sábado, 15 de marzo de 2025

Este inmundo pedazo de costra sideral (Space Opereta)

Es que eres muy feo, Sebastián

Diario de a bordo de la Capitana Ariza — Primera entrada.

Mira que me prometí a mí misma no empezar ningún "Diario de a bordo", una práctica anticuada que detesto, entre otros motivos, porque me recuerda a aquel engreído del profesor Cuéllar. Jamás dejaba pasar la oportunidad de aburrirnos hasta la muerte con alguno de los pasajes de su diario, con el dudoso objetivo de que apreciáramos la profundidad de sus reflexiones, sus dotes de mando y su capacidad para tomar decisiones en momentos difíciles. En los pasillos se rumoreaba que su mayor mérito consistía en haberse escaqueado con habilidad de las batallas más importantes durante la guerra contra los axones. Decían, incluso, que el día de la reconquista de la Amaltea española, Cuéllar se encontraba en la Estación Espacial de Júpiter con una tajada como un piano, y que la ofensiva tuvo que ser llevada a cabo por su lugarteniente, un muchacho de Zamora que fue ingresado en la Base Lunar para el Tratamiento del Shock Post Traumático Bélico antes de que finalizara la contienda.

 Me estoy yendo por las ramas; quizá se deba a que este sucedáneo de vermú de garrafa no está ayudando precisamente a poner mis ideas en orden, que es de lo que se trataba cuando se me ocurrió empezar a escribir este Diario.

 Empiezo desde el principio: Mi nombre es Juana Ariza, Capitana de la NRE Gallarda, nave de exploración de envergadura estándar del Reino de España. Llevamos surcando la vía láctea el equivalente a... no sé, un año terrestre, más o menos (El encargado de contabilizar el tiempo a bordo, entre otros cometidos, es el Alférez Bobadilla. Yo ya tengo bastante con lo mío). Estamos a varios millones de kilómetros de la Tierra (le preguntaría a Bobadilla cuántos exactamente si el asunto revistiera alguna importancia). En todo este tiempo hemos explorado, a mi parecer, un cacho bien gordo del Universo. He de confesar que no hemos hecho descubrimientos especialmente destacables, pero, en nuestra defensa, diré que tampoco es que otras naves de exploración se hayan lucido. Hace unas semanas me enteré de que la NRE Santa Inés había hallado un planeta, o satélite, no me quedó muy claro, que albergaba algún tipo de vida vegetal. Ya ves tú, surcar millones de kilómetros en el espacio para dar con una especie de cebollino extraterrestre o algo así. Pues ya verás que al Capitán de la Santa Inés, que es un gilipollas insoportable, le suben el sueldo o le dan un ascenso o algo así. Puto Capitán Cebollino. Encima los de Agencia parecen considerar lo del vegetal como una especie de hito.

 Pero, como digo, las naves de exploración del Reino de España no estamos teniendo mucha suerte en lo que refiere a descubrimientos asombrosos. Agua bajo la superficie de un cacho de roca, planetas con atmósferas de toxicidad tolerable, algún mineral radiactivo, trozos a la deriva de lo que parecen estructuras alienígenas incomprensibles... Todo mierdas. Ninguna civilización extraterrestre, claro. Son los extraterrestres los que nos suelen descubrir a nosotros. Como hace noventa años los travelianos, que nos conquistaron, nos gobernaron, repararon el daño que nosotros mismos le habíamos provocado a la Tierra… y a los que luego mandamos a tomar por culo gracias a aquellos majaras fugados del manicomio lunar (asunto este en el que no suelo extenderme porque, como todo el Universo conocido sabe, forma parte de mi propia historia familiar, lo que me ha valido no pocas acusaciones de enchufismo). O hace treinta años los axones, aquellos capullos sonrosados con mente colmena con los que acabamos firmando un tratado de paz. El Reino de España tuvo un papel muy destacado en ambas conflagraciones (sobre todo en la primera), y de ahí que la Agencia Espacial Española, henchida de espíritu patriótico, esté empeñada en seguir a la vanguardia de la... eh... exploración sideral, mientras el resto de naciones casi al completo ha abandonado la carrera espacial por considerarla obsoleta, cara y, sobre todo, peligrosa. Aparte de nosotros, los únicos que siguen dando tumbos por el vacío cósmico son los chinos y los escoceses (Poner un casino flotante en la órbita de Marte, estrictamente hablando, no puede considerarse "carrera espacial", por eso el Estado de Nevada no pudo beneficiarse de ninguna subvención y tuvo que recurrir al capital privado). Pero, al igual que nosotros, ni los chinos ni los escoceses están haciendo gran cosa aquí, en medio del puto inabarcable Universo. Estoy convencida de que la Agencia no nos hace volver a la Tierra por puro orgullo. Ojalá lo hiciera, aunque languidezca en un despacho hasta que pueda prejubilarme. Me voy a morir de asco igual, pero al menos en la Tierra hay churros de verdad.

Diario de a bordo de la Capitana Ariza — Sexta Entrada.

Hay que joderse. Hemos entrado en la órbita de un planetucho que fue colonia española durante la guerra contra los axones. A la Agencia se le ha ocurrido que podíamos hacer un pequeña expedición, para comprobar, no sé, si ha habido algún cambio evolutivo reseñable en estos últimos treinta años. Quizá algún tipo de fruta haya aprendido a caminar o algo. Porque lo único que hay ahí abajo es una vegetación de color parduzco que produce una limitada variedad de frutos, a cada cual más insípido, según los registros de la nave. El aire es respirable, el agua, potable, y la gravedad muy similar a la de la Tierra. Por lo demás, desierto, colinas, lagos. La especie animal predominante parece ser una clase de oruga gorda. Inofensiva, comestible (parece ser que los suministros alimentarios escasearon en tiempos de la colonización). Algunos insectos. Anfibios horrorosos. Todo estudiado y catalogado ya por la Agencia hace años. Que hagamos fotos, dicen. De las construcciones que dejaron los colonos y tal. Querrán hacer una exposición. "Nueva Badajoz, 30 años después". Nueva Badajoz, así lo llamaron. Tócate los cojones.

 Me llevo conmigo al jefe de seguridad y a la responsable científica. Que se jodan. Bobadilla quería venir, pero prefiero dejarlo en el puente de mando. Estoy segura de que es el único que no va a aprovechar mi ausencia para pirarse a la cantina. Y necesito que alguien esté atento por si hay que bombardear algo. Robles, el jefe de seguridad, es un Exnovio de la Muerte en sentido bastante literal. Un antiguo legionario que sufrió un accidente durante unas maniobras y estuvo un par de minutos clínicamente muerto. Se quedó el hombre bastante tocado, pero rechazó la jubilación anticipada, el muy imbécil, y me lo endilgaron a mí. Personalmente, preferiría llevarme al capellán, pero su presencia en un planeta deshabitado estaría aún menos justificada. Por su parte, la doctora Manzanera es una científica brillante y una persona deplorable, además de una borracha y una criticona. Me detesta y me ha dejado en muy mal lugar delante del Alto Mando en un par de ocasiones. La llevo conmigo no solo por sus conocimientos, sino también porque no está acostumbrada al trabajo de campo y albergo la esperanza de que se rompa una pierna. Creo que la exploración no nos llevará más de tres horas, porque la zona que fue colonizada no es muy extensa. No me molesta salir de la nave y que me dé el aire un rato, pero me temo que la incursión no va a aportar mucho a mi ya deslucido currículum.

Diario de abordo de la Capitana Ariza — Séptima Entrada.

