Te queda de puta madre
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 42.
Y aquel que cuando alguien le preguntaba su nombre contestaba
entre otras cosas, “Mesías. Nuevo Mesías. ¿Cómo está usted?” y “¡Recuerdos a su
señora!”, le dijo a su asesor de imagen:
—Ya
verás tú por dónde te voy a meter el bote de laca.
No
hacía ni tres horas que nos habíamos instalado en nuestro hotel cuando Ramone,
improvisando un salón de belleza en el aseo de mi habitación, insistió en refrescar
mi imagen, alegando que mis castañas greñas estudiadamente despeinadas y mi
barba de tres días le estaban provocando una abrasión ocular.
—Ten
piedad, hombre, que no he tenido tiempo ni de defecar en condiciones —protesté.
—Qué
ordinario, qué ordinario, qué ordinario —opinó Ramone, que tenía la molesta
costumbre de decirlo todo tres veces—. No querrás salir de compras con estos
pelos. Qué pelos, qué pelos, qué pelos. Nonononono —dijo mientras me pegaba
pequeños e incomprensibles pellizcos en la cabellera, como si mi cabeza se
encontrara llena de sal y su vichyssoise imaginaria estuviera intolerablemente sosa.
El
alojamiento no supuso ningún problema. Afortunadamente, el Poli Cabrón había
echado mano de sus contactos para conseguirnos unos carnets falsos con los
nombres que habíamos elegido: Yo, por ejemplo, me llamaba ahora Chuck Hunter, y
era un mayorista de maquinaria agrícola procedente de Detroit.
—Buenos
días —dije en la recepción—. Tengo una reserva.
—¿A
nombre de quién?
—Soy
Chuck Hunter, con dos cojones —dije esperando que, al igual que yo, el
recepcionista no estuviera familiarizado con el acento autóctono del estado de
Michigan.
A
mi parecer, los demás habían tenido un tino desigual en la elección de sus
seudónimos: Jean-Claude se llamaba Marcelo Duquesne; el Poli Cabrón, Benito Cascales;
Uriel, Julio Alberto Cienfuegos; el Narrador Omnisciente, Gaspar Münchausen; y el
demonio Pandulfo, Norimaki “Puño de Acero” Tanaka.
—Nadie
va a creer que seas un miembro de la yakuza —le dije a Pandulfo durante el
almuerzo—. Tienes una cara de anticuario albaceteño que tira de espaldas.
—¿Y
tú? —se defendió el demonio—. ¿Crees que vas a engañar a alguien, “Chuck
Hunter”?
—¿Se
han decidido ya los señores? —preguntó el camarero.
—Yes,
yes, Bartolo —en realidad dije algo así como Bartoulou, por aquello del acento
impostado—. Have you got any
armóndigas?
—Sorry, sir?
—You know, armóndigas with tomato.
—Do you mean… meatballs?
—Mí no entender.
Finalmente,
al Espíritu Santo, como estaba aún bajo los efectos de la ginebra (y, de todas
formas, no dejaba de ser una paloma dentro de una jaula), lo inscribimos bajo
el nombre de Rocky.
—Nonononono,
no me gusta nada —dijo Ramone ante la visión de mi enlacada cabellera—. Lávate
el pelo, lávate el pelo, lávate el pelo. Vamos a cortar.
—Sí,
hombre, los cojones. —Hay muchas maneras de expresar desacuerdo, pero ninguna
me parece más contundente que esta—. Así estoy bien. Parezco, parezco…
—Un
traficante de droga, milord —dijo Jean-Claude, que se encontraba sentado en su
cama, observándonos a través de la puerta abierta del baño y sustituyendo el
protocolo por unas pantuflas de felpa.
—Me
lo has quitado de la lengua —afirmé—. De todas formas, no sé a qué viene tanta
bulla con el peinado, si la audiencia con el Papa no es hasta pasado mañana.
—Es
una prueba, una prueba, una prueba —contestó Ramone—. Como la de una boda. ¿Te
has casado alguna vez?
—Oye,
no intentes darme conversación de peluquería. Y, si no lo puedes evitar,
pregúntame algo de peluquería de tíos, cómo “¿Viste el partido anoche?”
—Aig.
—Ramone exhaló el suspiro tipo universalmente aceptado por el gremio de estilistas
mariquitas—. ¿Viste el partido anoche?
—¿Qué
partido? Ayer no hubo partido. ¿Tú en qué mundo vives? Anoche estuve viendo una
mierda de concurso canino.
—Ah,
sisisisisí. Yo también lo vi. ¿Te fijaste en el yorkshire que ganó? Qué horror,
qué horror, qué horror. Parecía que su dueño le acababa de meter un cable
pelado en el cuenco del agua. Qué pelos, qué pelos, qué pelos.
—Qué
pelos —dijo el Poli Cabrón al sentarme a su lado en una mesa del bar del hotel—.
Pareces un puto camello.
—¿Verdad
que sí? —dije atusándome los cabellos con discreta coquetería— . Ese Ramone
debe ser muy bueno en lo suyo, porque ya son dos los clientes del hotel que me
han preguntado si podía pasarles algo de speed. ¿Qué estás bebiendo?
—Un
brandy para calmarme los nervios —dijo agitando su copa de balón.
—¿Estás
nervioso?
—¿Tú
no?
—Bueno,
si sirve como indicativo, nada más llegar a mi habitación he cagado lo que me
han parecido los restos de un meteorito —confesé—. Lo cual, de manera
simbólica, debe significar el preludio del fin del mundo. O a lo mejor es solo
que no puedo evitar que aparezca mi vena catastrofista cuando estoy en el punto
álgido de una cagalera atroz.
—Yo
no soy mucho de reflexionar en el excusado —afirmó el Poli Cabrón—. Prefiero ojear
una revista de tetas.
—¿Sabes?
No sé por qué tengo la impresión de que tú eres del tipo tirando a estreñido.
—Nosotros
preferimos que nos llamen “personas con tránsito intestinal atribulado” —repuso
con dignidad.
El
camarero apareció en mi punto de mira.
—¡Hey!
¡Bartolo!
—¿Qué
va a tomar el señor?
—Eh… vodka lemon for me and another brandy for my
compadre.
—¿Qué
vas a hacer cuando te encuentres delante del Papa? —preguntó el Poli Cabrón—.
¿Cómo cojones vas a convencerle de que eres el genuino Mesías?
—Bueno,
se supone que esa gente tiene fe por un tubo. A lo mejor a sus ojos emano algún
tipo de luz.
—¿Y
crees que va a abdicar por culpa del primer capullo fosforescente que se
presente ante su puerta?
—No
crees que vaya a ser fácil, ¿verdad?
—Creo
que vas a acabar dentro de un contenedor de escombros con un dardo
tranquilizante en la nuca, como poco. ¿Te has parado a pensar por qué estás tú
aquí en vez de Jesucristo?
—Tengo
entendido que se acojonó. Es comprensible, teniendo en cuenta lo mal que acabó
su primera visita diplomática.
—¿Y
si no fue así? ¿Y sí la Segunda Venida se produjo hace años y la Santa Sede
quitó de en medio al Salvador original? El Espíritu Santo dijo que todo este
follón del Apocalipsis significaba la ruina para el emporio eclesiástico…
—Si
quieres un consejo, evita sacar a la luz tus teorías conspirativas en una
primera cita. Las mujeres parecen valorar negativamente la esquizofrenia
paranoide a la hora de plantearse una relación a largo plazo.
—Lo
único que digo es que sería conveniente que tuvieras preparado un plan B.
—Lo
tengo todo controlado.
—Nos
vas a meter en un pisto, como si lo estuviera viendo.
—Perdonad
la tardanza —dijo el Narrador, que apareció junto a un cabizbajo Uriel—. Aquí
tu apóstol ha pasado encerrado en el baño un periodo de tiempo sospechosamente
prolongado. —Miró acusadoramente al exarcángel.
—T-tenía
que secarme el pelo —se defendió Uriel.
—Vamos,
Narrador, sé comprensivo —dije—. Al chico le acaba de salir el pene después de
millones de años de asexualidad. Es normal que se muestre interesado en
explorar las bondades del placer autoinducido.
—Señor,
yo no… —empezó a decir Uriel.
—¡Eso,
tú anímalo! —dijo el Narrador—. Dile que se le va a llenar la cara de espinillas,
díselo…
—¿Alguien
ha mencionado las palabras “pene”, “asexualidad” y “placer autoinducido”? —preguntó
Pandulfo, haciendo alarde de un asombroso ejercicio de selección auditiva.
—¿Estás
aprendiendo mucho de nuestro mundo? —pregunté.
—Sí,
sí. La Tierra está llena de cosas asombrosas —dijo Pandulfo.
—¿Qué
es lo que más te ha gustado?
—Las
tragaperras. —Sin duda, estábamos ante un caso de adaptación sociocultural
fulminante.
Una
hora más tarde, Ramone y yo nos encontrábamos en la boutique más chic de la
zona. Desgraciadamente, mi intento de planificar una agradable tarde de compras
había fracasado: El Espíritu Santo se había quedado fuera picoteando medio
sándwich de salami que alguien había tirado al suelo (ahora que se le habían
pasado las ganas de vomitar), Jean Claude había rehusado mi invitación a
acompañarnos, porque sospechó que su concepto de elegancia era radicalmente
opuesto al de Ramone y decidió no intervenir, y a Uriel no había quien lo
sacara de la piscina del hotel. Por su parte, el Poli Cabrón no perdonaba una
siesta, y el Narrador simuló un repentino ataque de gota y me dijo que luego se
lo contara todo.
—¿Les
puedo ayudar en algo, alabado sea el Señor? —dijo un dependiente.
—¡Sí!
—se adelantó Pandulfo, que lamentablemente parecía no tener otra cosa mejor que
hacer en todo el día—. ¡Disponemos de una cantidad indecente de pasta, así que
ya pueden empezar a chuparnos las pollas!
—Lo
que mi efusivo acompañante quiere decir —dijo Ramone agarrándome del brazo—, es
que estamos buscando algún conjunto lo suficientemente mono como para hacer
pasar a mi amigo por el amo del universo.
El
dependiente me miró de arriba abajo con una expresión en su rostro que me dio a
entender que estaba buscando entre los pliegues de mi ropa restos del virus del
ébola.
—Mmm-mm.
Vamos a ver si puedo hacer algo —dijo tras su escueto y sin embargo penetrante
análisis.
—No
me puedo creer que vaya a ver al Papa vestido de morado brillante —confesé la
mañana siguiente mientras Ramone me recortaba las patillas.
—Berenjena, mi pequeño paleto —me
dijo Ramone—. Se llama color berenjena.
—Berenjena, berenjena… ¿Qué coño de
color es el berenjena? Joder, si hasta debe de ser de mala educación ir de
berenjena a una audiencia papal…
—La cortesía no se encuentra
reflejada en nuestra lista de prioridades, querido. Nadie espera buenos modales
de un eclipse total.
—No sé qué tenía de malo aquel traje
gris marengo —seguí quejándome—. ¿Cómo coño me has convencido?
—Es
mi trabajo, maricón.
—¡¡Eh!!
—Perdona,
perdona, perdona —se disculpó Ramone—. Te lo digo desde el cariño.
—Prefiero
que me llames “pirata”. O “cielo”.
—Como
quieras. ¡Bandolero!
—“Bandolero”
no está mal. Me gusta. Pero no lo digas delante del Sargento Castaña.
—Creo
que te voy a dejar flequillito…
—¿Cristo
tenía las puntas tan quemadas como yo? —me decidí a preguntar cuando acepté,
abatido, que no había posibilidad de imprimir un matiz varonil a la frase.
—¿Crees
que si Cristo hubiera pasado por mis manos habría ido por ahí predicando en
sandalias? Qué asco, qué asco, qué asco. Anda que no tenía que tener roña bajo
las uñas de los pies ni nada… y esa túnica llena de lamparones… No, digamos que
mi cometido es de reciente creación. Yo antes era diseñador de exteriores,
¿sabes? Los serafines nos hemos dedicado desde el principio de los tiempos a
limar las asperezas de la Madre Naturaleza añadiendo detalles cool aquí y allá. ¿Conoces los
gladiolos? Fueron un invento mío.
—Ahora
que lo dices, el gladiolo es una flor bastante gay.
—Sisisisisí.
Una mariconada. Hasta hace poco me encontraba diseñando la flora de un nuevo
planeta, ¿sabes? Un planeta monísimo que está en una galaxia muy, muy lejana.
—¿“En
una galaxia muy, muy lejana”?
—Una
galaxia a tomar por culo de esta, vamos.
—Ya,
ya. No sabía que Dios había creado un nuevo mundo.
—Está
en ello. Pero que quede entre tú y yo, ¿eh, pichita?
—Tranquilo,
no le iré con el chisme al Creador. Que, por otra parte, es capaz de escuchar a
un pez abisal rascándose el lomo contra la cubierta del Titanic.
—Por
cierto, ¿te has enterado de lo del arcángel Gabriel? Por lo visto se tiñe las
plumas. Claro que él lo niega, pero…
—¿Se
puede? —dijo el Poli Cabrón asomándose por la puerta del baño.
—Pasa,
maricón —dijo Ramone.
—¡¡¿Qué?!!
—dijo el Poli Cabrón, que incomprensiblemente optó por declinar la invitación.
El
día de la audiencia papal llegué a la recepción de la Santa Sede más nervioso
que una novia de blanco en un palomar. Ahí estaba yo, vestido de arriba abajo
de satén color berenjena, escueta perilla en forma de uve doble y el tipo de corte
de pelo que no llevaba desde la última vez que fui a pedir un crédito. “Divino
de la hostia”, en expresión poco entusiasta del Espíritu Santo.
—¿Existe
alguna posibilidad de no cagarla? —fueron las palabras de aliento del Espíritu
Santo antes de partir.
—No
le hagas caso a este viejo gruñón —me dijo Ramone—. Al Papa se le van a caer
los pañales al suelo cuando te vea. ¡Que me tienes loco, ladrón!
Formábamos
la comitiva el Narrador Omnisciente, en calidad de cronista, Uriel, como
apóstol anunciador, el Poli Cabrón como guardaespaldas, el demonio Pandulfo, que
ya se había gastado todo el suelto en las tragaperras y le daba pereza ir a
cambiar, y yo, que pretendía redimir los pecados de la Humanidad contra su
voluntad.
—Buenas.
¿Está el Papa? —le pregunté a un conserje con sotana que se encontraba, carpeta
en ristre, junto a las puertas de la Sala de Audiencias.
—¿Quién
lo quiere saber?
—¡Menos
preguntar y más besar pies, esbirro! —exclamó Pandulfo, que probablemente consideró
que la frase “Te prohíbo terminantemente que abras la boca bajo ninguna
circunstancia” estaba abierta a interpretación.
—Ejem,
soy el Nuevo Mesías.
—¡Eso
es, colega! —continuó Pandulfo—. ¡El Mesías! ¡El Único que Parte la Pana!
—Eeeeeeh…
—dijo el conserje mientras consultaba su lista—. Ah, sí. El Santo Padre lo
estaba esperando. Pase usted por aquí. —Y empezó a abrir una puerta—. Sus
amigos pueden esperar en la cafetería, que a esta hora ya sirve churros.
—Ni
hablar —dije—. Es condición sine qua non
que mi séquito me acompañe.
—¡Sine qua non! —dijo amenazadoramente
Pandulfo—. ¿Te enteras, tío? ¡Sine qua
non!
—Es
tremendamente irregular, pero veremos si podemos hacer una excepción —dijo el
conserje.
Me
pregunté si la visita de un antiguo arcángel, un demonio del Infierno, un Salvador
de la Humanidad, un policía cincuentón con bigote y un jubilado inmortal podría
considerarse un caso excepcional.
—Tú
tranquilo, tío. Sine qua non —me dijo
Pandulfo, intentando infundirme arrojo apretando un puño frente a su jeta.
No
habían pasado ni diez segundos cuando pudimos oír a través de la puerta
entreabierta:
—¡Dejen
pasar de una chingada vez a esos pendejos!
Puto Papa mejicano…
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