"¡Cuidaíto ahí abajo, que voy fino!"
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 37.
I. El giro de los acontecimientos que cambió las
cosas.
Marcia
y yo atravesamos la solitaria avenida de imponentes y sombríos edificios, que
se asemejaba a un asentamiento de gigantes sorprendidos por una repentina
glaciación. El sobrecogedor silencio reinante invitaba a hablar en susurros y a
pisar con delicadeza las polvorientas aceras. El Distrito Financiero del Infierno
ofrecía indicios de una muerte prematura y el aspecto general de un cadáver
incorrupto.
—Ya nada se mueve en el Pandemónium —dijo
Marcia—. Hubo un tiempo en que tras las ventanas de estos edificios se decidía
el futuro del Infierno y de todos aquellos a los que albergaba, pero la insidiosa
influencia de la naturaleza humana nos sumió en la ruina. Casi sin darnos
cuenta, remodelamos la configuración del Infierno para adaptarla a vuestra
desidia y vuestros caóticos procedimientos. Ahora funciona por pura inercia.
Al rato alcanzamos el rascacielos
que presidía el centro neurálgico del Infierno, que se alzaba ante nosotros con
la agridulce satisfacción de un dios de la guerra al que acaban de notificar su
jubilación anticipada.
—Aquí es —dijo Marcia—. El Organismo
de Gestión del Infierno, hogar de Lucifer. ¿Estás preparado?
—¿Que si estoy preparado? ¿Son los
nabos hortalizas?
—Sí,
¿no? No estoy segura. Creo que sí.
—Pues
eso. Creo que sí, que estoy preparado, pero no las tengo todas conmigo.
Nada más atravesar las puertas
automáticas, terminé de convencerme de que “Pandemónium” es uno de esos nombres
que prometen mucho más de lo que ofrecen, al igual que, en un supuesto
diferente, “Club Recuerdos Inolvidables”. En realidad, el Organismo de Gestión
del Infierno era el edificio de oficinas más parecido a un edificio de oficinas
que había visto nunca.
—No
te esperabas esto, ¿verdad? —dijo Marcia caminando por el vestíbulo principal.
—¿Que
el hogar de Lucifer oliera a desinfectante? No.
—Pareces
decepcionado.
—Sí,
bueno, es que todo esto resulta un tanto anticlimático —confesé—. Es como si
faltara algo. Gente empalada, o escaldada en un lago de lava, no sé. El tipo de
espectáculo de variedades de un Infierno de cine italiano.
—Ya.
La clase de reclamos turísticos que podría esperar un paleto como tú —dijo
Marcia.
—¿Seguro
que este sitio no es una tapadera?
—No.
Es tan aburrido como parece.
Debo reconocer que, una vez entramos
en el ascensor, empecé a ponerme un tanto paranoico. No era para menos; estaba
a punto de conocer al segundo tipo más influyente de la industria espiritual.
El Gran Chico Malo. Sin poder evitarlo, me lo imaginé como un cantante de hip
hop, con sudadera, pantalones caídos y pesadas cadenas colgando del pescuezo.
—Lucifer no tendrá un diente de oro,
¿verdad? —comenté.
—¿Qué?
—Espero que no tenga un diente de
oro, porque no voy a poder evitar mirarlo todo el rato. Y seguro que le sienta
mal. Que lo mire, digo, no el diente, que seguro que le queda de puta madre. Un
diente de oro luce mucho.
—Que
no, joder, que es un tipo corriente.
—Marcia,
eres su secretaria. ¿Nunca hablas mal de tu jefe?
Marcia
suspiró.
—Oye…
—empecé a decir.
—¿Qué?
—¿Qué
va a pasar con nosotros después de esto? Si Lucifer no me rellena las cuencas
vacías de los ojos con plomo fundido, quiero decir.
—¿Tú
qué crees?
—¿Vas
a seguir aquí? Quiero decir, ¿a ti te gusta esto?
—¿Te
he dicho yo alguna vez que me guste?
—Creo
que te puedo conseguir algún curro allí en la Tierra. ¿Te gustaría trabajar en
la vigésimo séptima planta suministradora de estiércol más importante del
mundo?
—Mira,
es una oferta muy tentadora, pero me temo que no va a poder ser —dijo Marcia
mirando al suelo—. Mi sitio está aquí.
La
puerta del ascensor se abrió. Habíamos llegado al último piso, un espacioso y
coqueto ático con vistas al, bueno, al Infierno. Un tipo trajeado y con la
media melena recogida en una coleta miraba por la ventana mientras disfrutaba
de un copazo de lo que se me antojó brandy.
—¿Señor?
—dijo Marcia.