Esto me pasa por hablar. Robles ha resultado herido casi nada más bajar. Ha aparecido un notas entre la maleza y le ha endiñado una pedrada en toda la frente. Un notas con aspecto humano. De unos sesenta años. En camiseta de manga sisa. A Robles no le ha dado tiempo ni a empuñar el cetme láser. El notas se ha escabullido en un abrir y cerrar de ojos. Hemos subido a Robles a la nave. Le han cerrado la herida en enfermería y le han dado un paracetamol. Manzanera está de los nervios y dice que no vuelve a bajar. He tenido que contactar con el Alto Mando. Y estaba de guardia el Almirante Becerra, me cago en mi estampa.

 —¿Cómo que le han cascado una pedrada?

 —Así es, señor.

 —¿Y dice que ha sido un ser humano, Capitana? ¿Está segura de ello?

 —Aparentemente, señor. Se encontraba a corta distancia.

 —¿Y no puede ser que se trate de un metamorfo? ¿O, no sé, de uno de esos que se mete en la cabeza de la gente y provoca alucinaciones? ¿O una bacteria capaz de clonar otras especies?

 —Con todo el respeto, Almirante... ¿Se lo está inventando?

 —No estoy loco, Capitana. Sé que todavía no se han descubierto especies extraterrestres con tales habilidades, pero hay teorías al respecto, ¿no?

 —Pues...

 —Quiero decir, el Universo es muy grande. ¿Tengo razón?

 —Eso parece, señor.

 —Imagine lo que supondría para nuestra patria y para la Agencia descubrir una especie con tales características.

 —Sería un puntazo, señor.

 —¿Disculpe?

 —Que sería un acontecimiento muy tocho.

 —Tochísimo, Capitana, tochísimo. Y, eeeeeh...

 —¿Sí, señor?

 —Si efectivamente se tratase de un ser humano, que espero que no...

 —¿Mm?

 —Significaría que, bueno, cuando desmantelamos la colonia hace treinta años, nos dejamos a alguien... olvidado. Por error, naturalmente.

 —Ya.

 —Y eso sería muy grave, sin duda. Es posible que el tipo nos quiera demandar. Por no hablar de que seríamos el hazmerreír del mundo entero. Joder, vaya papelón. Em, Capitana, si al final resulta que su intuición no le falla y se trata de uno de los nuestros... Mierda, en qué hora se nos ocurrió mandarlos al el planetucho de los cojones ese...

 —¿Qué hacemos de… de confirmar su pertenencia a nuestra especie, señor?

 —Yo qué coño sé. ¿Se le ocurre algo a usted? Bien mirado, es su puto problema.

 —Me permito recordarle que sólo sigo órdenes.

 —Ya, ya. Disculpe, Capitana. No es culpa suya. Es que vaya asco de día que llevo. ¿Se ha enterado del vegetal que se trajo la Santa Inés?

 —¿El cebollino extraterrestre?

 —El cebollino extraterrestre. Esta mañana los de Seguridad Alimentaria nos han comunicado que no es apto para consumo humano. A tomar por culo los planes de comercialización. Y ahora esto... Dios, si es humano... Piense, Capitana. Hay que solucionar este marrón rapidito...

 —¿Lo... liquidamos, señor?

 —¡Virgen Santa, Capitana, no sea salvaje! ¿Cómo se le ocurre? Liquidarlo... La verdad es que no lo había pensado. Mmm...

 —¿Señor?

 —Oiga, ¿y no podrían hacerlo pasar por un extraterrestre? Quiero decir, la ciencia ha avanzado una barbaridad, ¿no? A lo mejor podrían trincar al tipo ese y, no sé, practicarle una operación quirúrgica o algo y hacer que parezca un alienígena.

 —Bueno...

 —Es que, entiéndame, Capitana. Su informe está en la red de la Agencia. Quizá debería haber hablado antes conmigo, pero qué iba usted a saber. Si no, la cosa podría quedar entre usted y yo y santas pascuas, ¿tengo o no razón? Ahora no se puede hacer nada.

 —¿Entonces?

