Nosotros lo llamamos hogar
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 23.
Entramos
escoltados a la zona alta del Infierno, donde sus irascibles habitantes
parecían haber sustituido la mundialmente famosa y aceptada fórmula
"Buenos días" por la mucho más contundente "¡¿Y tú qué
miras?!"
—¡¿Y
tú qué miras?! —me dijo el policía situado detrás del mostrador de la
comisaría.
—Buenas,
agente. Desearía denunciar un robo —anuncié.
—¿Ah,
sí? No me joda.
—Pues
sí, le jodo. Quiero decir... Que me han robado, coño.
—¿Usted
no viene con los detenidos? —observó el agente.
—Sí,
bueno, como me han arrestado y tal, digo, bueno, pues ya que
estoy aquí, qué cojones... —argumenté con mi ingeniosa y sofisticada
verborrea.
—¿Y
se puede saber qué le han sustraído?
—Mi
cuerpo.
—¿Su
cuerpo?
—Eso
es. Mi soporte vital. La jaula de mi espíritu. La frontera de mi alma —dije,
por si hasta ese momento había parecido un iletrado.
—¡Joder,
que asco de sitio! —exclamó el madero del Averno—. Hay que ver lo inseguro que
se ha vuelto el Infierno...
—Y
que lo diga. Uno ya no puede ni dejar su cadáver por ahí tirado sin que te lo
posea un demonio soplapollas. Mejorando lo presente, quiero decir.
—Así
que vio al tipo que se lo ha llevado...
—No,
la verdad es que me lo contaron. Ya sabe usted cómo es esto de morirse; al
principio está uno como atontado.
—Ajá.
Espere, que tomo nota. A ver... ¿Podría darme una descripción de su cuerpo?
—Pues
cómo le diría —dije—. Mi cuerpo es exactamente igual a mí, pero con unas alas
de ángel enormes... Por lo demás... —Hice memoria—. Ah, sí; le faltan las
pelotas.
—Así
que exactamente igual a usted. Mmm... ¿Y cómo se describiría usted?
—Bueno,
me considero una persona bastante sociable.
—Sí,
sí, ya, pero, ¿cuánto mide?
—¿En
bolas? Uno con setenta y dos centímetros.
—Así
que buscamos un cadáver sociable, caucasiano, de cabello castaño y ojos
marrones, alas de ángel, y más bien tirando a bajito cuando está en bolas.
—Yo
diría que uno con setenta y dos centímetros es una estatura media-baja —dije un
tanto ofendido.
—¿Me
ha dicho que su cuerpo carece de genitales?
—Eh,
sí.
—¿Pero
solo la tranca, o...?
—No,
no, también las pelotas —aclaré.
—Ah.
Ausencia total de genitales... —El agente lo anotó en su cuaderno—. Bien,
entonces buscamos a un eunuco bajito, de cabello marrón más bien escaso,
cabezón y poco agraciado —resumió el policía, a mi modo de ver, muy subjetivamente—.
Eh, ¿su cuerpo va vestido como usted?
—Sí.
Al menos la última vez que lo vi. Pero puede ser que cuando lo encuentren vaya
en chándal.
—Ah-hum. Resumiendo, vamos detrás de
un enano capado, muerto, piojoso, vestido con ropa seguramente robada,
contrahecho y más feo que la peste negra.
—Con
todo el respeto, agente, creo que esa descripción está fuera de lugar.
—Sus
orejas sí que están fuera de lugar, que tiene una más alta que otra.
—Agente,
¿por qué no besa mi culo etéreo? —Y medio minuto después me encontraba entre
rejas.
Me
encontraba junto a mis inopinados compañeros de cayuco en una celda tan pequeña
que, de haber estado vivos, hubiéramos tenido que respirar por turnos; unas
cincuenta personas en un habitáculo de cinco por cinco. Yo fui el último en
entrar, por lo que se podría decir que ocupaba un lugar relativamente
privilegiado en aquel cuchitril: aplastado contra las rejas por lo que parecía
un aizcolari que había descuidado su dieta. No pude evitar acordarme de Don
Venancio, mi antiguo profesor de religión, cuando nos hablaba sobre la
intangibilidad del alma. Supuse que a esas alturas ya habría descubierto que el
alma era tan intangible como una mesa de mármol.
—¿Cómo
te encuentras, hermano? —me preguntó mi nuevo amigo Pojinga, que también estaba
contra las rejas, aunque, inexplicablemente, boca abajo.
—Me
están empezando a picar las pelotas pero, por lo demás, no me puedo quejar —confesé.
—No
te preocupes por eso. Seguro que es psicológico.
—Espero
que tengas razón. Lo que me faltaba era coger ladillas en este antro.
—¡Eh,
muchachos! —gritó Pojinga— ¿Estáis todos cómodos?
—¡Por
Dios Bendito, que alguien me quite esta gorda de encima! —gritó alguien al
fondo.
—¡Oiga,
caballero, un respeto, que soy soprano! —dijo una aguda voz femenina.
—¡Pues
menuda suerte la mía, oiga! —contestó El del Fondo.
—Ya
puede usted decirlo. ¡Que he cantado en los mejores cruceros!
—Una
buena opción profesional. Así, si alguna vez se hubiera quedado sin voz,
podrían haberla empleado como ancla.
—¡Grosero!
—¡Gorda!
—¡Silencio ahí atrás, que no me dejáis pensar! —bramé.
—¡Silencio ahí atrás, que no me dejáis pensar! —bramé.
—¡Más
chutes, no! —empezó a cantar alguien cuya musa parecía recién salida de una
clínica de desintoxicación.
—¡Que os calléis, coño!
—Lo
siento. Me he dejado llevar —dijo el rumbero.
—Tranquilos,
hermanos —dijo Pojinga—. Sé que estamos algo apretados, pero tratad de
encontrar una postura lo más cómoda posible.
¡CLING!
—¿Qué
ha sido eso? —pregunté.
—Parece
que alguien ha encontrado asiento encima del piano —observó Pojinga.
—Creo
que deberíamos plantearnos pergeñar un plan de fuga —dije.
—No
sé si sería buena idea —dijo Pojinga—. Seguro que nos sueltan en cuanto se
aclare este malentendido.
—Espero
que seas igual de optimista cuando te estén vertiendo plomo fundido por el
gaznate.
—Bah,
todo eso de los tormentos infernales son cuentos para asustar a los chiquillos.
No hay nada que un poco de buen talante y unas palabras amables no puedan arreglar
—dijo con convicción.
—Sigo
prefiriendo lo de la fuga. A ver, que levante la mano el que se quiera
fugar.
—¡Más
alto! —dijo El del fondo.
—¡Que
digo que levante la mano el que se quiera fugar!
—¡Más
alto! ¡Joder, tengo media tonelada de trasero de soprano en la cara y no
escucho un cipote!
—¡Grosero!
—¡Gorda!
—¡¡Que
levante la mano el que se quiera fugar!! —grité.
—¡Eh,
los de abajo! —dijo el policía del mostrador por el hueco de la escalera— ¡A
ver si planeáis vuestra fuga en silencio, que no se puede ni trabajar con tanto
berrido!
—Joder.
Que alguien me haga el favor de decirle al del fondo que levante la mano si
quiere fugarse —susurré.
—¡Que
levante la mano tu tía la pelona, cabrón, que yo no puedo ni arquear una ceja! —aclaró
El del Fondo cuando hubo llegado a sus oídos mi requerimiento.
—Parece
que está complicado el tema de la votación, ¿no? —observó Pojinga.
—Vale,
vale. Probaremos con otro método. ¿Podéis hablar todos?
—Mmmmpf
—dijo una voz de procedencia indefinida.
—Mpf,
mpf —dijo otra voz que parecía estar de acuerdo con la anterior.
—Vaaale,
está bien. Vamos a ver… ¿Y pedos? ¿Podéis todos cascaros un buen pedo? —grité
alto y claro.
—¡No,
por Dios! ¡Cristo, ten piedad! —suplicó el del fondo—. ¡Que tengo un culo como
la rueda de un tractor encima de la jeta!
—¡Grosero!
—¡Gorda!
—¿Y cómo vamos a hacer el recuento de los votos? —preguntó Pojinga.
—¿Y cómo vamos a hacer el recuento de los votos? —preguntó Pojinga.
—Lo
haremos por turnos. A ver, el aizcolari que tengo a la espalda. ¿Te importaría
empezar?
—¿Qué
crees, pues? —dijo el aizcolari.
¡RACA!
—¡Mierda!
—La fuerza de su ventosidad estuvo a punto de hacerme pasar en lonchas a través
de la rejas, que se resintieron de sus goznes—. ¡Eso es! ¡Estamos tan apretados
que aquí no cabe ni un pedo!
—¿Qué?
—dijo Pojinga.
—¡Aizcolari!
¿Puedes tirarte otro?
¡RACA!
Las rejas se resintieron un poco más.
Las rejas se resintieron un poco más.
—¡Necesitamos
más potencia! Señorita soprano, eh,
perdone mi osadía, pero ¿usted sabe tirarse pedos? —pregunté con cierta reparo.
—No
acostumbro a hacerlo en público, pero esta vez haré una excepción con mucho
gusto.
—¡No,
señora, se lo ruego por su santa madre! —exclamó El del Fondo con el deje
de desesperación propio del que está encadenado a las vías del tren.
—Amigo, para ganar una batalla hay que hacer
de vez en cuando ciertos sacrificios —sentencié—. ¡Muy bien, señores, estamos a
punto de protagonizar la fuga más bochornosa de la Historia y vamos a
necesitar toda la ayuda que podamos reunir! ¡Sincronicemos nuestros pedos! ¡A
la de una! ¡A la de dos! ¡Y a la de tres!
¡RACAMATRACA!
Habitualmente, un plan de fuga consta
de dos elementos fundamentales: el primero, que consiste
básicamente en salir, objetivo que logramos, y el segundo, que
consiste en pasar inadvertido al hacerlo. Debo confesar que este último ni lo
había considerado.
—¡¿Pero
qué cojones es esto?! —dijo el agente del mostrador cuando llegó a los
calabozos.
El estruendo
provocado por cincuenta personas saliendo a presión de una celda a causa de una
ventosidad en masa sin duda debía de haber picado su curiosidad.
—A
riesgo de llegar a una conclusión precipitada, todo apunta a que uno de los
detenidos debía de esconder algo de goma-2 en un bolsillo, teniente —dijo otro
agente que pasaba por allí.
—¿Y
qué es ese olor? ¡Joder! ¡Sargento, huya! ¡Creo que nos han rociado con gas
mostaza!
—Ay,
madre, estoy guarnío —me quejé cuando logré quitarme al aizcolari de
encima.
—¿Qué
significa todo esto? —preguntó una voz familiar.
Me
volví. Marcia Hellstrom me miraba con las manos apoyadas en las caderas.
—Espero
que hayas dejado el coche en marcha, preciosa.
—Lo que faltaba. Ahora que te acababa de pagar
la fianza...
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