martes, 5 de mayo de 2020

El Mesías, Lucifer, y otras cosas de meter

"¡Cuidaíto ahí abajo, que voy fino!"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 37.

I. El giro de los acontecimientos que cambió las cosas.

Marcia y yo atravesamos la solitaria avenida de imponentes y sombríos edificios, que se asemejaba a un asentamiento de gigantes sorprendidos por una repentina glaciación. El sobrecogedor silencio reinante invitaba a hablar en susurros y a pisar con delicadeza las polvorientas aceras. El Distrito Financiero del Infierno ofrecía indicios de una muerte prematura y el aspecto general de un cadáver incorrupto.
            —Ya nada se mueve en el Pandemónium —dijo Marcia—. Hubo un tiempo en que tras las ventanas de estos edificios se decidía el futuro del Infierno y de todos aquellos a los que albergaba, pero la insidiosa influencia de la naturaleza humana nos sumió en la ruina. Casi sin darnos cuenta, remodelamos la configuración del Infierno para adaptarla a vuestra desidia y vuestros caóticos procedimientos. Ahora funciona por pura inercia.
            Al rato alcanzamos el rascacielos que presidía el centro neurálgico del Infierno, que se alzaba ante nosotros con la agridulce satisfacción de un dios de la guerra al que acaban de notificar su jubilación anticipada.
            —Aquí es —dijo Marcia—. El Organismo de Gestión del Infierno, hogar de Lucifer. ¿Estás preparado?
            —¿Que si estoy preparado? ¿Son los nabos hortalizas?
—Sí, ¿no? No estoy segura. Creo que sí.
—Pues eso. Creo que sí, que estoy preparado, pero no las tengo todas conmigo.
            Nada más atravesar las puertas automáticas, terminé de convencerme de que “Pandemónium” es uno de esos nombres que prometen mucho más de lo que ofrecen, al igual que, en un supuesto diferente, “Club Recuerdos Inolvidables”. En realidad, el Organismo de Gestión del Infierno era el edificio de oficinas más parecido a un edificio de oficinas que había visto nunca.
—No te esperabas esto, ¿verdad? —dijo Marcia caminando por el vestíbulo principal.
—¿Que el hogar de Lucifer oliera a desinfectante? No.
—Pareces decepcionado.
—Sí, bueno, es que todo esto resulta un tanto anticlimático —confesé—. Es como si faltara algo. Gente empalada, o escaldada en un lago de lava, no sé. El tipo de espectáculo de variedades de un Infierno de cine italiano.
—Ya. La clase de reclamos turísticos que podría esperar un paleto como tú —dijo Marcia.
—¿Seguro que este sitio no es una tapadera?
—No. Es tan aburrido como parece.
            Debo reconocer que, una vez entramos en el ascensor, empecé a ponerme un tanto paranoico. No era para menos; estaba a punto de conocer al segundo tipo más influyente de la industria espiritual. El Gran Chico Malo. Sin poder evitarlo, me lo imaginé como un cantante de hip hop, con sudadera, pantalones caídos y pesadas cadenas colgando del pescuezo.
            —Lucifer no tendrá un diente de oro, ¿verdad? —comenté.
            —¿Qué?
            —Espero que no tenga un diente de oro, porque no voy a poder evitar mirarlo todo el rato. Y seguro que le sienta mal. Que lo mire, digo, no el diente, que seguro que le queda de puta madre. Un diente de oro luce mucho.
—Que no, joder, que es un tipo corriente.
—Marcia, eres su secretaria. ¿Nunca hablas mal de tu jefe?
Marcia suspiró.
—Oye… —empecé a decir.
—¿Qué?
—¿Qué va a pasar con nosotros después de esto? Si Lucifer no me rellena las cuencas vacías de los ojos con plomo fundido, quiero decir.
—¿Tú qué crees?
—¿Vas a seguir aquí? Quiero decir, ¿a ti te gusta esto?
—¿Te he dicho yo alguna vez que me guste?
—Creo que te puedo conseguir algún curro allí en la Tierra. ¿Te gustaría trabajar en la vigésimo séptima planta suministradora de estiércol más importante del mundo?
—Mira, es una oferta muy tentadora, pero me temo que no va a poder ser —dijo Marcia mirando al suelo—. Mi sitio está aquí.
La puerta del ascensor se abrió. Habíamos llegado al último piso, un espacioso y coqueto ático con vistas al, bueno, al Infierno. Un tipo trajeado y con la media melena recogida en una coleta miraba por la ventana mientras disfrutaba de un copazo de lo que se me antojó brandy.
—¿Señor? —dijo Marcia.
El tipo se volvió. Tenía una estudiada barba de tres o cuatro días y el aspecto exultante de un hombre que disfruta de al menos una felación al día. Sonrió malignamente al vernos a Marcia y a mí. Me pareció apreciar un fulgor encarnado en sus ojos. Tragué saliva. La tensión podía cortarse con una faca.
—Coño, eres más feo que Picio —dijo Lucifer con un tono de voz que parecía insinuar que una mano invisible le estaba agarrando las pelotas.
—Pues anda que tú —me dirigí a Marcia—. ¿Has oído lo que me ha dicho? ¡Será cabrón el tío!
—¿Cabrón, yo? ¡Pues tú, cabezón!
—¡Voz de pito!
—¡Caracartón!
—¡Mascabrevas!
—¡Bucéfalo!
—¡Garrapatoso!
—¡Basta! —gritó Marcia—. ¡Dejad de medir vuestras fuerzas!
—Está bien, está bien —me calmé—. De todas formas, yo venía buscando a Paco.
—¿Qué Paco?
—El que se menea el taco.
—¿Qué? —Lucifer estaba encendido—. ¡¿Pero quién se habrá creído este que es?! ¡Tío mierda!
—¿Tío mierda? ¡Es el insulto que más rabia me da en el mundo! ¡Pamplinas, que eres un pamplinas!
—¡No me digas eso! —Lucifer abrió los ojos como platos—. No soporto que me llamen así. ¡Lo pasé muy mal en el colegio por culpa de ese mote!
—¿Fuiste al colegio? —pregunté.
—Sí, bueno, ah… Al colegio de ángeles. Porque yo fui un ángel, claro. —Al Príncipe de las Tinieblas le sudaban las manos—. Bueno, ya conoces la historia. Yo, eh… tuve una riña con el Altísimo. Cuestioné la manera en que estaba enfocando todo el tema de la Creación. Hizo la luz, el Cielo y la Tierra y todas esas cosas, y después se pasó dos días enteros durmiendo. Cuando creó a la Humanidad, al principio pensé que no era mala idea. Quiero decir, la Tierra era grande y había que meter algo de relleno. Pero al cabo de una semana habíais dejado el suelo lleno de cáscaras de pipa. Se lo comenté a Dios; “Oye, Señor, que digo yo si no habría sido mejor dar el papel de especie dominante a las mofetas”. No te imaginas lo mal que le sentó.
—¿Sabes? Te imaginaba diferente. Un poco menos…
—¿Sí?
—Un poco menos… tontito.
—Ay —dijo Marcia.
—Perdona que te diga, pero tú tampoco pareces ninguna lumbrera.
—Eh, eh, para el carro, que soy el Mesías. Y molo un montón.
—¿Tú, el Mesías? ¡Ja! Tú no le llegas a tu predecesor ni a la suela de las sandalias —dijo Lucifer, desafiante—. Jesucristo; él sí que era un Mesías con dos cojones.
—Ah, sí, Jesucristo. Por cierto, ¿qué se sabe de él, últimamente?
—…
—Ajá. Nada. Cero. Se rajó. Segunda venida, y un cipote.
—Estoy seguro de que finalmente vendrá —dijo Lucifer—. Le gustaba aparecer así, por sorpresa. En eso salió a su Padre.
—¿Sabes en qué más se parece a su Padre? En que hace siglos que no da un palo al agua. Vamos, piénsalo. ¿Por qué querría el Hijo de Dios volver al negocio? ¿Para ganarse un ascenso?
—¡Limpia tu sucia boca antes de hablar de él!
—Oye, ¿qué te pasa a ti con Jesús?
Lucifer bajó la vista y tragó saliva.
—Era un hombre honesto —dijo con un hilo de voz.
—Creía que no lo soportabas.
—Bueno, es cierto que al principio no me caía bien, pero es que yo soy mucho de primeras impresiones —explicó el Príncipe de las Tinieblas—. ¿Quién podría imaginar que el Heredero del Reino de los Cielos iba a ser el hijo de un carpintero? El Señor lo hizo para joderme. Yo esperaba que Cristo se presentara en la forma de un emperador, o de un magnate de la lana, o de alguien con ese nivel de influencia, y va Dios y coloca como su delegado en la Tierra a un menda que se pasa el día rodeado de gitanos. Me sentó como un tiro. Pero con el tiempo descubrí que era un adversario a mi altura, aunque no se lavara el pelo con mucha frecuencia.
—Marcia, ¿quién es este tipo? —le pregunté a mi diablesa.
—¿Qué quieres decir?
—Venga, no me vaciles. Se supone que es el ser más terrorífico de la Creación.
—¡¿Estás diciendo que no resulto suficientemente terrorífico?! —bramó Lucifer.
—No te ofendas, pero no infundes mucho miedo así, con la bragueta abierta.
—¿Qué? Ah. Disculpa. —Y se dio la vuelta para subírsela.
—Tienes razón —admitió Marcia—. No es Lucifer, es Judas.
—¿Qué Judas?
—Iscariote.
—Agárrame el cipote.
—¡Arg! —exclamó Judas—. ¡No empieces tú también con eso!  ¡Los demás apóstoles me tenían frito con la rimita de los cojones! ¡Y no sabes lo mal que suena en arameo!
—¿De qué va toda esta pantomima? —le pregunté a Marcia—. ¿Sigues poniéndome a prueba?
—Mira, teníamos que seguir el protocolo —dijo Marcia—. No sabíamos si el Creador había enviado a un hombre de paja.
—Sé que estoy tirando piedras sobre mi propio tejado, pero no creo que todo este teatrillo demuestre nada —dije—. No hace falta ser el Verdadero Mesías para darse cuenta de que este memo no podía ser la Bestia. Para empezar, las mangas de la chaqueta le quedan cortas.
—Ya que has sacado el tema a relucir, tengo que decir que últimamente no me siento muy valorado en esta empresa —dijo Judas tirándose de las mangas—. Con lo cómodas que eran las túnicas de mi época, ahí, con los huevos colgando…
—Vamos, no me digas que, como sobrenombre, “El Príncipe de las Tinieblas” no le queda grande —dije—. Y no te digo nada de “El Adversario”. El Adversario, ¿de quién? Si se nota a leguas que era un paquete jugando al futbolín. Por no hablar de “El Ángel más Bello de la Creación”. ¿En qué cabeza cabe que al Ángel más Bello de la Creación le falte un diente?
—¡A ver si te crees que en Galilea abundaban los protésicos dentales! ¡No te jode! —se quejó Judas—. Carpinteros, sí. Carpinteros había hasta debajo de las piedras, pero no veas la pasta que me querían sacar por un puto diente de madera cuando averiguaron lo que cobré por traicionar a Cristo.
            De repente, la evidencia cayó por su propio peso, como si estuviera hecha de mármol o de cualquier otro material que precisase de dos o más personas para levantarlo. Me abstuve de decir que había tenido una epifanía, porque en aquel momento dudaba de si significaba lo que creía que significaba o en realidad era una rara enfermedad de los pies. Miré a Marcia, quizá por primera vez sin intenciones lúbricas.
            —Tiene gracia —dije.
            —¿Qué? —dijo Marcia.
—Lucifer, el Ángel más Bello de la Creación.
—¿Y… y qué?
—Bueno —proseguí—, nadie me va a convencer de que, cuando Dios concibió la noción de Belleza, apareciera otra cosa que no fueras tú.
Marcia tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Has dicho tú eso? —Parecía encantada.
—Marcia Hellstrom, ¿eres la Princesa de las Tinieblas?
—Lo soy —dijo El Ángel más Bello de toda la Puta Creación.
—Ay, joder, qué he hecho… ¡He desvirgado a Lucifer! —exclamé, alarmado—. Porque eras virgen cuando nos acostamos, ¿no? No soportaría que me hubieras mentido en ese punto —dije retorciendo las manos.
—Sí —dijo Marcia.
—Ahí está el tío —me dije a mí mismo con orgullo.
—Te lo puedo explicar…
—Me la has metido doblada —dije a modo de resumen de mi nueva situación—. ¿Por qué te hiciste pasar por tu secretaria? ¿Por qué no me dijiste directamente “Oye, mira, qué te iba a decir yo, ah, sí, que soy Satanás” en vez de tentarme con tu vertiginoso escote y tus ropas ceñidas?
—Bueno, para empezar, se supone que tentar a los incautos está en mi naturaleza —dijo Marcia—. Por otro lado, pensé que la verdad habría levantado entre nosotros una barrera psicológica que habría dificultado la comunicación.
—Oye, soy consciente de que es harto complicado encontrar una reputación peor que la tuya en toda la Historia de la Creación, pero yo no acostumbro a dejarme llevar por prejuicios.
—¿Y yo cómo iba a saberlo? Estaba esperando a Jesucristo, y apareciste tú. Tenía que conocerte, calibrar tus aptitudes…
—¿Y cuál es tu veredicto? ¿Tengo futuro como Redentor de la Humanidad?
