntó al aterrizar a mi lado.
—Son mi sustituto del pene. —Y no lo dije por tirarme el moco freudiano.
Nada más levantarme, aún con la visión borrosa de la conmoción, atisbé una amenazante figura que avanzaba lentamente hacia nosotros. De haber tenido pelotas, estoy seguro de que habrían abandonado momentáneamente su localización anatómica habitual para situarse bajo mi nuez.
—Marcia, no mires atrás —dije—. Creo que se acerca un mendigo a sablearnos un cigarro.
Marcia se volvió.
—¿Asterión? —dijo Marcia.
—Agárrame un cojón —dije yo.
El tal Asterión no se inmutó. Al acercarse, vi que tenía los ojos en blanco.
—¿Este drogadicto es amigo tuyo?
—Asterión —dijo Marcia.
No obtuvo respuesta. El llamado Asterión, en trance, pasó a nuestro lado sin vernos. Marcia lo agarró del brazo.
—¡Asterión!
—¿Eh? —El tipo pareció volver en sí—. ¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? ¿Marcia? ¿Marcia Hellstrom? ¿Acaso estoy soñando?
—¿Cómo has salido del laberinto?
—¿He salido del laberinto? ¿Cómo? ¿Cuándo? —Asterión estaba visiblemente conmocionado—. Lo último que recuerdo es que estaba amodorrado en el sillón.
—Parecía que andabas sonámbulo —dijo Marcia.
—¡Marcia, soy libre! ¡Después de tantos siglos de tedioso confinamiento he conseguido escapar de ese infausto laberinto! ¡He alcanzado el exterior! ¡La libertad! Caramba, qué frío hace aquí fuera.
—Es que has salido muy desabrigado —intervine.
—¿Y tú eres…? —dijo Asterión cuando reparó en mí.
—El Nuevo Mesías —dijo mi diablesa antes de volverse hacia mi impresionada persona—. Te presento a Asterión, el Minotauro.
—Eh… ah… —articulé, no sin esfuerzo.
—Discúlpalo —dijo Marcia—. En circunstancias normales no hay quien lo calle.
—No lo culpo. ¡Apuesto a que en su intensa y a buen seguro atribulada vida no ha conocido jamás a un Minotauro! ¿Verdad, muchacho?
            —¿A uno con gafas? No.

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