martes, 31 de marzo de 2020

El Cielo está a tomar por saco

Es la última vez que me convences de alquilar una casa rural, Josemari

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 3.

Finalmente, pude convencer al Creador de que sería más prudente que condujera yo mientras Él dormía la mona en el asiento del acompañante, aduciendo que, mientras Él era inmortal y todopoderoso, sus criaturas no éramos más que unos lamentables mierdecillas poco amigos de los barrancos y las hormigoneras en sentido contrario.
            —La verdad es que os hice de muy poca calidad —sentenció el Señor antes de quedarse sobado.
            Transitábamos en mitad de la noche por la Carretera Secundaria Que Nadie Conoce, en palabras de Dios (“Tú tira todo para adelante y no te desvíes”, fueron las únicas indicaciones que me brindó), escuchando una emisora de radio especializada en rumba taleguera y llevando en el asiento de atrás a la Chica de la Curva.
            —¿Te he contado ya que en la curva que pasamos hace tres kilómetros me maté yo? —preguntó la Chica.
            —Cuatro veces —dije secamente.
            —En un Seat Panda —prosiguió la Chica—. Anda que no ha llovido desde entonces ni nada.
            —Ya —murmuré—. Oye, no quiero parecer descortés pero… ¿tú no desaparecías de repente o algo?
            —Eh, sí, bueno, normalmente —dijo la Chica, incómoda—. Pero, bueno, como vais en mi dirección y tal, había pensado que lo mismo me acercabais.
            —¿Adónde te diriges? —pregunté con recelo.
            —¿Adónde os dirigís vosotros?
            —Al Cielo, me parece.
            —Ah, pues mira qué bien me viene —dijo la Chica—. Como estoy muerta y eso…
            —Ya. Mmm… ¿Sabes? No sé si he hecho bien en decírtelo —confesé—. La verdad es que no tengo muy claro si estoy involucrado en una especie de misión ultrasecreta.
            —¿El caballero que te acompaña es… es Dios?
            —¿Este? No, que va. No es más que un viejo borracho que he encontrado tirado en una cuneta.
Justo en ese momento, Dios despertó de su escueta cabezada con un sobresalto. Lo cual no tendría nada de reseñable si no fuera porque, a su vez, se hizo de día de repente.
            —¡Hostias! —exclamé pegando un volantazo, repentinamente cegado.
            —¡¿Qué pasa?! —dijo Dios, alarmado—. ¿Ya ha amanecido?
            —¡No te jode el carcamal todopoderoso este! —ofrecí como única respuesta.
            —¿Qué bicho te ha picado? —preguntó el Señor.
            —¡Que el sol me ha dado un susto de muerte, hostia ya! —dije recuperando el control del vehículo.
            —¿Es usted Dios? —aventuró la Chica.
            —¿De dónde has salido tú? —preguntó el Señor con los ojos como platos—. ¿Has recogido a una autoestopista?
            —¿Y qué quieres? —me defendí—. Me dio lástima. Estaba ahí, al borde de la carretera, tan ensangrentada y tan muerta…
            —¡No le habrás contado nada de nuestra misión ultrasecreta! —bramó Dios.
            —Que no, hombre, que no.
            —¿Es verdad que vais al Cielo? —dijo la Chica.
            —¿Qué? ¡¡Serás bocazas!! —me espetó el Altísimo.
            —Llevadme con vosotros, por favor —dijo la Chica agarrando de la túnica al Creador.
            —¡Ah, no, ni hablar! Si te has quedado empantanada en el plano terrenal, por algo será —dijo Dios en su Infinita Sabiduría.
            —Os lo ruego —rogó la Chica—. No tengo mucho que ofrecer, pero podría haceros unas mamadas.
            —A mí me parece un trato justo —opiné.
            —¡Tú te callas! —ordenó el Creador—. ¡Joder! ¿Cómo se te ocurre recoger a una fulana? ¿Dónde crees que vamos? ¿A una despedida de soltero? ¡Eres un pervertido! —Y acto seguido le pegó un tiento a la botella de bourbon.
            —Y tú un alcohólico.
            —¡¿Cómo te atreves?!
            —No pretendo ser irrespetuoso, Señor, pero debes reconocer que llevas un ciego del copón.
            —Eso me pasa por mezclarme con vosotros, que sois todos un hatajo de pecadores.
            —Eh, eh, a nosotros no nos eches la culpa de tus miserias.
            —Escúchame, hijo...
            —No, escúchame tú a mí. Un buen día se te ocurre ponernos en el mundo, esperando que nos portemos bien, después te largas y te dedicas a observarnos durante miles de años sin entrometerte, como si fueras un voyeur cósmico, y ahora vuelves y pretendes castigarnos por no ser el puto dechado de virtudes y buenas maneras que habías imaginado. ¿Pues sabes qué te digo?
            El frío tacto del cañón de una pistola de pequeño calibre en mi gaznate interrumpió súbitamente mi elaborado discurso.
            —Escuchadme, mamones —dijo la Chica—. Estoy del puto karma hasta el higo. O me lleváis con vosotros hasta la frontera, o ya me encargaré yo de proporcionaros un atajo hasta el Cielo, ¿capisci?
            —Oiga, señorita… —empezó a espetar el Creador.
            —A callar, viejales —ordenó la Chica—. ¿Qué clase de Dios permite que las víctimas de una muerte violenta permanezcan estancadas eternamente en el último lugar que vieron con vida?
            —Bueno, es una especie de vacío legal que… —las palabras del Altísimo fueron acalladas por la sirena de un coche patrulla.
            —¡La pasma! —dijo la Chica, poco familiarizada con el argot del siglo XXI—. ¡Yo me piro!
            Y la Chica se tiró del coche en marcha.
            —Joder, qué loca está esta tía —observé.
            —Deberíamos detenernos —dijo el Señor.
            —¿No será algún tipo de ilusión óptica involuntaria? A lo mejor lo del coche de policía es cosa tuya.
            —¿De qué estás hablando?
            —De que eres el Creador de Todas las Cosas y Toda la Marimorena. No creo que puedas tomarte una copitas sin que la realidad sufra ciertos efectos colaterales.
            Un disparo voló el espejo retrovisor de mi lado.
            —¡La hostia puta!
            —Te digo yo que el tipo que nos persigue es real —aseguró Dios.
            —Ay, joder —y frené en el arcén.
            El bigotudo agente aparcó a escasos metros de mi coche y bajó. Le hice un somero repaso visual a través del espejo retrovisor interior; su irritado semblante daba a entender que había confundido la crema para las hemorroides con un bote de salsa picante.
            —Menuda pinta de cabronazo —señalé.
            —¿Sabes? Quizá sería mejor que me dejaras hablar a mí —se ofreció Dios.
—Estás de coña, ¿no? Tú calladito, que no veas cómo te canta el aliento. Hablaré yo, que tengo un Máster en Diplomacia y Relaciones Internacionales.
El policía pegó en la ventanilla. Me pareció oportuno apagar la radio, que en aquel momento emitía un pegadizo tema que versaba sobre las angustiosas dificultades de una madre para conseguir el dinero necesario para ingresar a su hijo politoxicómano en una clínica de rehabilitación. Accioné el elevalunas y me aseguré de hablar primero.
—Debo confesar que ha logrado captar mi atención, encanto —dije.
—¡¿Qué?! —dijo el agente.
—Disculpe, agente. No sé por qué me dio la impresión de que era usted gay.
—¡¡Pero qué cojones!! ¡¡Me voy a cagar en todo lo que se menea!!
—¿Pero tú dónde has estudiado diplomacia? ¿En Ruanda? —inquirió el Señor.
—Quiero decir, ¿hemos cometido alguna infracción? ¿Hemos superado el límite de velocidad, quizá?
