Holi
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 27.
Aquella
tarde decidí hacer una visita a Uriel en su puesto de trabajo para comprobar si
el chico sabia defenderse fuera de su campo habitual, es decir, entonar
horrendas canciones de corte sacro y quedarse de pie hecho un pasmarote
fingiendo analizar la situación con sumo detenimiento, sus habilidades
angelicales más reseñables.
—Siguiente —dijo Uriel desde su
escritorio.
—Oye,
Uriel… —dije yo sentándome en frente.
—¡Señor!
¿Qué hace aquí? —El arcángel parecía tan alarmado que revisé instintivamente mi
indumentaria, por si antes de salir hubiera cometido el lamentable error de
confundir mi cinturón de cuero con uno de explosivos.
—¿Pero a ti qué te pasa? —pregunté.
—Señor, este no es lugar para
resolver disputas privadas —me dijo en voz baja, huyendo de la mirada
inquisitiva de la típica Señora Gorda Haciendo Fotocopias que parece infestar las oficinas de los
organismos oficiales de todo el universo.
—No te preocupes por eso; he sacado
número, ¿ves? —le dije soltando en su mesa mi tique.
—Señor, no puede obstruir la función
pública por motivos personales.
—Vengo por asuntos laborales. A ver,
¿has presentado ya tu dimisión?
—Señor,
señor… —suspiró Uriel mientras apretaba insistentemente una pelota anti estrés.
—¿Qué?
¿Qué?
—Mire,
señor, es mi hora de la merienda. Ande, le invito a un chocolate.
Al
rato estábamos haciendo buena cuenta de un cafelito y un sándwich mixto.
—…y
van y le adjudican una Subdirección. Uno no quiere ser malpensado, pero no
puede evitar preguntarse, ¿a quién se la habrá chupado? —reflexionó Uriel.
—Uriel,
tú antes no hablabas así. ¿De dónde has sacado ese lenguaje?
—¿De…
de usted, señor? —El rostro de Uriel adquirió el color de la punta de un cipote
en carne viva. Anda que no se me dan bien a mí los símiles ni nada.
—¿De
mí? No me hagas reír. Dime cuándo me has escuchado tú a mí decir, “¿A quién se
la habrá chupado?” Chupado… “¿A quién se la habrá mamado?” Eso es más propio de
mí.
—Señor,
¿se le ofrece algo más, o simplemente ha venido a humillarme?
—He
venido a discutir la gilipollez esa de quedarte aquí para siempre.
—La
decisión está tomada, señor.
—Uriel,
solo quiero que hablemos del tema como hombres adultos y razonables.
—¿Adultos
y razonables? ¿Y para qué ha traído esa palanca?
—Es
el plan B. Por si te obcecas demasiado —advertí sin amenazar directamente, o
eso me pareció.
—No
estoy obcecado, señor. He pensado seriamente en el tema y he decidido que
quiero labrarme un futuro aquí.
Acaricié
la palanca.
—M-mm.
Vale. —Medité lo que iba a decir a continuación—. Mira, mierdecilla. —Quizá
“meditar” no sea la palabra adecuada—. El caso es que no puedes quedarte,
¿okey? Como tutor legal tuyo que soy, tengo que llevarte de vuelta al Cielo.
—¡El
Cielo es un muermo!
—¿Y
el Infierno te parece mucho mejor? Venga ya, Uri; este lugar es un asco. Las
calles huelen a sobaco, el transporte público es indignante. Y no te digo nada
de sus habitantes. Cuando un demonio te da los buenos días, se nota que no lo
hace de corazón. Llámame paranoico, si quieres. ¡Por no hablar de lo malos que
son dando señas! “Siga recto, y, cuando llegue al kiosco, gire a la derecha…
perdón, a la izquierda…”. Quiero decir, ¿qué tiene de bueno este sitio? Vale,
se puede mear en la calle sin que nadie te diga nada, pero, aparte de eso…
—No
es por el sitio, señor. Estamos de acuerdo en que el Infierno no tiene nada de
especial. Es solo que… bueno, nunca he decidido nada por mí mismo, ¿entiende?
Soy un arcángel, y fui creado para un propósito específico. No tengo mucho
margen de movimiento. ¿Comprende mi razonamiento, señor?
—De
momento me la trae floja. Sigue.
—No
estoy diciendo que vaya a quedarme en el Infierno por toda la eternidad, ¿sabe?
Quizá algún día me harte y pase una temporada en la Tierra o yo qué sé. Sólo
quiero recabar nuevas experiencias —dijo Uriel—. Y, bueno, nunca he tenido
posibilidad de elegir, de decidir qué quiero hacer con mi vida. Los ángeles y los
demonios, al contrario que ustedes, no disponemos de libre albedrío.