—Mira, no lo sé —Marcia suspiró—. A veces pienso que Dios debía de ser objeto de un experimento de privación de sueño cuando te eligió. Eres buen amante, pero como Mesías dejas mucho que desear. Digamos que pensar en los demás no es una de tus virtudes más sobresalientes.
—Eh, Iscariote, ¿has oído eso? —Quería asegurarme de que Judas lo había oído—. ¡Follo fenomenal!
—Sí, menudo consuelo para la Humanidad —dijo Judas.
—Con todo, eres lo único que tenemos a mano —continuó Marcia.
—¿“Que tenemos”?
—Mira, necesito que hables con Dios. Tienes que disuadirle de toda esta majadería del Apocalipsis.
—¿De qué estás hablando? Eres el Demonio. Creía que tenías cierta afición por la muerte y la destrucción.
—¿Por qué iba yo a querer saber nada sobre muerte y destrucción? ¿Porque ese Dictadorzuelo Cósmico me relegó a esta mierda de puesto cuando se le cruzaron los cables? ¿Crees que después de eso me convertí en una perra vengativa asesina de masas?
—¿Qué os pasó? Tenía entendido que eras su favorita.
—Pues nada, que un día tuvimos una de esas típicas discusiones donde se acaban diciendo cosas que realmente no quieres decir y… bueno —dijo Marcia—. Aunque a ti seguro que te ha contado la milonga de la Guerra en el Cielo.

II. El intercambio de pareceres que tambaleó los cimientos de la Creación.

—Agnes, ¿se ha marchado ya la señorita Hellstrom? —preguntó el Creador a través del intercomunicador de su despacho.
—Sigue aquí, Señor —contestó su secretaria—. Me ha pedido que le comunique que no tiene prisa.
El Hacedor miró al techo y suspiró.
—Hágala pasar —dijo escondiendo la bolsa de golf debajo de la mesa.
Marcia Hellstrom y Agnes eran las dos únicas integrantes de los coros angélicos que lucían formas femeninas. Las creó como prototipo de la mujer humana, y ya estaba empezando a arrepentirse; a Marcia le había dado por llevar túnicas ajustadas y cortas, y Agnes, la mayor, se teñía el pelo de color caoba dos veces al mes. Tanta inventiva espontánea ponía de los nervios al Creador.
—¿Por qué haces ruido al caminar? —dijo Dios cuando Marcia entró en su despacho.
—Es mi nuevo calzado —dijo Marcia frenándose en seco para que Dios pudiera admirar su nueva ocurrencia—. Yo los llamo zapatos de tacón. ¿Qué te parecen?
—Un horror —admitió el Señor—. ¿Qué tienen de malo tu par de sandalias?
—Estos me hacen parecer más alta —dijo Marcia antes de sentarse.
—Lo dices como si eso fuera un verdadero motivo.
—Es que lo es —dijo Marcia.
—Hija mía, cada día te entiendo menos.
—Es que… me gustaría que me hubieras hecho más alta.
—Ya empezamos. —Dios se pasó la mano por la cara— Mira, te di una estatura bastante normal.
—Según tu punto de vista.
—Soy la Verdad Absoluta. ¿Qué otro punto de vista tendría que considerar?
—Vale, vale. —Marcia suspiró—. No se puede hablar contigo de según qué temas.
—Es que me sacas de quicio —dijo el Señor—. Eres el único de mis ángeles que ha venido a protestarme por su estatura. O por cualquier otra cosa, ya que estamos.
—Pues permíteme decirte que yo misma he escuchado a Gabriel quejarse de la escasez de pelo en su coronilla —apostilló Marcia.
—Es la primera noticia que tengo al respecto —aseguró el Creador.
—Naturalmente. Ninguno de tus ángeles desea contrariarte.
—Muy considerado por su parte —dijo el Señor—. Ya podrías parecerte más a ellos.
—Ya, bueno, no es culpa mía —dijo Marcia—. Fuiste tú quien decidió que me sobresaliera el pecho y el trasero. No me malinterpretes; estoy conforme con eso. Lo único que digo…
—¿Te has pasado la mañana en la sala de espera para hablarme de tu estatura? —interrumpió el Creador.
—No, claro que no. Aquí tienes el acta —dijo Marcía entregándole al Creador una carpeta.
—¿El acta? ¿Qué acta? Eh... ¿por qué llevas las uñas de color rosa?
—Me las he pintado —dijo Marcia—. He machacado algunos pétalos de flores y…
—¿Qué? ¿Por qué? Las uñas son transparentes. Han sido transparentes desde que las creé.
—Sí, ya. —Marcia suspiró—. Es que estaba aburrida de llevarlas siempre igual.
—¿Tú te estás escuchando? ¿Cómo puede nadie aburrirse de la transparencia de sus uñas?
—El acta —dijo Marcia, consciente de la imposibilidad de hacer caer del burro al Creador, que, por otra parte, jamás se había planteado que algún día tendría que defender la transparencia en la uñas.
—¿Osas cambiarme de tema, insolente?
—Es que no quiero que llegues tarde al campo de golf —dijo Marcia arqueando una ceja.
—¿Quién te ha dicho a ti que pretendo jugar al golf? —dio el Señor mirando distraídamente la carpeta—. Como no tengo yo que hacer cosas hoy ni nada…
—Ya.
—Mira, esto tiene muchas páginas. ¿Por qué no me haces un resumen y acabamos cuanto antes?
—¿Recuerdas que el otro día te hablé de que estaba formando una asociación?
—Ah, sí, sí —mintió Dios—. Una Asociación de Alabanza a la Gloria del Señor o algo así, ¿no?
—Solo oyes lo que quieres oír, ¿eh?
—Estás tú muy respondona últimamente —dijo el Señor frunciendo el ceño.
—Lamento que no te guste oírlo, Señor, pero es verdad —dijo Marcia—. ¿De verdad hace falta que tus ángeles nos pasemos el día cantando tus excelencias? Algunos estamos cansados de tanto alabar. Y, de todas formas, deberías estar por encima de eso. Eres el Creador de Absolutamente Todas las Cosas; no creo que necesites que te inflen más el ego. A veces pienso que tienes un problema de autoestima realmente preocupante.
—Todos mis designios responden a un motivo —dijo Dios remarcando cada sílaba.
—Eso. “Todos mis designios responden a un motivo”. Y santas pascuas, ¿no? —dijo Marcia—. Tendrás que reconocer que, como explicación, resulta harto insuficiente.
—Tengo una mejor que se me acaba de ocurrir. Los caminos del Señor son inescrutables. ¿Qué te parece esa?
—Peor que la de tus designios —admitió Marcia—. Pero supongo que te vendrá fenomenal para salir airoso de cualquier conversación incómoda.
—Escucha, Marcia —dijo el Señor—. Si eso te deja más tranquila, no vas a pasarte el resto de la eternidad alabándome. Algún día vigilarás el devenir de mis criaturas terrestres.
—Ah. ¿Como ese pobre muchacho?
—Uriel.
—Uriel —repitió Marcia—. Que, por cierto, debe de estar como unas castañuelas, todo el día viendo cómo se desparasitan dos monos llenos de pelos.
—No les llames monos —dijo el Creador, tajante—. Se llaman Adán y Eva.
—¿Es cierto que Eva es más bajita que Adán?
—¡¿Pero qué te pasa a ti hoy con la estatura?! ¡Joder, vaya perra que te ha dado! —bramó el Alfa y el Omega.
—Nada, Señor, olvídalo. —Marcia suspiró. Dios estaba imposible aquella tarde—. Prosigue.
—Bueno, pues para tu información, están haciendo progresos. Uriel me ha contado que Adán ya ha aprendido a utilizar herramientas.
—Sí, estoy enterada —dijo Marcia—. Tengo entendido que ya sabe rascarse la espalda con un palo, ¿no?
—¿Y qué más quieres? —El Señor parecía ofendido—. Una especie no evoluciona de la noche a la mañana. Es un proceso lento.
—Sí, ya. Qué te apuestas a que las serpientes aprenden a hablar antes que ellos.
—Ya te gustaría —dijo el Señor, desafiante—. El caso es que Eva está preñada, y de aquí a nada habrá montones de ellos por todas partes.
—Y pretendes que nosotros, tus más perfectas criaturas, hagamos de niñeras —dijo Marcia.
—Me tienes harto con tus ridículos celos.
—Señor, sabes que no todos tus ángeles estamos de acuerdo con el trato de favor que dispensas a tus criaturas terrenales.
—No empieces con eso otra vez. —Dios se recostó en su silla—. Te creé para la fe ciega y te eduqué para la mansedumbre. ¿En qué me he equivocado contigo?
—Tú lo has dicho, Señor —dijo Marcia—. A nosotros nos otorgas fe ciega y mansedumbre, y a ellos libre albedrío.
—Oh, pues disculpa —dijo Dios—. Si llego a saber que te ibas a poner así, te habría creado para revolcarte por el barro y educado para que te comieras los mocos.