—Sí, bueno; está eso y lo de deshaceros de un cuerpo con el coche en marcha delante de un agente de la ley —dijo el policía con una rabia apenas contenida.
—Eso tiene una sencilla explicación —aclaré—. Verá, agente; ella ya estaba muerta cuando la recogimos.
—Ajá. Me está diciendo que subieron un cadáver al automóvil y que después, cuando ya no les era de utilidad, lo lanzaron al asfalto.
—Genial —murmuró el Señor—. Ahora nos estás haciendo quedar como un par de necrófilos.
—Me parece que no me he explicado bien, marinero.
—¡¿Cómo?!
—La muchacha estaba muerta, como ya le he explicado, pero se subió al coche por su propia voluntad.
—¿Sabe qué? —dijo el poli—. ¡¡Sigue sin explicarse bien!!
—A pesar de que usted me parece una persona con una mentalidad eminentemente pragmática, creo que es mi deber preguntarle, ¿cree usted en la vida más allá de la muerte?
—¡Ay, joder, qué mañana más larga! —se quejó el agente—. ¡A desalojar el coche! ¡Pero ya!
—Ya podías echarme una mano —le dije al Hacedor.
—Tú no estás muy al tanto de mi política de no intervención, ¿no?
—¡¿Es que hablo en cantonés?! ¡¡Fuera del coche he dicho!!
—¡Écheme un galgo! —Arranqué y salimos quemando ruedas.
—¿Nos sigue? —preguntó Dios, que no quería volver la vista atrás.
—No —contesté mirando por el retrovisor—. Está recogiendo la matrícula del asfalto, que se ha caído con el acelerón. ¡Me cago en mi puta vida!
—No te preocupes. No podrá seguirnos adonde vamos.
—Pues no veo por qué no. Déjame decirte que esto, como Carretera Secundaria Que Nadie Conoce, no vale un pimiento.
Condujimos hasta que cayó de nuevo la noche, esta vez con una transición desde el día que se me antojó aceptable.
—Veo veo —dijo el Señor en cierto momento.
—Venga, hombre, no me jodas.
Dios carraspeó.
—Veo veo —repitió.
—Ay. ¿Por qué letrita?
—Empieza por la A.
—¿Un puto árbol?
—No. Un atisbo de duda en tu alma.
—Con todo el respeto, Señor, jugar al veo veo con Aquel Que Todo Lo Ve puede resultar muy frustrante. ¿Por qué no pones la radio un rato?
—No creo que a estas alturas del camino recibamos la señal de Talego FM —dijo el Señor—. ¿Te importa si pongo la emisora local?
—¿El Quinto Coño FM?
—No, majadero —espetó el Señor—. La Radio del Cielo.
—Valiente mierda.
—¡¿Cómo puedes criticarla si ni siquiera la conoces?! ¿Ves? ¡Esa es una de las cosas que más me cabrea de vosotros! ¡Estáis llenos de prejuicios estúpidos!
—Bueno, bueno, tampoco es para ponerse así. A ver si ahora uno no va a poder expresar una opinión sin fundamento cuando le salga de las pelotas…
—Es que me ponéis negro —dijo el Señor mientras buscaba el dial.

¡PRRZZZZZT! …esto era el desafortunado remix realizado por DJ Sandalias de Velcro del famoso hit de la Coral de Música Sacra “Salvación”, para el disco recopilatorio Armagedón Total 2. Seguimos en La Eternidad con Job, donde acabamos de recibir la visita del Narrador Omnisciente, que ha venido a hablarnos de su último libro, el polémico “Hala, hala, hala, a tomar por culo el universo”. Buenos días, Narrador.
—Encantado de estar en tu programa, Job.
—En primer lugar, espero que tengas una buena excusa por haber llegado tan tarde.
—Eh… es que se me ha aparecido la Virgen, Job.
—Muy gracioso, Narrador.
