martes, 12 de mayo de 2020

De cómo el Nuevo Mesías fue a realizar un milagro con los calzones bajados

Con estos boxers, su picha irá por libre

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 44.


Y aquel que pensaba que el trabajo de Nuevo Mesías iba a ser un poco más digno se introdujo en el Mar Rojo hasta que el agua le cubrió generosamente las rodillas y reflexionó:

—Joder, se me van a quedar los huevos como dos avellanas.
—¿Ya te rajaste, chingón? —preguntó Su Santidad el Papa Pancho I desde la orilla.
—Que no, hombre, que no. Que te he dicho que separo las aguas del Mar Rojo con la punta del cipote y las separo. Anda, que no soy yo nadie cuando se me planta algo en los cojones…
Tengo que confesar que lo de bocazas me viene a mí de chiquitito. No me avergüenza decir que antes de llegar al instituto creía estar ya de vuelta de todo. “Paso”, le decía yo a mis colegas cuando me invitaban a jugar a las chapas en el patio del colegio. Y añadía crípticamente, “Yo ya he vivido mucho”. Ni que decir tiene que esa petulante seguridad en mí mismo me condujo a no pocas decepciones: a los doce años creía haber desentrañado el sentido de la vida, pero me llevé un susto de muerte al descubrir que me estaba empezando a crecer pelusilla en los testículos.
—¡¡¡Madre!!!
—¡¡¡Hijo!!! —exclamó mi madre al reconocerme de inmediato—. ¡Por poco se me cae el potaje de garbanzos al suelo! ¿Qué te pasa? ¿Ya has experimentado otra de tus súbitas epifanías, como las llamas tú?
—Podría decirse, amantísima madre. —Yo era muy pedante antes de dejarme caer en los dulces brazos del cannabis—. No he podido evitar darme cuenta de que un leve manto de fino vello está empezando a cubrir mi escroto. ¿Deberíamos avisar a un facultativo?
—Hijo mío, tú eres muy tonto.
La sentencia de mi madre rebotaba en las paredes de mi espacioso cráneo —que, según mi padre, todavía disponía de sitio para albergar un segundo cerebro— mientras me bajaba los pantalones, dispuesto a partir en dos todo un mar de un golpe de nabo. Añadiré que, para colmo de males, me encontraba más solo que la una, ya que Su Santidad me había negado la compañía de ningún miembro de mi camarilla, aduciendo que debía realizar mi truco sin ayudantes; como si Uriel o el Poli Cabrón pudieran echarme una mano para levantar dos inmensas columnas de agua y dejar un improvisado caminito de tierra en medio del Mar Rojo. El Sumo Pontífice, en cambio, había traído consigo a una nutrida representación de su Guardia Papal, formada por pétreos cardenales que no hacían especial hincapié en disimular el bulto de la cartuchera debajo de la sotana.

—Conque al Papa se le iban a caer los pañales al suelo nada más verme llegar —le dije a Ramone en el hotel, justo antes de volar hacia Egipto.
—El Papa en persona va a viajar contigo hasta el Mar Rojo solo para verte el badajo —argumentó Ramone—. Se podría decir que la operación ha sido un éxito, cariño.
—No me digas. ¿No se supone que tenía que caer al suelo babeando en éxtasis o algo así?
—Nonononono. Yo nunca te dije eso. Querido, nuestra verdadera misión aquí, tu objetivo como Mesías, consiste en llamar la atención de todo el mundo, no necesariamente para bien. En el fondo, da igual que te amen o te quieran matar.
—Te dará igual a ti, no te jode.
—Lo importante es dar que hablar. —Ramone hizo oídos sordos—. Realmente no nos interesaba que convencieras de nada al Papa; queríamos que tu sola presencia lo impactara.
—Ahora que lo dices, me miraba como si un meteorito hubiera aterrizado en mitad de la sala de audiencias.
—De eso se trataba, de eso se trataba —dijo Ramone—. Ahora, vete a Egipto a abrir las aguas del Mar Rojo con la verga, piratón.
—¿Sabes? Suena diferente cuando te lo dice un peluquero mariquita. No parece tan complicado, no sé si me explico.