 —Eh, mire, baje otra vez allí y asegúrese de que el tipo es como nosotros, que espero que no. Después comuníqueme el... resultado de su investigación. Yo me reuniré con el Consejo y ya veremos cómo solucionamos la papeleta.

Diario de a bordo de la Capitana Ariza — Octava entrada.

A Becerra le va a dar un parraque. El tipo no sólo es humano; encima se llama Ramón. Como sospechaba el Almirante (y no era difícil deducir) se trata de uno de los nuestros. Un soldado al que dejaron tirado. En los registros consta un Cabo llamado Ramón, destinado a Nueva Badajoz y dado por muerto. O desparecido, lo mismo da. Será este, supongo. El caso es que el Cabo Ramón no sabía que la guerra había terminado hace treinta años terrestres. Creía que su destacamento había sido asignado a otra misión, o secuestrado al completo por los axones. Como dije, Manzanera estaba con un ataque de nervios y se había tomado un tranquilizante, y Robles tenía que guardar veinticuatro horas de reposo obligatorio, así que agarré la lanzadera y un cetme láser y, antes de que a Bobadilla le diera tiempo a rechistar, me planté en Nueva Badajoz. Recordé nada más bajar de la lanzadera que en el almacén teníamos una cosa llamada rastreador de emanaciones biológicas que podría haber acortado el tiempo de búsqueda, y así no habría gastado una hora de mi vida en dar con el tal Ramón, al que encontré en la entrada de una cueva.

 —Dígale a su compañero que acepte mis disculpas por la pedrada que le endiñé. Me puse nervioso, ¿sabe? ¡Viva la Legión! —me dijo en posición de firmes.

 —Sí, sí. Me hago cargo. Y descanse, haga el favor —Yo estaba apoyada sobre la corteza de un árbol seco de color grisáceo. —Mire, Cabo, entenderá que tengo que llevarle a bordo de nuestra nave. El Alto Mando de la Agencia ya sabe de su existencia, y querrá hacerle unas preguntas, y quizá disculparse y otorgarle una paga razonablemente alta por... las molestias. Entre nosotros, si denuncia quizá podría llevarse una buena tajada. Pero no diga que se lo he dicho yo, ¿eh?

 —Bueno, verá, Capitana, les agradezco su interés, pero la verdad es que... aquí no se está tan mal. El clima es un poco seco, pero, aparte de eso…

 —¿No quiere volver a la Tierra? ¿No tiene a nadie allí?

 —No, no. Mire, es que ya me he hecho a esto, ¿sabe? Y, verá...

 —¿Sí?

 —Lo cierto es que aún no he logrado terminar mi misión.

 —¿Misión? ¿Qué misión? Le acabo de de decir que la guerra contra los axones terminó hace treinta años.

 —Ya. Bueno, mire usted, la mía no.

 Antes de que pudiera preguntarle a qué demonios se refería, una piedra cayó cerca de mis pies.

 —¡Ramón, hijoputa! —exclamó alguien desde lo alto de la loma donde se encontraba la cueva.

  Pude echar un vistazo al atacante antes de que se esfumara tan rápido como había aparecido. La piel rosácea y las facciones reptilianas me resultaron inconfundibles.

 —Así que se niega a subir a la nave —dijo Becerra.

 Aunque el Almirante se encontraba a millones de kilómetros y la recepción holográfica era tirando a regulera, no hacía falta ser un intérprete experimentado de lenguaje gestual para apreciar que se encontraba muy contrariado, como si los tipos que le iban a ayudar a desplazar un piano de cola llevaran dos horas de retraso.

 —Correcto, señor —dije con la esperanza de que me dejara terminar mi exposición—. Aunque ahora es consciente de que la guerra terminó, el Cabo Ramón está enfrascado en, digamos, su guerra particular.

 —Ah, bueno, habrá perdido la cabeza, el pobre hombre. Entonces, muchos ánimos de demandarnos no le vio, ¿no? Le ruego que sea franca con este tema, Capitana. Supongo que se hará cargo de que se trata de un asunto de vital importancia para la Agencia.