—Te
diré una cosa; el libre albedrío está sobrevalorado. No conozco a ningún ser
humano que sepa utilizarlo correctamente. Igual que, no sé… Igual que los
condones, por ejemplo. Cuan a menudo nos ha pasado eso de ‘¡Coño, no baja!’
porque nos lo estamos poniendo del revés. Y, al final, por mucho cuidado que
tengas, la punta siempre se llena de aire. No sabes de lo que te libras al ser
asexual… Por cierto, ahora que estás Aquí Abajo, ¿no has pensado en hacerte una
operación de puesta de sexo? Te ponen unos penes monísimos ahora. El otro día
estaba ojeando un catálogo y…
—Está
divagando, señor —señaló el avispado arcángel.
—Perdona,
Uriel. El libre albedrío, sí. De todas formas, ¿para qué? A fin de cuentas, la
mayoría de los hombres prefiere que otros decidan por ellos. Nos pone
borriquillos que alguien nos dé órdenes. Sobre todo si se trata de una fräulein enfundada en cuero y con
tacones de aguja.
—¿Señor?
—El
caso es que preferimos oír los dictados de la sociedad a elegir nuestro propio camino.
“Debes trabajar, casarte, tener hijos y ser un miembro respetable de la
comunidad”, nos dicen. “El sexo sin procreación es inmoral y pecaminoso”. “Y,
hombre de Dios, no pongas a tu mujer a cuatro patas, que está muy feo”.
—Disculpe,
señor, pero, ¿está intentando convencerme de que haga lo que se espera de mí
precisamente usted, que ha desobedecido órdenes directas del mismísimo Creador
del Universo? —observó acertadamente Uriel.
—Sí,
bueno, eso es porque yo molo cantidad. Pero hay otros ahí fuera, millones,
decenas de miles, cientos, que no molan nada, Uriel.
—¿A
eso se refería con lo de discutir el tema de forma adulta?
—¿Te
importaría llamar al camarero?
—Cómo
no. —Uriel volvió la cabeza—. ¡Eh, jefe!
¡CLANG!
—Palancazo.
—¡¡Señor!!
—objetó Uriel con las manos en el occipucio.
—Lo
siento, Uriel. La conversación había llegado a un punto muerto.
—¿Llamaban
los señores? —dijo el camarero.
—Puedes
retirarte, Bartolo. Solo quería que aquí mi compadre se volviera para endiñarle
un trancazo en la mocha —expliqué con mi proverbial labia.
—¿La
próxima ocasión debo acudir a su llamada o…?
—Si
ves que te guiño el ojo cuando te llame, no vengas.
—Eh,
señor, ¿cree que voy a volver a caer en una trampa tan cutre?
—No,
naturalmente que no… ¡Coño! ¿Ese que acaba de entrar por la puerta no es el
Caudillo?
—¿Dónde?
¡CLANG!
—¡¡¡Señor!!!
—¿Ves
qué fácil?
—Señor,
me gustaría dar por finalizada esta conversación, en el caso de que no tenga
nada más que añadir.
¡CLANG!
—añadí.
—¡¡Señor,
señor!! ¡Como siga así, me veré obligado a utilizar la violencia!
—¿La
violencia, tú? ¿Adónde vas, con los pelos que tienes? ¡Que pareces salido de un
vídeo de Modern Talking!
—¡Eso
usted no me lo dice en la calle!
—¡Eso
te lo digo donde me salga de los huevoooooooorrrrrrrg…! —Y Uriel me agarró del
pescuezo, tirándome al suelo—. Akkkk… Uriel… arg… Detente… og… ¡Tú no actúas…
jarlrl… así! ¡Siempre has sido una buena persona!
—Pues
ya lo ve. ¡No me gusta encasillarme!
—Solo
tú podrías encabronar al más noble de los ángeles del Cielo —dijo Marcia
Hellstrom entrando en el establecimiento.
—¡Señorita Hellstrom!
Uriel
se levantó de un salto. Yo no estuve tan ágil ni por asomo.
—¡Cof!
Qué bueno está el caldito, mamá —murmuré.
—Lo
que faltaba —dijo Marcia—. Ahora está delirando.
—¡Señor!
¡Oh, señor! —Uriel se arrodilló y me levantó la cabeza—. ¡Yo no deseaba esto! A
veces resulta tan irritante…
—¿A
veces? Anda, no seas tan condescendiente y ayúdame a levantarlo. —Y me sentaron
en una silla.
—¿S-e
encuentra bien, señor? No tiene buen aspecto…
—No
te preocupes por mí, pequeño bastardo.
Es la cara que se me queda después de pasar por un intento de
estrangulamiento.
—No
era mi intención…
—Hijo
mío, ya no te conozco.
—No
intentes hacerle sentir culpable —dijo Marcia.
—Y
tú no te pongas de su parte, que siempre estás igual. “Déjale elegir su vida,
que ya tiene edad…” Pamplinas. Ya tendrá tiempo de emanciparse cuando llegue el
fin del mundo. Ahora mismo, este mocoso no sabe lo que le conviene.
—Quizá
no, señor —convino Uriel—. Pero a lo mejor va siendo hora de que cometa mis
propios errores.
—¿Has
pensado en lo que te hará el Altísimo si te pone las manos encima?
—No
sé. ¿Mandarme al Infierno?
—…
—Uriel,
le has… le has dejado sin palabras —señaló Marcia, tan sorprendida como yo.
Cargué
la artillería emocional.
—Escucha,
Uriel; te necesito. No puedes dejarme tirado. Hacemos el equipo perfecto: tú
eres el corazón, Marcia, los músculos, y yo, el cerebro.
—¿Tú,
el cerebro? —dijo mi diablsesa.
Tengo
que reconocer que me estaban entrando ganas de derramarle el contenido de la
vinagrera en la falda. Me volví hacia ella.
—Está
bien. Uriel, el corazón, tú, el cerebro y los músculos, y yo, el secundario
chistoso —corregí—. Pero juntos somos imparables, ¿no es cierto? Hemos pasado
por un montón de cosas y seguimos al pié del cañón, ahí, con dos cojones.
—Señor…
—¿Sí,
mi noble arcángel?
—Usted
no necesita a nadie.
—…
—Y
van dos —dijo Marcia.
—Es
verdad, señor. Usted es el tipo más egoísta, engreído e inconsecuente que he conocido
nunca. Y se lo digo desde el cariño, señor.
—Has
olvidado mentar mi entusiasmo y mi don de gentes —dije—. Pero, básicamente, sé
a lo que te refieres, y créeme si te digo que mis acciones están totalmente
justificadas. Si te he emborrachado y te he metido en peleas ha sido por tu
bien. No me irás a negar que estabas atontolinado y necesitabas salir del
cascarón… Pero, bueno, si es tu deseo que de ahora en adelante deje de
presentarte a prostitutas…
—No,
no. No se trata de eso, señor. Ambos sabemos que usted no cambiará. Y, bueno, por
raro que suene, está bien así. Lo ha dicho antes; usted es el secundario
chistoso, y nadie espera que el secundario chistoso evolucione; están ahí para
aliviar con una broma la situación, por grave que esta sea. Por eso la gente
los adora, ¿entiende? Porque salen airosos de cualquier problema sin que su
espíritu se turbe, sin que su forma de ver y enfrentar la vida sufra ninguna
transformación. ¿Cuántas veces le han pateado el trasero desde que empezó está
aventura, señor? ¿Cuántas ha puesto su vida en peligro alegremente? Diablos,
señor, si hasta lo han asesinado. Y ni siquiera la muerte lo ha vuelto más
reflexivo.
¡CLANG!
—¡¿Por
qué has hecho eso?! —vociferó Marcia.
—Ah,
perdona, Uriel. ¿Aún no habías terminado de hablar? —pregunté cortésmente.
—Sí,
sí, señor; está bien —contestó frotándose la frente—. De alguna manera, me alegra que haya ilustrado
mi discurso con una demostración práctica. A esto me refería exactamente.
—¿A
qué?
—A
esto.
—Lo
siento. ¿A qué te referías?
—A
esto mismo.
—No
entiendo ni papa —confesé.
—A
esto también.
—Ajá.
Entonces… ¿hemos hecho las paces o algo?
—L-lo
voy a echar de menos, señor.
—Anda
y que te follen.
—Que
te follen a ti, cabronazo —respondió Uriel con una sonrisa.
—Uriel,
si alguna vez decides volver a mi lado, que lo harás…
—¿Sí,
señor?
—…te
voy a estar pegando patadas en la cabeza hasta el fin de los días —dije,
mostrando mi absoluto desprecio por las fórmulas de despedida tradicionales.
Y,
sin decir media palabra más, me levanté y me di el piro.
—Uriel…
—empezó a decir Marcia.
—Estoy
convencido de lo que hago, señorita Hellstrom. Es la primera vez en toda mi
larga existencia que estoy libre de supervisión. No sabe lo liberador que
resulta.
—Estás
loco, Uriel.
—Bueno,
tengo un maestro excepcional. —De haber estado presente, habría vomitado.
Marcia
se encaminó hacia la puerta con los ojos empañados.
—Y,
señorita Hellstrom…
Marcia
se volvió.
—¿Sí,
Uriel?
—Es
un capullo, pero está loco por usted.
—Lo
sé.
—Así
que no sea demasiado brusca cuando lleguen al final del camino.
—¿A
qué te refieres?
—No
se preocupe; está bien. Solo cuide de él, ¿de acuerdo?
Esperé
a Marcia en el asiento del acompañante del taxi de Flegias.
—¿Te
encuentras bien? —me preguntó mi diablesa.
—M-mm.
Volverá. Ahora se siente como el niñato que se muda a otra ciudad a estudiar la
carrera. Pero ya empezará a echar de menos mis croquetas caseras, ya.
—¿De
qué estás hablando?
—No
importa. ¿Adónde vamos ahora?
—A
hacerle una visita al Minotauro —dijo Marcia arrancando el taxi.
—¿El
tipo con cabeza de toro?
—El
mismo.
—Nena, tú sí que sabes organizar una fiesta.
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