"¡El tuyo, que está más zambullo! -espetó Lord Dunsbury"
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 2.
Desperté empapado, como si durante la azarosa
estancia de mi consciencia en el mundo onírico hubiera dejado mi envoltura
carnal a merced de los lametones de una vaca fantasma.
—¡Jean-Claude! ¡Jean-Claude!
Mi
fiel mayordomo abrió la puerta de mi habitación casi de inmediato. Su aspecto
en camisón y con un gorrito de dormir con borla en la punta sosegó un poco mi
agitado espíritu.
—¿Berreaba
el señor? —preguntó Jean-Claude.
—Ha
sido horrible, Jean-Claude —dije casi sin resuello.
—No
lo pongo en duda, señor, a juzgar por su sudoración.
—Ah,
¿esto? —dije comprobando el nivel de humedad de mi cuerpo—. No es sudor; son babas
ectoplásmicas. —Estaba convencido de que mi viejo caserón, herencia familiar,
se levantaba sobre un antiguo cementerio de vacas, cuyos fantasmas vagaban por
los pasillos al caer la noche en busca de un cogote despistado que lamer.
—Ruego
disculpe mi ignorancia en materia de fluidos de otra dimensión, milord. ¿Debo
deducir que ha sufrido otra pesadilla?
—Una
muy angustiosa —aclaré, por si la anormal apertura de mis fosas nasales y mis
ojos como albondigones no fueran lo suficientemente diáfanos al respecto—. ¿Recuerdas
que te conté ese sueño en el que yo me encontraba en el bingo y, cuando estaba
a punto de cantar línea, salió del bombo una bola con el número 666? Pues peor.
—¿Desea
algo caliente para superar el mal trance por el que acaba de pasar?
—Me
temo que aún no estoy muy despabilado, Jean-Claude, y no sé exactamente si me
estás ofreciendo un vaso de leche o un fugaz escarceo homoerótico.
—No
era mi intención parecer libidinoso, milord.
—Ya,
ya. Bueno, tráeme un vaso de leche, pero procura que no se entere ninguno de
mis conocidos.
Volví
a quedarme a solas en mi habitación, mirando al techo y sin poder zafarme del
todo de la intranquilizadora sensación que me había provocado la pesadilla.
Intenté alejar de mi mente la idea de que pudiera tratarse de uno de esos
molestos sueños premonitorios que venían aquejándome desde hacía unas semanas;
el domingo anterior, sin ir más lejos, había soñado que me faltaba un número
para ganar el gordo de la lotería, y al día siguiente supe que un tío mío de
Sudamérica, millonario y sin descendencia, había resbalado con una boñiga
fresca y estuvo a punto de matarse.
—¡Ejem!
—carraspeó lo que me pareció un ente incorpóreo a los pies de mi cama.
—Deberías
cuidarte esa carraspera, ente incorpóreo.
La
neblina informe empezó a concretarse, tomando un aspecto que concordaba con
bastante exactitud con el del Creador del Universo.
—¡Dios!
—exclamé dando un brinco.
—¿Esperabas
a algún otro ente incorpóreo esta noche? —dijo Dios.
—Disculpa,
Señor. Por un momento te había confundido con el fantasma de una vaca.
—¿Qué?
—dijo Dios mirándose las lorzas.
Debo aclarar que Dios es la clase
de tipo que atrae todas las miradas cuando entra en una habitación. Sobre todo
porque flota a medio metro del suelo, rasgo que se considera muy exótico en
determinados círculos.
—¡Oh, Altísimo! ¿Me harías el favor
de cambiarme esa bombilla fundida?
—¿Se
te presenta el Creador de Todas las Cosas en mitad de la noche y eso es todo lo
que tienes que decir?
—Supongo
que esperabas otra reacción por mi parte.
—¡Naturalmente
que esperaba otra reacción por tu parte! —dijo el Señor—. Al fin y al cabo, yo
soy Dios, y tú un menda en calzoncillos. No habría estado de más algo de
asombro reverente, o de miedo atávico. Igualito que Abraham, que se llevaba
unos sustos cada vez que me veía aparecer de repente… Una vez le dije
"¡Abraham!", y se le cayó la oveja que portaba a hombros por un
barranco, del sobresalto. No veas que risa.
—Es
una historia muy divertida, Señor, pero me preguntaba si no preferirías que me
pusiera una batita antes de seguir departiendo.
Quince minutos después, Dios y yo dábamos buena
cuenta de unas tagarninas y una botella de bourbon frente a la chimenea de mi
regio salón, sentados en sendos sillones orejeros.
—...y se le cayó la
oveja por el barranco. ¡Deberías haberle visto la cara!
—Eh, Señor, no quiero parecer
grosero, pero eso ya me lo has contado —me
atreví a decir. Estaba un poco perplejo, en realidad; uno se esperaba que un
tío que se autoproclamaba Principio de Todas las Cosas hubiera protagonizado
una mayor variedad de anécdotas jugosas a lo largo de su dilatada trayectoria.
—Claro,
hijo, claro; disculpa si me pongo nostálgico —suspiró—. Esos sí que eran buenos
tiempos, ¿sabes? Los del Antiguo Testamento, como los conocéis vosotros. Plagas
divinas, éxodos, ciudades en llamas. Reconozco que después me volví un poco
inactivo. Bueno, la edad no perdona. —Me miró. Yo asentí comprensivamente—.
Existir desde antes de Todas las Cosas es lo que tiene; conforme pasan los
años, vas perdiendo iniciativa.
—¿Puedo preguntarte
algo?
—¿Mm?
—Verás, tengo una duda
que me atormenta desde que era niño. Una mujer enviuda, ¿vale? Y, al cabo de
los años, contrae segundas nupcias. El nuevo marido se muere, y ella, pasado un
tiempo, también. Va al Cielo, y como el alma es inmortal y todo eso, se encuentra
allí con sus dos maridos. Mi pregunta es, ¿está casada con los dos, o qué?
¿Está permitida la bigamia en el más allá? Quiero decir...
—Vale,
vale, lo cojo. ¿Te encuentras frente a frente con el Creador del Cielo y de la
Tierra y solo se te ocurre preguntarle esa memez? ¿No te gustaría saber, no sé,
qué vas a encontrar cuando llegues al más allá?
—¿Qué
voy a encontrar cuando llegue al más allá? —pregunté por cortesía.
—Mucho sitio para
aparcar. ¿Alguna otra pregunta idiota?
—Tengo otra mejor. ¿Por
qué has hecho a tanta gente que no cree en ti?
Dios se quedó
estupefacto.
—Eh... ¡Esa es la
pregunta de un niño de doce años!
—Bueno, es que no lo
veo lógico. Joder, si yo fuera tú y quisiera crear una raza inteligente, lo
último que se me ocurriría sería poner sobre el mundo a un montón de desgraciados
que pasaran de mí, ¿me explico? Por poner un ejemplo de la vida real, es como
si el Dr. Kabuto hubiera construido a Mazinger Z para que no obedeciera sus
órdenes.
—¿Quién cojones es el
Dr. Kabuto? —preguntó el Señor.
—Un científico; tú no
lo conoces —expliqué—. Yo lo que digo es que sería una gilipollez. A ver, te
gastas no sé cuántos millones de yenes en construir un robot gigante, hasta ahí
todo normal, y ahora vas y lo programas para que te vacile. El Dr. Kabuto,
"Oye, Mazinger", y Mazinger, "Que te pires". ¿Qué sentido
tiene? Es como tirar piedras contra tu propio tejado, ¿me sigues?
—Pero, vamos a ver; ¿tú
nunca no has oído eso de “Los caminos del Señor son inescrutables”?
—Sin ánimo de ofender,
Señor, eso suena a típica evasiva de mierda.
—Quizá habría sido más
sensato por tu parte no haber empezado la frase diciendo “Sin ánimo de ofender”
—dijo el Creador, visiblemente molesto.
—Quizá —reconocí—. En
mi descargo, he de decir que contrastar opiniones con el Creador del Universo
no es precisamente lo más sensato que he hecho últimamente.
—El asunto que me trae
aquí es de una importancia extraordinaria, como podrás suponer.
—Sí, bueno; presumo que
no has bajado de los Cielos solo para trasegarte mi excelente bourbon —presumí—.
Perdón; ¿he dicho trasegar? Quería decir libar, que es como más propio de
dioses. ¿Sabes lo que pasa? Que por momentos olvido que estoy ante Dios. Será
por la ceniza de puro que tienes en las barbas. Y porque libas como un vikingo,
supongo. ¿He dicho un vikingo? Quería decir un romano.
