lunes, 30 de marzo de 2020

Una velada con el Creador

"¡El tuyo, que está más zambullo! -espetó Lord Dunsbury"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 2.

Desperté empapado, como si durante la azarosa estancia de mi consciencia en el mundo onírico hubiera dejado mi envoltura carnal a merced de los lametones de una vaca fantasma.
—¡Jean-Claude! ¡Jean-Claude!
            Mi fiel mayordomo abrió la puerta de mi habitación casi de inmediato. Su aspecto en camisón y con un gorrito de dormir con borla en la punta sosegó un poco mi agitado espíritu.
            —¿Berreaba el señor? —preguntó Jean-Claude.
            —Ha sido horrible, Jean-Claude —dije casi sin resuello.
            —No lo pongo en duda, señor, a juzgar por su sudoración.
            —Ah, ¿esto? —dije comprobando el nivel de humedad de mi cuerpo—. No es sudor; son babas ectoplásmicas. —Estaba convencido de que mi viejo caserón, herencia familiar, se levantaba sobre un antiguo cementerio de vacas, cuyos fantasmas vagaban por los pasillos al caer la noche en busca de un cogote despistado que lamer.
            —Ruego disculpe mi ignorancia en materia de fluidos de otra dimensión, milord. ¿Debo deducir que ha sufrido otra pesadilla?
            —Una muy angustiosa —aclaré, por si la anormal apertura de mis fosas nasales y mis ojos como albondigones no fueran lo suficientemente diáfanos al respecto—. ¿Recuerdas que te conté ese sueño en el que yo me encontraba en el bingo y, cuando estaba a punto de cantar línea, salió del bombo una bola con el número 666? Pues peor.
            —¿Desea algo caliente para superar el mal trance por el que acaba de pasar?
            —Me temo que aún no estoy muy despabilado, Jean-Claude, y no sé exactamente si me estás ofreciendo un vaso de leche o un fugaz escarceo homoerótico.
            —No era mi intención parecer libidinoso, milord.
            —Ya, ya. Bueno, tráeme un vaso de leche, pero procura que no se entere ninguno de mis conocidos.
            Volví a quedarme a solas en mi habitación, mirando al techo y sin poder zafarme del todo de la intranquilizadora sensación que me había provocado la pesadilla. Intenté alejar de mi mente la idea de que pudiera tratarse de uno de esos molestos sueños premonitorios que venían aquejándome desde hacía unas semanas; el domingo anterior, sin ir más lejos, había soñado que me faltaba un número para ganar el gordo de la lotería, y al día siguiente supe que un tío mío de Sudamérica, millonario y sin descendencia, había resbalado con una boñiga fresca y estuvo a punto de matarse.
            —¡Ejem! —carraspeó lo que me pareció un ente incorpóreo a los pies de mi cama.
            —Deberías cuidarte esa carraspera, ente incorpóreo.
            La neblina informe empezó a concretarse, tomando un aspecto que concordaba con bastante exactitud con el del Creador del Universo.
            —¡Dios! —exclamé dando un brinco.
            —¿Esperabas a algún otro ente incorpóreo esta noche? —dijo Dios.
            —Disculpa, Señor. Por un momento te había confundido con el fantasma de una vaca.
            —¿Qué? —dijo Dios mirándose las lorzas.
Debo aclarar que Dios es la clase de tipo que atrae todas las miradas cuando entra en una habitación. Sobre todo porque flota a medio metro del suelo, rasgo que se considera muy exótico en determinados círculos.
—¡Oh, Altísimo! ¿Me harías el favor de cambiarme esa bombilla fundida?
            —¿Se te presenta el Creador de Todas las Cosas en mitad de la noche y eso es todo lo que tienes que decir?
            —Supongo que esperabas otra reacción por mi parte.
            —¡Naturalmente que esperaba otra reacción por tu parte! —dijo el Señor—. Al fin y al cabo, yo soy Dios, y tú un menda en calzoncillos. No habría estado de más algo de asombro reverente, o de miedo atávico. Igualito que Abraham, que se llevaba unos sustos cada vez que me veía aparecer de repente… Una vez le dije "¡Abraham!", y se le cayó la oveja que portaba a hombros por un barranco, del sobresalto. No veas que risa.
            —Es una historia muy divertida, Señor, pero me preguntaba si no preferirías que me pusiera una batita antes de seguir departiendo.

Quince minutos después, Dios y yo dábamos buena cuenta de unas tagarninas y una botella de bourbon frente a la chimenea de mi regio salón, sentados en sendos sillones orejeros.
—...y se le cayó la oveja por el barranco. ¡Deberías haberle visto la cara!
—Eh, Señor, no quiero parecer grosero, pero eso ya me lo has contado  —me atreví a decir. Estaba un poco perplejo, en realidad; uno se esperaba que un tío que se autoproclamaba Principio de Todas las Cosas hubiera protagonizado una mayor variedad de anécdotas jugosas a lo largo de su dilatada trayectoria.
            —Claro, hijo, claro; disculpa si me pongo nostálgico —suspiró—. Esos sí que eran buenos tiempos, ¿sabes? Los del Antiguo Testamento, como los conocéis vosotros. Plagas divinas, éxodos, ciudades en llamas. Reconozco que después me volví un poco inactivo. Bueno, la edad no perdona. —Me miró. Yo asentí comprensivamente—. Existir desde antes de Todas las Cosas es lo que tiene; conforme pasan los años, vas perdiendo iniciativa.
—¿Puedo preguntarte algo?
—¿Mm?
—Verás, tengo una duda que me atormenta desde que era niño. Una mujer enviuda, ¿vale? Y, al cabo de los años, contrae segundas nupcias. El nuevo marido se muere, y ella, pasado un tiempo, también. Va al Cielo, y como el alma es inmortal y todo eso, se encuentra allí con sus dos maridos. Mi pregunta es, ¿está casada con los dos, o qué? ¿Está permitida la bigamia en el más allá? Quiero decir...
            —Vale, vale, lo cojo. ¿Te encuentras frente a frente con el Creador del Cielo y de la Tierra y solo se te ocurre preguntarle esa memez? ¿No te gustaría saber, no sé, qué vas a encontrar cuando llegues al más allá?
            —¿Qué voy a encontrar cuando llegue al más allá? —pregunté  por cortesía.
—Mucho sitio para aparcar. ¿Alguna otra pregunta idiota?
—Tengo otra mejor. ¿Por qué has hecho a tanta gente que no cree en ti?
Dios se quedó estupefacto.
—Eh... ¡Esa es la pregunta de un niño de doce años!
—Bueno, es que no lo veo lógico. Joder, si yo fuera tú y quisiera crear una raza inteligente, lo último que se me ocurriría sería poner sobre el mundo a un montón de desgraciados que pasaran de mí, ¿me explico? Por poner un ejemplo de la vida real, es como si el Dr. Kabuto hubiera construido a Mazinger Z para que no obedeciera sus órdenes.
—¿Quién cojones es el Dr. Kabuto? —preguntó el Señor.
—Un científico; tú no lo conoces —expliqué—. Yo lo que digo es que sería una gilipollez. A ver, te gastas no sé cuántos millones de yenes en construir un robot gigante, hasta ahí todo normal, y ahora vas y lo programas para que te vacile. El Dr. Kabuto, "Oye, Mazinger", y Mazinger, "Que te pires". ¿Qué sentido tiene? Es como tirar piedras contra tu propio tejado, ¿me sigues?
—Pero, vamos a ver; ¿tú nunca no has oído eso de “Los caminos del Señor son inescrutables”?
—Sin ánimo de ofender, Señor, eso suena a típica evasiva de mierda.
—Quizá habría sido más sensato por tu parte no haber empezado la frase diciendo “Sin ánimo de ofender” —dijo el Creador, visiblemente molesto.
—Quizá —reconocí—. En mi descargo, he de decir que contrastar opiniones con el Creador del Universo no es precisamente lo más sensato que he hecho últimamente.
—El asunto que me trae aquí es de una importancia extraordinaria, como podrás suponer.