—No, en serio. Se me ha aparecido y me ha dicho, “Hijo mío, ¿serías tan amable de ayudarme con el carro de la compra?” Y cualquiera le dice que no a la Virgen; te da un cargo de conciencia cuando empieza a llorar sangre…
—Sí, ya; pero podrías haber llamado. Estoy hasta los cojones de esperar siempre a todo el mundo.
—Me hago cargo, pero…
—“Ah, bueno, es Job. Que espere un rato y que se joda”, ¿no?
—No, hombre, no es eso…
—La culpa es tuya, por pintarme como un tipo con una paciencia infinita en el libro que me hiciste. ¿Cómo llamáis a eso los escritores? ¿Caracterización del personaje? Solo porque una vez le dije a mi novia, “No, de verdad, no me importa que tardes dos horas en arreglarte”. ¿Qué se supone que tenía que hacer? Estábamos empezando a salir, joder.

—Gira a la derecha —me ordenó el Señor apagando la radio, visiblemente abochornado.
—¿Por ese camino sin asfaltar?
—Sí.
Obedecí, no muy convencido.
—¿Seguro que vamos bien?                                                                       
—¿Crees que no sé por dónde se va a mi Casa? —dijo Dios.
—Supongo que sí, Señor. Es solo que parece que hemos abandonado la Carretera Secundaria que Nadie Conoce para tomar el Desvío Embarrado que No Lleva a Ningún Puto Sitio.
—Ay, mierda —dijo el Señor.
—¿Qué?
—Que me he equivocado de salida.
—No, si ya sabía yo —dije con un bufido—. ¿Sabes? La verdad es que, en mi lista personal de Sacrificios para Ganarme el Cielo, no esperaba encontrarme con lo de dejarme los amortiguadores en un camino de cabras.
—Déjate de rollos y da la vuelta.
—Estamos atascados en un barrizal —informé—. Vas a tener que bajarte a empujar.
—Estás de coña, ¿no?
Veinte minutos después había sacado el coche del barro y vuelto a la carretera con la reticente ayuda de Dios.
—Mira cómo me he puesto —se quejó el Creador—. Estoy de barro hasta las cejas. Ya podías haber esperado a que me quitara de en medio antes de acelerar.
—¿Y qué quieres? Íbamos, según tú, directos al Reino Celestial, y me has metido en una puta ciénaga. Tu sentido de la orientación da asco —proclamé—. ¿Y ahora qué? ¿Sigo recto?
—Si te parece, buscamos un sitio donde acampar, no te jode. ¿Ves la próxima desviación?
—No.
—Pues por ahí —dijo Dios girándome el volante súbitamente.
—¡¿Pero qué cojones…?!
No dije mucho más antes de salir de la carretera y atravesar unos matorrales. Justo después, mientras bajábamos una accidentada pendiente sin posibilidad de frenar, logré añadir:
—¡Coño! ¡Coño! ¡Coño!
Estaba dispuesto a manifestar mi repulsa ante la imprudente maniobra operada por el Creador, pero el coche volcó antes de que pudiera abrir la boca.
—No me lo digas; te has vuelto a equivocar de salida —dije.
—Eeeeeh… sí, bueno. No más de quinientos metros.
—Los suficientes.
—Un error de cálculo —se disculpó el Creador.
—Uno difícil de subsanar.
—Pero no imposible.
Al parecer, el hecho de existir desde el Principio de Todos los Tiempos y haber creado Absolutamente Todas las Cosas le hacía a uno poseedor de una infinita capacidad de autoindulgencia.
—No reconoces fácilmente un error, ¿eh?
—Soy la Verdad Absoluta —dijo la Autoproclamada Verdad Absoluta—. Mis errores solo lo son en apariencia. Todos mis designios responden a un motivo.
—¿Que nuestro vehículo haya dado una vuelta de campana y estemos hablando cabeza abajo responde a un motivo? —pregunté.
—¿Podemos continuar con esta conversación fuera? —sugirió el Creador—. Estoy empezando a ver borroso.
El Señor alcanzó el exterior del coche con la típica dificultad y falta de compostura de aquel que está poco habituado a salir de los sitios a través de las ventanas. Yo, por mi parte, me hice un rápido examen para comprobar si el accidente me había producido  otro traumatismo cráneo-encefálico que añadir a mi extensa lista de lesiones.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó el Creador una vez se hubo incorporado. Estaba casi sin resuello.
—Sí, creo que sí. De todas formas, ¿no dicen que nada he de temer si camino a Tu lado?
—Te has partido un diente.
—¿Qué? Mierda —dije palpándome la piñata.
—Ah, no —dijo Él—. Es un trozo de lechuga.
—Coño, qué susto —dije aliviado—. ¿Y ahora, Señor? ¿Dónde queda la puerta del Cielo?
—Aquí al lado. —Y echó a caminar.
El Señor y yo anduvimos por espacio de cuarenta minutos por un agreste paraje salpicado de rocas y troncos secos.
—Mi padre se va a poner hecho un verraco —dije en cierto momento—. Es el segundo coche que le despeño por un barranco en lo que va de mes.
—Ya que estamos con el tema; ¿no crees que últimamente llevas una vida un tanto disoluta?
Subimos una pequeña loma y llegamos a una zona asfaltada, en el centro de la cual se encontraba una construcción de tres plantas con tres focos móviles cuyos haces de luz barrían el cielo nocturno. En la entrada del edificio, unas letras de neón anunciaban CLUB LA PUERTA DEL CIELO.
—¿Es esto? —pregunté.
—Sí. Quién lo diría, ¿eh?
—Sí, bueno, es… ¡Es genial!
—Gracias. —El Señor parecía orgulloso.
—Guau. ¡Un puticlub!
—¡Ejem! —carraspeó Dios—. Se trata más bien de un piano-bar.
—Un piano-bar, sí, hombre, y un cipote.
—No te hagas ilusiones; esto es solo la antesala que construí para disimular una entrada a mi Reino desde la Tierra. El Cielo es la típica mariconada de nubes blancas.
—Bueno, pero nos quedará algo de tiempo para pimplarnos unos cubatas y parlamentar con tus asalariadas, ¿no? —dije subiendo las escaleras de la entrada.
Un estridente ruido de sirenas me enfrió los ánimos. Cuatro coches patrulla frenaron en el aparcamiento de La Puerta del Cielo quemando asfalto.
—¿Cómo ha llegado toda esta gente hasta aquí? —se preguntó el Señor.
—“Carretera Secundaria que Nadie Conoce” —rezongué—. Tú y tus ideas.
Dos agentes salieron de cada coche, escudándose tras las puertas y apuntándonos con rifles de asalto.
—¡Esto es una redada! —dijo tras un megáfono el Poli Cabrón que nos había parado antes—. ¡A ver, acercaos muy despacio vosotros dos, el de las barbas y el que va disfrazado de torero!
            Eché un vistazo a mi atuendo y acto seguido miré inquisitivamente al Señor.
            —Es la última vez que empino el codo —aseguró el Creador.

lunes, 30 de marzo de 2020

Una velada con el Creador

"¡El tuyo, que está más zambullo! -espetó Lord Dunsbury"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 2.

Desperté empapado, como si durante la azarosa estancia de mi consciencia en el mundo onírico hubiera dejado mi envoltura carnal a merced de los lametones de una vaca fantasma.
—¡Jean-Claude! ¡Jean-Claude!
            Mi fiel mayordomo abrió la puerta de mi habitación casi de inmediato. Su aspecto en camisón y con un gorrito de dormir con borla en la punta sosegó un poco mi agitado espíritu.
            —¿Berreaba el señor? —preguntó Jean-Claude.
            —Ha sido horrible, Jean-Claude —dije casi sin resuello.
            —No lo pongo en duda, señor, a juzgar por su sudoración.
            —Ah, ¿esto? —dije comprobando el nivel de humedad de mi cuerpo—. No es sudor; son babas ectoplásmicas. —Estaba convencido de que mi viejo caserón, herencia familiar, se levantaba sobre un antiguo cementerio de vacas, cuyos fantasmas vagaban por los pasillos al caer la noche en busca de un cogote despistado que lamer.
            —Ruego disculpe mi ignorancia en materia de fluidos de otra dimensión, milord. ¿Debo deducir que ha sufrido otra pesadilla?
            —Una muy angustiosa —aclaré, por si la anormal apertura de mis fosas nasales y mis ojos como albondigones no fueran lo suficientemente diáfanos al respecto—. ¿Recuerdas que te conté ese sueño en el que yo me encontraba en el bingo y, cuando estaba a punto de cantar línea, salió del bombo una bola con el número 666? Pues peor.
            —¿Desea algo caliente para superar el mal trance por el que acaba de pasar?
            —Me temo que aún no estoy muy despabilado, Jean-Claude, y no sé exactamente si me estás ofreciendo un vaso de leche o un fugaz escarceo homoerótico.
            —No era mi intención parecer libidinoso, milord.
            —Ya, ya. Bueno, tráeme un vaso de leche, pero procura que no se entere ninguno de mis conocidos.
            Volví a quedarme a solas en mi habitación, mirando al techo y sin poder zafarme del todo de la intranquilizadora sensación que me había provocado la pesadilla. Intenté alejar de mi mente la idea de que pudiera tratarse de uno de esos molestos sueños premonitorios que venían aquejándome desde hacía unas semanas; el domingo anterior, sin ir más lejos, había soñado que me faltaba un número para ganar el gordo de la lotería, y al día siguiente supe que un tío mío de Sudamérica, millonario y sin descendencia, había resbalado con una boñiga fresca y estuvo a punto de matarse.
            —¡Ejem! —carraspeó lo que me pareció un ente incorpóreo a los pies de mi cama.
            —Deberías cuidarte esa carraspera, ente incorpóreo.
            La neblina informe empezó a concretarse, tomando un aspecto que concordaba con bastante exactitud con el del Creador del Universo.
            —¡Dios! —exclamé dando un brinco.
            —¿Esperabas a algún otro ente incorpóreo esta noche? —dijo Dios.
            —Disculpa, Señor. Por un momento te había confundido con el fantasma de una vaca.
            —¿Qué? —dijo Dios mirándose las lorzas.
Debo aclarar que Dios es la clase de tipo que atrae todas las miradas cuando entra en una habitación. Sobre todo porque flota a medio metro del suelo, rasgo que se considera muy exótico en determinados círculos.
—¡Oh, Altísimo! ¿Me harías el favor de cambiarme esa bombilla fundida?
            —¿Se te presenta el Creador de Todas las Cosas en mitad de la noche y eso es todo lo que tienes que decir?
            —Supongo que esperabas otra reacción por mi parte.
            —¡Naturalmente que esperaba otra reacción por tu parte! —dijo el Señor—. Al fin y al cabo, yo soy Dios, y tú un menda en calzoncillos. No habría estado de más algo de asombro reverente, o de miedo atávico. Igualito que Abraham, que se llevaba unos sustos cada vez que me veía aparecer de repente… Una vez le dije "¡Abraham!", y se le cayó la oveja que portaba a hombros por un barranco, del sobresalto. No veas que risa.
            —Es una historia muy divertida, Señor, pero me preguntaba si no preferirías que me pusiera una batita antes de seguir departiendo.

Quince minutos después, Dios y yo dábamos buena cuenta de unas tagarninas y una botella de bourbon frente a la chimenea de mi regio salón, sentados en sendos sillones orejeros.
—...y se le cayó la oveja por el barranco. ¡Deberías haberle visto la cara!
