sábado, 25 de abril de 2020

Cabronazo (Una historia de amistad)

Holi

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 27.

Aquella tarde decidí hacer una visita a Uriel en su puesto de trabajo para comprobar si el chico sabia defenderse fuera de su campo habitual, es decir, entonar horrendas canciones de corte sacro y quedarse de pie hecho un pasmarote fingiendo analizar la situación con sumo detenimiento, sus habilidades angelicales más reseñables.
            —Siguiente —dijo Uriel desde su escritorio.
—Oye, Uriel… —dije yo sentándome en frente.
—¡Señor! ¿Qué hace aquí? —El arcángel parecía tan alarmado que revisé instintivamente mi indumentaria, por si antes de salir hubiera cometido el lamentable error de confundir mi cinturón de cuero con uno de explosivos.
            —¿Pero a ti qué te pasa? —pregunté.
            —Señor, este no es lugar para resolver disputas privadas —me dijo en voz baja, huyendo de la mirada inquisitiva de la típica Señora Gorda Haciendo Fotocopias  que parece infestar las oficinas de los organismos oficiales de todo el universo.
            —No te preocupes por eso; he sacado número, ¿ves? —le dije soltando en su mesa mi tique.
            —Señor, no puede obstruir la función pública por motivos personales.
            —Vengo por asuntos laborales. A ver, ¿has presentado ya tu dimisión?
—Señor, señor… —suspiró Uriel mientras apretaba insistentemente una pelota anti estrés.
—¿Qué? ¿Qué?
—Mire, señor, es mi hora de la merienda. Ande, le invito a un chocolate.
Al rato estábamos haciendo buena cuenta de un cafelito y un sándwich mixto.
—…y van y le adjudican una Subdirección. Uno no quiere ser malpensado, pero no puede evitar preguntarse, ¿a quién se la habrá chupado? —reflexionó Uriel.
—Uriel, tú antes no hablabas así. ¿De dónde has sacado ese lenguaje?
—¿De… de usted, señor? —El rostro de Uriel adquirió el color de la punta de un cipote en carne viva. Anda que no se me dan bien a mí los símiles ni nada.
—¿De mí? No me hagas reír. Dime cuándo me has escuchado tú a mí decir, “¿A quién se la habrá chupado?” Chupado… “¿A quién se la habrá mamado?” Eso es más propio de mí.
—Señor, ¿se le ofrece algo más, o simplemente ha venido a humillarme?
—He venido a discutir la gilipollez esa de quedarte aquí para siempre.
—La decisión está tomada, señor.
—Uriel, solo quiero que hablemos del tema como hombres adultos y razonables.
—¿Adultos y razonables? ¿Y para qué ha traído esa palanca?
—Es el plan B. Por si te obcecas demasiado —advertí sin amenazar directamente, o eso me pareció.
—No estoy obcecado, señor. He pensado seriamente en el tema y he decidido que quiero labrarme un futuro aquí.
Acaricié la palanca.
—M-mm. Vale. —Medité lo que iba a decir a continuación—. Mira, mierdecilla. —Quizá “meditar” no sea la palabra adecuada—. El caso es que no puedes quedarte, ¿okey? Como tutor legal tuyo que soy, tengo que llevarte de vuelta al Cielo.
—¡El Cielo es un muermo!
—¿Y el Infierno te parece mucho mejor? Venga ya, Uri; este lugar es un asco. Las calles huelen a sobaco, el transporte público es indignante. Y no te digo nada de sus habitantes. Cuando un demonio te da los buenos días, se nota que no lo hace de corazón. Llámame paranoico, si quieres. ¡Por no hablar de lo malos que son dando señas! “Siga recto, y, cuando llegue al kiosco, gire a la derecha… perdón, a la izquierda…”. Quiero decir, ¿qué tiene de bueno este sitio? Vale, se puede mear en la calle sin que nadie te diga nada, pero, aparte de eso…
—No es por el sitio, señor. Estamos de acuerdo en que el Infierno no tiene nada de especial. Es solo que… bueno, nunca he decidido nada por mí mismo, ¿entiende? Soy un arcángel, y fui creado para un propósito específico. No tengo mucho margen de movimiento. ¿Comprende mi razonamiento, señor?
—De momento me la trae floja. Sigue.
—No estoy diciendo que vaya a quedarme en el Infierno por toda la eternidad, ¿sabe? Quizá algún día me harte y pase una temporada en la Tierra o yo qué sé. Sólo quiero recabar nuevas experiencias —dijo Uriel—. Y, bueno, nunca he tenido posibilidad de elegir, de decidir qué quiero hacer con mi vida. Los ángeles y los demonios, al contrario que ustedes, no disponemos de libre albedrío.
—Te diré una cosa; el libre albedrío está sobrevalorado. No conozco a ningún ser humano que sepa utilizarlo correctamente. Igual que, no sé… Igual que los condones, por ejemplo. Cuan a menudo nos ha pasado eso de ‘¡Coño, no baja!’ porque nos lo estamos poniendo del revés. Y, al final, por mucho cuidado que tengas, la punta siempre se llena de aire. No sabes de lo que te libras al ser asexual… Por cierto, ahora que estás Aquí Abajo, ¿no has pensado en hacerte una operación de puesta de sexo? Te ponen unos penes monísimos ahora. El otro día estaba ojeando un catálogo y…
—Está divagando, señor —señaló el avispado arcángel.
—Perdona, Uriel. El libre albedrío, sí. De todas formas, ¿para qué? A fin de cuentas, la mayoría de los hombres prefiere que otros decidan por ellos. Nos pone borriquillos que alguien nos dé órdenes. Sobre todo si se trata de una fräulein enfundada en cuero y con tacones de aguja.
—¿Señor?
—El caso es que preferimos oír los dictados de la sociedad a elegir nuestro propio camino. “Debes trabajar, casarte, tener hijos y ser un miembro respetable de la comunidad”, nos dicen. “El sexo sin procreación es inmoral y pecaminoso”. “Y, hombre de Dios, no pongas a tu mujer a cuatro patas, que está muy feo”.
—Disculpe, señor, pero, ¿está intentando convencerme de que haga lo que se espera de mí precisamente usted, que ha desobedecido órdenes directas del mismísimo Creador del Universo? —observó acertadamente Uriel.
—Sí, bueno, eso es porque yo molo cantidad. Pero hay otros ahí fuera, millones, decenas de miles, cientos, que no molan nada, Uriel.
—¿A eso se refería con lo de discutir el tema de forma adulta?
—¿Te importaría llamar al camarero?
—Cómo no. —Uriel volvió la cabeza—. ¡Eh, jefe!
¡CLANG! —Palancazo.
—¡¡Señor!! —objetó Uriel con las manos en el occipucio.
—Lo siento, Uriel. La conversación había llegado a un punto muerto.
—¿Llamaban los señores? —dijo el camarero.
—Puedes retirarte, Bartolo. Solo quería que aquí mi compadre se volviera para endiñarle un trancazo en la mocha —expliqué con mi proverbial labia.
—¿La próxima ocasión debo acudir a su llamada o…?
—Si ves que te guiño el ojo cuando te llame, no vengas.
—Eh, señor, ¿cree que voy a volver a caer en una trampa tan cutre?
—No, naturalmente que no… ¡Coño! ¿Ese que acaba de entrar por la puerta no es el Caudillo?
—¿Dónde?
¡CLANG!
—¡¡¡Señor!!!
—¿Ves qué fácil?
—Señor, me gustaría dar por finalizada esta conversación, en el caso de que no tenga nada más que añadir.
¡CLANG! —añadí.
—¡¡Señor, señor!! ¡Como siga así, me veré obligado a utilizar la violencia!
—¿La violencia, tú? ¿Adónde vas, con los pelos que tienes? ¡Que pareces salido de un vídeo de Modern Talking!
—¡Eso usted no me lo dice en la calle!
—¡Eso te lo digo donde me salga de los huevoooooooorrrrrrrg…! —Y Uriel me agarró del pescuezo, tirándome al suelo—. Akkkk… Uriel… arg… Detente… og… ¡Tú no actúas… jarlrl… así! ¡Siempre has sido una buena persona!
—Pues ya lo ve. ¡No me gusta encasillarme!
—Solo tú podrías encabronar al más noble de los ángeles del Cielo —dijo Marcia Hellstrom entrando en el establecimiento.
 —¡Señorita Hellstrom!
Uriel se levantó de un salto. Yo no estuve tan ágil ni por asomo.
—¡Cof! Qué bueno está el caldito, mamá —murmuré.
—Lo que faltaba —dijo Marcia—. Ahora está delirando.
—¡Señor! ¡Oh, señor! —Uriel se arrodilló y me levantó la cabeza—. ¡Yo no deseaba esto! A veces resulta tan irritante…
—¿A veces? Anda, no seas tan condescendiente y ayúdame a levantarlo. —Y me sentaron en una silla.
—¿S-e encuentra bien, señor? No tiene buen aspecto…
—No te preocupes por mí, pequeño bastardo.  Es la cara que se me queda después de pasar por un intento de estrangulamiento.
—No era mi intención…
—Hijo mío, ya no te conozco.
—No intentes hacerle sentir culpable —dijo Marcia.
—Y tú no te pongas de su parte, que siempre estás igual. “Déjale elegir su vida, que ya tiene edad…” Pamplinas. Ya tendrá tiempo de emanciparse cuando llegue el fin del mundo. Ahora mismo, este mocoso no sabe lo que le conviene.
—Quizá no, señor —convino Uriel—. Pero a lo mejor va siendo hora de que cometa mis propios errores.
—¿Has pensado en lo que te hará el Altísimo si te pone las manos encima?
—No sé. ¿Mandarme al Infierno?
—…
—Uriel, le has… le has dejado sin palabras —señaló Marcia, tan sorprendida como yo.
Cargué la artillería emocional.
—Escucha, Uriel; te necesito. No puedes dejarme tirado. Hacemos el equipo perfecto: tú eres el corazón, Marcia, los músculos, y yo, el cerebro.
—¿Tú, el cerebro? —dijo mi diablsesa.
Tengo que reconocer que me estaban entrando ganas de derramarle el contenido de la vinagrera en la falda. Me volví hacia ella.
—Está bien. Uriel, el corazón, tú, el cerebro y los músculos, y yo, el secundario chistoso —corregí—. Pero juntos somos imparables, ¿no es cierto? Hemos pasado por un montón de cosas y seguimos al pié del cañón, ahí, con dos cojones.
—Señor…
—¿Sí, mi noble arcángel?
—Usted no necesita a nadie.
—…
—Y van dos —dijo Marcia.
—Es verdad, señor. Usted es el tipo más egoísta, engreído e inconsecuente que he conocido nunca. Y se lo digo desde el cariño, señor.
—Has olvidado mentar mi entusiasmo y mi don de gentes —dije—. Pero, básicamente, sé a lo que te refieres, y créeme si te digo que mis acciones están totalmente justificadas. Si te he emborrachado y te he metido en peleas ha sido por tu bien. No me irás a negar que estabas atontolinado y necesitabas salir del cascarón… Pero, bueno, si es tu deseo que de ahora en adelante deje de presentarte a prostitutas…
—No, no. No se trata de eso, señor. Ambos sabemos que usted no cambiará. Y, bueno, por raro que suene, está bien así. Lo ha dicho antes; usted es el secundario chistoso, y nadie espera que el secundario chistoso evolucione; están ahí para aliviar con una broma la situación, por grave que esta sea. Por eso la gente los adora, ¿entiende? Porque salen airosos de cualquier problema sin que su espíritu se turbe, sin que su forma de ver y enfrentar la vida sufra ninguna transformación. ¿Cuántas veces le han pateado el trasero desde que empezó está aventura, señor? ¿Cuántas ha puesto su vida en peligro alegremente? Diablos, señor, si hasta lo han asesinado. Y ni siquiera la muerte lo ha vuelto más reflexivo.
¡CLANG!
—¡¿Por qué has hecho eso?! —vociferó Marcia.
—Ah, perdona, Uriel. ¿Aún no habías terminado de hablar? —pregunté cortésmente.
—Sí, sí, señor; está bien —contestó frotándose la frente—.  De alguna manera, me alegra que haya ilustrado mi discurso con una demostración práctica. A esto me refería exactamente.
—¿A qué?
—A esto.
—Lo siento. ¿A qué te referías?
—A esto mismo.
—No entiendo ni papa —confesé.
—A esto también.
—Ajá. Entonces… ¿hemos hecho las paces o algo?
—L-lo voy a echar de menos, señor.
—Anda y que te follen.
—Que te follen a ti, cabronazo —respondió Uriel con una sonrisa.
—Uriel, si alguna vez decides volver a mi lado, que lo harás…
—¿Sí, señor?
—…te voy a estar pegando patadas en la cabeza hasta el fin de los días —dije, mostrando mi absoluto desprecio por las fórmulas de despedida tradicionales.
Y, sin decir media palabra más, me levanté y me di el piro.
—Uriel… —empezó a decir Marcia.
—Estoy convencido de lo que hago, señorita Hellstrom. Es la primera vez en toda mi larga existencia que estoy libre de supervisión. No sabe lo liberador que resulta.
—Estás loco, Uriel.
—Bueno, tengo un maestro excepcional. —De haber estado presente, habría vomitado.
Marcia se encaminó hacia la puerta con los ojos empañados.
—Y, señorita Hellstrom…
Marcia se volvió.
—¿Sí, Uriel?
—Es un capullo, pero está loco por usted.
—Lo sé.
—Así que no sea demasiado brusca cuando lleguen al final del camino.
—¿A qué te refieres?
—No se preocupe; está bien. Solo cuide de él, ¿de acuerdo?
Esperé a Marcia en el asiento del acompañante del taxi de Flegias.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó mi diablesa.
—M-mm. Volverá. Ahora se siente como el niñato que se muda a otra ciudad a estudiar la carrera. Pero ya empezará a echar de menos mis croquetas caseras, ya.
—¿De qué estás hablando?
—No importa. ¿Adónde vamos ahora?
—A hacerle una visita al Minotauro —dijo Marcia arrancando el taxi.
            —¿El tipo con cabeza de toro?
—El mismo.
            —Nena, tú sí que sabes organizar una fiesta.

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