El
tipo se volvió. Tenía una estudiada barba de tres o cuatro días y el aspecto
exultante de un hombre que disfruta de al menos una felación al día. Sonrió
malignamente al vernos a Marcia y a mí. Me pareció apreciar un fulgor encarnado
en sus ojos. Tragué saliva. La tensión podía cortarse con una faca.
—Coño,
eres más feo que Picio —dijo Lucifer con un tono de voz que parecía insinuar
que una mano invisible le estaba agarrando las pelotas.
—Pues
anda que tú —me dirigí a Marcia—. ¿Has oído lo que me ha dicho? ¡Será cabrón el
tío!
—¿Cabrón,
yo? ¡Pues tú, cabezón!
—¡Voz
de pito!
—¡Caracartón!
—¡Mascabrevas!
—¡Bucéfalo!
—¡Garrapatoso!
—¡Basta!
—gritó Marcia—. ¡Dejad de medir vuestras fuerzas!
—Está
bien, está bien —me calmé—. De todas formas, yo venía buscando a Paco.
—¿Qué
Paco?
—El
que se menea el taco.
—¿Qué?
—Lucifer estaba encendido—. ¡¿Pero quién se habrá creído este que es?! ¡Tío
mierda!
—¿Tío
mierda? ¡Es el insulto que más rabia me da en el mundo! ¡Pamplinas, que eres un
pamplinas!
—¡No
me digas eso! —Lucifer abrió los ojos como platos—. No soporto que me llamen
así. ¡Lo pasé muy mal en el colegio por culpa de ese mote!
—¿Fuiste
al colegio? —pregunté.
—Sí,
bueno, ah… Al colegio de ángeles. Porque yo fui un ángel, claro. —Al Príncipe
de las Tinieblas le sudaban las manos—. Bueno, ya conoces la historia. Yo, eh…
tuve una riña con el Altísimo. Cuestioné la manera en que estaba enfocando todo
el tema de la Creación. Hizo la luz, el Cielo y la Tierra y todas esas cosas, y
después se pasó dos días enteros durmiendo. Cuando creó a la Humanidad, al
principio pensé que no era mala idea. Quiero decir, la Tierra era grande y
había que meter algo de relleno. Pero al cabo de una semana habíais dejado el
suelo lleno de cáscaras de pipa. Se lo comenté a Dios; “Oye, Señor, que digo yo
si no habría sido mejor dar el papel de especie dominante a las mofetas”. No te
imaginas lo mal que le sentó.
—¿Sabes?
Te imaginaba diferente. Un poco menos…
—¿Sí?
—Un
poco menos… tontito.
—Ay
—dijo Marcia.
—Perdona
que te diga, pero tú tampoco pareces ninguna lumbrera.
—Eh,
eh, para el carro, que soy el Mesías. Y molo un montón.
—¿Tú,
el Mesías? ¡Ja! Tú no le llegas a tu predecesor ni a la suela de las sandalias —dijo
Lucifer, desafiante—. Jesucristo; él sí que era un Mesías con dos cojones.
—Ah,
sí, Jesucristo. Por cierto, ¿qué se sabe de él, últimamente?
—…
—Ajá.
Nada. Cero. Se rajó. Segunda venida, y un cipote.
—Estoy
seguro de que finalmente vendrá —dijo Lucifer—. Le gustaba aparecer así, por
sorpresa. En eso salió a su Padre.
—¿Sabes
en qué más se parece a su Padre? En que hace siglos que no da un palo al agua.
Vamos, piénsalo. ¿Por qué querría el Hijo de Dios volver al negocio? ¿Para
ganarse un ascenso?
—¡Limpia
tu sucia boca antes de hablar de él!
—Oye,
¿qué te pasa a ti con Jesús?
Lucifer
bajó la vista y tragó saliva.
—Era
un hombre honesto —dijo con un hilo de voz.
—Creía
que no lo soportabas.
—Bueno,
es cierto que al principio no me caía bien, pero es que yo soy mucho de
primeras impresiones —explicó el Príncipe de las Tinieblas—. ¿Quién podría
imaginar que el Heredero del Reino de los Cielos iba a ser el hijo de un
carpintero? El Señor lo hizo para joderme. Yo esperaba que Cristo se presentara
en la forma de un emperador, o de un magnate de la lana, o de alguien con ese
nivel de influencia, y va Dios y coloca como su delegado en la Tierra a un
menda que se pasa el día rodeado de gitanos. Me sentó como un tiro. Pero con el
tiempo descubrí que era un adversario a mi altura, aunque no se lavara el pelo
con mucha frecuencia.
—Marcia,
¿quién es este tipo? —le pregunté a mi diablesa.
—¿Qué
quieres decir?
—Venga,
no me vaciles. Se supone que es el ser más terrorífico de la Creación.