—Eh, Señor, no quiero parecer grosero, pero eso ya me lo has contado  —me atreví a decir. Estaba un poco perplejo, en realidad; uno se esperaba que un tío que se autoproclamaba Principio de Todas las Cosas hubiera protagonizado una mayor variedad de anécdotas jugosas a lo largo de su dilatada trayectoria.
            —Claro, hijo, claro; disculpa si me pongo nostálgico —suspiró—. Esos sí que eran buenos tiempos, ¿sabes? Los del Antiguo Testamento, como los conocéis vosotros. Plagas divinas, éxodos, ciudades en llamas. Reconozco que después me volví un poco inactivo. Bueno, la edad no perdona. —Me miró. Yo asentí comprensivamente—. Existir desde antes de Todas las Cosas es lo que tiene; conforme pasan los años, vas perdiendo iniciativa.
—¿Puedo preguntarte algo?
—¿Mm?
—Verás, tengo una duda que me atormenta desde que era niño. Una mujer enviuda, ¿vale? Y, al cabo de los años, contrae segundas nupcias. El nuevo marido se muere, y ella, pasado un tiempo, también. Va al Cielo, y como el alma es inmortal y todo eso, se encuentra allí con sus dos maridos. Mi pregunta es, ¿está casada con los dos, o qué? ¿Está permitida la bigamia en el más allá? Quiero decir...
            —Vale, vale, lo cojo. ¿Te encuentras frente a frente con el Creador del Cielo y de la Tierra y solo se te ocurre preguntarle esa memez? ¿No te gustaría saber, no sé, qué vas a encontrar cuando llegues al más allá?
            —¿Qué voy a encontrar cuando llegue al más allá? —pregunté  por cortesía.
—Mucho sitio para aparcar. ¿Alguna otra pregunta idiota?
—Tengo otra mejor. ¿Por qué has hecho a tanta gente que no cree en ti?
Dios se quedó estupefacto.
—Eh... ¡Esa es la pregunta de un niño de doce años!
—Bueno, es que no lo veo lógico. Joder, si yo fuera tú y quisiera crear una raza inteligente, lo último que se me ocurriría sería poner sobre el mundo a un montón de desgraciados que pasaran de mí, ¿me explico? Por poner un ejemplo de la vida real, es como si el Dr. Kabuto hubiera construido a Mazinger Z para que no obedeciera sus órdenes.
—¿Quién cojones es el Dr. Kabuto? —preguntó el Señor.
—Un científico; tú no lo conoces —expliqué—. Yo lo que digo es que sería una gilipollez. A ver, te gastas no sé cuántos millones de yenes en construir un robot gigante, hasta ahí todo normal, y ahora vas y lo programas para que te vacile. El Dr. Kabuto, "Oye, Mazinger", y Mazinger, "Que te pires". ¿Qué sentido tiene? Es como tirar piedras contra tu propio tejado, ¿me sigues?
—Pero, vamos a ver; ¿tú nunca no has oído eso de “Los caminos del Señor son inescrutables”?
—Sin ánimo de ofender, Señor, eso suena a típica evasiva de mierda.
—Quizá habría sido más sensato por tu parte no haber empezado la frase diciendo “Sin ánimo de ofender” —dijo el Creador, visiblemente molesto.
—Quizá —reconocí—. En mi descargo, he de decir que contrastar opiniones con el Creador del Universo no es precisamente lo más sensato que he hecho últimamente.
—El asunto que me trae aquí es de una importancia extraordinaria, como podrás suponer.
—Sí, bueno; presumo que no has bajado de los Cielos solo para trasegarte mi excelente bourbon —presumí—. Perdón; ¿he dicho trasegar? Quería decir libar, que es como más propio de dioses. ¿Sabes lo que pasa? Que por momentos olvido que estoy ante Dios. Será por la ceniza de puro que tienes en las barbas. Y porque libas como un vikingo, supongo. ¿He dicho un vikingo? Quería decir un romano.
—¿Le relleno la copa, Señor? —le preguntó Jean-Claude a Dios con intachable flema.