—¿Le relleno la copa,
Señor? —le preguntó Jean-Claude a Dios con intachable flema.
—Solo un culín —dijo
Dios.
—Anda, sí, que vas a
agarrar una merluza… —comenté.
—¿Sabes que puedo leer
el pensamiento?
—No era un pensamiento —corregí—.
Lo he dicho en voz alta.
—¿Ah, sí? Coño, pues sí
que eres impertinente. —El Alfa y el Omega se bebió su copa de un trago—. He
reparado en que por aquí no sois mucho de asustarse por la repentina aparición
de entidades provenientes de otro plano astral.
—Oh, bueno; el viejo y
fiel Jean-Claude ya está habituado a estas cosas —afirmé—. Ya sabes, por lo del
cementerio de vacas.
—Ah, claro. —El Creador
hizo una pausa—. ¿Qué?
—¿Qué decías de un
asunto de suma importancia o no sé qué?
—Ah, sí, sí. —El Señor
carraspeó—. Verás, hijo mío; el Fin de los Tiempos se acerca.
—No irás a pedirme un
favor, ¿verdad? Porque no te conozco de nada —puntualicé.
—No es un favor —dijo
el Señor—. Más bien se trata de una misión.
—Qué emocionante.
—Eres el Nuevo Mesías.
—¿Quién, yo? No, que
va.
—Que sí, que te lo digo
yo.
—Anda ya.
—Que sí, cojones.
—¿Por qué debo fiarme
de tu palabra?
—Pues no sé. ¿Porque
soy la Verdad Absoluta?
—Un momento. ¿Tú no
habías enchufado a un hijo tuyo en el puesto?
Mucho se ha hablado
sobre El Silencio de Dios, pero muy poco sobre El Silbido Elusivo de Dios.
—Eh, Creador de Todas
las Cosas, ¿te estás haciendo el longui?
—¿Decías?
—Tu hijo. Cristo. El
Antiguo Mesías.
—Ya hablaremos de eso
en otro momento.
—¡Chan-chan!
—¡¿Cómo que “chan-chan”?!
—Es un efecto sonoro
que sirve para acentuar lo que parece un elemento importante de la trama.
—¿Te han dicho alguna
vez que eres muy tonto?
—Sí, sí. Así que soy el
Redentor, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué yo?
—Pues porque, eh…
porque los caminos del Señor son inescrutables.
—Ah, ya veo. Tienes
respuesta para todo, ¿eh?
—Nos hemos levantado
sarcásticos hoy, ¿no?
—¿Y qué es lo tengo que
hacer, exactamente?
—¿A ti qué te parece?
Llevar mi Palabra a los cuatro confines de la Tierra y redimir los pecados de
la Humanidad.
—Ah, bueno. Eso lo hago
yo con la punta del cipote.
—Oye, si no te lo vas a
tomar en serio…
—Disculpa mi grosera
declaración autoafirmativa —dije—. Pensé que diciéndolo en voz alta me
parecería una tarea más llevadera.
—No te voy a mentir,
hijo mío; la labor que te encomiendo es un marrón —aclaró el Señor—. Pero tú
tienes las aptitudes necesarias para llevarla a buen puerto.
—¿A qué aptitudes te
refieres?
—Pues a tu… eh… a tus…
A lo que yo diga, y se acabó. Los caminos del Señor son inexcusables.
—Inescrutables —corregí—.
Eh, Señor, menuda cogorza estás agarrando.
—Mira que eres
insolente —dijo Dios levantándose del sillón con cierto esfuerzo—. Anda, tira
p’alante que nos vamos al Cielo a empezar tu educación mesiánica. ¿Tienes
coche?
—Sí, bueno, pero
conduzco yo, ¿eh?
—De eso nada, que
seguro que te pierdes.
—Bueno, tú indícame y…
—Que no, que no, que me
des las llaves.
—Con todo el respeto,
Señor; no creo que estés en condiciones de conducir.
—Dame las llaves. Dios
te lo ordena.
—Ay, joder —suspiré—. Y…
¿queda muy lejos el sitio ese?
—Huy, que va. Está a un tiro de piedra, el
Cielo.
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