"Esto no es un prepucio, es una rodaja de mortadela", célebre obra de Rene S'appuyer à la Tomate.
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 29.
Marcia
Hellstrom me sacó de los pelos de la estimulante conversación entablada con los
miembros de la Plataforma Antirresurrecionista y me metió de nuevo en el taxi.
Diez minutos después habíamos dejado la larguísima alameda atrás y subíamos una
escarpada carretera de montaña configurada básicamente a base de curvas de
ciento ochenta grados.
—Me
pica todo. —En ese momento me pareció una información de lo más relevante.
—¿Quieres
dejar de quejarte? —protestó Marcia—. No se te puede sacar a ningún sitio.
—¿Falta
mucho?
—Creo
que no. Hace tiempo que no vengo por aquí, la verdad...
—Me
aburro. ¿Paramos en alguna gasolinera a comprar una cinta de Juanito
Valderrama?
—¿Y
no podrías, no sé, quedarte un rato calladito y a solas con tus pensamientos?
—Mejor
no. Mis pensamientos son una mala influencia para mí.
—Al
contrario que tu instinto, que solo mira por tu estabilidad y tu seguridad personal.
—En
serio, cuando me quedo solo con mis pensamientos no hacen más que decirme
gilipolleces del tipo “A ver cuando te afeitas”, o “Ya va siendo hora de que te
cortes las uñas de los pies”, o “Deberías comer más equilibradamente”. Quiero
decir, ¿qué saben ellos de la vida real?
—Solo
digo que quizá no te haría mal escucharlos de vez en cuando.
—Joder,
qué pesada te pones. Si lo hago, ¿me dejas luego que te introduzca una falange
en tu conducto anal? —Pensé que si lo decía con buenas palabras podría meterle
un dedo en el culo. No creáis que lo tenía programado ni nada, se me ocurrió
así, de repente.
—¡¿Pero
cómo puedes hablarle así a una mujer?! ¿Sabes lo que significa “dilatación
previa”? ¡¿Sabes que a nosotras nos gustan los preliminares?! ¡Un poquito de
tacto, joder!
—¿Pero
tú te crees que el urólogo me recita un poema antes de hacerme un examen de
próstata, o qué? —dije a modo de explicación contundente.
—Tú
a lo tuyo, y luego ya veremos. —Mi desesperada libido creyó escuchar un “sí” en
sus palabras.
Dar
un garbeo por mi cabeza nunca ha sido precisamente uno de mis pasatiempos
favoritos, sobre todo porque arroja un aspecto bastante desangelado. Hay quien
tiene la cabeza bien amueblada; la mía tiene un póster de Iron Maiden y un
futbolín.
—¡¡Pero,
coño!! —dijo un pensamiento solitario que encontré en mi cabeza—. ¡Tú por aquí!
—Hombre,
qué pasa, tú, eh…
—No
te acuerdas de mí, ¿eh, cabrón?
—Sí,
hombre, claro; cómo no me voy a acordar, eh… —Me gustaría haber tenido una
corbata para aflojarle el nudo—. Esto, ¿dónde están los demás?
—Pues
mira, “Dúchate” se fue a dormir, “Pero, ¿tú no tenías hoy que ir a trabajar?”
está dando un largo paseo, a “¿No crees
que ya eres mayorcito para cascártela?” hace años que no lo veo. La verdad es
que hace tiempo que ninguno de tus pensamientos se deja caer por aquí.
—Ya.
Hum. ¿Tienes algo de beber por ahí? No me vendría mal una cervecita… —observé.
—No
deberías beber tanto —dijo el pensamiento.
—¡Ah!
¡Ya sabía yo que te conocía de algo!
—Ese
no soy yo. “No deberías beber tanto” se dio de baja por depresión.
—Ah,
claro. Entonces, tú eres…
—“Esa
chica no te conviene”.
—¿Qué?
¿Pero tú has visto qué pedazo de tetas? —pensé a viva voz.
—¿Qué?
—oí decir a Marcia en el exterior.
—Me
da igual las tetas que tenga —dijo Esa chica no te conviene.
—Qué
turgencia. Qué pezones tan agradecidos al tacto, oiga.
—No,
si la muchacha gasta unos melones que para qué, pero…
—Por
no hablar de ese culito prieto.
—Ya,
ya, si tienes razón, pero… ¡Calla, Yago! ¡Que te estás buscando una ruina, con
esa tía!
