martes, 21 de abril de 2020

Una noche en el talego

Nosotros lo llamamos hogar

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 23.


Entramos escoltados a la zona alta del Infierno, donde sus irascibles habitantes parecían haber sustituido la mundialmente famosa y aceptada fórmula "Buenos días" por la mucho más contundente "¡¿Y tú qué miras?!"
—¡¿Y tú qué miras?! —me dijo el policía situado detrás del mostrador de la comisaría.
—Buenas, agente. Desearía denunciar un robo —anuncié.
—¿Ah, sí? No me joda.
—Pues sí, le jodo. Quiero decir... Que me han robado, coño.
—¿Usted no viene con los detenidos? —observó el agente.
—Sí, bueno, como me han arrestado y tal, digo, bueno, pues ya que estoy aquí, qué cojones... —argumenté con mi ingeniosa y sofisticada verborrea. 
—¿Y se puede saber qué le han sustraído?
—Mi cuerpo.
—¿Su cuerpo?
—Eso es. Mi soporte vital. La jaula de mi espíritu. La frontera de mi alma —dije, por si hasta ese momento había parecido un iletrado.
—¡Joder, que asco de sitio! —exclamó el madero del Averno—. Hay que ver lo inseguro que se ha vuelto el Infierno...
—Y que lo diga. Uno ya no puede ni dejar su cadáver por ahí tirado sin que te lo posea un demonio soplapollas. Mejorando lo presente, quiero decir.
—Así que vio al tipo que se lo ha llevado...
—No, la verdad es que me lo contaron. Ya sabe usted cómo es esto de morirse; al principio está uno como atontado.
—Ajá. Espere, que tomo nota. A ver... ¿Podría darme una descripción de su cuerpo?
—Pues cómo le diría —dije—. Mi cuerpo es exactamente igual a mí, pero con unas alas de ángel enormes... Por lo demás... —Hice memoria—. Ah, sí; le faltan las pelotas.
—Así que exactamente igual a usted. Mmm... ¿Y cómo se describiría usted?
—Bueno, me considero una persona bastante sociable.
—Sí, sí, ya, pero, ¿cuánto mide?
—¿En bolas? Uno con setenta y dos centímetros.
—Así que buscamos un cadáver sociable, caucasiano, de cabello castaño y ojos marrones, alas de ángel, y más bien tirando a bajito cuando está en bolas.
—Yo diría que uno con setenta y dos centímetros es una estatura media-baja —dije un tanto ofendido.
—¿Me ha dicho que su cuerpo carece de genitales?
—Eh, sí.
—¿Pero solo la tranca, o...?
—No, no, también las pelotas —aclaré.
—Ah. Ausencia total de genitales... —El agente lo anotó en su cuaderno—. Bien, entonces buscamos a un eunuco bajito, de cabello marrón más bien escaso, cabezón y poco agraciado —resumió el policía, a mi modo de ver, muy subjetivamente—. Eh, ¿su cuerpo va vestido como usted?
—Sí. Al menos la última vez que lo vi. Pero puede ser que cuando lo encuentren vaya en chándal.
            —Ah-hum. Resumiendo, vamos detrás de un enano capado, muerto, piojoso, vestido con ropa seguramente robada, contrahecho y más feo que la peste negra.
—Con todo el respeto, agente, creo que esa descripción está fuera de lugar.
—Sus orejas sí que están fuera de lugar, que tiene una más alta que otra.
—Agente, ¿por qué no besa mi culo etéreo? —Y medio minuto después me encontraba entre rejas.
Me encontraba junto a mis inopinados compañeros de cayuco en una celda tan pequeña que, de haber estado vivos, hubiéramos tenido que respirar por turnos; unas cincuenta personas en un habitáculo de cinco por cinco. Yo fui el último en entrar, por lo que se podría decir que ocupaba un lugar relativamente privilegiado en aquel cuchitril: aplastado contra las rejas por lo que parecía un aizcolari que había descuidado su dieta. No pude evitar acordarme de Don Venancio, mi antiguo profesor de religión, cuando nos hablaba sobre la intangibilidad del alma. Supuse que a esas alturas ya habría descubierto que el alma era tan intangible como una mesa de mármol.
—¿Cómo te encuentras, hermano? —me preguntó mi nuevo amigo Pojinga, que también estaba contra las rejas, aunque, inexplicablemente, boca abajo.
—Me están empezando a picar las pelotas pero, por lo demás, no me puedo quejar —confesé.
—No te preocupes por eso. Seguro que es psicológico.
—Espero que tengas razón. Lo que me faltaba era coger ladillas en este antro.
—¡Eh, muchachos! —gritó Pojinga— ¿Estáis todos cómodos?
—¡Por Dios Bendito, que alguien me quite esta gorda de encima! —gritó alguien al fondo.
—¡Oiga, caballero, un respeto, que soy soprano! —dijo una aguda voz femenina.
—¡Pues menuda suerte la mía, oiga! —contestó El del Fondo.
—Ya puede usted decirlo. ¡Que he cantado en los mejores cruceros!
—Una buena opción profesional. Así, si alguna vez se hubiera quedado sin voz, podrían haberla empleado como ancla.
—¡Grosero!
—¡Gorda!
—¡Silencio ahí atrás, que no me dejáis pensar! —bramé.
—¡Más chutes, no! —empezó a cantar alguien cuya musa parecía recién salida de una clínica de desintoxicación.
            —¡Que os calléis, coño!
—Lo siento. Me he dejado llevar —dijo el rumbero.
—Tranquilos, hermanos —dijo Pojinga—. Sé que estamos algo apretados, pero tratad de encontrar una postura lo más cómoda posible.
¡CLING!
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
—Parece que alguien ha encontrado asiento encima del piano —observó Pojinga.
—Creo que deberíamos plantearnos pergeñar un plan de fuga —dije.
—No sé si sería buena idea —dijo Pojinga—. Seguro que nos sueltan en cuanto se aclare este malentendido.
—Espero que seas igual de optimista cuando te estén vertiendo plomo fundido por el gaznate.
—Bah, todo eso de los tormentos infernales son cuentos para asustar a los chiquillos. No hay nada que un poco de buen talante y unas palabras amables no puedan arreglar —dijo con convicción.
—Sigo prefiriendo lo de la fuga. A ver, que levante la mano el que se quiera fugar.
—¡Más alto! —dijo El del fondo.
—¡Que digo que levante la mano el que se quiera fugar!
—¡Más alto! ¡Joder, tengo media tonelada de trasero de soprano en la cara y no escucho un cipote!
—¡Grosero!
—¡Gorda!
—¡¡Que levante la mano el que se quiera fugar!! —grité.
—¡Eh, los de abajo! —dijo el policía del mostrador por el hueco de la escalera— ¡A ver si planeáis vuestra fuga en silencio, que no se puede ni trabajar con tanto berrido!
—Joder. Que alguien me haga el favor de decirle al del fondo que levante la mano si quiere fugarse —susurré.
—¡Que levante la mano tu tía la pelona, cabrón, que yo no puedo ni arquear una ceja! —aclaró El del Fondo cuando hubo llegado a sus oídos mi requerimiento.
—Parece que está complicado el tema de la votación, ¿no? —observó Pojinga.
—Vale, vale. Probaremos con otro método. ¿Podéis hablar todos?
—Mmmmpf —dijo una voz de procedencia indefinida.
—Mpf, mpf —dijo otra voz que parecía estar de acuerdo con la anterior.
—Vaaale, está bien. Vamos a ver… ¿Y pedos? ¿Podéis todos cascaros un buen pedo? —grité alto y claro.
—¡No, por Dios! ¡Cristo, ten piedad! —suplicó el del fondo—. ¡Que tengo un culo como la rueda de un tractor encima de la jeta!
—¡Grosero!
—¡Gorda!
—¿Y cómo vamos a hacer el recuento de los votos? —preguntó Pojinga.
—Lo haremos por turnos. A ver, el aizcolari que tengo a la espalda. ¿Te importaría empezar?
—¿Qué crees, pues? —dijo el aizcolari.
¡RACA!
—¡Mierda! —La fuerza de su ventosidad estuvo a punto de hacerme pasar en lonchas a través de la rejas, que se resintieron de sus goznes—. ¡Eso es! ¡Estamos tan apretados que aquí no cabe ni un pedo!
—¿Qué? —dijo Pojinga.
—¡Aizcolari! ¿Puedes tirarte otro?
¡RACA!
Las rejas se resintieron un poco más.
—¡Necesitamos más potencia!  Señorita soprano, eh, perdone mi osadía, pero ¿usted sabe tirarse pedos? —pregunté con cierta reparo.
—No acostumbro a hacerlo en público, pero esta vez haré una excepción con mucho gusto.
—¡No, señora, se lo ruego por su santa madre! —exclamó El del Fondo con el deje de desesperación propio del que está encadenado a las vías del tren.
 —Amigo, para ganar una batalla hay que hacer de vez en cuando ciertos sacrificios —sentencié—. ¡Muy bien, señores, estamos a punto de protagonizar la fuga más bochornosa de la Historia y vamos a necesitar toda la ayuda que podamos reunir! ¡Sincronicemos nuestros pedos! ¡A la de una! ¡A la de dos! ¡Y a la de tres!
¡RACAMATRACA!
            Habitualmente, un plan de fuga consta de dos elementos fundamentales: el primero, que consiste básicamente en salir, objetivo que logramos, y el segundo, que consiste en pasar inadvertido al hacerlo. Debo confesar que este último ni lo había considerado.
—¡¿Pero qué cojones es esto?! —dijo el agente del mostrador cuando llegó a los calabozos.
El estruendo provocado por cincuenta personas saliendo a presión de una celda a causa de una ventosidad en masa sin duda debía de haber picado su curiosidad.
—A riesgo de llegar a una conclusión precipitada, todo apunta a que uno de los detenidos debía de esconder algo de goma-2 en un bolsillo, teniente —dijo otro agente que pasaba por allí.
—¿Y qué es ese olor? ¡Joder! ¡Sargento, huya! ¡Creo que nos han rociado con gas mostaza!
—Ay, madre, estoy guarnío —me quejé cuando logré quitarme al aizcolari de encima.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó una voz familiar.
Me volví. Marcia Hellstrom me miraba con las manos apoyadas en las caderas.
—Espero que hayas dejado el coche en marcha, preciosa.
            —Lo que faltaba. Ahora que te acababa de pagar la fianza...

No hay comentarios: