En la foto, un viaje papas
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 43.
Y aquel que por designio divino cambió sus alas por
un aparato genitourinario normofuncionante y era conocido como Uriel, anunció ante
Su Santidad el Papa Pancho I:
—El
Nuevo Mesías, faro de almas perdidas, esperanza de cautos y temerosos, manantial
para los sedientos de fe, maná para los hambrientos de justicia, empujoncito
amistoso para los indecisos, complejo vitamínico para los exhaustos, piedra
pómez para los caminantes, grito pelado para los duros de oído, toallita
perfumada para los sudorosos, antihistamínico para los alérgicos, uña larga
para los sarnosos, crema hidratante para los leprosos…
—Suficiente,
suficiente… —murmuré a Uriel.
—…desodorante
y friegas para los pestosos…
—Que
te calles.
Su
Santidad el Papa Pancho I dedicó unos segundos a la observación, atenta y silenciosa,
de mi aberenjenada presencia, pero cierto matiz en su mirada me hizo intuir
que, en vez de eso, habría preferido aplicarme la llama de un soplete en la
planta de los pies mientras profería berridos de placer. Ni que decir tiene que
no era el tipo de impresión que pretendía causar con la rutilante indumentaria
que me había encasquetado Ramone; a ver, no es que quisiera provocarle una
erección al Papa, pero sí avivar al menos ese ambiguo interés que lleva al
típico cura de pueblo de la campiña italiana a preguntarle a un mozalbete,
“Hijo mío, tú... ¿te tocas?”. Por mi parte,
yo también aproveché el momento para una tentativa de análisis: de tez
morena y poblado mostacho, lo primero que me llamó la atención de este Sumo
Pontífice en concreto fue que utilizaba, así a ojo, ocho tallas menos de sotana
que el resto de sus predecesores. Una delgadez que la prensa había achacado
neblinosamente a una “dolencia gástrica” que, según me informó el Espíritu
Santo, estaba ocasionada principalmente por un dieta baja en sal pero generosa
en arsénico. El Espíritu también recalcó que Pancho I no había sido objeto de
un intento de envenenamiento desde hacía dos semanas, lo cual podía
considerarse una mejora de su índice de popularidad.
—¿Y
bueno? —dijo por fin el Papa.
Carraspeé.
—Pues
nada, que aquí estoy. Soy el Nuevo Mesías. —Y, para romper el hielo, añadí —: Cabrón.
—¡¡¿Cómo
dice?!!
—Que
soy el Nuevo Mesías.
—¡¡¿Cómo
me ha llamado?!!
—Ah,
disculpe; como es usted mejicano… ¿No se llaman “cabrones” entre ustedes, así,
de buen rollo?
—¿Entre
los papas se llaman “cabrones” de buen rollo? —me preguntó Pandulfo.
—¡¡Vayan
a chingar a su madre, chichicuilotes desplumados!! —intervino Su Santidad.
—Amén
—dije.
—¡¿Me
están vacilando?!
—Que
no, oiga, que soy el Mesías —afirmé—. Narrador, díselo tú.
—Es
el Mesías —dijo el Narrador—. Se lo digo yo.
—Oiga,
¿sabe cuántos mensos como usted llegan hasta aquí para contarme la misma
milonga? —dijo el Papa—. ¿Acaso creen que estamos haciendo un casting, o qué? Hace
una hora no más se presentó uno que se hacía llamar El Redentor de Toda la
Humanidad Excepto de Aquellos a los que les Falta un Dedo.
—¿A
los que les falta un dedo por una malformación genética o a los que se lo
arrancaron de manera accidental?
—Al
parecer no hace distinciones. La cierto es que no abundé mucho en el asunto,
güey. No suelo pararme a platicar más de lo necesario con los que se me antojan
merecedores de asistencia psiquiátrica urgente.
—Bueno,
pues ese no era el verdadero Mesías. El auténtico soy yo —seguí con mi
estudiada exposición.
—Sí,
ya —dijo el Papa—. Y yo soy Rita Marley.
—Sí,
bueno, pero eso era antes, ¿no? ¿No es lo primero que hacen ustedes cuando los coronan,
cambiarse el nombre?
—Sus
cinco minutos están finalizando —anunció Pancho I—. Si no tienen nada más que
ofrecer… —Se podría decir que la fase uno de nuestra operación estaba arrojando
unos resultados paupérrimos.
—¡No!
—salté—. Espere. Traigo un mensaje de Dios.
—Me
lleve el chanfle. ¿Y cuál es?
—¿Cómo
era? Eeeeh… Me lo dijo hace tiempo ya. —Traté de recordar—. Bueno, en resumen
decía que fuera usted a acostarse, que ya me encargaba yo de todo, si eso.
—Ah,
bueno; así, pues sí. ¿Le dijo eso, Él? ¿El Dios que inspiró los poemas de Santa
Teresa de Jesús? ¿Ese Dios le dijo que me acostara y que ya usted se encargaba
de todo, si eso? ¿Estamos hablando del mismo Dios?
—Bueno,
me he expresado con mis palabras. —Empecé a temer por el éxito de la fase dos—.