 —No parece el caso, señor. Lo que pasa...

 —¿Sí?

 —Como le dije, el cabo Ramón sigue en guerra. Con un axón, señor.

 —¿Disculpe?

 —Hay un axón ahí abajo, señor. También olvidado por los suyos, parece ser.

 Becerra procedió a analizar la información suministrada de una manera del todo indigna para un hombre de su posición, esto es, profiriendo balbuceos del tipo "Oh", "Ah", "Bue..." durante aproximadamente medio minuto.

 —¿Un axón? ¿Cómo que un axón? —dijo al terminar su estudio preliminar de los hechos—. ¿Está segura? ¿No podría tratarse de un ejemplar de una especie parecida? ¿Es que tiene que ser un axón, la madre que me parió?

 Becerra parecía estar teniendo su peor día en mucho tiempo.

 —Un axón, señor. Atendiendo a su inconfundible fisionomía, no puede tratarse de ninguna otra maldita cosa. —Intenté sonar tajante, por si al Almirante se le había pasado por la cabeza repetir su colorido inventario de criaturas ficticias.

 —Valiente putada —dijo a modo de resumen de la situación—. Bueno, al menos no somos los únicos idiotas que han dejado a un soldado tirado donde el diablo perdió el poncho. —La perspectiva pareció suministrarle algún tipo de alivio. —¿Y dice que esos dos están haciendo la guerra por su cuenta? ¿Después de treinta años tras el tratado de paz?

 —Ellos no lo sabían señor —repuse—. De hecho, el axón aún no lo sabe. A no ser, claro, que en el tiempo que he tardado en subir a la nave el Cabo Ramón lo haya encontrado y se lo haya comunicado, lo cual me parece altamente improbable.

 —¿Qué le parece improbable? ¿Que lo haya encontrado o que se lo haya comunicado?

 —Que se lo haya comunicado, señor.

 —¿Y eso?

 —Por lo que le he dicho antes, señor.

 —¿El qué? Disculpe si hoy me encuentra un poco espeso, Capitana. —Hoy, dice. ¿Y cuándo no?

 —Que el Cabo Ramón pretende seguir en guerra hasta que acabe su misión.

 —Hasta que se cepille al axón. —Llegar a esa conclusión por sí mismo podría considerarse un pequeño hito en el historial militar de Becerra.

 —Efectivamente, señor.

 —¿Y en treinta años no ha podido liquidarlo? ¿Y tampoco ha muerto a manos de su enemigo? Siendo franco, cualquiera de las dos posibilidades nos habría venido muy bien.

 —Tengo una hipótesis, señor — admití—. Pero tendría que encontrar a ese axón para demostrarla.

Diario de a bordo de la Capitana Ariza — Novena Entrada.

El rastreador de emanaciones biológicas es un invento del genio residente de la Agencia Espacial Española, el profesor Urko Urtubey, que permite seguir el rastro de cualquier criatura a condición de que el sujeto respire, sude, eructe o se pea. No lo había utilizado nunca (ni yo ni nadie de la tripulación; de hecho, la unidad estaba precintada) y nada más encenderlo me indicó que existía una nueva actualización y que estaba bajo de batería. Estuve a punto de pedirle ayuda a Manzanera, más que nada por cortesía profesional y porque entre mis funciones se encuentra la de mantener alta la moral de mi tropa, y la mujer parecía estar un poco avergonzada de su reciente ataque de histeria. Pero después he pensado que preferiría restregarme por los ojos un chile habanero antes que hacer cualquier cosa que estimulara el ego de nuestra oficial científica, así que he echado mano del folleto de instrucciones.

