"Y en verdad os digo que la picha es p'al higo"
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 46.
Y el Nuevo Mesías, que no tenía ni idea de dónde se
había metido el Antiguo, se hizo a un lado en el backstage y dijo:
—Menudo
truño de evangelio nos va a salir. “Backstage”.
Anda, que a San Marcos o a alguno de esos se les iba a ocurrir meter la palabra
“backstage” en el Nuevo Testamento…
—Que
Marcos no escribió ningún evangelio, que fui yo —recordó el Narrador—. Y, de
todas formas, no es que Cristo tuviera nunca la oportunidad de preparar un
sermón en ningún backstage. Terminaba
de comer e iba a ensayar su Palabra a un descampado, sentado en una piedra y
rodeado de boñiga de cabra.
Prácticamente
acabábamos de llegar del aeropuerto, y todavía me encontraba tocado por la
fiesta que celebramos la noche anterior en mi habitación del hotel, sobre la que no me extiendo porque guardo de ella
recuerdos difusos. Solo sé a ciencia cierta que el Poli Cabrón subió con una
dominatriz muy simpática que le dejó el culo hecho un Cristo, que metimos de
cabeza en el inodoro a un señor calvo que vino a quejarse del ruido, que Pandulfo
vomitó por la ventana encima de un cochecito de bebé y que tuvimos que llevar
al Espíritu Santo al veterinario de urgencias en lo que fue el momento más
amargo de la noche; la veterinaria de guardia me acusó de irresponsable y dijo que
era la primera vez que tenía que tratar a una mascota por intoxicación de
cocaína. Una agradable velada que convinimos en llamar “La Última Cena”.
—Vaya
pantalones, vaya pantalones, vaya pantalones —me dijo Ramone haciendo
referencia a los vaqueros que había lucido orgullosamente en mis tres últimos
accidentes de moto—. Qué rotos, qué lamparones. Cada día te pareces más a
Cristo, hijo.
—¿Y
no se supone que debe ser así? Soy el puto Mesías. ¿No debería ofrecer una
imagen de austeridad?
—Una
cosa es la austeridad y otra bien diferente que se te salga un huevo delante de
ocho mil personas y cinco cámaras de televisión. Qué horror, qué horror, qué
horror.
El
marco de mi presentación oficial como Salvador de la Humanidad era la primera
edición del Diarrock, el “Festival de Rock Hecho con las Tripas”, según rezaban
los carteles. Entre las ilustres bandas invitadas que poblaban la programación,
se encontraban el grupo de rock urbano Pescuezo, la banda de death metal
Prolapso Intestinal, y los punkis de la vieja escuela Los Cabrones Malparidos,
que presentaban su antología “La puta que os parió a todos”. Esta impresionante
muestra contracultural y antisistema estaba patrocinada por la Comunidad
Autónoma y varias cajas de ahorros. El organizador del evento, que era además
propietario de una constructora, había conseguido reunir a ocho mil almas
contestatarias y a algunas de las bandas de rock más salvajes y reivindicativas
del país en un recinto controlado. Y lo había hecho, básicamente, porque
resultaba más sencillo y estaba mejor visto tenerlos vigilados que fusilarlos a
todos.
—Eh,
Jean-Claude —le dije a mi fiel mayordomo, que siempre estaba a mi lado cuando
tenía que hablar en público por si a alguno de los asistentes le apetecía un
refresquito—. ¿Esa no es la vocalista de Tu Sangre en mi Boca?
—No
estoy muy familiarizado con la nueva hornada de bandas nacionales de goth
metal, milord. Puedo acercarme a preguntar, si lo desea, pero, si me permite el
comentario, preferiría compartir bañera con un leproso.
No
es que Jean-Claude haya nunca abominado abiertamente de las tendencias
juveniles ni se haya mostrado jamás contrario a las tribus urbanas (de hecho,
tiene un mentalidad muy abierta para tratarse de un hombre que ha salido a la
calle tocado por un bombín hasta 1999); sencillamente, considera que ya no
tiene edad para averiguar en qué tono debe dirigirse a una chica a la que se le
adivinan piercings en los pezones a través del corpiño. Afortunadamente, a esas
alturas yo conocía perfectamente la manera adecuada de iniciar una conversación
con una gótica.