No se impaciente, traigo el mensaje escrito en una servilleta. Ejem, Pandulfo.
—Aquí
está —dijo Pandulfo—. Dice así: “Soy Dios. Le ordeno que deponga sus
actividades cualesquiera que estas sean y deje su rebaño en manos de mi
Elegido. Café Bar Mamerto. Especialidad en embutidos ibéricos”.
—Psst,
Pandulfo. Eso es la serigrafía de la servilleta —observó el Narrador.
—Ah,
ya me parecía a mí extraño que todo lo anterior no estuviera escrito también a
máquina.
—¡Ejem!
—carraspeé—. Ya lo ve.
—Sí,
sí —dijo el Papa—. Todo todito muy convincente.
—No
se lo cree, ¿no?
—Póngase
en mi lugar, güey.
—Eso
es lo que pretendo.
—Oiga,
¿no sabe hacer nada más? —dijo el Papa—. No tengo todo el día, ¿comprende? Seguro
que ahí fuera hay más aspirantes a Mesías esperando audiencia.
—No,
espere. Le puedo demostrar que soy el único y verdadero. Puedo hacer milagros.
—Hace
tres días me visitó un pendejo que aseguraba practicar milagros. ¿Sabe lo que
hizo? Mover las orejas. Durante dos minutos seguidos. Decía que si lo hacía más
tiempo, al día siguiente le daban agujetas. Debe comprender que hay ciertas cosas
que la Santa Iglesia no considera milagros, como poner los pies detrás de la
nuca, o tragarse un flan de un sorbo. Y no creo que usted, lombriz de agua
puerca, pueda impresionarme.
—¿Eso
cree? —Me piqué—. Pues sepa que yo puedo hacer milagros de competición. ¿Ve al
bigotes de aquí? —Señalé al Poli Cabrón—. Bueno, pues una vez se murió. ¿Y
quién lo resucitó? Mi menda. Díselo.
—Es
cierto —dijo el Poli Cabrón—. Sí que me resucitó, sí.
—Ea
—subrayé—. Y no es el único. Cuando estuve en el Infierno, le devolví la vida a
otro tipo que ahora se estará cagando en mis muertos, porque se había suicidado
y…
—¿Qué?
—El Papa se revolvió incómodo en su, eh, trono, como si un puñado de granos de
maíz tostado se hubiera deslizado por su espalda hasta quedar apresado entre
sus nalgas—. ¿Ese tipo no se llamaría por casualidad Manolo?
—¿Manolo,
qué más? Deme usted más datos, hombre.
—Ay,
pues no sé. Creo que me dijo que era Aries, y que trabajaba como cristalero.
—No
recuerdo haber resucitado nunca a un cristalero. ¿Estaba un poco calvo?
—No
me acuerdo. La verdad es que no le presté mucha atención, porque vino a verme
muy temprano y pensé que acababa de salir de un after —dijo Pancho I—. De todas formas, ¿cómo sé que no está
conchabado con él?
—Es
usted muy escéptico, para ser Papa —repuse.
—Hombre,
compréndame; es que estoy hasta el carajo de tanta intrincada conspiración eclesiástica.
Hace dos días, al salir de la ducha, estuve a punto de pisar un cepo; no le
digo más. —Pero siguió hablando—. Además, últimamente se toman ustedes a
pitorreo a la Santa Madre Iglesia; en la misa del domingo pasado una feligresa
me lanzó sus bragas.
—¡Le
digo que puedo obrar milagros!
—¿Sí,
tú, con la cara de borrego a medio morir que tienes? —dijo el Papa arqueando
una ceja.
—¡Sí!
—Ándale.
—¿Que
no?
—¿Puedes
multiplicar panes y peces?
—¿Multiplicar,
dice? ¡Eso no es nada! ¡Puedo hacer cualquier operación matemática con panes y
peces! ¡Una vez metí a marinar en el horno dos lubinas y al cabo de media hora
saqué el número Pi!
—¿Ah,
sí? —El Papa fue subiendo la voz— ¿Puedes hacer llorar sangre a una estatua de
la Virgen?
—¡Y
puedo hacer que la limpie, sí tengo el día tonto!
—¿Puedes
sanar a los enfermos?
—¡¿Qué
te apuestas?!
—¡¿Puedes
hacer llover maná del cielo?!
—¡¡Sí!!
¡¡Sí!! ¡¡Puedo hacerlo así!! ¡¡Pim, pam!! —Chasqueé los dedos.
—¡¿Puedes
dividir las aguas del Mar Rojo?!
—¡¡¡Eso
lo hago yo con la punta del cipote!!!
—Trato
hecho.
—¿Qué?
—Has
dicho que puedes separar las aguas del Mar Rojo con la punta del carajo.
—Eh,
sí, bueno…
—Eso
es lo que quiero ver. Si vas a hacer un milagro, que sea uno bueno, ¿no? Ahí, zas,
con la minga.
—Es
una forma de hablar, yo…
—¿Eres
o no eres el Mesías?
—Sí,
pero…
—Pues
no se hable más. Recojan los bártulos, que nos vamos a Egipto.
—Pero,
pero…
—Ya
nos has metido en otro lío —me dijo el Poli Cabrón.
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