 El sol nunca se pone en Nueva Badajoz, porque este inmundo pedazo de costra sideral tiene el privilegio de contar con dos, uno más alejado que otro, así que sus días oscilan entre un calor abrasador y un atardecer deprimente. Cuando agarré la lanzadera espacial biplaza por tercera vez en menos de doce horas, el planetucho había llegado a la fase en que apetecía agarrar un caballo y alejarse hacia el horizonte. Aterricé cerca de la cueva donde vi al Cabo por última vez y empecé a seguir confusos rastros de emanaciones corporales que aparecían de colores diferentes en la pantalla del rastreador. Como había leído las instrucciones por encima, no recordaba si el morado correspondía al olor a sobaco o el rosa a la halitosis, pero me era indiferente. Bobadilla me contactaba a intervalos de diez minutos para preguntar si todo bien. Mi segundo al mando es tan eficaz que resulta irritante. Naturalmente, sé que tras toda su fachada servicial se esconde un ansia de reconocimiento y su deseo de sustituirme algún día no muy lejano, anhelo que suelo alentar poniendo en práctica maniobras sutiles, tales como llegar tarde y con resaca a las reuniones con los Oficiales. No aspiro a una destitución fulminante; con que me rebajen a alguna humillante tarea burocrática, voy que ardo, y espero que el chivato de Bobadilla contribuya a asfaltar el camino hacia mi próxima meta profesional.

 Los colores empezaron a aparecer más vivos en la pantalla, lo cual quería decir que me estaba aproximando a alguno de mis dos objetivos, no sabía precisar cuál. Después de unos minutos, encontré al axón a la entrada de lo que parecía una caverna. Estos dos debían de pasar el día escondidos en cuevas. Yo tenía apenas 8 años cuando la guerra contra los axones terminó, pero reconocí lo que en tiempos fue uno de esos sobrios uniformes militares axones. No sabría decir a qué ejército pertenecía, más que nada porque su aspecto actual sólo podía deberse a un uso continuado durante décadas o a verse expuesto a la voladura de una montaña. El axón, armado con una rama seca pero de grosor respetable, me lanzó una mirada tan elocuente que si me hubiera gritado "¡Te voy a sacar las tripas con un rastrillo!", sus intenciones no me habrían quedado tan claras.

 —¡Grfrxaisjdudj! —o algo así me espetó el axón. Tengo muy oxidado su idioma, y encima parecía tener acento del norte, pero creo que se trataba de una referencia poco decorosa a mi madre, a mi padre, a mis muertos y a los que se iban morir.

 —Vengo en son de paz. —Es lo único que se me ocurrió.

 —¡Los cojones! —Daba la impresión de que mi primer contacto con una entidad extraterrestre no iba a cumplir los parámetros mínimos que requerían los libros de Historia.

 —A no ser que "Los cojones" signifique también algo en tú idioma, creo que podemos mantener una conversación fluida.

 —¡Tu madre come mierda!

 —Mira, no podemos establecer una base comunicativa óptima solo con palabras malsonantes y referencias a mi familia.

 —¡No vayas de listilla con nosotros! ¡Sabemos a lo que has venido!

 Iba a preguntar "¿Cuántos sois?", pero en seguida recordé lo de la mente colmena.

 —No pretendo atacaros —dije dejando que el cetme descansara colgado de mi hombro.

 —¿Qué quieres? —dijo blandiendo el palo como un bate de béisbol.

 —Estoy buscando al Cabo Ramón. La guerra terminó hace mucho tiempo, y creo que nadie os lo ha comunicado.

 —¡Mentira! ¡A los humanos se os da bien mentir! ¡Es lo que mejor hacéis!

 —Oye, yo tengo un fusil, y vosotros un palo. Si siguiéramos en guerra, ya os habría pegado fuego. Nuestros pueblos firmaron la paz y ahora se llevan bien. Bueno, no bien: digamos que se tratan con cortés frialdad. O, para ser más exactos, se ignoran completamente. Pero ya no se odian. O no lo admiten en público, yo qué sé. El caso es que hay paz.

 —¡No nos lo creemos! ¡Si hubiera paz, lo sabríamos!