—Solo un culín —dijo Dios.
—Anda, sí, que vas a agarrar una merluza… —comenté.
—¿Sabes que puedo leer el pensamiento?
—No era un pensamiento —corregí—. Lo he dicho en voz alta.
—¿Ah, sí? Coño, pues sí que eres impertinente. —El Alfa y el Omega se bebió su copa de un trago—. He reparado en que por aquí no sois mucho de asustarse por la repentina aparición de entidades provenientes de otro plano astral.
—Oh, bueno; el viejo y fiel Jean-Claude ya está habituado a estas cosas —afirmé—. Ya sabes, por lo del cementerio de vacas.
—Ah, claro. —El Creador hizo una pausa—. ¿Qué?
—¿Qué decías de un asunto de suma importancia o no sé qué?
—Ah, sí, sí. —El Señor carraspeó—. Verás, hijo mío; el Fin de los Tiempos se acerca.
—No irás a pedirme un favor, ¿verdad? Porque no te conozco de nada —puntualicé.
—No es un favor —dijo el Señor—. Más bien se trata de una misión.
—Qué emocionante.
—Eres el Nuevo Mesías.
—¿Quién, yo? No, que va.
—Que sí, que te lo digo yo.
—Anda ya.
—Que sí, cojones.
—¿Por qué debo fiarme de tu palabra?
—Pues no sé. ¿Porque soy la Verdad Absoluta?
—Un momento. ¿Tú no habías enchufado a un hijo tuyo en el puesto?
Mucho se ha hablado sobre El Silencio de Dios, pero muy poco sobre El Silbido Elusivo de Dios.
—Eh, Creador de Todas las Cosas, ¿te estás haciendo el longui?
—¿Decías?
—Tu hijo. Cristo. El Antiguo Mesías.
—Ya hablaremos de eso en otro momento.
—¡Chan-chan!
—¡¿Cómo que “chan-chan”?!
—Es un efecto sonoro que sirve para acentuar lo que parece un elemento importante de la trama.
—¿Te han dicho alguna vez que eres muy tonto?
—Sí, sí. Así que soy el Redentor, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué yo?
—Pues porque, eh… porque los caminos del Señor son inescrutables.
—Ah, ya veo. Tienes respuesta para todo, ¿eh?
—Nos hemos levantado sarcásticos hoy, ¿no?
—¿Y qué es lo tengo que hacer, exactamente?
—¿A ti qué te parece? Llevar mi Palabra a los cuatro confines de la Tierra y redimir los pecados de la Humanidad.
—Ah, bueno. Eso lo hago yo con la punta del cipote.
—Oye, si no te lo vas a tomar en serio…
—Disculpa mi grosera declaración autoafirmativa —dije—. Pensé que diciéndolo en voz alta me parecería una tarea más llevadera.
—No te voy a mentir, hijo mío; la labor que te encomiendo es un marrón —aclaró el Señor—. Pero tú tienes las aptitudes necesarias para llevarla a buen puerto.
—¿A qué aptitudes te refieres?
—Pues a tu… eh… a tus… A lo que yo diga, y se acabó. Los caminos del Señor son inexcusables.
—Inescrutables —corregí—. Eh, Señor, menuda cogorza estás agarrando.
—Mira que eres insolente —dijo Dios levantándose del sillón con cierto esfuerzo—. Anda, tira p’alante que nos vamos al Cielo a empezar tu educación mesiánica. ¿Tienes coche?
—Sí, bueno, pero conduzco yo, ¿eh?
—De eso nada, que seguro que te pierdes.
—Bueno, tú indícame y…
—Que no, que no, que me des las llaves.
—Con todo el respeto, Señor; no creo que estés en condiciones de conducir.
—Dame las llaves. Dios te lo ordena.
—Ay, joder —suspiré—. Y… ¿queda muy lejos el sitio ese?
            —Huy, que va. Está a un tiro de piedra, el Cielo.