—¡¿Estás
diciendo que no resulto suficientemente terrorífico?! —bramó Lucifer.
—No
te ofendas, pero no infundes mucho miedo así, con la bragueta abierta.
—¿Qué?
Ah. Disculpa. —Y se dio la vuelta para subírsela.
—Tienes
razón —admitió Marcia—. No es Lucifer, es Judas.
—¿Qué
Judas?
—Iscariote.
—Agárrame
el cipote.
—¡Arg!
—exclamó Judas—. ¡No empieces tú también con eso! ¡Los demás apóstoles me tenían frito con la
rimita de los cojones! ¡Y no sabes lo mal que suena en arameo!
—¿De
qué va toda esta pantomima? —le pregunté a Marcia—. ¿Sigues poniéndome a
prueba?
—Mira,
teníamos que seguir el protocolo —dijo Marcia—. No sabíamos si el Creador había
enviado a un hombre de paja.
—Sé
que estoy tirando piedras sobre mi propio tejado, pero no creo que todo este
teatrillo demuestre nada —dije—. No hace falta ser el Verdadero Mesías para
darse cuenta de que este memo no podía ser la Bestia. Para empezar, las mangas
de la chaqueta le quedan cortas.
—Ya
que has sacado el tema a relucir, tengo que decir que últimamente no me siento
muy valorado en esta empresa —dijo Judas tirándose de las mangas—. Con lo
cómodas que eran las túnicas de mi época, ahí, con los huevos colgando…
—Vamos,
no me digas que, como sobrenombre, “El Príncipe de las Tinieblas” no le queda
grande —dije—. Y no te digo nada de “El Adversario”. El Adversario, ¿de quién?
Si se nota a leguas que era un paquete jugando al futbolín. Por no hablar de “El
Ángel más Bello de la Creación”. ¿En qué cabeza cabe que al Ángel más Bello de
la Creación le falte un diente?
—¡A
ver si te crees que en Galilea abundaban los protésicos dentales! ¡No te jode! —se
quejó Judas—. Carpinteros, sí. Carpinteros había hasta debajo de las piedras,
pero no veas la pasta que me querían sacar por un puto diente de madera cuando
averiguaron lo que cobré por traicionar a Cristo.
De repente, la evidencia cayó por su
propio peso, como si estuviera hecha de mármol o de cualquier otro material que
precisase de dos o más personas para levantarlo. Me abstuve de decir que había
tenido una epifanía, porque en aquel momento dudaba de si significaba lo que
creía que significaba o en realidad era una rara enfermedad de los pies. Miré a
Marcia, quizá por primera vez sin intenciones lúbricas.
—Tiene gracia —dije.
—¿Qué? —dijo Marcia.
—Lucifer,
el Ángel más Bello de la Creación.
—¿Y…
y qué?
—Bueno
—proseguí—, nadie me va a convencer de que, cuando Dios concibió la noción de
Belleza, apareciera otra cosa que no fueras tú.
Marcia
tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Has
dicho tú eso? —Parecía encantada.
—Marcia
Hellstrom, ¿eres la Princesa de las Tinieblas?
—Lo
soy —dijo El Ángel más Bello de toda la Puta Creación.
—Ay,
joder, qué he hecho… ¡He desvirgado a Lucifer! —exclamé, alarmado—. Porque eras
virgen cuando nos acostamos, ¿no? No soportaría que me hubieras mentido en ese
punto —dije retorciendo las manos.
—Sí
—dijo Marcia.
—Ahí
está el tío —me dije a mí mismo con orgullo.
—Te
lo puedo explicar…
—Me
la has metido doblada —dije a modo de resumen de mi nueva situación—. ¿Por qué
te hiciste pasar por tu secretaria? ¿Por qué no me dijiste directamente “Oye,
mira, qué te iba a decir yo, ah, sí, que soy Satanás” en vez de tentarme con tu
vertiginoso escote y tus ropas ceñidas?
—Bueno,
para empezar, se supone que tentar a los incautos está en mi naturaleza —dijo
Marcia—. Por otro lado, pensé que la verdad habría levantado entre nosotros una
barrera psicológica que habría dificultado la comunicación.
—Oye,
soy consciente de que es harto complicado encontrar una reputación peor que la
tuya en toda la Historia de la Creación, pero yo no acostumbro a dejarme llevar
por prejuicios.
—¿Y
yo cómo iba a saberlo? Estaba esperando a Jesucristo, y apareciste tú. Tenía
que conocerte, calibrar tus aptitudes…
—¿Y
cuál es tu veredicto? ¿Tengo futuro como Redentor de la Humanidad?
—Mira,
no lo sé —Marcia suspiró—. A veces pienso que Dios debía de ser objeto de un
experimento de privación de sueño cuando te eligió. Eres buen amante, pero como
Mesías dejas mucho que desear. Digamos que pensar en los demás no es una de tus
virtudes más sobresalientes.
—Eh,
Iscariote, ¿has oído eso? —Quería asegurarme de que Judas lo había oído—.
¡Follo fenomenal!
—Sí,
menudo consuelo para la Humanidad —dijo Judas.
—Con
todo, eres lo único que tenemos a mano —continuó Marcia.
—¿“Que
tenemos”?
—Mira,
necesito que hables con Dios. Tienes que disuadirle de toda esta majadería del
Apocalipsis.
—¿De
qué estás hablando? Eres el Demonio. Creía que tenías cierta afición por la
muerte y la destrucción.
—¿Por
qué iba yo a querer saber nada sobre muerte y destrucción? ¿Porque ese
Dictadorzuelo Cósmico me relegó a esta mierda de puesto cuando se le cruzaron
los cables? ¿Crees que después de eso me convertí en una perra vengativa
asesina de masas?
—¿Qué
os pasó? Tenía entendido que eras su favorita.
—Pues
nada, que un día tuvimos una de esas típicas discusiones donde se acaban
diciendo cosas que realmente no quieres decir y… bueno —dijo Marcia—. Aunque a
ti seguro que te ha contado la milonga de la Guerra en el Cielo.
II. El intercambio de pareceres que tambaleó los
cimientos de la Creación.
—Agnes,
¿se ha marchado ya la señorita Hellstrom? —preguntó el Creador a través del
intercomunicador de su despacho.
—Sigue
aquí, Señor —contestó su secretaria—. Me ha pedido que le comunique que no
tiene prisa.
El
Hacedor miró al techo y suspiró.
—Hágala
pasar —dijo escondiendo la bolsa de golf debajo de la mesa.
Marcia
Hellstrom y Agnes eran las dos únicas integrantes de los coros angélicos que
lucían formas femeninas. Las creó como prototipo de la mujer humana, y ya
estaba empezando a arrepentirse; a Marcia le había dado por llevar túnicas
ajustadas y cortas, y Agnes, la mayor, se teñía el pelo de color caoba dos veces
al mes. Tanta inventiva espontánea ponía de los nervios al Creador.
—¿Por
qué haces ruido al caminar? —dijo Dios cuando Marcia entró en su despacho.
—Es
mi nuevo calzado —dijo Marcia frenándose en seco para que Dios pudiera admirar
su nueva ocurrencia—. Yo los llamo zapatos de tacón. ¿Qué te parecen?
—Un
horror —admitió el Señor—. ¿Qué tienen de malo tu par de sandalias?
—Estos
me hacen parecer más alta —dijo Marcia antes de sentarse.
—Lo
dices como si eso fuera un verdadero motivo.
—Es
que lo es —dijo Marcia.
—Hija
mía, cada día te entiendo menos.
—Es
que… me gustaría que me hubieras hecho más alta.
—Ya
empezamos. —Dios se pasó la mano por la cara— Mira, te di una estatura bastante
normal.
—Según
tu punto de vista.
—Soy
la Verdad Absoluta. ¿Qué otro punto de vista tendría que considerar?
—Vale,
vale. —Marcia suspiró—. No se puede hablar contigo de según qué temas.
—Es
que me sacas de quicio —dijo el Señor—. Eres el único de mis ángeles que ha
venido a protestarme por su estatura. O por cualquier otra cosa, ya que
estamos.
—Pues
permíteme decirte que yo misma he escuchado a Gabriel quejarse de la escasez de
pelo en su coronilla —apostilló Marcia.
—Es
la primera noticia que tengo al respecto —aseguró el Creador.
—Naturalmente.
Ninguno de tus ángeles desea contrariarte.
—Muy
considerado por su parte —dijo el Señor—. Ya podrías parecerte más a ellos.
—Ya,
bueno, no es culpa mía —dijo Marcia—. Fuiste tú quien decidió que me
sobresaliera el pecho y el trasero. No me malinterpretes; estoy conforme con
eso. Lo único que digo…
—¿Te
has pasado la mañana en la sala de espera para hablarme de tu estatura? —interrumpió
el Creador.
—No,
claro que no. Aquí tienes el acta —dijo Marcía entregándole al Creador una
carpeta.
—¿El
acta? ¿Qué acta? Eh... ¿por qué llevas las uñas de color rosa?
—Me
las he pintado —dijo Marcia—. He machacado algunos pétalos de flores y…
—¿Qué?
¿Por qué? Las uñas son transparentes. Han sido transparentes desde que las
creé.
—Sí,
ya. —Marcia suspiró—. Es que estaba aburrida de llevarlas siempre igual.
—¿Tú
te estás escuchando? ¿Cómo puede nadie aburrirse de la transparencia de sus
uñas?
—El
acta —dijo Marcia, consciente de la imposibilidad de hacer caer del burro al
Creador, que, por otra parte, jamás se había planteado que algún día tendría
que defender la transparencia en la uñas.
—¿Osas
cambiarme de tema, insolente?
—Es
que no quiero que llegues tarde al campo de golf —dijo Marcia arqueando una
ceja.
—¿Quién
te ha dicho a ti que pretendo jugar al golf? —dio el Señor mirando
distraídamente la carpeta—. Como no tengo yo que hacer cosas hoy ni nada…
—Ya.
—Mira,
esto tiene muchas páginas. ¿Por qué no me haces un resumen y acabamos cuanto
antes?
—¿Recuerdas
que el otro día te hablé de que estaba formando una asociación?
—Ah,
sí, sí —mintió Dios—. Una Asociación de Alabanza a la Gloria del Señor o algo
así, ¿no?
—Solo
oyes lo que quieres oír, ¿eh?
—Estás
tú muy respondona últimamente —dijo el Señor frunciendo el ceño.
—Lamento
que no te guste oírlo, Señor, pero es verdad —dijo Marcia—. ¿De verdad hace
falta que tus ángeles nos pasemos el día cantando tus excelencias? Algunos
estamos cansados de tanto alabar. Y, de todas formas, deberías estar por encima
de eso. Eres el Creador de Absolutamente Todas las Cosas; no creo que necesites
que te inflen más el ego. A veces pienso que tienes un problema de autoestima
realmente preocupante.
—Todos
mis designios responden a un motivo —dijo Dios remarcando cada sílaba.
—Eso.
“Todos mis designios responden a un motivo”. Y santas pascuas, ¿no? —dijo
Marcia—. Tendrás que reconocer que, como explicación, resulta harto insuficiente.
—Tengo
una mejor que se me acaba de ocurrir. Los caminos del Señor son inescrutables.
¿Qué te parece esa?
—Peor
que la de tus designios —admitió Marcia—. Pero supongo que te vendrá fenomenal
para salir airoso de cualquier conversación incómoda.
—Escucha,
Marcia —dijo el Señor—. Si eso te deja más tranquila, no vas a pasarte el resto
de la eternidad alabándome. Algún día vigilarás el devenir de mis criaturas
terrestres.
—Ah.
¿Como ese pobre muchacho?
—Uriel.
—Uriel
—repitió Marcia—. Que, por cierto, debe de estar como unas castañuelas, todo el
día viendo cómo se desparasitan dos monos llenos de pelos.
—No
les llames monos —dijo el Creador, tajante—. Se llaman Adán y Eva.
—¿Es
cierto que Eva es más bajita que Adán?
—¡¿Pero
qué te pasa a ti hoy con la estatura?! ¡Joder, vaya perra que te ha dado! —bramó
el Alfa y el Omega.
—Nada,
Señor, olvídalo. —Marcia suspiró. Dios estaba imposible aquella tarde—.
Prosigue.
—Bueno,
pues para tu información, están haciendo progresos. Uriel me ha contado que
Adán ya ha aprendido a utilizar herramientas.
—Sí,
estoy enterada —dijo Marcia—. Tengo entendido que ya sabe rascarse la espalda
con un palo, ¿no?
—¿Y
qué más quieres? —El Señor parecía ofendido—. Una especie no evoluciona de la
noche a la mañana. Es un proceso lento.
—Sí,
ya. Qué te apuestas a que las serpientes aprenden a hablar antes que ellos.
—Ya
te gustaría —dijo el Señor, desafiante—. El caso es que Eva está preñada, y de
aquí a nada habrá montones de ellos por todas partes.
—Y
pretendes que nosotros, tus más perfectas criaturas, hagamos de niñeras —dijo
Marcia.
—Me
tienes harto con tus ridículos celos.
—Señor,
sabes que no todos tus ángeles estamos de acuerdo con el trato de favor que
dispensas a tus criaturas terrenales.
—No
empieces con eso otra vez. —Dios se recostó en su silla—. Te creé para la fe
ciega y te eduqué para la mansedumbre. ¿En qué me he equivocado contigo?
—Tú
lo has dicho, Señor —dijo Marcia—. A nosotros nos otorgas fe ciega y
mansedumbre, y a ellos libre albedrío.
—Oh,
pues disculpa —dijo Dios—. Si llego a saber que te ibas a poner así, te habría
creado para revolcarte por el barro y educado para que te comieras los mocos.
—¿Sabes?
Eso quizá habría sido más justo.