 —Y lo sabéis. Todos menos tú, por lo visto.

 —¡No existe el Yo! ¡Solo el Nosotros!

 —Oye, todo eso de la mente colmena... ¿No será que simplemente te gusta hablar en plural? —pregunté dando un par de pasos en su dirección.

 —¡No te acerques! ¡Que estamos muy locos, hostias!

 Los prominentes globos oculares del axón, característicos de su especie, que parecían a punto de salir disparados en mi dirección y el hilillo de baba que se escapaba de entre sus apretados y afilados dientecillos dejaba a las claras el fracaso de mi maniobra diplomática. En el preciso instante en que un intento de agresión se adivinaba inevitable, el Cabo Ramón salió del interior de la caverna con las manos atadas con lo parecía una especie de liana.

 —¿A qué viene este escándalo Agustín? —preguntó Ramón justo antes de reparar en mi presencia—. ¡Ah, Capitana!

 —¿Agustín? —Sentí la imperiosa necesidad de dejar zanjado ese tema.

 —Sí, bueno, ya sabe que el pueblo axón desprecia el concepto de individuo —dijo Ramón—. Se me ocurrió que ponerle un nombre propio sería una técnica efectiva de guerra psicológica.

 —¡No funciona! —afirmó el axón, que a continuación me lanzó una mirada desafiante—. ¡Agustín mola!

 Otro comunista deslumbrado por el decadente estilo de vida occidental, pensé.

 —¿Qué está pasando aquí, Cabo? —Decidí que era buen momento para centrarnos en el segundo punto del orden del día.

 —El enemigo me ha capturado —dijo Ramón alzando la muñecas. Un simple gesto que bastó para que la liana cayera al suelo.

 —¡Sí! —gritó Agustín—. ¡El Cabo Ramón es nuestro prisionero de guerra!

 Mientras Agustín me dedicaba otra mirada asesina, Ramón se agachó a recoger la liana y trató de volver a atarse las muñecas él mismo.

 —¿Puedes ayudarme? —dijo Ramón en voz baja.

 Agustín dirigió la vista a su eterno enemigo con una expresión de sorpresa.

 —Eres un manta haciendo nudos —afirmó Ramón mientras Agustín le ayudaba a volver a parecer un prisionero.

 —Voy a reformular mi pregunta —anuncié—. ¿Qué es toda esta pantomima?

 —¡Jamás rescatarás a Ramón! —sentenció Agustín mientras terminaba de asegurar el nudo—. ¡No te lo permitiremos!

 —¿Podrías dejar de gritar, por favor? —dijo Ramón— La Capitana te escucha perfectamente.

 —Lo sentimos —dijo Agustín.

 El axón agachó la cabeza y depuso su actitud beligerante como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Se hizo un incómodo silencio. Por motivos que solo ahora puedo alcanzar a comprender, intuí que no me correspondía a mí romperlo.

 —¿Tú... sabías que la guerra había acabado? —preguntó Agustín después de unos segundos, aún mirando al suelo. Apretaba y aflojaba la zarpa derecha de manera compulsiva.

 —Sí —contestó Ramón sin mirar directamente a Agustín— Me lo contó ella hace un rato.

 Agustín se mantuvo en silencio unos segundos.

 —Nosotros... Nosotros tampoco te lo habríamos dicho.

 Antes de verme sometida a otro silencio incómodo, decidí soltar lo primero que se me pasó por la cabeza.

 —Oiga, Agustín...

 —¡Oigan!

 —Lo que sea —determiné—. Mire, podemos reunirle con los suyos. Quiero decir, podemos reunirles con sus otras... unidades... corporales... Ay, joder, ustedes ya me entienden.

 Solo después de hablar caí en la cuenta del follón diplomático que eso podía suponer. Agustín parecía confundido. Miró a Ramón como suplicándole consejo. Por su parte, Ramón se veía tenso. Mantuvieron lo que a todas luces era una breve conversación a base de miradas.

