Lo malo del futuro es que hay mucho que limpiar
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 38.
Según
Marcia, la forma más rápida de llegar al Cielo desde el Infierno consistía en
atravesar el Pasadizo Inimaginable, llamado así porque, una vez traspasado, te
cuesta horrores describírselo a alguien.
—Es
así… cómo te diría… tiene forma de… —Y así pueden pasar horas sin que nuestro
interlocutor se haga una idea siquiera aproximada de su configuración y
dimensiones.
Igualmente,
dar indicaciones acerca de su paradero resulta una tarea altamente infructuosa.
—…sigues
recto y giras a la derecha en el primer plano astral que te encuentres… —Y seguro
que no es por ahí.
Atajar
por el Pasadizo Inimaginable supone un considerable ahorro de tiempo, pero
conlleva cierto grado de desgaste emocional. Para superarlo con éxito, el
caminante debe enfrentar con aplomo el mayor de sus miedos, que en mi caso
supone verme obligado a preguntar “Disculpe, ¿cómo se llega a la carretera?” a
un paleto que toca el banjo en un sitio llamado Culo de Perro, Georgia, y
obtener como única respuesta una mirada vacía y una sonrisa desquiciada
producto de una dieta que tiene a la zarigüeya en la base de la pirámide
alimenticia.
—¿Entiende
lo que le digo, caballero? —pregunté a una distancia prudencial del paleto, que
se mecía en una butaca bajo el porche de su destartalada chabola—. Mire, le
puedo dar un dólar americano.
Saqué
la cartera con mis sudorosas manos y agité un billete. El paleto siguió
meciéndose y tocando el banjo, con cara de esperar pacientemente a que su
hermano Joe Bob volviera de cortar leña.
—Coño,
qué agobio —dije con voz temblorosa.
Respiré
profundamente y trate de salir de la repentina parálisis que atenazaba mis
extremidades sin hacer movimientos bruscos. Me di la vuelta lentamente,
temiendo recibir el impacto de un dardo ponzoñoso en la nuca. Cerré los ojos y
tragué saliva.
—Señor
—escuché decir a Uriel—. Lo hemos conseguido.
Cuando abrí los ojos, comprobé que el
frondoso bosque había sido sustituido por la entrada de una cueva detrás de una
cascada.
—He-hemos llegado al Borde del Cielo
—dijo Uriel.
—Hacía tiempo que no te oía
tartamudear —observé, sacudiéndome la angustia con un escalofrío, como si
tuviera el alma llena de migas de pan—. Te deja para el arrastre eso de
enfrentarme a tu mayor miedo, ¿eh?
—Y-yo aún no lo he enfrentado, señor
—admitió Uriel.
Alzamos el vuelo atravesando
espectacularmente la cascada. Me abstuve de mirar atrás, pero estaba seguro de
que nuestra entrada había causado cierto estupor a los ángeles que vigilaban la
Tierra desde el Borde.
—¡Mirad cómo me habéis puesto, soplapollas!
—dijo uno al que, al parecer, habíamos salpicado. Me hice el sordo.
La imponente Gloria del Cielo se
mostraba de nuevo ante nosotros, con su salvaje manto verde; un escenario ideal
para entrar en comunión con la naturaleza y demás gilipolleces que acostumbran
a hacer los que siempre están huyendo de algo.
Apenas
cinco minutos después estábamos entrando en el coqueto saloncito de Dios, que
dejó el croissant con mermelada a medio deglutir en la bandeja del desayuno.
—¡Señor,
tu Elegido predilecto ha vuelto de su periplo infernal dispuesto a informar! —anuncié—.
¡A mis brazos!
—¡Para
el pelo te voy a dar! —dijo el Señor, soltando la servilleta en la mesita de
desayuno de mala manera—. ¿Qué te dije yo de Marcia Hellstrom?
—Eh,
eh, para el carro, que hice lo que me dijiste. Jamás la convidé a pistachos.
—No
recuerdo haberte dicho nada sobre invitarla a pistachos. Ni siquiera recuerdo
haber mencionado la palabra “pistachos” durante nuestra última conversación. De
hecho, creo que hace siglos que no digo “pistachos”. No se puede decir que haya
pensado mucho en ellos, últimamente.
—¿Quién
me comentó a mí que era alérgica a los pistachos? —Intenté hacer memoria—. ¿O
era al polen? Después de todo el tiempo que hemos pasado juntos, ahora caigo en
la cuenta de que apenas la conozco.
—Conoces
lo necesario —afirmó el Señor—. Te ha enterado ya de que en realidad es Satanás,
¿no? —Su tono me dio a entender que Dios atribuía alguna connotación negativa a
este hecho.
—Ya
podrías haber avisado —dije—. Porque me parece una información mucho más
sustancial que esa tontería de los pistachos, ¿sabes?
—Si
no supiera que eres así de tonto, creería que te ha sentado mal el viaje
transdimensional.
—¿Querías
que lo descubriera por mí mismo, o qué?
—Te
has llevado un buen, palo, ¿eh? ¿Ahora qué, listo? Lo tienes bien merecido, por
zascandil. —Dios se levantó y se dirigió a mí con las manos en la espalda—.
Como siempre, has hecho lo que te ha salido de tus santos cojones. Y no puedo
decir que me haya sorprendido. De ti me lo esperaba, pero en lo tocante a este
caballerete… —Miró a Uriel—. ¿Algo que decir en tu defensa? Querías pegarte la
vida padre en el Infierno, ¿eh?
—Señor,
yo solo… —empezó a decir el arcángel.
—Sí,
ya —interrumpió Dios—. Querías elegir tu propio destino. Qué bonito. Qué…
novelesco ¿Sabes cuál es el castigo por Desacato a la Autoridad Divina,
señorito?
—¿E-el
Infierno?
—En
circunstancias normales, sí. Pero a ti… a ti eso te encantaría. —Dios se llevó
las manos a la cabeza y después me miró—. ¡Joder! ¡Has convertido a uno de mis
mejores arcángeles en un… en un hippie contestatario de esos!
—Qué
va, qué disparate. Si se pasaba el día rellenando formularios —me defendí.
—Pero
eso no es nada comparado con lo que has hecho tú —dijo señalándome con el dedo.
—Apelo
a tu capacidad para el perdón, oh, Misericordioso —dije bajando la cabeza.
—Abandonas
tu misión de proteger al Poli Cabrón. Emborrachas al Espíritu Santo. Te llevas
a Uriel contigo al Infierno, al que, por cierto, también emborrachas. Después,
dejas que se quede por ahí ejerciendo el libre albedrío. Te dejas matar por ese
bastardo de Plutón, al que posteriormente desafías a desatar un Apocalipsis
mejor que el nuestro —enumeró el Altísimo—. ¿Qué más? Ah, sí. ¡¡Te acuestas con
Lucifer!! —Me pareció ver un ligero atisbo de decepción en su rostro
brutalmente desencajado y enrojecido, pero lo mismo me equivoco. Nunca he sido
buen traductor del lenguaje gestual.
—¿Puedo
decir algo en mi descargo?
—Adelante.
—Fui
plenamente consciente de absolutamente todo lo que hacía.
—¡¿Eso
te parece un descargo?!
—Perdona,
oh, Creador de Todo lo que Existe; en mi ignorancia, creí que la sinceridad era
una virtud digna de aprecio —dije altanero.
—Hijo
mío, como bien dices, lo Creé Todo, así que Existo antes que Todo lo Demás;
antes que los planetas y las estrellas, antes que cualquier forma de vida; fíjate
si llevo tiempo rondando por estos andurriales, y hasta el día de hoy nunca, jamás,
se me había apetecido una taza de tila.
—¿Una
tila? Con todo el respeto, Señor; para ser Todopoderoso, frecuentas unos
hábitos en exceso timoratos. Anda, que si yo tuviera el poder de hacer aparecer
morfina de la nada, como tú…
—A
pesar de todo, eres lo único que tengo a mano, así que… —se lamentó el Hacedor.
—¿Tú
también con eso? —dije—. Estoy empezando a tener complejo de último recurso.
—¿De
qué estás hablando ahora?
—Digamos
que a Marcia la idea del Apocalipsis no le entusiasma tanto como al resto de
nosotros. Ya sabes cómo son las mujeres. A lo mejor un día a ti te apetece horrores
destruir el mundo, pero ella se levanta un tanto apática y al final os quedáis
en casa.
—Ya
ves lo que me importa su opinión —dijo desdeñoso—. ¡No te habrá comido el
tarro!
—¿Por
qué quieres poner punto y final a tu Creación, oh, Poeta del Universo?
—Por
qué, por qué, por qué… —murmuró Dios—. ¿Por qué tienes que cuestionar el fin
del mundo precisamente tú, que siempre tomas la vida tal como viene?
—Bueno,
el Apocalipsis no es como recibir el contenido de un orinal encima de mi
sombrero nuevo, exactamente. Tiene como más enjundia.
—¿De
verdad quieres que te lo explique? Bien. Uriel, quédate aquí sufriendo por la
terrible incertidumbre del a buen seguro nefando castigo que vas a recibir. —El
Señor me agarró de un hombro—. Tú ven conmigo.
—¿Adónde
vamos?
—Al
futuro.
—Ah,
qué bien. ¿Echo algo de abrigo, o…?
No
sé cuánto tiempo estuvimos andando, ni en qué momento exacto nos introdujimos
en lo que Dios denominó “corriente temporal”, una especie de pasillo tubular que
no parecía estar hecho de estuco ni de ningún otro material fácilmente identificable.
—No
hagas ninguna memez de las tuyas dentro de la corriente temporal —me advirtió
Dios—. Un movimiento brusco puede tener consecuencias incalculablemente
catastróficas en el devenir del tiempo. Por ejemplo, si te tiras un pedo aquí
dentro es probable que alguien lo huela en la Antigua Grecia. No sabemos qué reacción
puede ocasionar un incidente de tales características.
El
Señor también me explicó que, en el hipotético y más que improbable caso de que
la Humanidad siguiera su curso, en un futuro no tan lejano las agencias de
viajes dispondrían de una amplia oferta en cuestión de Turismo Temporal, y que
ese era el motivo de que hubiera por allí tanta gente en chanclas.
—¿Por
qué nadie repara en nuestra presencia? —pregunté.
—Digamos
que estamos utilizando el equivalente a la primera clase a nivel transtemporal.
¿Te apetece un zumito?
—No,
gracias. ¿Se permite fumar aquí?
—Ni
se te ocurra —advirtió el Creador—. La ceniza de tu cigarrillo podría poner
perdido el suelo de alguien en alguna época.
La
verdad es que estaba deseando ver el futuro, aunque siempre había tenido la
horrible certeza de que algún día se volverían a poner de moda los pantalones
de campana para hombre.
—¿Falta
mucho?
—Que
no, joder. No se te puede llevar a ningún lado.
Y,
sin previo aviso, llegamos al futuro. Que por lo demás era bastante
corrientito, todo hay que decirlo.
—Ven,
Hijo Mío; te enseñaré por qué la Humanidad debe inexorablemente llegar a su
fin.
Y
el Señor me enseñó dolor y sufrimiento, me mostró violencia y accidentes y
fallos humanos irreparables y descuidos imperdonables; me mostró lavados de
cerebro disfrazados de información objetiva, consumismo embrutecedor y
desmedido culto al cuerpo, corrupción e hipocresía en la clase dirigente,
envidias entre hermanos, intolerable pobreza, hambre devastadora, naturaleza
marchita, demenciales carreras armamentísticas, odio y destrucción a punta
pala. Hasta que, cuando a punto estaba de derrumbarme por el desolador panorama
que se mostraba ante mis ojos, en una desierta calle de una ciudad desconocida,
en una valla publicitaria…
—¡Coño!
¿Mel Gibson sigue vivo? ¿A qué futuro me has traído?
—A
uno no muy lejano —contestó Dios—. De hecho, solo hace un par de horas que
salimos del Cielo.
—¿Estamos
en el presente? ¡Menuda estafa de viaje al futuro! Ni coches voladores, ni
rayos láser, ni cabinas de teletransporte, ni alargadores de pene que funcionen
de verdad…
—¿Y
qué futuro quieres que te muestre? Lo que viene no es mucho peor que esto, de
todos modos —anunció el Señor—. Si dejo a la Humanidad a su puta bola y decido
no levantar el tinglado del Apocalipsis, dentro de cien años no poblará la
Tierra más que un solo ser humano conocido como el Tato. Después de eso, no
quedará ni el Tato.
—¿Ya
está? ¿Aquí se termina todo? ¿Cerrado por liquidación en un mes?
—Es
lo único que os merecéis. Habéis pervertido todos los dones que os he entregado
—dijo el Altísimo—. Puse hierba bajos vuestros pies y vosotros la tapasteis con
cemento. Os di tomates y vosotros hicisteis kétchup. —Supuse que se trataba de
un ejemplo al azar. Dios nunca me dio señales convincentes de que odiara el
kétchup—. Os di el verbo y vosotros inventasteis palabras innobles como
“zurullo” o “cabronazo”.
—¿De
qué estás hablando? ¡Tú nos diste a elegir!
—Hijo,
soy el Creador; Yo no me equivoco nunca. Pero en los últimos tiempos me ha dado
por pensar que a lo mejor me dejé llevar por el entusiasmo cuando empecé a
diseñaros. Quizá el libre albedrío haya sido un accesorio de serie demasiado
generoso.
—Me
vas a perdonar, Señor, pero soy incapaz de comprender tus designios —confesé.
—¿Y
cómo ibas a hacerlo? ¿Acaso entiende una lavadora a su inventor?
—Yo
qué sé. ¿Tengo cara de dar muchas explicaciones a los electrodomésticos? Anda y
que se jodan.
—Pues
a obedecer y a callar se ha dicho. Que soy Dios, caramba, y sé lo que le
conviene a la Humanidad cien mil veces mejor que nadie.
—Bueno,
porque lo dices tú, que eres el Creador del Universo y la Verdad Absoluta y
tal, pero, si te interesa saber mi opinión...
—Te
la guardas —dijo tajante el Altísimo—. Tú verdadera misión empieza aquí y
ahora. ¡Fuera alas, dentro pelotas! —Y el Señor me despojó de mis atributos
angélicos y me devolvió cierto paquete muy querido por mí que había tomado
prestado hacía lo que me parecía una eternidad.
—¡Mis
genitales! —dije agarrándome la entrepierna—. ¡Mis queridos, añorados y
apolíneos genitales! —Me agaché y le bese las sandalias, muá, muá.
—¡Levanta,
coño, que no soporto la sensación de humedad entre los dedos de los pies!
—¡¡Menos
mal que los encuentro!! —gritó Uriel mientras corría hacia nosotros.
—¿Qué
haces aquí, Uri? —pregunté. Y añadí con un codazo—: Eh, ¿te interesaría ver un
par de testículos?
—Señor,
¿por qué… por qué me ha quitado las alas? —preguntó Uriel a Dios.
—Es
tu castigo —sentenció Dios—. A partir de hoy vivirás como hombre. Serás el
primer apóstol del Nuevo Mesías.
—¡Cojonudo!
—exclamé sinceramente—. Ya verás lo divertido que es esto, Uriel. Hoy mismo me
voy a encargar de que te desvirgue alguna pilingui. ¿Te he hablado en alguna ocasión
de los beneficios de la cocaína?
—Ah,
no, ni hablar —dijo el Señor—. El fin está cerca. No hay tiempo ni para putas,
ni para drogas.
—Pero,
señor, nuestra misión es ardua y compleja. ¿Cómo vamos a soportar la presión
sin un poco de esparcimiento degradante? —inquirí.
—Con
dos cojones, naturalmente. —El Hacedor sabía cómo tocar mi orgullo varonil.
—¿Y
solo voy a disponer de un apóstol? La gente va a decir por ahí que soy un
Mesías de lo más cutre.
—Te
concedo otro, pero ni uno más —ofreció el Señor—. ¿Ves a ese caballero apostado
en aquella valla?
Miré hacia donde señalaba Dios. A
unos veinte metros había un señor con tirantes, pajarita y pelo blanco, que
miraba las obras del metro mientras murmuraba entre dientes.
—¿Un jubilado? —dije mientras nos
dirigíamos a su encuentro—. Mira, Señor, sé que debe ser difícil encontrar un
buen apóstol profesional hoy en día, pero…
—¿Quieres cerrar la boca de una
puñetera vez? —espetó el Hacedor—. Ese jubilado es el Narrador Omnisciente, testigo
y cronista de la Creación. Ya te hablé de él en el Cielo. Es el verdadero autor
de La Biblia, aunque la verdad es que estuve a punto de despedirlo después de ver todas las morcillas que había colado
en el Génesis, pero, bueno, fue su primer trabajo.
Cuando
llegamos a su lado, el jubilado no dio muestras de reparar en nuestra
presencia; parecía más interesado en el lento pero inexorable éxodo de
cucarachas provocado por el enorme socavón que en prestarle atención al Creador
de Todas las Cosas.
—Narrador —dijo el Señor.
No hubo respuesta. Dios carraspeó.
—Narrador —repitió el Señor.
—Hay que ver cómo huyen las jodías —murmuró
el Narrador sin levantar la vista.
—¿Seguro que este tipo es
omnisciente, Señor? —susurré—. No es que ponga en duda tu Palabra, pero me da
la impresión de que padece un déficit de atención como la puerta de una
catedral.
—¡Narrador!
—¿Qué? ¿Qué? —El jubilado parecía
molesto por esta interrupción en su labor testimonial.
—¡¿Te estás haciendo el tonto en
presencia de tu Dios?! —bramó el Señor.
—No me estoy haciendo el tonto,
Señor —se defendió el Narrador—. Estaba tomando notas mentales del apasionante
devenir de estas inocentes criaturas expulsadas de su ecosistema a causa de los
caprichosos designios de la especie dominante.
—¡Notas mentales! —dijo el Señor,
volviéndose a mí—. ¡Así lo hace todo, de memoria! ¡Me pregunto en qué empleará
los paquetes de quinientos folios que roba de mi despacho! ¡Y encima cree que
no me doy cuenta de que me falta material de oficina!
—Me gusta hacer notas mentales —dijo
el Narrador—. Son vagas e imprecisas, fácilmente permeables a los vaivenes de
la inspiración artística.
—Inspiración artística; eso es lo
único que le importa —dijo el Señor—. No se conforma con la crónica objetiva.
Siempre hace lo que le da la gana, pero claro, es un Autor, incapaz de
sustraerse a sus arranques de creatividad. Dijo que convertí a la esposa de Lot
en una estatua de sal, y todo porque una vez me invitó a comer un potaje de
bacalao y se me ocurrió comentarle que le había salido un poco soso. “¿No
querías sal? ¡Pues toma sal!”
—¿Y qué quieres? Un artista toma
como referencia lo que tiene a mano —dijo el Narrador—. De todas formas, eso no
te pasaría si corrigieras las galeradas.
—No lo hago porque eres un coñazo escribiendo
—argumentó el Creador—. Siempre estás metiendo latiguillos del tipo “Y Dios vio
que esto era bueno”, que son muy farragosos de leer. “Y Dios vio que la luz era
buena”.
—Y eso que la luz, en honor a la
verdad, no era tan, tan buena, pero no iba a poner “Y Dios vio que la luz estaba
bien para trabajar” —me confesó el Narrador.
—¿Y qué me dices de “Dios llamó
Tierra al suelo y Mar a las aguas, y vio que esto era bueno”? —dijo el Señor—. Parece
que estoy todo el rato dándome autobombo. Y lo cierto es que Tierra y Mar no me
parecían nombres especialmente buenos al principio; de hecho, hubo un tiempo en
que se llamaban al revés. Mar, el suelo, y Tierra, las aguas, pero les cambié
el nombre a última hora, no recuerdo por qué.
—¿Has venido hasta aquí solo para
abrir viejas heridas? —dijo el Narrador, con un deje de hastío en su bien
modulada voz.
—No —dijo el Señor—. Vengo a
comunicarte tu reincorporación al servicio activo como evangelista del Nuevo
Mesías, aquí presente.
Saludé tímidamente con la mano. El
Narrador saludó lacónicamente con un movimiento de cabeza y me miró de arriba
abajo con la inequívoca expresión del señor que de un momento a otro va a
empezar su siguiente frase con la fórmula “Pues, en mis tiempos…”
—Me da la impresión de que voy a
tener que tomarme muchas licencias poéticas contigo —dijo una vez acabado el
somero repaso.
—¿Ya estás poniendo pegas? —dijo el
Creador.
—No, no, qué va —dijo el Narrador—.
No te preocupes. Eso del Evangelio lo hago yo con la punta del cipote.
—¡Ejem!
—carraspeó Dios.
—Y
con la idiosincrática versatilidad de mi léxico, naturalmente —añadió el
Narrador.
—¡Muy
bien! —dijo el Señor con tono asargentado—. El equipo no está completo aún —el
Señor me miró—. Ve a casa y recoge al Sargento Castaña.
—¿Qué
pinta el Poli Cabrón en todo este sarao?
—Vas
a necesitar un guardaespaldas.
—Creía
que era yo quien tenía que defenderlo a él.
—¿Qué
te he dicho yo sobre las suposiciones?
—No
sé. ¿Que siempre se colocan antes del sustantivo?
—Que
no las hagas. Ni suposiciones, ni preguntas.
—¿Y
después?
—Te
vas a ver al Papa —anunció el Señor—. Le vas a dar un recado de mi parte.
—¿Y tengo que ir expresamente a verlo? ¿No se
lo puedo decir si me lo encuentro por la calle, o…?
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