lunes, 11 de mayo de 2020

De cómo el Nuevo Mesías parlamentó con un Papa bastante desmejorado

En la foto, un viaje papas

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 43.


Y aquel que por designio divino cambió sus alas por un aparato genitourinario normofuncionante y era conocido como Uriel, anunció ante Su Santidad el Papa Pancho I:

—El Nuevo Mesías, faro de almas perdidas, esperanza de cautos y temerosos, manantial para los sedientos de fe, maná para los hambrientos de justicia, empujoncito amistoso para los indecisos, complejo vitamínico para los exhaustos, piedra pómez para los caminantes, grito pelado para los duros de oído, toallita perfumada para los sudorosos, antihistamínico para los alérgicos, uña larga para los sarnosos, crema hidratante para los leprosos…
—Suficiente, suficiente… —murmuré a Uriel.
—…desodorante y friegas para los pestosos…
—Que te calles.
Su Santidad el Papa Pancho I dedicó unos segundos a la observación, atenta y silenciosa, de mi aberenjenada presencia, pero cierto matiz en su mirada me hizo intuir que, en vez de eso, habría preferido aplicarme la llama de un soplete en la planta de los pies mientras profería berridos de placer. Ni que decir tiene que no era el tipo de impresión que pretendía causar con la rutilante indumentaria que me había encasquetado Ramone; a ver, no es que quisiera provocarle una erección al Papa, pero sí avivar al menos ese ambiguo interés que lleva al típico cura de pueblo de la campiña italiana a preguntarle a un mozalbete, “Hijo mío, tú... ¿te tocas?”. Por mi parte,  yo también aproveché el momento para una tentativa de análisis: de tez morena y poblado mostacho, lo primero que me llamó la atención de este Sumo Pontífice en concreto fue que utilizaba, así a ojo, ocho tallas menos de sotana que el resto de sus predecesores. Una delgadez que la prensa había achacado neblinosamente a una “dolencia gástrica” que, según me informó el Espíritu Santo, estaba ocasionada principalmente por un dieta baja en sal pero generosa en arsénico. El Espíritu también recalcó que Pancho I no había sido objeto de un intento de envenenamiento desde hacía dos semanas, lo cual podía considerarse una mejora de su índice de popularidad.
—¿Y bueno? —dijo por fin el Papa.
Carraspeé.
—Pues nada, que aquí estoy. Soy el Nuevo Mesías. —Y, para romper el hielo, añadí —: Cabrón.
—¡¡¿Cómo dice?!!
—Que soy el Nuevo Mesías.
—¡¡¿Cómo me ha llamado?!!
—Ah, disculpe; como es usted mejicano… ¿No se llaman “cabrones” entre ustedes, así, de buen rollo?
—¿Entre los papas se llaman “cabrones” de buen rollo? —me preguntó Pandulfo.
—¡¡Vayan a chingar a su madre, chichicuilotes desplumados!! —intervino Su Santidad.
—Amén —dije.
—¡¿Me están vacilando?!
—Que no, oiga, que soy el Mesías —afirmé—. Narrador, díselo tú.
—Es el Mesías —dijo el Narrador—. Se lo digo yo.
—Oiga, ¿sabe cuántos mensos como usted llegan hasta aquí para contarme la misma milonga? —dijo el Papa—. ¿Acaso creen que estamos haciendo un casting, o qué? Hace una hora no más se presentó uno que se hacía llamar El Redentor de Toda la Humanidad Excepto de Aquellos a los que les Falta un Dedo.
—¿A los que les falta un dedo por una malformación genética o a los que se lo arrancaron de manera accidental?
—Al parecer no hace distinciones. La cierto es que no abundé mucho en el asunto, güey. No suelo pararme a platicar más de lo necesario con los que se me antojan merecedores de asistencia psiquiátrica urgente.
—Bueno, pues ese no era el verdadero Mesías. El auténtico soy yo —seguí con mi estudiada exposición.
—Sí, ya —dijo el Papa—. Y yo soy Rita Marley.
—Sí, bueno, pero eso era antes, ¿no? ¿No es lo primero que hacen ustedes cuando los coronan, cambiarse el nombre?
—Sus cinco minutos están finalizando —anunció Pancho I—. Si no tienen nada más que ofrecer… —Se podría decir que la fase uno de nuestra operación estaba arrojando unos resultados paupérrimos.
—¡No! —salté—. Espere. Traigo un mensaje de Dios.
—Me lleve el chanfle. ¿Y cuál es?
—¿Cómo era? Eeeeh… Me lo dijo hace tiempo ya. —Traté de recordar—. Bueno, en resumen decía que fuera usted a acostarse, que ya me encargaba yo de todo, si eso.
—Ah, bueno; así, pues sí. ¿Le dijo eso, Él? ¿El Dios que inspiró los poemas de Santa Teresa de Jesús? ¿Ese Dios le dijo que me acostara y que ya usted se encargaba de todo, si eso? ¿Estamos hablando del mismo Dios?
—Bueno, me he expresado con mis palabras. —Empecé a temer por el éxito de la fase dos—. No se impaciente, traigo el mensaje escrito en una servilleta. Ejem, Pandulfo.
—Aquí está —dijo Pandulfo—. Dice así: “Soy Dios. Le ordeno que deponga sus actividades cualesquiera que estas sean y deje su rebaño en manos de mi Elegido. Café Bar Mamerto. Especialidad en embutidos ibéricos”.
—Psst, Pandulfo. Eso es la serigrafía de la servilleta —observó el Narrador.
—Ah, ya me parecía a mí extraño que todo lo anterior no estuviera escrito también a máquina.
—¡Ejem! —carraspeé—. Ya lo ve.
—Sí, sí —dijo el Papa—. Todo todito muy convincente.
—No se lo cree, ¿no?
—Póngase en mi lugar, güey.
—Eso es lo que pretendo.
—Oiga, ¿no sabe hacer nada más? —dijo el Papa—. No tengo todo el día, ¿comprende? Seguro que ahí fuera hay más aspirantes a Mesías esperando audiencia.
—No, espere. Le puedo demostrar que soy el único y verdadero. Puedo hacer milagros.
—Hace tres días me visitó un pendejo que aseguraba practicar milagros. ¿Sabe lo que hizo? Mover las orejas. Durante dos minutos seguidos. Decía que si lo hacía más tiempo, al día siguiente le daban agujetas. Debe comprender que hay ciertas cosas que la Santa Iglesia no considera milagros, como poner los pies detrás de la nuca, o tragarse un flan de un sorbo. Y no creo que usted, lombriz de agua puerca, pueda impresionarme.
—¿Eso cree? —Me piqué—. Pues sepa que yo puedo hacer milagros de competición. ¿Ve al bigotes de aquí? —Señalé al Poli Cabrón—. Bueno, pues una vez se murió. ¿Y quién lo resucitó? Mi menda. Díselo.
—Es cierto —dijo el Poli Cabrón—. Sí que me resucitó, sí.
—Ea —subrayé—. Y no es el único. Cuando estuve en el Infierno, le devolví la vida a otro tipo que ahora se estará cagando en mis muertos, porque se había suicidado y…
—¿Qué? —El Papa se revolvió incómodo en su, eh, trono, como si un puñado de granos de maíz tostado se hubiera deslizado por su espalda hasta quedar apresado entre sus nalgas—. ¿Ese tipo no se llamaría por casualidad Manolo?
—¿Manolo, qué más? Deme usted más datos, hombre.
—Ay, pues no sé. Creo que me dijo que era Aries, y que trabajaba como cristalero.
—No recuerdo haber resucitado nunca a un cristalero. ¿Estaba un poco calvo?
—No me acuerdo. La verdad es que no le presté mucha atención, porque vino a verme muy temprano y pensé que acababa de salir de un after —dijo Pancho I—. De todas formas, ¿cómo sé que no está conchabado con él?
—Es usted muy escéptico, para ser Papa —repuse.
—Hombre, compréndame; es que estoy hasta el carajo de tanta intrincada conspiración eclesiástica. Hace dos días, al salir de la ducha, estuve a punto de pisar un cepo; no le digo más. —Pero siguió hablando—. Además, últimamente se toman ustedes a pitorreo a la Santa Madre Iglesia; en la misa del domingo pasado una feligresa me lanzó sus bragas.
—¡Le digo que puedo obrar milagros!
—¿Sí, tú, con la cara de borrego a medio morir que tienes? —dijo el Papa arqueando una ceja.
—¡Sí!
—Ándale.
—¿Que no?
—¿Puedes multiplicar panes y peces?
—¿Multiplicar, dice? ¡Eso no es nada! ¡Puedo hacer cualquier operación matemática con panes y peces! ¡Una vez metí a marinar en el horno dos lubinas y al cabo de media hora saqué el número Pi!
—¿Ah, sí? —El Papa fue subiendo la voz— ¿Puedes hacer llorar sangre a una estatua de la Virgen?
—¡Y puedo hacer que la limpie, sí tengo el día tonto!
—¿Puedes sanar a los enfermos?
—¡¿Qué te apuestas?!
—¡¿Puedes hacer llover maná del cielo?!
—¡¡Sí!! ¡¡Sí!! ¡¡Puedo hacerlo así!! ¡¡Pim, pam!! —Chasqueé los dedos.
—¡¿Puedes dividir las aguas del Mar Rojo?!
—¡¡¡Eso lo hago yo con la punta del cipote!!!
—Trato hecho.
—¿Qué?
—Has dicho que puedes separar las aguas del Mar Rojo con la punta del carajo.
—Eh, sí, bueno…
—Eso es lo que quiero ver. Si vas a hacer un milagro, que sea uno bueno, ¿no? Ahí, zas, con la minga.
—Es una forma de hablar, yo…
—¿Eres o no eres el Mesías?
—Sí, pero…
—Pues no se hable más. Recojan los bártulos, que nos vamos a Egipto.
—Pero, pero…
—Ya nos has metido en otro lío —me dijo el Poli Cabrón.

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