 —No —dijo finalmente Agustín—. ¡No nos dejaremos engañar por los humanos! ¡Embusteros! ¡Embaucadores! ¡Torticeros! ¡Jamás nos atrapareis vivos!

 Lo miré indolente mientras salía corriendo. No me moví; estaba ocupada pensando que mandaba cojones que una criatura de otro planeta tuviera mejor vocabulario que yo en mi propio idioma. Tras unos segundos, Agustín volvió a aparecer detrás de unos matorrales.

 —¡Cuenta hasta cien! —le gritó a Ramón antes de volver a desaparecer.

 —Que sí, hombre, que sí —dijo Ramón.

 Ramón me miró en silencio, visiblemente abochornado.

 —Capitana —empezó a decir—, si tiene que detenerme y llevarme con usted, lo entenderé.

 Mirar al cielo habría supuesto un exceso dramático intolerable, pero no pude evitar exhalar un lento suspiro.

Diario de a bordo de la Capitana Ariza. Décima Entrada.

Becerra se mantuvo en un tenso silencio durante todo mi relato de los hechos. Temí por la integridad de su pluma estilográfica personalizada (una bagatela reservada a los miembros del Alto Mando) mientras la retorcía entre sus manos, amenazando con quebrarse en cualquier momento y mandar el impoluto uniforme de Almirante a la lavandería.

 —Bueno —dijo cuando terminé de hablar—. Se podrá imaginar que el Consejo se encuentra muy incómodo con este asunto.

 Me imaginé a los miembros de Consejo revolviéndose en sus asientos, como si alguien hubiera metido un puñado de alubias secas en su ropa interior.

 —Me hago cargo, Almirante.

 —Dejando aparte el follón burocrático y el más que probable escarnio público al que nos podemos enfrentar de traer de vuelta al Cabo Ramón, el asunto del axón es muy delicado. Como sin duda sabrá, las relaciones con su pueblo no atraviesan su mejor momento. De hecho —dijo bajando un poco la voz, quizá inconscientemente—, el concepto "Guerra Fría" ya ha salido a colación en los pasillos de Moncloa.

 Levanté las cejas y moví un poco la cabeza a un lado, como si la información me pillara por sorpresa, aunque sabía que una persona con el estatus de Becerra era muy consciente de que, en nuestro país, un secreto de Estado era algo de lo que se hablaba en las tascas mientras se jugaba al dominó.

 —El caso es —prosiguió Becerra— que esos cabrones van a recelar si les devolvemos a uno de los suyos a estas alturas del partido. Quiero decir, podemos intentar vender el asunto como si de una hazaña se tratara, pero no se lo van a tragar. Y no los culpo, ¿eh? A nosotros nos pasaría lo mismo. Sin más rodeos, le anticipo que el Consejo se va alegrar mucho cuando sepa lo que usted me acaba de contar. De todas formas, ya se había llegado al acuerdo de dejar que esos dos gilipollas se pudrieran ahí abajo y hacer como si no hubiera pasado nada.

 Estuve a punto de decirle que, de todas formas, se iba a saber. Alguien, o bien del Consejo o bien de mi tripulación, se iría de la lengua, y, en cuestión de semanas, el asunto sería la comidilla de la Estación Espacial de Júpiter. El Almirante culminó su transmisión dándome pistas de por dónde podrían ir las excusas en forma de discurso oficial que debía soltar al Cabo Ramón: Respeto a la libertad de elección, el bien de la comunidad estelar, etcétera. Claro que yo ya había comunicado al Cabo que, si no volvía a ver mi jeta en un plazo de tres horas, no volvería a saber de mí en lo que le restaba de vida, así que supongo que en estos momentos, que hemos abandonado la órbita de Nuevo Badajoz hace un rato (y sin hacer una sola foto), él y Agustín se sentirán muy aliviados.


No hay comentarios: