sábado, 18 de marzo de 2023

El perro que me miró como si me conociera de algo

Detuve el tanque y me asomé por la torreta. Una señora estaba parada en mitad del camino de tierra,  acompañada de su perro, que olisqueaba el suelo mientras daba vueltas sobre sí mismo.

–Buenos días –dije tras un carraspeo que no debió de sonar muy imponente.

–Buenos días, mi General –contestó la señora.

–Sargento –corregí.

–Usted disculpe. Yo es que de rangos militares no entiendo mucho, ¿sabe usted? Pero de cosas del campo, puede preguntarme lo que quiera. Por ejemplo, cuál es la mejor época para plantar acelgas. Pregunte, pregunte.

No quería parecer descortés, pero aquél no era uno de esos días en los que me apetecía horrores hablar sobre agricultura con alguien.

–¿Le queda mucho a su perro?

–Está buscando un sitio donde cagar. A veces se levanta de un selectivo que no hay quien lo aguante.

–Ya. Es que voy camino de una guerra, ¿sabe?

–No me diga. ¿Y le hace ilusión la guerra esa?

–Ah, mire, parece que ya.

El chucho se había colocado en posición de desalojo sobre la zona de impacto elegida.

–Disculpe si tarda un poco. Anda algo estreñido últimamente. He dejado de darle pollo, porque se iba por la pata abajo en cualquier sitio.

–Fenomenal.

Durante los primeros segundos de su acometida, el perro miraba distraídamente el paisaje que lo circundaba, pero después reparó en mi presencia. Un observador casual podría deducir que sus ojos medio cerrados denotaban una suprema concentración en la tarea que estaba llevando a cabo, pero me dio la impresión de que mantenía una mirada demasiado desafiante para cualquiera en su delicada tesitura. Empecé a sentirme incómodo. No pude evitar pensar que me había reconocido, pero yo estaba seguro de no haber visto a ese perro antes. De repente, tuve una epifanía. Esa mirada y esa expresión me resultaron inconfundibles. El perro era la reencarnación de alguien que yo había conocido en el pasado.

–Oiga, señora, ¿sabía que, en una vida anterior, su perro fue un librero de ocasión?

–Primera noticia que tengo.

–No recuerdo su nombre, pero…

–Se llama Poncho. Poncho, saluda al señor.

–No, ya. De antes de reencarnarse, digo.

–Ah, eso ya no le puedo decir. No creo que se llamara Poncho, porque se lo puso mi hijo Roberto. Y Poncho no es un nombre muy común por estos lares. A no ser, claro, que el señor procediera de otras latitudes. ¿Sabe si procedía de otras latitudes?

–Era un tipo muy antipático, cuando librero. Se murió, y sus hijos vendieron el local y el nuevo propietario puso una tienda de condones, pero, cuando yo era joven, cada vez que entraba en su establecimiento, me miraba igual que ahora. Una vez discutí con él por el exorbitante precio de un volumen de Gurdjieff que estaba en un estado lamentable. Me cogió mucha manía.

–Pues sigue igual, eh. No le cae bien todo el mundo a mi Poncho.

Poncho finiquitó una faena que le habría valido, al menos, una mención especial en un certamen de estiércol y, sin quitarme la vista de encima, procedió a enterrar con las patas traseras su regalo al mundo como suelen hacer los perros, de manera más bien simbólica. Seguía manteniendo una actitud retadora, casi fiera, que habría disuadido a cualquiera de de soltar un ñordo de elaboración propia en el área colindante.

–Bueno, señora, ha sido un placer…

–Espere, que lo recojo. No voy a dejarlo ahí para que su bonito tanque llegue a la guerra oliendo a mierda. No querrá que el enemigo se cachondee de usted y empiece a llamarle Sargento Boñigo o algo así ¿Dónde he puesto la bolsa? –dijo la señora hurgando en los amplios bolsillos de su rebeca de entretiempo.

–No pasa nada, en serio. Es que preferiría llegar a la guerra antes de que acabe, mire usted. Porque a ver cómo justifico yo aparecer con un tanque durante la firma del armisticio.

–No tardo nada, no se preocupe –dijo la señora sacando de los bolsillos pañuelos de papel usados, caramelos, monedas pequeñas, tickets arrugados, envoltorios de plástico de naturaleza indefinida, un mando a distancia y lo que parecía el manojo de llaves del Castillo de Löwenburg.

Por su parte, Poncho lanzó un bostezo y se sentó a poca distancia de sus humeantes heces. Se veía tranquilo, aliviado, pero no hacía falta ser un experto en expresión gestual canina para interpretar su aire de suficiencia como un “Te jodes” dirigido a mi persona.

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