—¿Por
qué? Le gusta la lencería fina y me prepara consomé cuando estoy con resaca.
Para mí, es la mujer perfecta.
—¡Ni
siquiera conoces sus intenciones! Para empezar, ¿por qué quiere llevarte ante
Lucifer? Tú eres el Mesías, él, el Rey del Infierno. Llámame paranoico, si quieres,
pero a mí me da que Satanás no es de ese tipo de personas que se hace querer.
En el mejor de los casos, te tratará con cortés frialdad. Tú hazme caso; si te
ofrece una cerveza caliente y un cuenco de patatas fritas de paquete, es que
quiere que te vayas de allí cuanto antes.
—A
lo mejor el hombre solo quiere hacerme una contraoferta. Darme el puesto de
Anticristo o algo.
—Sí,
hombre, si no sabes ni hacer un arroz a la cubana; te vas a poner tú a escaldar
animales domésticos vivos y esas cosas que hacen los anticristos.
—Oye,
oye, que no he dicho que vaya a aceptar el trabajo. Yo soy un hombre de
palabra. Si me comprometo a salvar a la Humanidad, pues la salvo y Santas
Pascuas —declaré—. No me voy a poner a condenarla a estas alturas.
—Mira
que tú te dejas convencer muy fácilmente. Que no sabes decir que no.
—Que
no, hombre, que no —demostré—. Bueno, mejor me voy, que Marcia se empieza a
preocupar si estoy mucho rato sin magrearle las piernas.
—¿Tan
pronto?
—Sí,
bueno…
—No
tardes en volver.
—Ya
me dejaré caer por aquí un día de estos —mentí sangrantemente.
—Sí,
ya. Ten cuidado, no vayas a pisar tus neuronas al salir. —Y se volvió,
despechado.
—¿Está
lista la cena? —dije al volver de mi cabeza.
—¿Qué
estabas hablando sobre mis tetas? —preguntó mi diablesa.
—Solo
cosas buenas. Oye, ¿cuáles son tus intenciones conmigo?
—¿A
qué viene eso ahora? —La expresión de mi diablesa denotaba una mezcla de alarma
y perplejidad. Si fuéramos puntillosos, podríamos decir que se encontraba
alarpleja.
—La
verdad es que encuentro muy normal tu alarplejidad.
—Sí,
es muy típico de ti encontrar normal algo que no existe.
—Contéstame.
¿Qué quiere Satanás de mí?
—Oye,
¿a mí qué me cuentas? Solo soy una mandada. El Bajísimo me dijo, “Ve a recoger
a este tipo a las Puertas del Infierno”. Y eso hice. Sé tanto como tú.
—¿Ah,
sí? —dije con una mezcla de desconfianza y escepticismo en la voz, que a fin de
cuentas son lo mismo, pero nos sirve para crear la palabra “desconcepticismo”—.
Disculpa si soy desconcéptico.
—Mira,
a mí nunca me cuenta nada. Yo solo soy la que le pasa las llamadas y le
organiza la agenda.
—¿Sabes?
Siempre me he preguntado una cosa sobre Lucifer.
—Ay,
Dios.
—No
entiendo por qué no se relaciona más cuando se pasa por ahí arriba a poseer a alguien. ¿Sabes lo que te digo? Sube
al mundo de los vivos de higos a brevas, y en vez de salir a tomar el aire se
queda todo el día encerrado en un dormitorio, vomitando y lleno de ronchas.
¿Qué le pasa? ¿Se le corta la digestión durante el viaje, o qué?
—No
puedo creer que esté escuchando esto —admitió Marcia.
—¿Me
dejas conducir un rato?
—No.
—Anda.
—No.
—Un
ratito.
—He
dicho que no.
—Venga…
—¿Me
prometes que no vas a atropellar a nadie?
—Lo
intentaré.
—Bueno,
así descanso unos minutos…
Cinco minutos y un taxi
despeñado por un precipicio más tarde…
—¡¡¿Pero
a ti qué cojones te pasa?!! —inquirió mi diablesa una vez fuera del taxi—. ¡¡¿Qué
demonios significa para ti “Cuidado con el precipicio”?!!
—¡Creía
que el cartel ponía “Cuidado con el prepucio”! ¿Por qué iba yo a tener cuidado
con un puto prepucio? ¡No les tengo ningún miedo! —razoné después de escupir el
contenido del cenicero.
—¡Joder,
y ni siquiera sé dónde nos encontramos!
Donde
el diablo perdió el poncho, de eso no cabía duda. Recogí el poncho del matorral
donde estaba enredado y se lo ofrecí a Marcia.
—No
tengo frío. ¡Joder! ¿A dónde nos dirigimos, ahora?
—No
te preocupes; tengo un sentido de la orientación bastante notable.
—Estamos
en un yermo desolado, sin un maldito punto de referencia —señaló insidiosamente
Marcia.
—Sin
problema. Tengo antepasados navajos. —Me agaché y pegué la oreja al suelo—. Mm-m.
—¿Has
encontrado algún río subterráneo?
—No, pero te alegrará saber que no estamos en
la trayectoria de una estampida de búfalos —anuncié—. Aunque parece que algo se
acerca.
—¿Estás
hablando en serio?
—Un
bípedo pesado y lento —anuncié—. O quizá dos tipos la mitad de pesados y
saltando a la pata coja muy despacito.
Marcia,
un poco alarpleja, pero decididamente desconcéptica, intentó vislumbrar algo a
través de la nube de polvo levantada por el desprendimiento de nuestro
vehículo.
—Oye,
yo no veo un pimiento —aseguró.
—Voy
a ver qué hay detrás de esos matorrales —dije incorporándome de un salto.
—¿Y
por qué no seguimos este camino de tierra?
—¿Un
camino? ¡Ja! —dije con desdén mientras me encaminaba hacia los matorrales—.
¡Caminante, no hay camino!
No
suelo ser tan literal cuando cito a los poetas, pero aquella vez me caí por un
barranco.
—¡¡¡Jodeeeeeer!!!
—¡Ay,
joder! —gritó mi diablesa lanzándose al rescate. Suspiró de alivio al comprobar
que el desnivel solo medía unos siete metros—. ¿Te has hecho daño?
—Tranquila,
estoy bien. He aterrizado sobre unas zarzas.
Marcia
se deslizó por el barranco con la característica gracia de aquel que tiene una
actitud despreocupada ante la gravedad.
—¿Pero
tú para qué tienes las alas? —preguntó al aterrizar a mi lado.
—Son
mi sustituto del pene. —Y no lo dije por tirarme el moco freudiano.
Nada
más levantarme, aún con la visión borrosa de la conmoción, atisbé una
amenazante figura que avanzaba lentamente hacia nosotros. De haber tenido pelotas,
estoy seguro de que habrían abandonado momentáneamente su localización
anatómica habitual para situarse bajo mi nuez.
—Marcia,
no mires atrás —dije—. Creo que se acerca un mendigo a sablearnos un cigarro.
Marcia
se volvió.
—¿Asterión?
—dijo Marcia.
—Agárrame
un cojón —dije yo.
El
tal Asterión no se inmutó. Al acercarse, vi que tenía los ojos en blanco.
—¿Este
drogadicto es amigo tuyo?
—Asterión
—dijo Marcia.
No
obtuvo respuesta. El llamado Asterión, en trance, pasó a nuestro lado sin
vernos. Marcia lo agarró del brazo.
—¡Asterión!
—¿Eh?
—El tipo pareció volver en sí—. ¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? ¿Marcia? ¿Marcia
Hellstrom? ¿Acaso estoy soñando?
—¿Cómo
has salido del laberinto?
—¿He
salido del laberinto? ¿Cómo? ¿Cuándo? —Asterión estaba visiblemente
conmocionado—. Lo último que recuerdo es que estaba amodorrado en el sillón.
—Parecía
que andabas sonámbulo —dijo Marcia.
—¡Marcia,
soy libre! ¡Después de tantos siglos de tedioso confinamiento he conseguido
escapar de ese infausto laberinto! ¡He alcanzado el exterior! ¡La libertad!
Caramba, qué frío hace aquí fuera.
—Es
que has salido muy desabrigado —intervine.
—¿Y
tú eres…? —dijo Asterión cuando reparó en mí.
—El
Nuevo Mesías —dijo mi diablesa antes de volverse hacia mi impresionada persona—.
Te presento a Asterión, el Minotauro.
—Eh…
ah… —articulé, no sin esfuerzo.
—Discúlpalo
—dijo Marcia—. En circunstancias normales no hay quien lo calle.
—No
lo culpo. ¡Apuesto a que en su intensa y a buen seguro atribulada vida no ha
conocido jamás a un Minotauro! ¿Verdad, muchacho?
—¿A uno con gafas? No.
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