"Deja de seguirme, Tomás. Vete con tu querida Muerte y olvida que una vez fui tuya"
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 35.
—¡Oye!
Sí, tú, el del disfraz de pollo, no te hagas el tonto —dijo Minos.
Finalmente,
el Minotauro Asterión tenía razón; resultaba excesivamente ambicioso pretender
infundir miedo en los corazones de nuestros enemigos ataviado con un traje de
felpa con plumas amarillas.
—No
sé de dónde has sacado la información, pero es absolutamente errónea —me dijo
Asterión—. No existe en la mitología griega ninguna criatura conocida como El
Increíble Hombre Pollo.
Supongo
que el plan de emergencia, que consistía en fingir que era una lámpara, tampoco
les habría engañado. Principalmente a Minos, que conservaba los globos oculares
en su localización anatómica clásica.
—¿De
verdad crees que no te hemos reconocido? —siguió Minos.
—¿Quién
es? —preguntó Plutón, que tenía más mierda de caballo en los pies de lo que resultaba
razonable.
—Pues
el Mesías. ¿Quién va a ser? —contestó
Minos en voz baja.
—Ah,
claro. Ruego me disculpes, mi querido amigo. ¿Dónde tendré los ojos? Ah, sí.
¡¡En formol!!
—Vale,
vale, no hace falta que te pongas así.
—¡¡Que
mis ojos han pasado a formar parte de la familia de las cebollitas encurtidas,
Minos!!
—¿Queréis
dejar de armar tanto jaleo? —protestó Marcia desde el sillón—. Algunas personas
queremos dormir.
—¡Ah!
—exclamó Plutón—. ¡Reconocería esa voz en cualquier sitio!
—¿Incluso
debajo del agua? —se interesó Minos.
—Bueno,
a lo mejor debajo del agua no, a causa de la distorsión del sonido debida a la
diferencia de densidad, y… ¡¿Te quieres callar de una puta vez?! ¡¡Así no hay
quien resulte peligroso y amenazante!!
—Señores,
señores —dijo el Minotauro—. ¿Podríamos abandonar esta pantomima de una vez?
—¡¿Quién
ha dicho eso, que me lo como?! —amenazó Plutón.
—Mi
hijastro.
—Ah.
—La actitud de Plutón se suavizó de repente, como si hubiera descubierto que se
acababa de cagar encima—. ¿El que tiene cabeza de toro y devoraba vírgenes?
—No.
El que estudió en Oxford y padece cólicos nefríticos con relativa frecuencia.
¿Cuántos hijastros encerrados en un laberinto crees que tengo?
—Minos
—dijo educadamente el Minotauro. Había una notable frialdad en su tono.
—Asterión
—dijo cortésmente Minos. Había una sensible insensibilidad en su modulación.
—Cuánto
tiempo.
—Sí,
sí, mucho. Eh… Quería haberte traído un cartón de tabaco o algo, pero, con las
prisas… Veo que has hecho reformas en el laberinto.
—Sí,
estoy construyendo algunas rampas para personas con movilidad reducida.
—Ya.
¿Y tú qué tal? ¿Sigues colgándote siete jarras de cerveza en la verga?
—No,
no; organizo muy pocas fiestas últimamente. ¿Y tú cómo andas? Tienes buen
aspecto.
—Gracias.
Tú también —dijo Minos—. Quiero decir, aparte de que seas un engendro y tal.
Claro que naciste así, tú no tienes la culpa. Tu padre biológico apartaba
moscas con el rabo. Que, por otra parte, es la cualidad más sobresaliente que
puedo recordar de él.
—Madre
tenía una moral laxa —convino el Minotauro.
—Sí,
sí, menuda guarra estaba hecha —Minos suspiró—. Ay, cómo la echo de menos… ¿Te
he contado que una vez montamos un trío con una morsa?
—Lo
anotaré en mi haber de traumas irresolubles —comentó el Minotauro.
—Soy
consciente de que no te ofrecí la mejor de las infancias… —se confesó Minos.
—Me
hacías dormir en el fondo del pozo cuando madre se iba a pasar unos días al zoo
—dijo el Minotauro.
—Lo
hacía por tu bien. Había leído en algún sitio que era bueno para la formación de
los huesos.
—A
pesar de todo, no recuerdo mi niñez con amargura. En comparación con el resto
de mi existencia, quiero decir. Cuando llegué a la pubertad, me encerraste de
por vida en un laberinto que me siguió en mi bajada al Infierno.
—Bueno,
es que eras un trasto. No había quien leyera el periódico tranquilo en aquella
casa.
—Entenderás
que te siga guardando cierto rencor.
—Eres
igual que tu madre. Una vez lancé por error la coliflor que me había hervido a
través de la ventana y me lo estuvo reprochando durante semanas.
—Siempre
has sido muy impulsivo.
—¿Serás
capaz de perdonarme algún día?
—Tengo
que reconocer que ya no me entran tantas ganas de despellejarte vivo cuando
pienso en ti —dijo el Minotauro—. Ahora me conformaría con obligarte a comer
tus propias orejas.
—Supongo
que eso es lo más cercano a un intento de reconciliación que voy a obtener de
ti.
—Corrígeme
si me equivoco, amigo Minos —interrumpió Plutón—. ¿No habíamos venido aquí a
degollar gente?
—En
un principio, sí —convino Minos—. Ahora me parece más importante recuperar el
amor de mi hijo.
—Nunca
me habías llamado… hijo —dijo el Minotauro.
—Sí,
bueno, ya sabes. Como antes me dabas asco y eso…
—Ay,
joder, qué empalago —intervine al fin.
—Estoy
de acuerdo con quien quiera que haya dicho eso —dijo Plutón—. A ti te degollaré
el último.
—¿A
qué viene tanta insistencia en degollar, caballero? —preguntó Pojinga.
—¿Quién
ha dicho eso? —inquirió Plutón
—Un
mendigo descalzo —contesté.
—Ah,
bueno; a ese me lo cargaré el primero. Si es un pobre, que más le dará que le
metan fuego antes o después —razonó Plutón.
—Pues
espero que tengas el maletero lleno de gasolina, Plutoncito, porque la habitación
está llena de pordioseros sucios, camorristas y maleducados —advertí.
—Oiga,
sin faltar —dijo un menda que estaba orinando contra una pared.
—Así
que es mejor que salgas corriendo, Plutón —proseguí—. Corre como si llevaras
tus pelotas metidas en una bolsa de hielo y el hospital más cercano estuviera a
quince kilómetros —dije molando un montón.
—¡No
me das ningún miedo! —exclamó Plutón—. Aunque no pueda verte, sé dónde estás.
¡Tengo el resto de mis sentidos hiperdesarrollados! ¡Y soy el mejor karateka
del Infierno! ¡Kiai! —Y le calzó una patada a una lámpara. En ese momento me
alegré de haber desestimado el plan de emergencia.
—¡¿Has
tenido suficiente, mamarracho?! —dijo Plutón.
—No
siga, Plutón —dijo Pojinga—. ¿No se da cuenta de que esto es un despropósito?
—¡No
te concederé clemencia, bastardo! —le dijo Plutón al reloj de pared.
—Oye,
¿no se te ocurre nada para suavizar esta situación? —me preguntó Pojinga.
—No
—confesé—. Pero se me ocurren un montón de cosas para empeorarla.
—Mi
buen amigo; eres el Mesías. Si nuestro beligerante adversario aquí presente
pudiera ver, no sé, alguna muestra de buena voluntad por tu parte, quizá
abriera los ojos y se diera cuenta de que la violencia no es el camino.
—Pojinga,
este tipo me atravesó el tórax con un florete —dije—. La única muestra de buena
voluntad que se me ocurre tiene que ver con dos metros de alambre de espino y los
diferentes orificios corporales donde poder ocultarlos.
—¡¿Qué
estáis murmurando?! —gritó Plutón—. ¡¿Rezáis por vuestras almas, acaso?!
—Esto
es patético —dije.
—La
solución está en tus manos —sentenció Pojinga.
—Pojinga,
yo no soy como tú. Tú eres tan positivo, tan optimista… Te admiro y me pones
enfermo a partes iguales.
—Sí,
bueno, pero eso es porque ves en mí un reflejo de ti mismo y tal. —Pojinga
carraspeó y luego me agarró de los hombros—. Ve y cumple con tu destino.
Miré durante unos segundos a ese hombre
que se había equivocado de universo al nacer, y acto seguido me volví hacia
Plutón, que estaba ocupado buscando sinónimos del verbo “desollar”, y le impuse
las manos.
—¡Sigue
de pie y ve! —dije siguiendo la fórmula instaurada por mi ilustre predecesor en
el cargo. Acto seguido, le arranqué de un tirón la venda de los ojos.
—¡Cuidado
con el pelo, cojones! —exclamó Plutón. Y acto seguido—: ¡Coño! —Que lo primero
que veas al recuperar la vista sea la mascota de un equipo de baloncesto debe
reducir considerablemente tus recursos lingüísticos.
—¡Plutón,
puedes ver! —dijo Minos.
—¡Sí!
—exclamó Plutón, presa de la excitación.
—¡Tienes
ojos! —dijo Minos.
—¡Sí!
¡Sí! —exclamó Plutón.
—¡Uno
rojo y otro amarillo! —dijo Minos.
—¿Que
qué?
—Disculpa,
tronco —dije—. No le tengo todavía cogido el tranquillo a esto.
—¿Tú
me has devuelto la vista? —me preguntó.
—Sí.
—¿A
pesar de que una vez te asesiné?
—Ajá.
—¿A
pesar de que te estaba buscando para matarte otra vez?
—Ya
te digo.
—¿A
pesar de que es probable que vuelva a intentarlo?
—No
me lo pongas más difícil.
—Vaya,
gracias. Debes de ser una especie de capullo o algo así.
—No
permitas que este acto increíblemente estúpido y el disfraz de pollo influyan
de manera negativa en tu opinión sobre mí.
Plutón
se echó las manos a la espalda, dirigió su vista al techo y empezó a deambular
por la estancia sin rumbo fijo. Todos los presentes temimos que nos fuera a endilgar
un soliloquio.
—Menudo
dilema —dijo Plutón—. ¿Dejarte proseguir tu camino en señal de agradecimiento,
o hacerte mi esclavo y torturarte durante toda la eternidad?
—Si
te interesa saber mi opinión… —empecé a decir.
—¡Oh,
padre! —prosiguió Plutón en tono lastimero—. Ojalá estuvieras aquí para
aconsejarme. Pero no estás. Hasta mañana no vuelves de Budapest. Espero que no
te traigas otra vez las toallas del hotel, que después te las reclaman y paso
mucha vergüenz.a —En realidad, Plutón era un demonio de primera generación y
carecía de progenitores al uso, así que se marcó el parlamento por motivos
exclusivamente ornamentales.
—¿Quieres
un consejo? —dije—. Yo te lo daré. Jamás te compres un coche italiano. Oye, Plutón,
¿tú por qué haces esto? Lo de tratar de joderme y tal.
—¿No
es evidente? ¡Para traer el Apocalipsis!
—¿De
qué estás hablando? ¡De eso nos encargamos nosotros!
—Sí,
ya. Las huestes celestiales organizando un Apocalipsis. Menuda chapuza os va a
salir.
—¿Estás
llamando chapucera a mi gente?
—Reconócelo;
la Aniquilación Total os viene grande. Cuando se trata de castigar a alguien, dejáis
que las hordas infernales nos encarguemos del trabajo sucio. Sois unas nenazas.
Subí
el mentón y saqué pecho, intentando aparentar que todavía me quedaba un resto
de testosterona en alguna parte.
—Oye,
el Creador lleva gestando este plan desde hace milenios. Él creó el mundo, por
tanto, es el más indicado para desmantelar el chiringuito —razoné.
—¡Ja!
El Creador no tiene ni puta idea de cómo quitar a la Humanidad de en medio. ¿Por
qué crees que tarda tanto en decidirse? A Él se le da bien eso de hacer
montañas y tomates y cosas que dejan babas cuando se arrastran, pero cuando se plantea
mandarlo todo a tomar viento empieza a tartamudear y a tropezar con los
muebles. Además, el Buen Señor no tiene ninguna experiencia en eso de hacer el
mal, mientras nosotros tenemos la mano rota de hacerlo. ¿Qué tenéis vosotros?
—A
Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. ¿Te parece poco?
—Ja
otra vez —dijo Plutón—. Los Cuatro Jinetes de la Poca Mierda, diría yo. Según
tengo entendido, Guerra se ha convertido al budismo, Peste se cambia de
calzoncillos con razonable frecuencia, Hambre se ha puesto gordo y Muerte está
bastante mejor desde que visita al psicólogo. De hecho, creo que ahora se hace
llamar Micaela.
—Quizá
no dispongamos de vuestra potencia de fuego, pero al menos no somos tan
desastrosos en el aspecto organizativo como vosotros. Seguro que no sabríais ni
por dónde empezar.
—¿Disculpa?
—Venga,
imagínate que sois los encargados del Apocalipsis. ¿A quién condenaríais
primero?
—Eh…
A los mancos, yo qué sé. Déjame en paz.
—¿Lo
ves? Seguro que os hacéis la picha un lío.
—¿Quién,
nosotros? No estás tú chalado ni nada.
—Anda,
listo; a ver si tenéis huevos de preparar un Apocalipsis mejor que el nuestro.
—¿Me
estás desafiando?
—¿Quién,
yo?
—Acepto.
Huestes Celestiales versus Hordas Infernales. Os vais a cagar, con el
Apocalipsis que vamos a montar. Van a caer todos, justos y pecadores. Acuérdate
de lo que te digo —Plutón empezó a retirarse lentamente—. ¡Nos vemos en el fin
del mundo, Mesías!
Plutón
se largó de la habitación para regresar un segundo después.
—Eh, disculpad, ¿por dónde se sale de aquí?
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