El Apocalipsis según se mire. Capítulo 7.
—¡Jean-Claude!
¡Jean-Claude!
Mi
aparición fue tan brusca que mi leal mayordomo derramó su té importado de la
India sobre el primer tomo de las Obras Completas de Lord Byron.
—Qué
inesperada sorpresa, milord. Si me permite la osadía, denoto en su voz un tono
ligeramente... aflautado, señor.
—Eso
es porque el Creador, en Su Infinita Sabiduría y como medida cautelar, ha estimado
conveniente confiscarme las pelotas —expliqué—. Aunque deberías haberme
escuchado hace una semana; mi voz sonaba como una copa de cristal acariciada
por una pluma, o alguna otra cosa tan poco varonil como esa. Afortunadamente,
parece que estoy haciendo progresos gracias al aguardiente mañanero y al tabaco
negro.
—¿Debo
deducir por la descripción de sus licenciosas actividades que la Otra Vida no
es más que una prolongación de esta?
—Bueno,
nos emborrachamos a espaldas de nuestro Padre, si es eso a lo que te refieres.
—¿Se
emborrachan, señor?
—Sí.
Hasta que llegué yo, esas nenazas de ángeles solo bebían zumito y alguna tónica
de vez en cuando, ¿puedes creerlo? Pero no veas lo pronto que le han cogido el
gusto al anisete.
—¿Y
a qué se debe el honor de esta visita, milord?
—Estoy
practicando el rollo ese de las apariciones —contesté—. Me producen una jaqueca
terrible, pero me estoy pegando una hartada de reír. Hace un instante he
aparecido en un lavabo público de algún lugar del Kurdistán. Un tipo se ha
pillado la minga con la cremallera, del susto.
—Veo
que su sentido del humor sigue intacto, milord, a pesar de su inopinada
emasculación.
—Sí,
bueno, mira el lado positivo. Toda la vida queriendo adelgazar, y es llegar al
Cielo y perder ciento cincuenta gramos de golpe y porrazo.
—Espero
que se trate de un chiste, señor —repuso Jean-Claude.
—Hablando
de chistes, un querubín me ha contado uno muy bueno esta mañana. Verás,
están un francés, un inglés y un español en el Reino de los Cielos, y el
francés dice, "Pues yo, cuando estaba vivo..."
—No
quisiera parecer grosero, amo, pero, ¿ha bajado desde el Cielo para acometer la
improbable misión de hacerme reír?
—Perdona,
Jean-Claude, es que hace tanto que no te veía…
—Yo
también lo extraño, milord —dijo Jean-Claude con el mismo imperturbable tono de
voz que solía utilizar para anunciar “Sus huevos escalfados, señor”.
—Antes
de irme, ¿podrías bajar a la bodega a por un par de botellas, Jean-Claude? Los
muchachos y yo damos una fiestecita esta noche, cuando el Señor se eche a
dormir.
—¿De
los licores más selectos, milord?
—¿Has
perdido la cabeza? No, no; un par de botellas de algo medianito. Ni bueno-bueno,
ni malo-malo; lo suficientemente potable para quedar bien con gente de paladar
poco entrenado.
Me
desvanecí después de agarrar dos botellas de un orujo cuyo aroma había
mantenido a raya durante años a las ratas de mi bodega; una receta casera de un
amigo mío que ya iba por su tercer trasplante de hígado.
A
pesar de lo que se pudiera deducir de mis palabras, mi estilo de vida en el Reino
del Señor distaba mucho de poder calificarse como trepidante. De ocho de la
mañana a tres de la tarde me dedicaba al aprendizaje de materias
como Prédica, Oratoria, Alabanzas al Señor o Teología Comparada a través de
agradables paseos guiados por Dios, maestro y a la vez objeto de estudio, lo
cual facilitaba mucho las cosas. Momentáneamente desposeído de mi facultad para
resucitar a los muertos, en la tercera semana de mi estancia en el Cielo el
Hacedor empezó a enseñarme milagros pequeñitos, como hacer aparecer calcetines
largo tiempo desparejados debajo de un sofá, para estupor de sus ya
desesperanzados propietarios. Por la tarde había poco que hacer, la verdad; en
comparación, la vida contemplativa de un monje budista era un desmadre rayano
en el escándalo. Se supone que los ángeles tienen el Sagrado Deber de vigilar a
la Humanidad, pero lo cierto es que el gremio prefiere rascarse sus
inexistentes pelotas, lo cual me llena de asombro, como si Por Aquí hubiera
otra cosa mejor que hacer. En realidad, los coros celestiales desprecian a los
seres humanos, y siempre andan criticando sus peinados y sus olores corporales.
Antes de la cena solía frecuentar el despacho de Dios para curiosear la
literatura, la música y la obra plástica que los mayores genios de la Historia
de la Humanidad habían creado después de muertos. Cuando le pregunté al Hacedor
acerca de su interés por la labor artística y cultural de sus hijos, me
respondió con un tajante “¡Para algo que hacéis bien!”.
Una
mañana, a la sombra de un abeto, reconocí ante Dios que quizá no estaba versado
en las Sagradas Escrituras todo lo que debiera, no sin cierto reparo y aun
temiendo que el Señor me endilgara una primera edición del Antiguo Testamento como
regalo por mi santo. De hecho, mis conocimientos en la materia se limitaban a
lo aprendido en las ya lejanas y dudosamente instructivas clases de religión
del colegio y a las pocas y a buen seguro erróneas conclusiones extraídas de la
lectura de una edición ilustrada de los Evangelios cuya compra recomendó a mis
padres la señorita Rosario, mi catequista, que supo ver en mí una temprana
inclinación hacia el agnosticismo una vez que me sorprendió orinando en la pila
bautismal de la parroquia con la ayuda de un banquillo. El Creador no pareció
otorgar ninguna importancia a mi falta de conocimientos acerca de su turbulento
pasado y del resto de la crónica sagrada oficial.
—La Biblia está llena de errores e
informaciones parciales —dijo el Señor—. Y, además, es un ladrillo. Le encargué
su escritura un tipo que pasaba por allí cuando empecé a crear el universo; el menda
asistió a todos los acontecimientos importantes, la creación de la Tierra, mis incursiones
en la vida de los hombres, las andanzas y enseñanzas de mi Hijo… Todo. Se supone
que debía llevar un registro exacto de los eventos más relevantes, pero parece
que al señorito se le iban a caer los huevos al suelo por llevar encima un
papiro y una pluma, así que lo redactaba todo de memoria, cambiando las partes
que no le gustaban e inventándose las cosas que había olvidado debido a sus
extensas lagunas mentales.
—¿Y
qué hay de los profetas, evangelistas y demás fulanos a los que se atribuye su
confección?
—¿A mí qué me cuentas? Eso es cosa
de vuestros investigadores, que son todos unos lumbreras. El Narrador solo
entregaba libros anónimos —dijo el Señor—. Los profetas… Si allí el único que
tenía estudios era Salomón, y era incapaz de escribir dos frases coherentes
seguidas. Abraham y los demás no sabían hacer la o con un canuto. A Moisés le
tuve que leer una y otra vez las Tablas de la Ley, para que después se las
recitara de memoria a su pueblo. No te imaginas el trabajito que me costó que
se aprendiera los mandamientos; cuando llegaba al décimo, ya había olvidado el
segundo, y siempre estaba cambiando el orden… Cuarenta días con sus noches
tardó en memorizarlos correctamente. Habría terminado antes si le hubiera
entregado las Tablas a un papagayo —Dios suspiró—. De los Evangelios no quiero ni acordarme. Por
una lamentable serie de malentendidos que no vienen al caso, los que aparecen
en el Nuevo Testamento son en realidad los cuatro primeros borradores del
Evangelio Único, que está criando polvo en un cajón. El Narrador escribió seis
o siete versiones más hasta que dio con la definitiva, pero las autoridades
eclesiásticas decidieron que las cuatro primeras no estaban mal y que
respondían bastante bien a sus intereses particulares, los cabrones —añadió el
Señor.
Llevaba
casi tres meses en el Cielo cuando el Creador me citó en el Borde Exterior para
encargarme no sé qué misión. Me sobraba tiempo y hacía una tarde magnífica,
como todas las de Allí Arriba, así que decidí recorrer un trecho a pie. En el
inmenso parque, me detuve un momento junto a un pequeño grupo de residentes que
comentaba las circunstancias de sus respectivas muertes.
—A
mí me atropelló un camión cisterna que iba a ciento setenta kilómetros por
hora —dijo un muerto.
El
resto de difuntos miró con admiración al tipo.
—Pues
a mí —dijo otro muerto— me asfixió una anaconda en una cuenca del
Amazonas. No veas que angustia.
"Hala",
decían los muertos.
—A
mí me cayó un piano encima desde un cuarto piso —dijo otro muerto que se quedó
tan pancho.
—¡Venga
ya! —dijo el segundo muerto—. Eso no le ha pasado nunca a nadie.
—¡Bueno,
vale, me dio un ataque al corazón, qué pasa!
—Qué
cutre —dijo el primer muerto.
—¡¡Cómo
que qué cutre!! ¡Es una causa de mortalidad muy común! ¡No todos hemos tenido
la mala suerte de sufrir una muerte tan miserable como la de ser atropellado
por un camionero borracho!
—Yo
morí congelado en una ladera del Himalaya —dijo un cuarto muerto.
—¡Olé!
—dijo el primer muerto.
—¿Olé?
¿Olé? —dijo el del ataque al corazón—. ¡¿Qué mérito tiene?! ¡Se le planta
en los cojones escalar el Himalaya y se queda tieso allí en medio! ¡Menudo
soplapollas!
—Eso
no es nada. A mí me envenenaron con cianuro, me pegaron tres tiros, me
partieron el cráneo y me tiraron a un río —dijo Rasputín.
—¿Pero
qué...? —dijo un ángel que pasaba por allí. Miguel o alguno de esos. Son todos
iguales, cojones—. ¡¿Qué hace aquí Rasputín?! ¡Eh, tú! ¿Qué te hemos dicho
sobre lo de subir Aquí Arriba?
—Eh,
yo ya me iba —respondió Rasputín—. Se está tan a gustito aquí, con esta
brisilla...
El
ángel lo agarró de la túnica.
—Tira
p'alante, que me tienes contento.
Me
acerqué a ver qué pasaba, aguijoneado por la curiosidad.
—¡Eh,
tú, el rubio de la melena rizada!
Unos
siete ángeles que pasaban en ese momento por allí se volvieron para preguntarme
al unísono "¿Qué tripa se te ha roto?"
—Vosotros
no, ese de ahí —dije señalando al ángel que se llevaba a Rasputín.
—¿Qué
tripa se te ha roto?
—¡Tú
no! ¡Joder! ¿Por qué tenéis que ser todos iguales? ¡El que se lleva al monje
ruso!
—Ah,
bueno —dijo el ángel con el que quería hablar desde el principio—. Especifica,
hombre. ¿Qué tripa...?
—¿Dónde
llevas a ese tipo?
—¿Tú
qué crees? A la ciénaga donde pertenece. —Y dio media vuelta, tirando del brazo
de un avergonzado Rasputín.
En
el tiempo que llevaba en el Cielo, el Altísimo jamás había hecho mención al
lugar donde van las almas que no acaban Aquí Arriba. Días atrás se me ocurrió
preguntarle al respecto y eludió el tema con la sutileza que lo caracteriza.
—¿El
Infierno? —El Creador parecía sorprendido—. Sí, ejem, bueno. Verás, cof, el
Infierno, cof, cof... Disculpa, cofcofcof, ejem, garrrrrk, bluargggg… —Empezó a
toser como un descosido.
—Señor,
que te vas a ahogar —le dije mientras le pegaba palmadas en la espalda.
—Cof...
ay que me da... raaaaarg...
—Tú
verás que echas la papa.
—Acércame
la botella de agua. —El Señor se tragó medio litro de una tacada—. ¡Cof! Mira,
qué malito me he puesto.
La
ingeniosa maniobra de distracción del Creador me hizo pensar que se trataba de
un tema incómodo para él, así que planeé obtener la información de otra fuente.
Pero eso tendría que esperar; en ese momento divisé a Dios en el Borde Exterior
del Cielo con vistas a la Tierra. Un insólito paraje formado por hermosas
cataratas e imponentes acantilados desde donde los ángeles eran testigos del
devenir de la vida humana.
—Señor,
ya está otra vez ese tío de Kioto comiéndose los mocos —avisó un ángel que al
parecer tenía una concepción del pecado excesivamente flexible.
—Muy
bien, muchacho, sigue así —dijo el Señor, que añadió entre dientes—: Joder,
pero que tío más tonto.
—¿Llego
tarde, oh, Creador de Todas las Cosas? —dije al aterrizar al lado de Dios y del
pequeño Uriel.
—Aaaaaaleluya,
aleluya… —Uriel había adoptado la molesta costumbre de entonar El Mesías cada vez que se cruzaba
conmigo, en una vibrante interpretación que le había valido la felicitación del
mismísimo Haendel, que, por lo demás, era un gilipollas insoportable.
—Uriel,
¿por qué no tocas algo de lo que hemos estado ensayando? —repuse.
—S-sí,
señor —respondió el apocado Uriel—. Ejem. Una alemana me la meneaba…
—¿Eso
es lo que le has estado enseñando al chico? —dijo Dios.
—¿Qué
me decías de no sé qué misión que ibas a encomendarme?
—Ah,
sí, sí. Verás, llevamos ya un tiempo con la teoría y había pensado en algo con
lo que ocupar tus ociosas tardes.
—Señor,
te recuerdo que mis tardes no eran nada ociosas hasta hace una semana, cuando
era el orgulloso gerente del Templo para la Meditación y el Recogimiento
que levanté en Tu honor, y que Tú mismo te encargaste de clausurar.
—Hijo
mío, no creo que la palabra "clausurar" sea la más adecuada en este
caso. Yo diría más bien "desmantelar." ¡Ese Templo que erigiste en Mi
honor servía de tapadera para un casino!
—Minucias.
—Me hice el tonto.
—¡Milenios
procurando que el Cielo sea un remanso de paz y armonía y ahora va este tío y
me monta un antro de perdición en dos días! ¿Qué esperabas que hiciera?
—Disculpa
mi atrevimiento, oh, Señor —rogué—. No pude evitar darme cuenta al llegar aquí
de que no teníais una triste tasca donde procurarse un desahogo. Sencillamente,
me tomé la libertad de subsanar tan lamentable omisión. Atribúyelo a mi
exuberante visión empresarial, si te place.
—¡Mis
ángeles están desatados desde que llegaste! —bramó el Señor—. ¡Ayer, Gabriel iba
tan mamado que se cayó justo encima de una vidente de Wisconsin durante una
invocación! ¡No te imaginas los hilos que he tenido que mover para tapar el
asunto!
—¿Sabes
lo que pasa? Que se comió una papa asada y luego se tomó cuatro gin-tonics muy
seguidos. Le advertí que se trataba de una combinación casi mortal, pero…
—Escúchame,
¿qué te parecería ser el ángel de la guarda de alguien durante una temporada? Considéralo
una especie de entrenamiento. Estar al cuidado de una persona de manera
desinteresada podría enseñarte un par de cosas. Por no hablar de que me
vendría bien perderte de vista unos días.
—Bueno
—dije encogiendo los hombros—. ¿Y a quién tendría que proteger? Si puedo
elegir, preferiría a una persona piadosa, de esas que dan limosna o pertenecen
a alguna ONG. Alguien de ese tipo, con las tetas grandes, si puede ser.
—Ah,
no, ni hablar —dijo el Señor, tajante—. Ya he elegido por ti. Acércate.
Dios
me condujo al mismísimo borde del Borde Exterior, que permite al observador controlar
cada ángulo de la esfera terrestre, “siempre que este sepa dónde mirar”, en
palabras del Creador, que parecía considerar superfluo perder el tiempo en
explicaciones más detalladas del funcionamiento general del Cielo.
—He
de advertirte que la persona que vas a proteger no tiene necesariamente que
caerte bien —me informó el Creador—. Mira hacia abajo.
—¿Quién?
—dije mirando en dirección a la Tierra—. ¿Esa anciana del andador? Hombre, si ese
es tu designio… Pero, vamos, no creo que haya mucha vida que proteger ahí.
—¿Adónde
estás mirando? Sigue la dirección de mi dedo.
—¿Un
tío de uniforme? —Agucé la vista—. Oh, no. Nononono. Ni de coña. ¡¿Por qué él?!
—Porque
velar por la seguridad de un enemigo te purificará, te hará crecer como persona
y, con suerte, te pondrá en camino para convertirte en un mesías al menos
decentito —explicó el Señor, me pareció que con un leve brillo de satisfacción
sádica en su mirada.
En la Tierra, el Poli Cabrón se comía un bocadillo
de mortadela con aceitunas en su coche patrulla aparcado en un arcén, felizmente
ignorante de lo que le venía encima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario