Con estos boxers, su picha irá por libre
Y aquel que pensaba que el trabajo de Nuevo Mesías
iba a ser un poco más digno se introdujo en el Mar Rojo hasta que el agua le
cubrió generosamente las rodillas y reflexionó:
—Joder,
se me van a quedar los huevos como dos avellanas.
—¿Ya
te rajaste, chingón? —preguntó Su Santidad el Papa Pancho I desde la orilla.
—Que
no, hombre, que no. Que te he dicho que separo las aguas del Mar Rojo con la
punta del cipote y las separo. Anda, que no soy yo nadie cuando se me planta
algo en los cojones…
Tengo
que confesar que lo de bocazas me viene a mí de chiquitito. No me avergüenza
decir que antes de llegar al instituto creía estar ya de vuelta de todo.
“Paso”, le decía yo a mis colegas cuando me invitaban a jugar a las chapas en
el patio del colegio. Y añadía crípticamente, “Yo ya he vivido mucho”. Ni que
decir tiene que esa petulante seguridad en mí mismo me condujo a no pocas
decepciones: a los doce años creía haber desentrañado el sentido de la vida,
pero me llevé un susto de muerte al descubrir que me estaba empezando a crecer
pelusilla en los testículos.
—¡¡¡Madre!!!
—¡¡¡Hijo!!!
—exclamó mi madre al reconocerme de inmediato—. ¡Por poco se me cae el potaje
de garbanzos al suelo! ¿Qué te pasa? ¿Ya has experimentado otra de tus súbitas
epifanías, como las llamas tú?
—Podría
decirse, amantísima madre. —Yo era muy pedante antes de dejarme caer en los
dulces brazos del cannabis—. No he podido evitar darme cuenta de que un leve
manto de fino vello está empezando a cubrir mi escroto. ¿Deberíamos avisar a un
facultativo?
—Hijo
mío, tú eres muy tonto.
La
sentencia de mi madre rebotaba en las paredes de mi espacioso cráneo —que,
según mi padre, todavía disponía de sitio para albergar un segundo cerebro— mientras
me bajaba los pantalones, dispuesto a partir en dos todo un mar de un golpe de
nabo. Añadiré que, para colmo de males, me encontraba más solo que la una, ya
que Su Santidad me había negado la compañía de ningún miembro de mi camarilla,
aduciendo que debía realizar mi truco sin ayudantes; como si Uriel o el Poli
Cabrón pudieran echarme una mano para levantar dos inmensas columnas de agua y
dejar un improvisado caminito de tierra en medio del Mar Rojo. El Sumo
Pontífice, en cambio, había traído consigo a una nutrida representación de su
Guardia Papal, formada por pétreos cardenales que no hacían especial hincapié
en disimular el bulto de la cartuchera debajo de la sotana.
—Conque
al Papa se le iban a caer los pañales al suelo nada más verme llegar —le dije a
Ramone en el hotel, justo antes de volar hacia Egipto.
—El
Papa en persona va a viajar contigo hasta el Mar Rojo solo para verte el badajo
—argumentó Ramone—. Se podría decir que la operación ha sido un éxito, cariño.
—No
me digas. ¿No se supone que tenía que caer al suelo babeando en éxtasis o algo
así?
—Nonononono.
Yo nunca te dije eso. Querido, nuestra verdadera misión aquí, tu objetivo como
Mesías, consiste en llamar la atención de todo el mundo, no necesariamente para
bien. En el fondo, da igual que te amen o te quieran matar.
—Te
dará igual a ti, no te jode.
—Lo
importante es dar que hablar. —Ramone hizo oídos sordos—. Realmente no nos
interesaba que convencieras de nada al Papa; queríamos que tu sola presencia lo
impactara.
—Ahora
que lo dices, me miraba como si un meteorito hubiera aterrizado en mitad de la
sala de audiencias.
—De
eso se trataba, de eso se trataba —dijo Ramone—. Ahora, vete a Egipto a abrir
las aguas del Mar Rojo con la verga, piratón.
—¿Sabes?
Suena diferente cuando te lo dice un peluquero mariquita. No parece tan
complicado, no sé si me explico.
—¿Puedo
hacer milagros con la polla? —le pregunté al Espíritu Santo unos minutos más
tarde.
El
pájaro suspiró.
—Sabía
que algún día llegaría este momento —dijo.
—¿El
momento en que yo te preguntaría si podía hacer milagros con la polla?
—Sí,
bueno. Te calé nada más verte.
—¿Puedo,
o no? Quiero decir, nunca me habéis explicado cual es mi nivel de poder. ¿Estoy
más cerca de Superman o de Spiderman?
—¿Quién
es más poderoso?