—¿Puedo hacer milagros con la polla? —le pregunté al Espíritu Santo unos minutos más tarde.
El pájaro suspiró.
—Sabía que algún día llegaría este momento —dijo.
—¿El momento en que yo te preguntaría si podía hacer milagros con la polla?
—Sí, bueno. Te calé nada más verte.
—¿Puedo, o no? Quiero decir, nunca me habéis explicado cual es mi nivel de poder. ¿Estoy más cerca de Superman o de Spiderman?
—¿Quién es más poderoso?
—Hombre, Superman. Superman puede salvar el mundo con la punta del cipote. A Spiderman no lo respeta nadie y se lleva una manta de palos cada dos por tres. —Me pasé la mano por la cara—. Hostia.
—Qué.
—Que Cristo era más como Spiderman, ahora que caigo.
—Es que, verás, Dios es el que te administra los poderes. Sí Él lo ve conveniente, te abrirá el grifo para que puedas demostrarle al Papa que eres el verdadero Mesías.
—¿Y lo hará?
—Yo qué sé. ¿A mí qué me cuentas?
—Pero vamos a ver. ¿No se supone que Tú, Él y el Hijo sois uno y el mismo?
—Mira, mira, no me vengas ahora con ese rollo de la Santísima Trinidad, que siempre me hago la picha un lío. Si quieres consultarle algo, hazlo directamente, que yo me voy a echar un rato.

—Señor —dije en la soledad del cuarto de baño de mi habitación—. Señor, ¿estás ahí?
Nada. El tristemente famoso Silencio de Dios.
—¿Señor? Ejem, ¿Padre? ¿Altísimo?
—Mojo picón, mojo picón… —Empezó a llegarme lo que supuse El Desafinado Canturreo en la Ducha de Dios.
—¿Señor?
—… la rica salsa canaria se llama mojo picón… —Cada vez más alto y nítido.
—Ejem, Señor.
—…
—Señor, soy yo. Tu Elegido.
—¡¡Contento me tienes!! —bramó la voz incorpórea de Dios—. ¡¡Lengüetón!! ¡¡Descerebrado!!
—Sí, sí —asentí con protocolaria humildad—. Entiendo que estés hecho un verraco, oh, Señor de Todo lo que Existe, pero permíteme apelar a tu infinita misericordia para solicitar tu ayuda en este mal trance.
—¿Que te ayude a qué? ¿A mancillar la leyenda del valeroso Moisés con tu sucio pepino?
—Venga, hombre; seguro que algo así no supone ninguna dificultad para un ser omnipotente. Eso lo haces tú con…
—¡¡No lo digas!! —aulló Dios—. Hijo mío, he hecho muchas cosas en todos estos millones de años de existencia… He creado el Universo, he moldeado al hombre, os he enviado plagas a punta pala… ¡¡Pero nunca se me ha ocurrido otorgar poderes mágicos al cipote de nadie!! ¡¡¿En qué estabas pensando?!! ¡¡Mastuerzo!!
—¿Me vas a dejar tirado?
—Todavía no lo he pensado, aunque ganas no me faltan.
—¿Serías capaz de dejar a tu Mesías a la altura de una mierda delante del puto Papa?
—Ya veremos. Los caminos del Señor son inescrutables.
—Dices eso siempre que no te sale de los huevos dar explicaciones —observé.
—Te voy a dejar con la intriga, por cabrón —dijo el Alfa y el Omega—. Y ahora a cascarla, que se me está quedando el culo helado.
—Bueno, cuelga tú.
—¡¡Que te follen!!
—Amén, no te jode.

—¿No vas a entrenar un poco? —me preguntó el Narrador Omnisciente al poco rato en el bar.
—¿Con el nardo, quieres decir?
—Sí. ¿No lo vas a ejercitar?
—Bueno, no sé. ¿Qué quieres que haga? ¿Qué suba las escaleras con la polla?
—No, pero podrías probar a partir cosas con ella.
—¿Cómo qué?
—No sé. Cocos, por ejemplo.
—¿Pretendes que parta cocos con el nabo?
—Hombre, por algo tendrás que empezar —dijo el Narrador—. ¿Tú no has visto a esos ninjas que parten una torre de ladrillos de un golpe?
—Sí. Con el canto de la mano, Narrador, no con la punta del trócolo.
—Lo mismo será, digo yo. Los ninjas entrenan todo su cuerpo. Los hay que fortalecen su falo colgándose pesos del prepucio y todo. Te digo yo que esa gente puede ponerse la polla realmente dura solo a base de entrenamiento y concentración.
—Sí, claro. Para tener algo con lo que pegar si los atan de pies y manos, ¿no? ¿En qué película has visto tú eso? ¿En “El Luchador Manco y Cojo”?
—Lo único que digo es que deberías ir probando con cosas más manejables, como sandías o ceniceros; cosas más susceptibles de partirse de un pollazo que el Mar Rojo.
—Llevo todo el día sin cascarme una manola. Esperemos que eso sea suficiente.