—¿En
serio es lo que quieres? ¿Están de acuerdo contigo los demás miembros de tu
estúpida asociación?
—Naturalmente
—respondió Marcia—. Bueno, creo que Plutón se conformaría con tener libre
albedrío para él solo, pero, bueno, ya lo conoces; nunca ha destacado por su
consideración hacia los demás.
—Ese
bastardo marrullero —comentó el Hacedor—. ¿Sabes que en la última inspección
descubrimos en su taquilla otro par de sandalias? Se creerá un potentado, el tontopolla.
¿Para qué necesitaría nadie más de un par de sandalias resistentes y
funcionales? —El Señor miró a Marcia acusadoramente—. Seguro que las ha robado,
el muy mamón. Cuando pienso que uno de mis ángeles está por ahí andando
descalzo…
—Sí,
bien. —Marcia bajó la mirada—. Y luego está Agnes…
—¿Mi
secretaria personal también se ha unido a vuestra aguerrida empresa? Menuda
desagradecida. Con razón últimamente tengo que insistir tres veces para que me
traiga un café. Con muy poco azúcar, además. Tengo últimamente unos ardores de
estómago que para qué te voy a contar. Me estáis boicoteando desde dentro. —Los
ardores de estómago provocaban en el Señor accesos de melodrama—. ¿Y cuántos
sois, exactamente?
—Nosotros
tres, de momento —dijo Marcia—. Yo, como secretaria general, Plutón, como
vicesecretario, y Agnes, como vocal. Estamos preparando una campaña para captar
más afiliados.
—Y
montarme una revuelta.
—No
pongas palabras en mi boca —dijo Marcia—. ¿Quién ha hablado de una revuelta? ¿Ves?
No se te puede decir nada. Te lo tomas todo a la tremenda.
—A
lo mejor es que, además de un inseguro patológico, soy también un paranoico —apostilló
el Creador.
—Vamos
a presentar por escrito una protesta formal, y quizá organizar una
manifestación pacífica delante del consistorio, nada más.
—Eh,
eh. Para el carro. Aglomeraciones en la puerta de mi casa, no, ¿eh? A ver si
voy a tener que llamar a Miguel para que reparta unos mandobles.
—¿Ni
siquiera le has echado un vistazo a nuestro manifiesto y ya te estás planteando
medidas de represión?
—Escucha,
Marcia —dijo Dios echando los brazos sobre la mesa—. Te propongo un trato. Soy
consciente de que, tarde o temprano, mis criaturas me fallarán. Por elección
propia, además, y tendrán que asumir las consecuencias. A tal efecto, estoy
diseñando un área especial de castigo para los rebeldes, y, bueno, necesitaría
a alguien que asumiera la dirección. —El Señor arqueó una ceja.
—¿Estás
intentando sobornarme con un puesto de responsabilidad? —preguntó Marcia.
—Piensa
en las ventajas —dijo el Señor—. Horario propio, manga ancha en lo referente a
la administración de escarmientos y muy poca supervisión por mi parte en
general. ¿No querías más libertad de acción?
—¿Me
estás dando la patada?
—Yo
que tú lo consideraría un ascenso —dijo el Hacedor, ceñudo.
III. El clímax que llevó al siguiente capítulo.
—¿Nunca
habéis considerado hacer las paces? —pregunté cuando Marcia termino de narrar
el drama doméstico que dio origen al concepto “Temor de Dios”.
—¿Y
quién da el primer paso? Coincidirás conmigo en que Alguien que se autodenomina
La Verdad Absoluta no anda escaso de orgullo, precisamente.
—Vale,
hay una cosa que no entiendo —dije—. ¿En qué te perjudica a ti el Apocalipsis,
exactamente?
—Joder, ¿tú has visto esto? El Infierno es un
caos. ¿Crees que tengo algún tipo de control sobre este sitio? La gente ni
siquiera me reconoce cuando voy por la calle, tengo a todo el personal en
contra... ¿Te imaginas qué pasará cuando estalle el fin del mundo? Vais a bajar
aquí a paletadas, joder, y ya estamos sobresaturados. No quiero lidiar con
esto. No quiero estar aquí cuando pase. Solo quiero irme y no volver nunca.
—Y
pretendes que incumpla los términos de mi contrato por obra.
—Solo
quiero que hables con Él.
—Tú
misma has dicho que a) Dios se cree en posesión de La Verdad Absoluta, y b) que
soy un puto asco como Mesías. ¿Qué se supone que puedo hacer yo para evitar que
El Creador de Todas las Cosas acabe con el mundo? ¿Echarle somníferos en la
leche para que se le haga tarde?
—Puedes
ser un tipo convincente cuando te lo propones —dijo Marcia—. Te entregué mi
flor después de millones de años de castidad. Y en la primera cita.
—Sí,
bueno, contigo es fácil, pero Dios no está enamorado de mí. Me aprecia como a
un hijo, a lo sumo. Entre tú y yo, dicen que Dios es Amor, pero siempre me ha
parecido la clase de tipo que olvida los aniversarios.
—¿En
qué te basas para decir que estoy enamorada de ti? —preguntó Marcia—. ¿Quién te
dice que no te he seducido para manipularte?
—¿Sabes
lo que pasa? Que la tentativa de estrangulamiento no es precisamente un
elemento clave en el proceso de seducción, pero sí un ingrediente común en toda
relación romántica que se precie. Ternura y deseo homicida en dosis alternas; eso
es lo que yo llamo amor verdadero.
—Disculpa,
no estaba familiarizada con el sentimiento —dijo Marcia—. ¿Así que esto que me
quema las entrañas es amor? Lo había confundido con una mala digestión.
—Por
cierto, me tienes que explicar cómo haces eso de conspirar en secreto contra Aquel
que Todo lo Ve. —A todas luces una información que me podría ser de mucha
utilidad en el futuro.
—Aquel
que Todo lo Ve no está siempre mirando. —Marcia se acercó a su escritorio y
accionó el conmutador de un pequeño altavoz.
—¡Roooooonc!
—sonaba al otro lado.
—Solo
me implico en conspiraciones cósmicas cuando el Creador está sobado —dijo
Marcia—. El resto del tiempo me dedico a leer y a cepillarme el pelo.
—¿Cómo
te la has apañado para colocar un micrófono en el dormitorio de Dios?
—¿Conoces a Rasputín?
—Lo vi una vez Allí Arriba contando
sus penas. Menudo pupas.
—Es un agente secreto —dijo Marcia—.
Colocó el micrófono disfrazado de electricista.
—Mira,
tengo la picha hecha un lío —reconocí—. Dios, a quien debo lealtad, quiere
mandar su Creación adonde picó el pollo; el Demonio, que ha puesto su ano a mi
disposición, quiere que todo siga como está. Debe haber alguna manera de llegar
a un punto medio. —Hice como si recapacitara—. Bueno, solo es el fin del mundo.
Ya se me ocurrirá algo.
—Señorita
Hellstrom —dijo Judas—. Quizá no sea el mejor momento, pero desearía presentar
mi dimisión.
—¿Qué?
¿Me vas a dejar tirada en un momento tan delicado?
—Siento
comunicarle la noticia, señorita Hellstrom, pero me paso a la competencia —dijo
Judas—. Plutón me ha prometido un elevado porcentaje de beneficios si damos al
traste con su loco plan para detener el Apocalipsis.
—Eres
un chaquetero, Judas —dijo Marcia.
—Así
son los negocios, señorita Hellstrom. Usted se ha quedado sin apoyos. Está sola.
—Judas intentaba resultar tajante, pero su voz poseía la escasa solemnidad de
una flauta travesera.
—Disculpa,
capullo —intervine—. ¿Crees que yo no tengo nada que decir sobre ese asuntillo
del Apocalipsis?
—Tú
te vas a estar quietecito, cabezón, por la cuenta que te trae —dijo Judas
sentándose en su silla y juntando las manos en una mala imitación de Al Capone—.
Tienes buenos amigos, Mesías. Sería una lástima que sufrieran un accidente.
Una
puerta lateral se abrió. Detrás de ella…
—¡¡Uriel!!
—exclamé.
—¡¿Qué?!
—Judas saltó de la silla—. ¡¿Cómo cojones has logrado desatarte?!
—Con
todo el respeto, señor Iscariote, es usted una nenaza haciendo nudos —dijo el
arcángel Uriel.
—¡Uriel,
viejo amigo! —Corrí a abrazarle—. Uri, Uri… ¿qué te ha pasado?
—Me
secuestraron camino a la oficina, señor. Supuse que, siendo amigo suyo, tarde o
temprano ocurriría algo así —dijo Uriel—. No me resistí, porque sospeché que me
utilizarían para meterle en un aprieto.
—Creía
que querías seguir tu camino.
—Y
quiero, señor. Pero me dejaría arrancar las pestañas si supiera que iba a
servir para salvar su culo —dijo Uriel—. Y, bueno, ya qué más da. Llevo tres
días sin aparecer por la oficina. ¿Con qué cara vuelvo yo allí? —dijo el
arcángel, que parecía considerar la Ira de Dios pecata minuta comparada con un expediente disciplinario.
—Eso
es lo que yo llamo amistad —afirmé—. Hay que ver la de cosas edificantes que
estamos aprendiendo hoy.
—Sí,
vale, sois libres —dijo Judas distraídamente—. Podéis marcharos si queréis.
—No
creo que adoptar un actitud condescendiente sea lo más apropiado en un hombre
que va a quedarse solo con la Princesa de la Tinieblas —dijo Marcia caminando
hacia Judas.
—Ya
veo —dijo Judas levantándose de la silla—. Escuche, señorita Hellstrom. Le
propongo un trato. Estoy dispuesto a dejar a Plutón en la estacada a cambio de
una suculenta contraoferta…
¡CRAAAASSHHH!
—estalló el ventanal.
—¡Pero
deja que termine de exponer mi propuesta, zorraaaaaa…! —escuchamos decir a
Judas mientras caía al vacío.
—Esa
es mi chica —dije con el orgullo de un padre que ve cómo su hijita psicótica degolla
a un gallo.
—Lo
harás por mí, ¿verdad? —dijo mi diablesa.
—Francamente,
querida, me toca los huevos. Primero me engañas, y después me incitas a
abandonar mi sagrada misión. Mi madre me advirtió sobre las mujeres como tú.
“Hijo mío, si alguna vez el Señor te encarga una misión sagrada, no dejes que
ninguna fulana rubia te convenza de lo contrario”, me dijo. Está fatal, mi
madre.
—Vale,
no lo hagas por mí. Hazlo por el resto de la Humanidad.
—¿Hacer
yo algo por alguien? ¿Quién te has creído que soy? ¿Jesucristo?
—¿Has
pensado lo que será de ti cuando acabe todo esto?
—No
sé. Supongo que me asignaré una paga de jubilación razonablemente escandalosa
y…
—Te
pasarás el resto de la eternidad sentado a la diestra del Padre —aclaró Marcia.
—Uy,
no, qué horror. Que Dios es de los que mojan pan en el huevo frito del de al
lado. Con la rabia que me da.
—¿Te
puedo estrangular?
—¿Por
los viejos tiempos? Bueno.
—Señorita
Hellstrom —dijo Uriel.
—¿Sí,
Uriel?
—Creo
que sería justo que nuestro amigo escuchara las dos versiones.
Marcia
refunfuñó. “Hrmf”, o algo así.
—Sí
—convine—. Debería sopesar mis opciones antes de tomar una decisión.
—Supongo
que es lo justo —dijo Marcia con reticencia.
—Eh,
Uri, a que no sabes lo último —dije—. Marcia es en realidad Lucifer. ¿Cómo se
te ha quedado el cuerpo? El Diablo es una mujer. Ya verás lo contento que se va
a poner el Papa cuando se entere.
—Ya
lo sabía, señor.
—¿Qué?
¿Desde cuándo? Creía que nunca llegasteis a coincidir cuando ella era todavía
un ángel.
—Y
no lo hicimos —dijo Uriel—. En realidad, fue un descubrimiento gradual. Como
sabrá, Allá Arriba todos se cuidan de no pronunciar su verdadero nombre, pero
aún se sigue hablando de su legendaria belleza.
—¿Reconociste
al Demonio por su culo y sus domingas? —inquirí—. ¿Y por qué no me lo contaste,
traidor?
—Temía
romperle el corazón, señor.
—Uriel,
eres un capullo. Un capullo muy considerado, eso sí.
—No
le hagas caso, Uriel —dijo Marcia—. Eres un muchacho adorable.
—Sí,
es cierto —afirmé—. Si esto llega a buen puerto, Marcia y yo nos plantearemos
adoptarte.
—Vaya,
eso sería un honor, señor.
—Perdónalo,
Padre, porque no sabe lo que dice —dije mirando hacia arriba. Después miré a
Marcia—. Marcia… ¿Marcia es tu verdadero nombre?
—Sí.
Lucifer es un mote.
—“El
que trae la luz”.
—Sí,
qué bonito. No. En realidad, significa “Tu madre come mierda”. Los ángeles
pueden ser muy crueles.
—Marcia…
—¿Sí?
—Mira,
sé que eres el Demonio, y que me has engañado y quieres utilizarme y todo eso…
—¿Sí?
—Pero,
cuando termine esto, de una manera u otra…
—¿Sí?
—…volveré
a por ti y te sacaré de aquí.
Veinte
minutos después, el pequeño Uriel, que se había vuelto discretamente a mirar
por la ventana rota, suspiraba audiblemente y golpeaba el pie derecho contra el
suelo.
—Total,
que nos vamos a hartar de macarrones —rezongué.
—Pues
aprende tú a cocinar, no te jode —dijo Marcia.
—Disculpen —dijo Uriel, que se había cansado
de esperar a que termináramos de despedirnos—, no es mi intención entrometerme
en sus planes de futuro, pero creo que ya va siendo hora de que volvamos al
Reino de los Cielos.
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