lunes, 4 de mayo de 2020

El horrible día de los precios sin competencia

La Conchi baja todos los viernes al rastro a comprar pantalones de pitillo

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 36.


—El señor Plutón ha rodado escaleras abajo, milord —le dijo Jean-Baptiste a Asterión—. Parecía severamente abochornado, y me ha solicitado que le comunique que preferiría no salir hasta que el resto de sus invitados se haya marchado, si no es mucha molestia.
            El resto de la Legión tampoco iba a resultar un problema. Ciacco y Flegias encontraron el Salón Verde justo cuando Marcia empezaba a recuperarse de su indiscriminada ingesta de tranquilizantes; una sola mirada de mi diablesa bastó para convencer a la pareja de que la opción más mesurada consistía en salir huyendo profiriendo alaridos de pánico. En cuanto a los miembros del ejército burócrata de Plutón, las Erinias habían conducido a la estancia a aquellos que habían encontrado vagando sin rumbo por los traicioneros pasillos del laberinto; la mayoría se encontraba presa de una angustia inconsolable y algunos yacían en el suelo en posición fetal. Las temibles Erinias se encargaron de surtir de reconfortantes consomés con pan frito a los que se encontraban más alterados.
—¿Te quieres llevar una fiambrera con potaje de acelgas para el camino? —me pregunto la horriblemente maternal Megera.
—Que no, señora, que me deje en paz, cojones —dije amablemente.
—Es que no me has comido nada. —Se dirigió a Marcia—. Marcia, ¿este niño te come bien? ¿Le estás poniendo legumbres?
—Necesito que me dé el aire —dijo Marcia como toda respuesta—. Y tú, ¿quieres quitarte ese disfraz de pollo de una vez?
—Asterión, amigo mío —le dije al Minotauro—, no se me dan bien las despedidas. ¿Cómo dices adiós a un tipo que te cae muy bien y que esperas volver a ver, aunque sepas que resulta harto improbable? No será “Anda y que te follen”. Es siempre lo primero que se me ocurre, pero en tu caso me gustaría hacer una excepción.
—¿Un hasta pronto te parece demasiado optimista? —me preguntó el Minotauro.
El Minotauro y yo nos abrazamos fuerte y fraternalmente, con el afecto que se profesan dos camioneros borrachos.
—¿Qué colonia usas? —pregunté.
—Eh… Eau de Puma. —El Minotauro carraspeó.
—Huele bien. Muy varonil.
—Sí, gracias —Asterión apartó la vista—. Que tengáis buen viaje.
—Despídeme del cabrón de tu padrastro.
—Sí, lo haré en cuanto vuelva de la bodega. Creo que pretende que recuperemos el tiempo perdido. A base de bien, me temo.
—Ah, bien, bien. Y… ¿cómo salimos del laberinto?
—Es relativamente sencillo —aseguró el Minotauro—. Cuando salgáis de la habitación, pensad en cosas insustanciales. El laberinto os expulsará en cuanto se aburra de vosotros. Sobre todo, no busquéis la salida; ya aparecerá ella cuando lo crea conveniente.
—Vale, vale. Entonces, tenemos que pensar en algo insustancial, como, por ejemplo “¿Por qué algunos alimentos se consideran frutas y otros no?” o “¿Son los nabos hortalizas?”
—Sí, bueno; creo que eso servirá —convino el Minotauro.
A petición de Marcia, Jean-Baptiste y las Erinias nos prepararon varias alforjas y una nevera portátil con una abundante provisión de alimentos y agua. Pojinga se despidió cordialmente del Minotauro y de su comitiva de nómadas harapientos, los cuales, después de convocar una asamblea especial, consideraron conveniente permanecer unos días más bajo el hospitalario techo del laberinto antes de partir en busca de una residencia con mejores vistas, para disgusto del Minotauro, que preveía que tendría que adelantar las tareas de fumigación.
—Han elegido su camino —dijo Pojinga cuando salimos del Salón Verde en busca de nabos. Había un brillo de satisfacción en su mirada y un hueso de ciruela en su garganta.
—Es una forma de verlo —dije—. Pero también es posible que te hayan abandonado por una chimenea y un miserable plato de sopa caliente.
—Siempre hay un momento en que los polluelos deben abandonar el nido.
—Y las ratas el barco.
—¿Podéis dejar esta conversación para más tarde? —dijo Marcia—. Los muros parecen responder positivamente a vuestro intercambio de pareceres.
Ciertamente, se podía oír el susurro de las piedras deslizándose.
—Nabos, hermanos, nabos —aconsejó Pojinga.

Apenas cinco minutos más tarde, el mortecino sol del Infierno nos brindó un desganado saludo.
—Coño, qué fácil —dije al traspasar el portón del laberinto.
—Y provechoso —apostilló Pojinga, que además de la salida había encontrado un buen manojo de nabos y dos cebolletas.
—¿Cómo haces eso? —pregunté.
—¿Esto? —dijo alzando las verduras, hortalizas, o lo que sean—. No sé. Pensé en nabos y tropecé con nabos.
—Yo también he pensado en nabos, y solo he tropezado con un rastrillo con los dientes hacia arriba —aclaré, y después me toqué la nariz, que había actuado como muro de contención del mango—. Creo que tengo el tabique nasal más cerca de la oreja izquierda que nunca.
—Tú nariz está bien —me tranquilizó Pojinga—. Lo que me preocupa es tu falta de fe, hermano.
—Si con fe te refieres a creer sin ver, a mí eso no me hace falta. Yo he visto lo invisible y he sentido lo intangible; tengo la mirada de Dios clavada en el alma y el contorno de sus sandalias tatuado en las nalgas —he dicho—. La fe está muy bien para los demás; la gente cree en Su palabra y, sobre todo, teme Su ira. Y no es para menos; a mí una vez casi me abre la cabeza con un pisapapeles.
—Me refiero a tu fe en la Humanidad —dijo Pojinga.
—Venga ya, Pojinga; ni el mismísimo Dios tiene fe en la Humanidad. Si no, a santo de qué iba a nombrarme a mí su Salvador. Todo este asunto huele a sobaco, te lo digo yo. ¿No sería más lógico que hubiera elegido a alguien como tú?
—Yo no soy un hombre honesto, hermano —dijo Pojinga—. En vida dije muchas tonterías. Era un embaucador, un predicador que interpretaba las Sagradas Escrituras como le venía en gana. Antes de eso fui un cantante de blues, pero Satanás me concedió el don de la palabra en un cruce de caminos a cambio de mi alma. En realidad, todavía no sé si se trataba de Satanás, porque tenía voz de pito y le sudaban las manos una barbaridad, pero el caso es que me convertí en un mal hombre de Dios, que se embolsaba despreocupadamente las donaciones de los feligreses que se acercaban a escuchar una sarta de mentiras. Hice una pequeña fortuna, ¿sabes? No te imaginas lo lucrativo que puede ser el negocio de la fe. —Pojinga suspiró—. Cuando nos conocimos, me encontraba huyendo de los dominios de Plutón.
—Hayas hecho lo que hayas hecho, para mí ya estás redimido —dije—. Deja que hable con el Señor; en un santiamén estarás aburriéndote mortalmente en el Cielo.
—Te lo agradezco, amigo, pero la visión de una eternidad rascándome las pelotas no me seduce —dijo Pojinga—. Lo mío es salvar a los condenados de las garras de la perdición. Este es mi sitio.
—¿Podéis aligerar el paso? —dijo Marcia, que nos llevaba varios metros de ventaja—. Tenemos que atravesar el Mercadillo antes de llegar al centro del Infierno.
—Avanzaríamos más rápido si no lleváramos tanto peso encima —dije—. ¿Para qué cojones necesitamos tantas provisiones?
—Te aseguro que no querrás echar nada en falta por el camino —dijo Marcia.
La ya escasa vegetación que mal poblaba los desoladas parajes que hollaban nuestros perezosos pies desapareció casi por completo al cabo de un rato, dando paso a un inhóspito desierto de arena casi blanca.
Avanzamos. Y avanzamos. Y avanzamos. Y avanzamos.
—¡¿Quieres levantarte de una vez?! —me sugirió Marcia cuando me vio compartiendo mis penas con el suelo.
Y seguimos avanzando. Y seguimos. Y seguimos.
—¿Pero dónde coño está el mercadillo ese? ¿En la pedanía del tío Jacinto? —pregunté.
—Estamos pasando de largo —confesó Marcia.
—¿Que qué?
—El Mercadillo no existe para todo el mundo.
—Mira, Marcia, estoy hoy de metafísica hasta los mismísimos cojones, que, por otra parte, ahora mismo solo pueden entenderse como una entelequia.
—¿Dónde tienes las pelotas? —preguntó Pojinga.
—Las dejé en depósito en el Reino de los Cielos —dije.
—Yo solía olvidar la cartera en casa —dijo Pojinga tratando de parecer consolador—. Sé que no es lo mismo, pero…
            —El Mercadillo es la zona del Infierno donde van a parar los embusteros y los fraudulentos —siguió Marcia, como si nuestra injustificada digresión se hubiera dado en otro tiempo y otro lugar—. Se construyó con el material de los espejismos, y no se aparece ante los caminantes si estos no sienten necesidades. Por eso llevamos más comida y agua de la cuenta. Hay cervezas en la nevera portátil, para que no se ponga calentorra.
            —Tu chica está en todo —dijo Pojinga.
            —Vale, eso está muy bien, pero es que llevamos caminando… —Miré instintivamente mi muñeca—. ¡Un momento! ¿Dónde he dejado el reloj?
Y, de repente, el desierto dejó de serlo y se convirtió en un animado zoco.
—¡¡Mierda!! —maldijo Marcia—. ¡Pero mira que eres tonto!
—¿Qué? ¿Qué? —dije yo.
—¿Has deseado un reloj? —preguntó Marcia, con esa expresión de furia asesina tan suya—. Mierda, mierda. Seguid andando y no os mostréis interesados por nada.
—¡Oiga, señor! —dijo un vendedor ambulante—. ¿Quiere un reloj garantizado de por muerte?
—No lo escuches, pasa de largo… —me dijo Marcia sin dejar de caminar.
—¿Es resistente al agua? —le pregunté al vendedor.
—Ya le digo. Va fino hasta los dos mil metros de profundidad —me explicó el vendedor—. A usted la presión le sacará la masa encefálica por las orejas, pero el reloj seguirá funcionando como el primer día. También soporta de buena gana el óxido, el fuego y los rayos gamma. Eso sí, retrasa en presencia del uranio, para qué le voy a engañar.
—Gracias, no nos interesa —se apresuró a decir Marcia agarrándome del brazo.
—¿Pero tú has visto qué pepino de reloj?
—Oye —susurró Marcia—, tú ni caso. Como le sigas la corriente no te va a dejar en paz en toda la eternidad, literalmente.
—Eh, señor, ¿le interesan unas zapatillas de deporte buenas buenas? —dijo otro vendedor que se acercó.
—¿Son de marca? —me interesé.
—Cómo no, señor. Unas Ñike auténticas.
—¡Coño, unas Ñike! ¿Cuánto cuestan?
—Un alma, que podrá pagar en cómodos plazos. Sí, sí, ha oído bien.
—Ya sé que he oído bien, pero me siguen pareciendo caras.
—Pero eso no es todo —se apresuró a decir el vendedor—. Además, se llevará totalmente gratis un kit de limpieza, una pomada antihongos y cuatro pares de calcetines Ñike. El conjunto está valorado en dos almas.
—Vámonos de aquí —dijo Marcia tirándome del brazo.
—¡Eh, aquí hay clientes! —dijo uno que pasaba por allí.
—¡Clientes! —dijo otro echando babas.
—¡Clientes! —dijo otro con los ojos inyectados en sangre.
—¡Clientes! ¡Clientes!
—¿El qué?
—¡Clientes, abuela!
—Ah. ¿Vas a terminarte las lentejas de una puta vez?
—¡Clientes! ¡Clientes! ¡CLIENTES! —El zoco era una sola voz.
De repente nos vimos asediados por una ingente cantidad de timadores armados con sus muy competitivas ofertas.
—¡Corred! —dijo Marcia.
—¡Mirad! —dije señalando uno de los puestos del Mercado—. ¡Una bolsa de arroz inflado! ¡Creía que habían dejado de comercializarlas!
—¡Hermano, deja de mirar los puestos! ¡Es la única forma de salir de aquí! —gritó Pojinga mientras salía por patas.
—Pero hay tebeos antiguos, Pojinga. ¡Tebeos antiguos! Los perdí todos cuando era niño. ¡Mi madre los utilizaba para taponar las fugas de agua de la lavadora!
Recorrimos al galope las intrincadas hileras de tenderetes que parecían exponer ilusiones de imitación, sueños descatalogados, pedazos perdidos de mi pasado a precio de costo y, en general, todo lo que había perdido o deseado alguna vez en irresistible dos por uno, hasta que Marcia aprovechó el hueco entre dos puestos para introducirse en un estrecho callejón de casitas grises.
—Por aquí —dijo Marcia girando el pomo de una de ellas.
Al atravesar la puerta nos encontramos de nuevo en el desierto. Miré a derecha e izquierda; la casa que habíamos allanado era solo una fachada sostenida por una tramoya, al igual que las adyacentes. En realidad, nos habíamos escondido detrás de un decorado.
—¿Estamos seguros aquí? —preguntó Pojinga.
—Claro que no —dijo Marcia—. Esta parte del Infierno es de cartón piedra.
—¿Os habéis fijado? —dije—. Había un… no recuerdo cómo se llama… que servía para… lo vi hace mucho tiempo y perdí la oportunidad…
Marcia me agarró de los hombros y me zarandeó.
—Escúchame; fuera lo que fuera, era una falsificación.
—Que no, mujer, que tenía un sello…
—Mira, los mercaderes disponen de todo un arsenal de técnicas de venta agresivas para seducir a los incautos. Tarde o temprano te encontrarán y te encandilarán con cualquier baratija. A partir de ahí, serás suyo para siempre.
—Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad? —Pojinga me hablaba como a un niño que acaba de coger unas tijeras de podar y se resiste a soltarlas—. Tienes que seguir avanzando.
—Pero, ¿por qué? Aquí tengo todo lo que necesito, aunque sea más falso que un duro de madera. Y, por otra parte, vivir en un lugar que no existe me resulta particularmente atractivo. Personalmente, prefiero las ciudades que aparecen de repente a las que llevan toda la vida en el mismo sitio.
—El Mercadillo está afectando a su sentido de la realidad —dijo Marcia pasándose la mano por la cara.
—¿Y qué tiene de bueno la realidad? —dije—. ¿Qué tiene de emocionante nadar en el proceloso mar de la existencia si por mucho que te alejes de la orilla sigues haciendo pie?
—Ya le ha dado un acceso de retórica —dijo Marcia—. O hacemos algo rápido o lo perdemos para siempre.
—Eres la mujer que ama, Marcia —dijo Pojinga—. Dale un beso.
—Pojinga, ¿qué te hace pensar que el Infierno opera bajo las mismas condiciones que los cuentos de hadas?
—Qué cuentos de hadas ni qué ocho cuartos —dijo Pojinga—. Él es un hombre perdido en una ensoñación infantil, ¿estamos?
—Sí.
—Bien. Ahora piensa en él como tu futuro marido.
—Entiendo —dijo Marcia.
Yo andaba perdido en medio de una visión de eternos días de Reyes y noches de irrefrenable hedonismo en fumaderos de opio (o, en su defecto, cervezas de abadía de oferta) cuando mi diablesa me agarró de los mofletes y me plantó un beso, arrancándome de mi sueño como a una manzana de su árbol.
—Yo soy lo único que necesitas —me dijo mirándome a los ojos.
—Naturalmente. ¿Cuándo he dicho yo otra cosa? —me apresuré a decir.
—No pareces muy convencido —Su penetrante mirada me hizo apartar la mía, como una bola de billar aparta a otra.
—Pero qué tonterías dices, mujer. ¿Sabes qué? Hoy haremos lo que tú quieras.
—Gracias, Pojinga —dijo Marcia.
—Estuve casado una vez —confesó Pojinga.
Marcia se volvió hacia el desierto, tensa.
—Vamos a ver si ha funcionado —dijo.
Levantó el brazo derecho con la palma abierta e hizo ademán de agarrar el horizonte.
Horizonte que se rasgó como si estuviera hecho de papel, por cierto.
—Sí, ha funcionado.
A través del agujero que había abierto en el aire podía vislumbrarse una amplia avenida de altos edificios con el inequívoco aire de un distrito financiero.
—El Pandemónium —anunció Marcia.
—Fin de trayecto, hermanos —dijo Pojinga—. Ha sido un placer y un honor acompañaros hasta aquí.
—¿De qué estás hablando? —dije.
—Como te dije, en vida no fui un hombre honesto. Un falso profeta que anunció la llegada de un Nuevo Mesías. El Mercadillo es mi sitio —dijo empujando la falsa puerta.
—Pero si tenías razón —dije agarrándolo de un brazo—. Yo soy el Nuevo Mesías que anunciaste.
—Tú lo dijiste antes, hermano. Aquí huele a sobaco.
Entonces, la turba de vendedores que esperaba detrás de la puerta lo arrancó de mis manos.

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