—Sí, bueno; presumo que no has bajado de los Cielos solo para trasegarte mi excelente bourbon —presumí—. Perdón; ¿he dicho trasegar? Quería decir libar, que es como más propio de dioses. ¿Sabes lo que pasa? Que por momentos olvido que estoy ante Dios. Será por la ceniza de puro que tienes en las barbas. Y porque libas como un vikingo, supongo. ¿He dicho un vikingo? Quería decir un romano.
—¿Le relleno la copa, Señor? —le preguntó Jean-Claude a Dios con intachable flema.
—Solo un culín —dijo Dios.
—Anda, sí, que vas a agarrar una merluza… —comenté.
—¿Sabes que puedo leer el pensamiento?
—No era un pensamiento —corregí—. Lo he dicho en voz alta.
—¿Ah, sí? Coño, pues sí que eres impertinente. —El Alfa y el Omega se bebió su copa de un trago—. He reparado en que por aquí no sois mucho de asustarse por la repentina aparición de entidades provenientes de otro plano astral.
—Oh, bueno; el viejo y fiel Jean-Claude ya está habituado a estas cosas —afirmé—. Ya sabes, por lo del cementerio de vacas.
—Ah, claro. —El Creador hizo una pausa—. ¿Qué?
—¿Qué decías de un asunto de suma importancia o no sé qué?
—Ah, sí, sí. —El Señor carraspeó—. Verás, hijo mío; el Fin de los Tiempos se acerca.
—No irás a pedirme un favor, ¿verdad? Porque no te conozco de nada —puntualicé.
—No es un favor —dijo el Señor—. Más bien se trata de una misión.
—Qué emocionante.
—Eres el Nuevo Mesías.
—¿Quién, yo? No, que va.
—Que sí, que te lo digo yo.
—Anda ya.
—Que sí, cojones.
—¿Por qué debo fiarme de tu palabra?
—Pues no sé. ¿Porque soy la Verdad Absoluta?
—Un momento. ¿Tú no habías enchufado a un hijo tuyo en el puesto?
Mucho se ha hablado sobre El Silencio de Dios, pero muy poco sobre El Silbido Elusivo de Dios.
—Eh, Creador de Todas las Cosas, ¿te estás haciendo el longui?
—¿Decías?
—Tu hijo. Cristo. El Antiguo Mesías.
—Ya hablaremos de eso en otro momento.
—¡Chan-chan!
—¡¿Cómo que “chan-chan”?!
—Es un efecto sonoro que sirve para acentuar lo que parece un elemento importante de la trama.
—¿Te han dicho alguna vez que eres muy tonto?
—Sí, sí. Así que soy el Redentor, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué yo?
—Pues porque, eh… porque los caminos del Señor son inescrutables.
—Ah, ya veo. Tienes respuesta para todo, ¿eh?
—Nos hemos levantado sarcásticos hoy, ¿no?
—¿Y qué es lo tengo que hacer, exactamente?
—¿A ti qué te parece? Llevar mi Palabra a los cuatro confines de la Tierra y redimir los pecados de la Humanidad.
—Ah, bueno. Eso lo hago yo con la punta del cipote.
—Oye, si no te lo vas a tomar en serio…
—Disculpa mi grosera declaración autoafirmativa —dije—. Pensé que diciéndolo en voz alta me parecería una tarea más llevadera.
—No te voy a mentir, hijo mío; la labor que te encomiendo es un marrón —aclaró el Señor—. Pero tú tienes las aptitudes necesarias para llevarla a buen puerto.
—¿A qué aptitudes te refieres?
—Pues a tu… eh… a tus… A lo que yo diga, y se acabó. Los caminos del Señor son inexcusables.
—Inescrutables —corregí—. Eh, Señor, menuda cogorza estás agarrando.
—Mira que eres insolente —dijo Dios levantándose del sillón con cierto esfuerzo—. Anda, tira p’alante que nos vamos al Cielo a empezar tu educación mesiánica. ¿Tienes coche?
—Sí, bueno, pero conduzco yo, ¿eh?
—De eso nada, que seguro que te pierdes.
—Bueno, tú indícame y…
—Que no, que no, que me des las llaves.
—Con todo el respeto, Señor; no creo que estés en condiciones de conducir.
—Dame las llaves. Dios te lo ordena.
—Ay, joder —suspiré—. Y… ¿queda muy lejos el sitio ese?
            —Huy, que va. Está a un tiro de piedra, el Cielo.

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