Mira, mamá; aquí sirven zumos naturales
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 4.
Las
puertas del Club no estaban a más de un metro a nuestras espaldas; una
distancia pequeña, pero aparentemente insalvable para un tipo que está a punto
de ser fusilado.
—¿Sabes, Señor? En el fondo, siempre
he querido acabar así. Cosido a tiros en la puerta de una whiskería.
—Ejem. —Dios tenía un concepto muy clásico del
carraspeo—. En realidad, yo esto lo veo más como un club de recreo.
El Poli Cabrón empezaba a impacientarse. A pesar de
que era el único que no nos estaba apuntando con un arma, el fuego de sus ojos
me había convencido de que era capaz de encontrar la manera de matarme con el
megáfono.
—¡A ver, vosotros dos, hippies apestosos! ¿Queréis
dejar de hablar y venir hacia aquí a la mayor brevedad posible?
—Tú estás más acostumbrado a verte en estos follones
—dijo el Hacedor con las manos en alto—. ¿Tienes algún plan?
—Digo yo que por una vez podrías saltarte tu
política de no intervención y salvarnos el culo con un milagro de los tuyos —sugerí—.
Yo creo que una plaguita de langosta más o menos no desentonaría mucho en medio
de este desmadre.
—Para langostas estoy yo, con el dolor de cabeza que
tengo.
Bien porque mi sola sugerencia hubiera accionado
algún tipo de resorte con el cartel “Maniobra de distracción de nivel bajo” en
el subconsciente del Todopoderoso, bien porque era su forma de exteriorizar una
resaca, del cielo empezó a caer una fina lluvia.
—Las puertas de este sitio son abatibles, ¿verdad? —pregunté.
—Naturalmente. Como las de cualquier, eh, peña
recreativa.
—¡Me cago en la sota de bastos! —dijo el Poli
Cabrón, el tipo de persona que parece hablar siempre entre signos de
exclamación—. ¡Pues no se pone a llover!
—No se preocupe, Sargento —dijo un joven madero—. Solo
son cuatro gotas, y la verdad es que hace falta que llueva, por los campos y
eso, y el ambiente, que está muy cargado por la maldita contaminación, ya
sabe...
—¡¿Pero tú te crees que yo no quiero que llueva?!
¡¿Por qué clase de mamón inconsciente me has tomado?! ¡Si ha de llover, que lo
haga en condiciones, pero no esta mierda, que lo único que hace es enguarrar
los coches patrulla! ¡Y los habremos lavado esta mañana! ¡Menuda putada!
Después de que el tanteo del terreno arrojara unos
resultados satisfactorios, la lluvia pareció ganar confianza y empezó
precipitarse con más brío.
—¡Sargento! Está empezando a apretar. ¿Podemos
apuntar a esos dos a cubierto en el coche? Es que se nos van a empapar los
chalecos antibalas, señor, y no vea usted lo que tardan en secarse.
—Ya te digo —dijo otro madero—. Y lo que pesan
cuando están mojados, señor. El otro día que llovió tanto, mi mujer puso el
chaleco a secar y se cayó el tendedero con toda la colada del día, señor, sí,
señor, y hala, toda la ropa esparcida por el ojo patio, las toallas, un juego
de sábanas nuevo, las bragas de mi parienta, ahí, venga, a tomar por culo.
El trueno que estalló a continuación sonó como si un
camión cisterna volador cargado de gasolina hubiera sufrido una colisión
frontal con un zepelín, haciendo saltar las ventanillas de los coches patrulla.
—¡¡Joder!! —exclamó un joven agente que un segundo
antes estaba comprobando frente al espejo retrovisor si la lluvia había
desestabilizado la composición química de su fijador y ahora tenía la cara
cubierta de cristales.
—¡Pero, coño! —dijo el Poli Cabrón—. ¿Estáis bien,
muchachos?
—No hemos sufrido ningún daño destacable, señor —informó
un agente que parecía considerar el lóbulo de su oreja izquierda una parte
prescindible de su cuerpo.
—No sabes cómo me alivia escucharlo, hijo. Ahora,
vamos a trincar a esos dos cabrones y... ¡Un momento! ¡¿Dónde coño se ha metido
el barbas?!
Pues el Creador había sido arrastrado por el cogote
hacia el local por una mano que se me antojaba del tamaño de una bandeja de
pasteles. Yo, dejado a mi suerte, salté hacia atrás y abrí las puertas del Club
con la coronilla antes de que el Poli Cabrón y sus agentes pudieran volver a
organizarse. Este tipo de entradas causa bastante conmoción entre los
parroquianos, pero no es demasiado recomendable si pretendes que tu masa
encefálica se siga manteniendo dentro de los límites de tu cráneo. Una fracción
de segundo después me encontraba tirado en el suelo, mirando unas bragas rojas
de encaje que harían que cualquier fetichista de la lencería se tragara la
lengua. Por suerte, había caído justo entre las piernas de la tía con la falda
más corta a este lado del Meridiano de Greenwich.
—Al cura de mi pueblo le va a dar un infarto cuando
le cuente esto —comenté.
—¿Vas a levantarte del suelo o te vas a quedar toda
la noche mirándome el potorro? —dijo la morena de piernas largas.
—¿Podrías arrodillarte un poco? Es que desde aquí
abajo no te escucho bien.
En ese momento experimenté una sacudida tan violenta
que casi me hizo echar la papa encima de la túnica del venerable anciano de
barba gris y prominentes entradas en la cabeza que me había agarrado por las
chaquetilla del traje de luces y me había elevado a treinta centímetros del
suelo.
—¡¿Molestando a la chicas?! —dijo el anciano, que me
lanzó una mirada que hablaba por sí sola. En concreto, esta decía "Te voy a clavar un punzón en las tripas".
—Joder, abuelo, está usted hecho un toro —observé.
El encolerizado anciano no parecía albergar la
intención de dejarme en tierra firme, así que, desechando la idea de un
enfrentamiento directo, pensé que resultaría más prudente quedarme quietecito y
esperar que el peso de mi cuerpo le abriera alguna vieja hernia.
—¡Petrus, déjalo en el suelo! —exclamó el Señor—. ¡Eso
que estás zarandeando es el Nuevo Mesías!
El hercúleo anciano me soltó después de lanzar un
gruñido.
—¡Es verdad, soy el Mesías! —El recordatorio de mi
nuevo estatus me había envalentonado—. ¡Soy el Redentor! ¡El que Parte la Pana!
¡Así que tú, a la puta calle!
—No puedes despedir a Petrus, hijo. Es el Guardián
de la Puerta —dijo Dios.
—¿Este carcamal es vuestro gorila? —pregunté.
—Petrus lleva siglos realizando su trabajo de forma
impecable —aseguró el Señor.
—Petrus debería estar dando de comer a las palomas.
—¡Cómo te atreves, sabandija! —dijo Petrus.
—Muchachos, muchachos, dejaos de chiquilladas —dijo
el Todopoderoso.
—¿Qué vamos a hacer con nuestro pequeño problema de
ahí fuera, Señor? —pregunté.
—¿Qué pretendes que hagamos? Esto es la antesala del
Cielo; aquí dentro estamos a salvo —aseguró el Creador—. Ningún ser vivo puede
entrar.
—Yo estoy vivo.
—Tú eres el Nuevo Mesías.
—¡Coño, es cierto! —Me entusiasmé—. ¡Soy el
Redentor! ¡Soy el Cordero! ¡Soy el Vino!
—Eres la Hostia —repuso Petrus, también conocido
como Simón Pedro, según a quién preguntes.
—¡Tú, a la puta calle!
—Que no puedes... ay. —Dios suspiró—. Mira, voy a
darme una ducha y a tomarme algo para la jaqueca. No hagas el ganso. Nada de
chatis y nada de bebercio. —Se volvió a Petrus—. Petrus, vuelve a tu puesto, a
ver si se nos van a amontonar las almas en la puerta.
—Tranquilo, jefe —respondió Petrus, que se dirigió
hacia la entrada no sin antes dedicarme una mirada impropia de un Papa jubilado.
Aproveché que
me habían dejado solo para echar un vistazo al lugar, que ofrecía pocas
innovaciones en el campo del interiorismo de puticlubs: luces de colores,
columnas con espejos, un pequeño escenario circular vacío, una larga barra y un
suelo que estaba pidiendo a gritos un poco de queroseno.
—¿De verdad eres el sustituto de Cristo? —preguntó de
forma seductora la morena de piernas largas agarrándome del brazo—. Eso suena
muy sexy.
—¿Sabes? Me encantan las perturbadas —confesé—.
Anda, vente conmigo, que nos vamos a meter unos lingotazos. ¡Bartolo, dos
chupitos de tequila!
—¡Eh, Mesías! —dijo Petrus a mi espalda.
—Petrus, ¿no ves que estoy ocupado?
—Ya, bueno; es que me dio la impresión de que te
interesaría saber que el que parece el jefe de los polis de ahí fuera ha
sufrido un percance —dijo Petrus.
—¿El Poli Cabrón? ¿Qué le ha pasado?
—Que ha caído un rayo en su coche y creo que se ha
electrocutado.
—¿Y? —dije con impaciencia
—¿Tú eres tonto o qué te pasa? ¡¿Qué hacemos
si está muerto y quiere entrar?!
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