—Hombre,
Superman. Superman puede salvar el mundo con la punta del cipote. A Spiderman
no lo respeta nadie y se lleva una manta de palos cada dos por tres. —Me pasé
la mano por la cara—. Hostia.
—Qué.
—Que
Cristo era más como Spiderman, ahora que caigo.
—Es
que, verás, Dios es el que te administra los poderes. Sí Él lo ve conveniente,
te abrirá el grifo para que puedas demostrarle al Papa que eres el verdadero
Mesías.
—¿Y
lo hará?
—Yo
qué sé. ¿A mí qué me cuentas?
—Pero
vamos a ver. ¿No se supone que Tú, Él y el Hijo sois uno y el mismo?
—Mira,
mira, no me vengas ahora con ese rollo de la Santísima Trinidad, que siempre me
hago la picha un lío. Si quieres consultarle algo, hazlo directamente, que yo
me voy a echar un rato.
—Señor
—dije en la soledad del cuarto de baño de mi habitación—. Señor, ¿estás ahí?
Nada.
El tristemente famoso Silencio de Dios.
—¿Señor?
Ejem, ¿Padre? ¿Altísimo?
—Mojo
picón, mojo picón… —Empezó a llegarme lo que supuse El Desafinado Canturreo en
la Ducha de Dios.
—¿Señor?
—…
la rica salsa canaria se llama mojo picón… —Cada vez más alto y nítido.
—Ejem,
Señor.
—…
—Señor,
soy yo. Tu Elegido.
—¡¡Contento
me tienes!! —bramó la voz incorpórea de Dios—. ¡¡Lengüetón!! ¡¡Descerebrado!!
—Sí,
sí —asentí con protocolaria humildad—. Entiendo que estés hecho un verraco, oh,
Señor de Todo lo que Existe, pero permíteme apelar a tu infinita misericordia
para solicitar tu ayuda en este mal trance.
—¿Que
te ayude a qué? ¿A mancillar la leyenda del valeroso Moisés con tu sucio pepino?
—Venga,
hombre; seguro que algo así no supone ninguna dificultad para un ser omnipotente.
Eso lo haces tú con…
—¡¡No
lo digas!! —aulló Dios—. Hijo mío, he hecho muchas cosas en todos estos millones
de años de existencia… He creado el Universo, he moldeado al hombre, os he
enviado plagas a punta pala… ¡¡Pero nunca se me ha ocurrido otorgar poderes
mágicos al cipote de nadie!! ¡¡¿En qué estabas pensando?!! ¡¡Mastuerzo!!
—¿Me
vas a dejar tirado?
—Todavía
no lo he pensado, aunque ganas no me faltan.
—¿Serías
capaz de dejar a tu Mesías a la altura de una mierda delante del puto Papa?
—Ya
veremos. Los caminos del Señor son inescrutables.
—Dices
eso siempre que no te sale de los huevos dar explicaciones —observé.
—Te
voy a dejar con la intriga, por cabrón —dijo el Alfa y el Omega—. Y ahora a
cascarla, que se me está quedando el culo helado.
—Bueno,
cuelga tú.
—¡¡Que
te follen!!
—Amén,
no te jode.
—¿No
vas a entrenar un poco? —me preguntó el Narrador Omnisciente al poco rato en el
bar.
—¿Con
el nardo, quieres decir?
—Sí.
¿No lo vas a ejercitar?
—Bueno,
no sé. ¿Qué quieres que haga? ¿Qué suba las escaleras con la polla?
—No,
pero podrías probar a partir cosas con ella.
—¿Cómo
qué?
—No
sé. Cocos, por ejemplo.
—¿Pretendes
que parta cocos con el nabo?
—Hombre,
por algo tendrás que empezar —dijo el Narrador—. ¿Tú no has visto a esos ninjas
que parten una torre de ladrillos de un golpe?
—Sí.
Con el canto de la mano, Narrador, no con la punta del trócolo.
—Lo
mismo será, digo yo. Los ninjas entrenan todo su cuerpo. Los hay que fortalecen
su falo colgándose pesos del prepucio y todo. Te digo yo que esa gente puede
ponerse la polla realmente dura solo a base de entrenamiento y concentración.
—Sí,
claro. Para tener algo con lo que pegar si los atan de pies y manos, ¿no? ¿En
qué película has visto tú eso? ¿En “El Luchador Manco y Cojo”?
—Lo
único que digo es que deberías ir probando con cosas más manejables, como
sandías o ceniceros; cosas más susceptibles de partirse de un pollazo que el
Mar Rojo.
—Llevo
todo el día sin cascarme una manola. Esperemos que eso sea suficiente.
—¿Todavía
nada, pendejo? —me preguntó Su Santidad, mirando por encima de mi hombro.
—¿Me
haría el favor de volverse? —solicité—. Me resulta difícil realizar milagros
cuando me miran fijamente.
—Esto
nos está llevando mucho tiempo —afirmó Pancho I—. En circunstancias normales,
ya llevaría dos horas encerrado en mi habitación en austero retiro.
—¿Jugando
a la PleiesteichonTM?
—¡Hablando
con Dios, chingón!
—¿Quién,
tú? ¡Si el Creador a ti no te conoce de nada!
—¡¿Cómo
te atreves, lombriz de agua puerca?!
—No,
en serio —aseguré—. La última vez que hablé con Dios sobre el tema, se refirió
a ti como “el Sancho ese”.
—¡¿Que
qué?!
—Es
un asunto de perspectiva. Supongo que aquí abajo te creerás alguien importante,
pero te puedo asegurar que desde el Reino de Cielos se te ve bastante
insignificante.
—¡¡Soy
el Santo Padre, pendejo!! —exclamó el Papa, echando por la boca una espuma tan
espesa que me habría hecho jurar que le acababa de hacer una mamada a un
arzobispo.
—Eres
una mierda pinchada en un palo —sentencié.
Su
Santidad tomó aire y se serenó; quizá recordó su voto de humildad y consideró
que sentirse como una mierda pinchada en un palo sería lo más conveniente a
ojos de Dios.
—Tienes
tres intentos, huevón. Más de tres se considera paja.
Me
miré durante unos segundos el badajo, que arrojaba un aspecto más bien poco
milagroso. No sé qué esperaba. Quizá que empezara a refulgir o a echar chispas;
algún indicativo de que la dudosa empresa en la que había decido embarcarme iba
a desembocar en algún tipo de clímax colorido y vibrante, pero lo cierto es que
mi pene no parecía muy predispuesto aquella mañana a mostrar un comportamiento
inaudito.
—Apártese,
Santidad, que salpico —dije, no muy convencido.
Cerré
los ojos, inspiré fuertemente y me agarré el miembro como si fuera el látigo de
un domador de ratones.
A
la de una, a la de de dos, y a la de…
¡PLAS!
Nada.
Miré con desilusión las escasas ondas concéntricas que había originado mi
paupérrima embestida en la superficie del Mar Rojo. Acepté abatido que lo único
que iba a conseguir era probablemente un hematoma en el prepucio.
—Oh,
Señor, ¿qué te cuesta apiadarte de este pobre desgraciado? —murmuré mirando al
cielo—. Creía que teníamos una relación especial… Sabes que siento por ti un
profundo respeto, aunque es cierto que una vez te tiré un zapato…
Me
pareció escuchar al Papa tomar aire para lanzar algún exabrupto cuando el mar
empezó a picarse, como si dijera “Eh, ¿me acabas de pegar un pollazo en la
frente?”
Entonces,
cuando ya ni se acordaba del primero, el Mar Rojo experimentó su segundo
orgasmo.
—La…
chingada… que… lo…¡¡¡parió!!! —exclamó el Sumo Pontífice.
Las
aguas del Mar Rojo se dividieron en dos de manera espectacular, majestuosamente,
en toda su exhibicionista improbabilidad.
—¿Qué
le parece, Santidad? —Me encontraba exultante—. Si me acerca dos láminas de
mármol, le cincelo los Diez Mandamientos ahora mismo —dije agitándome
juguetonamente la verga.
—Tú…
tú… ¡¡Enviado de Satanás!! —dijo Su Santidad.
—Sí,
hombre; ahora me vienes con esas.
—Guardias,
¡¡aprésenlo!!
La
Guardia Papal sacó las armas escondidas bajo las sotanas.
—¡Echadme
un galgo! —Y me lancé a correr a través del flamante caminito de tierra recién
inaugurado.
Los
guardias salieron detrás de mí, disparando al aire.
—¡¡Alto
en nombre de Su Santidad!!
—¿Dónde
se mete la puta fuerza de la gravedad cuando más la necesitas? —me pregunté.
Afortunadamente,
las aguas del Mar Rojo empezaron a cerrarse paulatinamente a mi espalda,
sumergiendo a las fuerzas armadas papales.
—¡Os
jodéis! —grité mirando hacia atrás sin parar de correr.
—¡No
me importa morir por la Gloria de Dios! —dijo un guardia reapareciendo en la
superficie del agua.
—Calla,
imbécil, que hacemos pie —dijo otro.
—Ah,
coño, es verdad. Qué corte.
Pero
para aquel entonces yo ya estaba fuera de su alcance, corriendo que me las
pelaba literalmente por el mismo sitio donde Moisés perdió la sandalia, con el
Mar Rojo pisándome los talones.
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