—Hola,
soy el Nuevo Mesías. He estado en el Infierno.
—Y
yo soy Dolores del Alma, y ahí fuera hay miles de pervertidos a los que les
encantaría que me pasara la noche apagando cigarrillos en sus nalgas, así que
tendrás que currártelo un poco más si quieres follar conmigo.
—No,
no; qué va. Si tengo novia formal. Se llama Marcia, aunque los mortales la
conocéis como Lucifer.
—Ah,
tú eres el cómico, ¿no?
—¿Eh?
—El
telonero de Los Cabrones.
—Sí,
sí. —Ya ajustaría cuentas después con Ramone—. Oye, solo quería preguntarte si
podías presentarme. A ti te escucharán, o, por lo menos, te mirarán tus
voluminosas y turgentes tetas. Necesito captar su atención, ¿sabes?
—Es
tu primera actuación, ¿no?
—Como
Mesías, sí —confesé—. Antes tocaba el contrabajo en un grupo de psychobilly
llamado The Escayola Cats. Salíamos a tocar con los ojos vendados. Teníamos
grandes expectativas, pero se podría decir que la operación fue un fiasco; al
finalizar nuestra primera actuación, en vez de una gran ovación y un contrato
discográfico, tenía dos costillas rotas, una brecha en la frente que necesitó
once puntos de sutura y un navajazo en la pierna derecha que alguien me endiñó
mientras yacía inconsciente. El tipo de cosas que le quitan las ganas de seguir
adelante a un artista con ambiciones, vamos. ¿Te he contado ya que el Papa
quiere matarme?
—¿Todo
esa retahíla forma parte de tu espectáculo?
—No,
no; qué disparate. No, yo estoy aquí porque el mundo se acaba y me han mandado
a mí para que lo comunique.
—¡Un
minuto para salir, tarado! —me informó amablemente un miembro del staff.
Dolores
me dedicó una mirada capaz de hacer caer la noche de repente.
—Mira,
te voy a presentar porque me das pena. —Un tanto a favor del Resplandeciente
Elegido del Señor.
—No
sabes cómo te lo agradezco. Si tuviera ganas de perforarme los labios, te
besaría las manos —le dije a Dolores antes de que saliera al escenario con un
bufido.
—¿Quién
era esa putita? —me preguntó Ramone—. Qué pintas, qué pintas, qué pintas. Si
sus padres siguen vivos, seguro que quieren morirse.
—¿Me
has vendido como cómico, mamonazo? ¡Valiente mierda de manager!
—Vamos,
vamos, vamos; no seas quisquilloso. ¿Tú no querías seguir la senda de
Jesucristo? El Hijo de Dios era un guasón. Metía cada morcilla en los sermones
que no veas. ¿No te lo contó Uriel?
—¿Te
estás quedando conmigo?
—Nonononono;
en serio. Lo que pasa es que cuando lo mataron se le agrió el carácter.
—Niños
—dijo Dolores al micrófono. La muchedumbre comenzó a berrear—. Con vosotros, un
hombre que está dispuesto a morir por vuestros pecados ahora mismo. Así que, si
alguno de vosotros ha colado una pistola en el recinto, dad la bienvenida a ¡El
Nuevo Mesías!
Allá
iba yo, dispuesto a enfrentarme a un público que en su mayor parte tenía las glándulas
salivales excepcionalmente bien entrenadas.
—¡Que
se suicide, que se suicide! —coreó un nutrido grupo de la primera fila nada más
verme llegar al micrófono.
—Buenas
tardes —dije.
—¡Te
voy a arrancar la cabeza, cabrón! —contestó uno que al parecer no otorgaba
ninguna importancia al hecho de estar sangrando por ambos oídos.
—Hermanos,
soy el Enviado del Señor —continué leyendo el sermón que me habían preparado el
Espíritu Santo y el Narrador—. En estos días aciagos…
—¡Que
te follen! —recomendó un greñudo que se habría ganado mi voto en el concurso
Míster Eslabón Perdido, aunque solo fuera por su destacada participación en la prueba
“Intentar mantenerse erguido”.
—¡Jean-Claude!
¡Jean-Claude! —bramé, guiado por la fuerza de la costumbre. Mi leal mayordomo
apareció a mi lado.
—¿Milord?
—¿De
dónde ha salido ese alborotador?
—¿Cuál
de los ocho mil, señor?
—¡El
muy hijoputa tiene un mayordomo! ¡Capitalista! ¡Negrero! ¡Al paredón! —dijo el
greñudo, cuyos piojos, a buen seguro, se encontraban en medio de un encarnizado conflicto territorial (saltaba a la vista que se trataba del tipo de persona
que prefiere comprarse un mono a lavarse la cabeza. Por la desparasitación,
digo. Si la maniobra no daba resultado, siempre se podía recurrir al napalm).
—Así
no voy a conseguir nada —dije lanzando el sermón por encima de mi hombro—. ¡Oíd
la Palabra del Señor, cabrones!
Tomé
aire. La muchedumbre me miró.
—Vengo
a vosotros en voto de humildad y con el estómago vacío, porque mi representante
me ha dicho que un hombre hambriento es un hombre convincente. Soy el Elegido
del Señor y vengo a traeros la buena nueva, y la mala también. ¿Cuál queréis
que os diga primero? Oigo por ahí a un apestoso hippie bañando en LSD decir “La
mala, la mala”. Pues bien, hermanos, la mala es que el fin del mundo se acerca.
Y la buena es que probablemente ocurrirá antes de la revisión de vuestra
libertad condicional. Aún así, os queda algo de tiempo. Tiempo para redimir
vuestros pecados. Tiempo para que dejéis las drogas, o para que acabéis
prontito con la que os queda. Tiempo para que le pidáis perdón a vuestra madre
por vender el televisor para comprar heroína. Las madres, qué grandes sufridoras. Todavía
recuerdo cuando le dije a mi madre que iba a unirme a Dios. Me dijo, “Hijo mío,
tú haz lo que quieras, pero ¿no es demasiado mayor para ti?”. Decidí hacer
oídos sordos, naturalmente; mi progenitora ya había arruinado anteriormente
otra de mis relaciones, en este caso por motivos raciales. Me cogió por banda y
me dijo, “Hijo mío, me consta que lo vuestro es amor verdadero, pero no te
puedes casar con un perro”. Pero no he venido a hablaros de mi madre, sino de
vuestro Padre. No de vuestro padre el borracho, quiero decir, sino del Otro. El
Padre de Todas las Cosas, incluida la foca narizona, que mira que es fea, la
cabrona. Sí, hermanos; la foca narizona también es Obra del Señor, aunque
cuando se le pregunta al respecto recuerda repentinamente que tiene mucho que
planchar. Y todos vosotros también sois Obra Suya, aunque no sé en qué estaría
pensando cuando hizo al gordo cabezón ese de la cuarta fila. Y como Obra Suya
que sois, Dios os ama. “¿Y si nos ama, porque quiere mandar a la Humanidad a
Donde Picó el Pollo?”, os estaréis preguntando. Porque hay amores que matan, os
respondo yo de su parte, que tiene el cesto de la plancha hasta arriba y no ha
podido venir personalmente. Os va a destruir porque no soporta veros sufrir.
“Si yo me encuentro muy bien”, dirá alguno que se encuentre muy bien. Y el
Señor dice: “Pues te jodes”. O todos moros, o todos cristianos; a ver si ahora
el Apocalipsis va a ser el Coño de la Bernarda. Es cierto que unos pocos
virtuosos van a sobrevivir, pero me juego el cuello a que ninguno de los
afortunados se encuentra entre vosotros, con la cara de hijos de puta que
tenéis todos. Sí, hermanos, muy pocos bienaventurados veo yo aquí esta tarde; seguro
que a más de uno os han interpuesto una orden de alejamiento sin venir a cuento.
Pero Dios jamás os hará una cosa así, si os acercáis a Él de buena fe y con el
alma limpia de roña. Acercaos a Él, pero sin intermediarios. No os fiéis de
aquellos que aseguran hablar en Su nombre pero mueven las manos nerviosamente
bajo la sotana. Porque, aunque no lo parezca, el Creador es un tipo
razonablemente accesible. Ya sé que algunos diréis: “A mí Dios no me ha
escuchado en su puta vida”. Eso es porque solo os acordáis de Él cuando vais a
examinaros por quinta vez del carnet de conducir, mamones. No os pido que
recéis; al Altísimo, las oraciones se la traen floja. Os pido que penséis en Él
la próxima vez que vayáis a robar una moto, o vayáis a pegar una paliza al
camello que os vendió la farlopa cortada con speed, o la próxima vez que os
dispongáis a romper algo en la cabeza de alguien. Dios os vigila, y le tenéis
contento. ¿Acaso os da igual ir al Infierno? Os diré una cosa; yo he estado en
el Infierno, y es un muermo del copón. Vais listos si creéis que nada más
llegar allí os van a meter cosas por el culo y a dar descargas eléctricas en
los genitales; el Infierno no es tan divertido en absoluto. En el Infierno hay
salas de espera, y colas, y hay que decir una contraseña que nadie conoce para
entrar en cualquier bar. Pero el Cielo no; el Cielo tiene un montón de cosas
chulas. Sol. Bancos para sentarse. Futbolines. Monedas de cinco duros por un
tubo. Y un montón de famosos muertos. Y si no me creéis a mí, tal vez creáis a…
¡Aníbal Smith del Equipo A!
—¡Me
encanta que los planes salgan bien! —dijo a modo de saludo el fantasma de Aníbal
cuando apareció a mi lado. Mi as en la manga.
—Gracias
por venir, Aníbal —dije sacando el micrófono de su pie.
—Siempre
es un placer, Mesías.
—Le
estaba contando a estos muchachos las ventajas de ir al Cielo cuando te mueres —introduje.
—El
Cielo es un lugar fantástico.
—Sí,
sí. Oye, Aníbal, aunque ellos ya lo saben, ¿por qué no le cuentas a los chicos
a qué te dedicabas antes de morir?
—Era
soldado de fortuna, Mesías.
—Un
mercenario.
—Un
mercenario. Capitaneaba un grupo de soldados de élite que se alquilaba al mejor
postor, si el trabajo nos parecía justo.
—Pero
eso fue antes de encontrar a Dios, ¿verdad?
—Sí,
sí. Antes de abrazar la fe, mi vida estaba sumida en la violencia, ¿sabes?
—Aunque
tengo entendido que nunca mataste a nadie.
—No,
no. Disparábamos a las ruedas y nadie salía gravemente herido. Tengo que
reconocer que esa filosofía de vida facilitó mi acceso al Reino de los Cielos.
—¡Aníbal
Smith no es una persona real! —exclamó un hippie. Curiosa afirmación para una
tipo que tenía aspecto de llevar varios días viviendo en Saturno—. ¡Ese es el
fantasma del actor que lo interpretó, George Peppard!
—¡Farsantes!
—gritó otro.
—Este
amo tuyo es muy tonto —le dijo Ramone a Jean-Claude entre bastidores—. Le
sugerí que podía invocar a un muerto para infundir algo de verosimilitud a su
discurso, y no se le ocurre otra cosa que invitar a un personaje de ficción.
—Lo
siento, Mesías; al principio iba tan bien… —se disculpó George Peppard.
—No
te preocupes, George Peppard; tú has estado colosal. La culpa es mía. Hace una
hora que abrieron las puertas; supuse que a estas alturas ya habrían asesinado
a todos los frikis.
El
público de las primeras filas empezó a escupir hacia el escenario; señal de
protesta que marca el comienzo de la ruptura de las relaciones, según el manual
de estilo del cuerpo diplomático del Imperio Mongol.
—Esto,
Mesías, si me disculpas, creo que algún retrasado de Wisconsin me está
invocando con una ouija —dijo Peppard.
—Me
hago cargo. Gracias por venir —dije apesadumbrado y cubierto de escupitajos.
Y
entonces, sin previo aviso, mi cabeza fue golpeada por algo blandito. Intenté
vislumbrar al responsable de semejante porquería de agresión entre mi inflamado
público. Otra cosa blandita cayó en la cabeza de una de las asistentes, que
enseguida dejó de enseñar las tetas. Miré al cielo. Estaban lloviendo pequeños
objetos blanditos de color amarillo que hacían “¡mogui!” cuando caían en la
cabeza de alguien.
El
Apocalipsis acababa de comenzar, pero en aquel primer momento no supe ver las
señales. Nadie en su sano juicio habría relacionado el fin del mundo con una
plaga de pollos de goma.
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