—¿Todavía nada, pendejo? —me preguntó Su Santidad, mirando por encima de mi hombro.
—¿Me haría el favor de volverse? —solicité—. Me resulta difícil realizar milagros cuando me miran fijamente.
—Esto nos está llevando mucho tiempo —afirmó Pancho I—. En circunstancias normales, ya llevaría dos horas encerrado en mi habitación en austero retiro.
—¿Jugando a la PleiesteichonTM?
—¡Hablando con Dios, chingón!
—¿Quién, tú? ¡Si el Creador a ti no te conoce de nada!
—¡¿Cómo te atreves, lombriz de agua puerca?!
—No, en serio —aseguré—. La última vez que hablé con Dios sobre el tema, se refirió a ti como “el Sancho ese”.
—¡¿Que qué?!
—Es un asunto de perspectiva. Supongo que aquí abajo te creerás alguien importante, pero te puedo asegurar que desde el Reino de Cielos se te ve bastante insignificante.
—¡¡Soy el Santo Padre, pendejo!! —exclamó el Papa, echando por la boca una espuma tan espesa que me habría hecho jurar que le acababa de hacer una mamada a un arzobispo.
—Eres una mierda pinchada en un palo —sentencié.
Su Santidad tomó aire y se serenó; quizá recordó su voto de humildad y consideró que sentirse como una mierda pinchada en un palo sería lo más conveniente a ojos de Dios.
—Tienes tres intentos, huevón. Más de tres se considera paja.
Me miré durante unos segundos el badajo, que arrojaba un aspecto más bien poco milagroso. No sé qué esperaba. Quizá que empezara a refulgir o a echar chispas; algún indicativo de que la dudosa empresa en la que había decido embarcarme iba a desembocar en algún tipo de clímax colorido y vibrante, pero lo cierto es que mi pene no parecía muy predispuesto aquella mañana a mostrar un comportamiento inaudito.
—Apártese, Santidad, que salpico —dije, no muy convencido.
Cerré los ojos, inspiré fuertemente y me agarré el miembro como si fuera el látigo de un domador de ratones.
A la de una, a la de de dos, y a la de…
¡PLAS!
Nada. Miré con desilusión las escasas ondas concéntricas que había originado mi paupérrima embestida en la superficie del Mar Rojo. Acepté abatido que lo único que iba a conseguir era probablemente un hematoma en el prepucio.
—Oh, Señor, ¿qué te cuesta apiadarte de este pobre desgraciado? —murmuré mirando al cielo—. Creía que teníamos una relación especial… Sabes que siento por ti un profundo respeto, aunque es cierto que una vez te tiré un zapato…
Me pareció escuchar al Papa tomar aire para lanzar algún exabrupto cuando el mar empezó a picarse, como si dijera “Eh, ¿me acabas de pegar un pollazo en la frente?”
Entonces, cuando ya ni se acordaba del primero, el Mar Rojo experimentó su segundo orgasmo.
—La… chingada… que… lo…¡¡¡parió!!! —exclamó el Sumo Pontífice.
Las aguas del Mar Rojo se dividieron en dos de manera espectacular, majestuosamente, en toda su exhibicionista improbabilidad.
—¿Qué le parece, Santidad? —Me encontraba exultante—. Si me acerca dos láminas de mármol, le cincelo los Diez Mandamientos ahora mismo —dije agitándome juguetonamente la verga.
—Tú… tú… ¡¡Enviado de Satanás!! —dijo Su Santidad.
—Sí, hombre; ahora me vienes con esas.
—Guardias, ¡¡aprésenlo!!
La Guardia Papal sacó las armas escondidas bajo las sotanas.
—¡Echadme un galgo! —Y me lancé a correr a través del flamante caminito de tierra recién inaugurado.
Los guardias salieron detrás de mí, disparando al aire.
—¡¡Alto en nombre de Su Santidad!!
—¿Dónde se mete la puta fuerza de la gravedad cuando más la necesitas? —me pregunté.
Afortunadamente, las aguas del Mar Rojo empezaron a cerrarse paulatinamente a mi espalda, sumergiendo a las fuerzas armadas papales.
—¡Os jodéis! —grité mirando hacia atrás sin parar de correr.
—¡No me importa morir por la Gloria de Dios! —dijo un guardia reapareciendo en la superficie del agua.
—Calla, imbécil, que hacemos pie —dijo otro.
—Ah, coño, es verdad. Qué corte.
Pero para aquel entonces yo ya estaba fuera de su alcance, corriendo que me las pelaba literalmente por el mismo sitio donde Moisés perdió la sandalia, con el Mar Rojo pisándome los talones.

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