—¿Sabes? Eso quizá habría sido más justo.
—¿En serio es lo que quieres? ¿Están de acuerdo contigo los demás miembros de tu estúpida asociación?
—Naturalmente —respondió Marcia—. Bueno, creo que Plutón se conformaría con tener libre albedrío para él solo, pero, bueno, ya lo conoces; nunca ha destacado por su consideración hacia los demás.
—Ese bastardo marrullero —comentó el Hacedor—. ¿Sabes que en la última inspección descubrimos en su taquilla otro par de sandalias? Se creerá un potentado, el tontopolla. ¿Para qué necesitaría nadie más de un par de sandalias resistentes y funcionales? —El Señor miró a Marcia acusadoramente—. Seguro que las ha robado, el muy mamón. Cuando pienso que uno de mis ángeles está por ahí andando descalzo…
—Sí, bien. —Marcia bajó la mirada—. Y luego está Agnes…
—¿Mi secretaria personal también se ha unido a vuestra aguerrida empresa? Menuda desagradecida. Con razón últimamente tengo que insistir tres veces para que me traiga un café. Con muy poco azúcar, además. Tengo últimamente unos ardores de estómago que para qué te voy a contar. Me estáis boicoteando desde dentro. —Los ardores de estómago provocaban en el Señor accesos de melodrama—. ¿Y cuántos sois, exactamente?
—Nosotros tres, de momento —dijo Marcia—. Yo, como secretaria general, Plutón, como vicesecretario, y Agnes, como vocal. Estamos preparando una campaña para captar más afiliados.
—Y montarme una revuelta.
—No pongas palabras en mi boca —dijo Marcia—. ¿Quién ha hablado de una revuelta? ¿Ves? No se te puede decir nada. Te lo tomas todo a la tremenda.
—A lo mejor es que, además de un inseguro patológico, soy también un paranoico —apostilló el Creador.
—Vamos a presentar por escrito una protesta formal, y quizá organizar una manifestación pacífica delante del consistorio, nada más.
—Eh, eh. Para el carro. Aglomeraciones en la puerta de mi casa, no, ¿eh? A ver si voy a tener que llamar a Miguel para que reparta unos mandobles.
—¿Ni siquiera le has echado un vistazo a nuestro manifiesto y ya te estás planteando medidas de represión?
—Escucha, Marcia —dijo Dios echando los brazos sobre la mesa—. Te propongo un trato. Soy consciente de que, tarde o temprano, mis criaturas me fallarán. Por elección propia, además, y tendrán que asumir las consecuencias. A tal efecto, estoy diseñando un área especial de castigo para los rebeldes, y, bueno, necesitaría a alguien que asumiera la dirección. —El Señor arqueó una ceja.
—¿Estás intentando sobornarme con un puesto de responsabilidad? —preguntó Marcia.
—Piensa en las ventajas —dijo el Señor—. Horario propio, manga ancha en lo referente a la administración de escarmientos y muy poca supervisión por mi parte en general. ¿No querías más libertad de acción?
—¿Me estás dando la patada?
—Yo que tú lo consideraría un ascenso —dijo el Hacedor, ceñudo.

III. El clímax que llevó al siguiente capítulo.

—¿Nunca habéis considerado hacer las paces? —pregunté cuando Marcia termino de narrar el drama doméstico que dio origen al concepto “Temor de Dios”.
—¿Y quién da el primer paso? Coincidirás conmigo en que Alguien que se autodenomina La Verdad Absoluta no anda escaso de orgullo, precisamente.
—Vale, hay una cosa que no entiendo —dije—. ¿En qué te perjudica a ti el Apocalipsis, exactamente?
 —Joder, ¿tú has visto esto? El Infierno es un caos. ¿Crees que tengo algún tipo de control sobre este sitio? La gente ni siquiera me reconoce cuando voy por la calle, tengo a todo el personal en contra... ¿Te imaginas qué pasará cuando estalle el fin del mundo? Vais a bajar aquí a paletadas, joder, y ya estamos sobresaturados. No quiero lidiar con esto. No quiero estar aquí cuando pase. Solo quiero irme y no volver nunca.
—Y pretendes que incumpla los términos de mi contrato por obra.
—Solo quiero que hables con Él.
—Tú misma has dicho que a) Dios se cree en posesión de La Verdad Absoluta, y b) que soy un puto asco como Mesías. ¿Qué se supone que puedo hacer yo para evitar que El Creador de Todas las Cosas acabe con el mundo? ¿Echarle somníferos en la leche para que se le haga tarde?
—Puedes ser un tipo convincente cuando te lo propones —dijo Marcia—. Te entregué mi flor después de millones de años de castidad. Y en la primera cita.
—Sí, bueno, contigo es fácil, pero Dios no está enamorado de mí. Me aprecia como a un hijo, a lo sumo. Entre tú y yo, dicen que Dios es Amor, pero siempre me ha parecido la clase de tipo que olvida los aniversarios.
—¿En qué te basas para decir que estoy enamorada de ti? —preguntó Marcia—. ¿Quién te dice que no te he seducido para manipularte?
—¿Sabes lo que pasa? Que la tentativa de estrangulamiento no es precisamente un elemento clave en el proceso de seducción, pero sí un ingrediente común en toda relación romántica que se precie. Ternura y deseo homicida en dosis alternas; eso es lo que yo llamo amor verdadero.
—Disculpa, no estaba familiarizada con el sentimiento —dijo Marcia—. ¿Así que esto que me quema las entrañas es amor? Lo había confundido con una mala digestión.
—Por cierto, me tienes que explicar cómo haces eso de conspirar en secreto contra Aquel que Todo lo Ve. —A todas luces una información que me podría ser de mucha utilidad en el futuro.
—Aquel que Todo lo Ve no está siempre mirando. —Marcia se acercó a su escritorio y accionó el conmutador de un pequeño altavoz.
—¡Roooooonc! —sonaba al otro lado.
—Solo me implico en conspiraciones cósmicas cuando el Creador está sobado —dijo Marcia—. El resto del tiempo me dedico a leer y a cepillarme el pelo.
—¿Cómo te la has apañado para colocar un micrófono en el dormitorio de Dios?
            —¿Conoces a Rasputín?
            —Lo vi una vez Allí Arriba contando sus penas. Menudo pupas.
            —Es un agente secreto —dijo Marcia—. Colocó el micrófono disfrazado de electricista.
—Mira, tengo la picha hecha un lío —reconocí—. Dios, a quien debo lealtad, quiere mandar su Creación adonde picó el pollo; el Demonio, que ha puesto su ano a mi disposición, quiere que todo siga como está. Debe haber alguna manera de llegar a un punto medio. —Hice como si recapacitara—. Bueno, solo es el fin del mundo. Ya se me ocurrirá algo.
—Señorita Hellstrom —dijo Judas—. Quizá no sea el mejor momento, pero desearía presentar mi dimisión.
—¿Qué? ¿Me vas a dejar tirada en un momento tan delicado?
—Siento comunicarle la noticia, señorita Hellstrom, pero me paso a la competencia —dijo Judas—. Plutón me ha prometido un elevado porcentaje de beneficios si damos al traste con su loco plan para detener el Apocalipsis.
—Eres un chaquetero, Judas —dijo Marcia.
—Así son los negocios, señorita Hellstrom. Usted se ha quedado sin apoyos. Está sola. —Judas intentaba resultar tajante, pero su voz poseía la escasa solemnidad de una flauta travesera.
—Disculpa, capullo —intervine—. ¿Crees que yo no tengo nada que decir sobre ese asuntillo del Apocalipsis?
—Tú te vas a estar quietecito, cabezón, por la cuenta que te trae —dijo Judas sentándose en su silla y juntando las manos en una mala imitación de Al Capone—. Tienes buenos amigos, Mesías. Sería una lástima que sufrieran un accidente.
Una puerta lateral se abrió. Detrás de ella…
—¡¡Uriel!! —exclamé.
—¡¿Qué?! —Judas saltó de la silla—. ¡¿Cómo cojones has logrado desatarte?!
—Con todo el respeto, señor Iscariote, es usted una nenaza haciendo nudos —dijo el arcángel Uriel.
—¡Uriel, viejo amigo! —Corrí a abrazarle—. Uri, Uri… ¿qué te ha pasado?
—Me secuestraron camino a la oficina, señor. Supuse que, siendo amigo suyo, tarde o temprano ocurriría algo así —dijo Uriel—. No me resistí, porque sospeché que me utilizarían para meterle en un aprieto.
—Creía que querías seguir tu camino.
—Y quiero, señor. Pero me dejaría arrancar las pestañas si supiera que iba a servir para salvar su culo —dijo Uriel—. Y, bueno, ya qué más da. Llevo tres días sin aparecer por la oficina. ¿Con qué cara vuelvo yo allí? —dijo el arcángel, que parecía considerar la Ira de Dios pecata minuta comparada con un expediente disciplinario.
—Eso es lo que yo llamo amistad —afirmé—. Hay que ver la de cosas edificantes que estamos aprendiendo hoy.
—Sí, vale, sois libres —dijo Judas distraídamente—. Podéis marcharos si queréis.
—No creo que adoptar un actitud condescendiente sea lo más apropiado en un hombre que va a quedarse solo con la Princesa de la Tinieblas —dijo Marcia caminando hacia Judas.
—Ya veo —dijo Judas levantándose de la silla—. Escuche, señorita Hellstrom. Le propongo un trato. Estoy dispuesto a dejar a Plutón en la estacada a cambio de una suculenta contraoferta…
¡CRAAAASSHHH! —estalló el ventanal.
—¡Pero deja que termine de exponer mi propuesta, zorraaaaaa…! —escuchamos decir a Judas mientras caía al vacío.
—Esa es mi chica —dije con el orgullo de un padre que ve cómo su hijita psicótica degolla a un gallo.
—Lo harás por mí, ¿verdad? —dijo mi diablesa.
—Francamente, querida, me toca los huevos. Primero me engañas, y después me incitas a abandonar mi sagrada misión. Mi madre me advirtió sobre las mujeres como tú. “Hijo mío, si alguna vez el Señor te encarga una misión sagrada, no dejes que ninguna fulana rubia te convenza de lo contrario”, me dijo. Está fatal, mi madre.
—Vale, no lo hagas por mí. Hazlo por el resto de la Humanidad.
—¿Hacer yo algo por alguien? ¿Quién te has creído que soy? ¿Jesucristo?
—¿Has pensado lo que será de ti cuando acabe todo esto?
—No sé. Supongo que me asignaré una paga de jubilación razonablemente escandalosa y…
—Te pasarás el resto de la eternidad sentado a la diestra del Padre —aclaró Marcia.
—Uy, no, qué horror. Que Dios es de los que mojan pan en el huevo frito del de al lado. Con la rabia que me da.
—¿Te puedo estrangular?
—¿Por los viejos tiempos? Bueno.
—Señorita Hellstrom —dijo Uriel.
—¿Sí, Uriel?
—Creo que sería justo que nuestro amigo escuchara las dos versiones.
Marcia refunfuñó. “Hrmf”, o algo así.
—Sí —convine—. Debería sopesar mis opciones antes de tomar una decisión.
—Supongo que es lo justo —dijo Marcia con reticencia.
—Eh, Uri, a que no sabes lo último —dije—. Marcia es en realidad Lucifer. ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo? El Diablo es una mujer. Ya verás lo contento que se va a poner el Papa cuando se entere.
—Ya lo sabía, señor.
—¿Qué? ¿Desde cuándo? Creía que nunca llegasteis a coincidir cuando ella era todavía un ángel.
—Y no lo hicimos —dijo Uriel—. En realidad, fue un descubrimiento gradual. Como sabrá, Allá Arriba todos se cuidan de no pronunciar su verdadero nombre, pero aún se sigue hablando de su legendaria belleza.
—¿Reconociste al Demonio por su culo y sus domingas? —inquirí—. ¿Y por qué no me lo contaste, traidor?
—Temía romperle el corazón, señor.
—Uriel, eres un capullo. Un capullo muy considerado, eso sí.
—No le hagas caso, Uriel —dijo Marcia—. Eres un muchacho adorable.
—Sí, es cierto —afirmé—. Si esto llega a buen puerto, Marcia y yo nos plantearemos adoptarte.
—Vaya, eso sería un honor, señor.
—Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que dice —dije mirando hacia arriba. Después miré a Marcia—. Marcia… ¿Marcia es tu verdadero nombre?
—Sí. Lucifer es un mote.
—“El que trae la luz”.
—Sí, qué bonito. No. En realidad, significa “Tu madre come mierda”. Los ángeles pueden ser muy crueles.
—Marcia…
—¿Sí?
—Mira, sé que eres el Demonio, y que me has engañado y quieres utilizarme y todo eso…
—¿Sí?
—Pero, cuando termine esto, de una manera u otra…
—¿Sí?
—…volveré a por ti y te sacaré de aquí.
Veinte minutos después, el pequeño Uriel, que se había vuelto discretamente a mirar por la ventana rota, suspiraba audiblemente y golpeaba el pie derecho contra el suelo.
—Total, que nos vamos a hartar de macarrones —rezongué.
—Pues aprende tú a cocinar, no te jode —dijo Marcia.
            —Disculpen —dijo Uriel, que se había cansado de esperar a que termináramos de despedirnos—, no es mi intención entrometerme en sus planes de futuro, pero creo que ya va siendo hora de que volvamos al Reino de los Cielos.

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