Si yo con un sándwich de pavo y un poquito queso blanco ya he cenao
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 15.
Mi
cerebro se tomó su tiempo para salir de las arenas movedizas de la
inconsciencia.
—Ay, no, un ratito más —dijo mi
cerebro, que era un gran aficionado a los estados alterados.
No
podía culparlo. Parece que fuera llovía, y se estaba tan a gusto navegando por
las tranquilas aguas de la duermevela…
—¿Qué
ha pasado? —pregunté.
—No
sé —respondió mi cerebro—. Alguien te habrá golpeado con una palanca. Anda,
duérmete ya.
—¿Dónde
estoy?
—Tirado
en un callejón, seguramente. ¿Qué más da?
—Me
siento húmedo de pecho para abajo.
—Te
habrás vomitado encima —aventuró mi cerebro—. ¿Quieres dejar de pensar de una
puta vez?
—Bueno.
—¡Señor!
—logré escuchar entre el casi atronador ruido del aguacero.
—¿Es
a mí? —pregunté a mi cerebro.
—No
sé —respondió—. Duérmete, niiiño, duérmete ya…
—¡Señor!
—repitió la voz, que parecía proceder de un hombre joven.
—Es
a mí, seguro. Alguien me ha encontrado tirado en el suelo.
—Tú
ni puto caso. Duérmete, niiiño…
—¿Y
si empieza a pegarme patadas en las costillas para comprobar si estoy muerto?
—Oye,
si no pones de tu parte…
—¡Señor!
—¡Apártate
de mi cartera, hijolagranputa! —fue mi saludo a un nuevo día.
—¿Señor?
—¿Uriel?
Cuando
logré enfocar la vista comprobé que nos encontrábamos en un gigantesco
invernadero rodeados de árboles y plantas exóticas; supuse que el sitio suministraba
los ingredientes al restaurante de Ciacco. Un entorno silvestre y húmedo, cuya
armonía estética solo se veía empañada por la inmensa olla negra
donde Uriel y yo nos cocíamos a fuego lento atados al tronco de un árbol, cada
uno a un lado.
—Uriel,
¿cómo sabes que estaba detrás de ti?
—Habla
en sueños, señor.
—¿Ah,
sí? ¿Y qué digo?
—Solo
he logrado entender, “Y usted dígale al subsecretario que puede chuparme la
polla”.
—¿En
serio? No me extraña que a mi psicoanalista le entren sudores fríos cada vez
que tiene que tratar con mi subconsciente.
—Eh,
señor, no sé si habrá notado que estamos metidos en otro bonito lío —señaló
Uriel.
—Tranquilo,
compañero. He salido de situaciones peores que esta —dije con aplomo—. ¿Sabemos
ya a qué amenaza nos enfrentamos?
—A
la Sociedad Gastronómica Caníbal Secreta del Infierno, por lo visto —oí decir a
Marcia. Bajé la vista. La diablesa de mis sueños estaba enterrada hasta los
hombros a cinco metros escasos de la olla.
—Eres
la remolacha más bonita que he visto en mi vida. —Creí conveniente utilizar mi
piropo estándar para mujeres sepultadas de cuello para abajo.
—Espero
que tu carne sea igual de tierna que tus sentimientos hacia la señorita
Hellstrom, colega —dijo Ciacco saliendo de detrás de una planta de marihuana.
Había cierto matiz lánguido en su tono.
—¿Tú
me vas a comer a mí? ¿Tú, con la pinta de… de… de tiquismiquis que tienes? ¿Tú,
que seguro que eres de esos que apartan los trozos de hígado en el borde del
plato cuando se están comiendo a un tío? ¿Tú vas a comerme, porreta? ¡La polla
me vas a comer! —Qué comentario tan desafortunado por mi parte—. ¡Y dile a este
cabrón que deje de mojar pan en mi frente!
—¿Qué
tal, Luigi? —le dijo Ciacco al chef que se había acercado a comprobar mi estado
de cocción.
—Me
temo que todavía está un poco... vivo, signor —dijo el chef—. Y, esto,
para ser sincero, no es que tenga un sabor del todo agradable.
—No
te estreses, colega —dijo Ciacco—. No hay nada que unas especias no puedan
arreglar, ¿verdad, Luigi?
—¡Tú,
cabrón italiano! ¡Como se te ocurra adobarme te voy a... te voy a...! —Intenté infructuosamente
zafarme de las cuerdas— ¡Te voy a mirar tan fijamente que vas a terminar sintiéndote
incómodo!
—¡Signor, no pienso tolerar otra muestra de
insubordinación por parte de su almuerzo! —dijo el chef con un pronto de
artista.
—Haya
paz, Luigi. Tú encárgate del orégano y yo me encargaré de restaurar la armonía —dijo
Ciacco—. Y date prisa, que me acabo de fumar dos canutos y no veas el hambre
que me ha entrado.
—¿Quién
está detrás de esto, Ciacco? —preguntó Marcia.
—¿Eh? —dijo Ciacco.
—¿Eh? —dije yo.
—Me parece que alguien está intentando
evitar que llegues sano y salvo a tu cita —me dijo Marcia.
—¡Chan-chan!
—expresé con convicción.
—Pero,
tío. ¿Cómo se te ocurre interrumpir un momento dramático como este con
semejante gilipollez? —dijo Ciacco.
—Bueno,
es que acabo de descubrir que estoy en el epicentro de una conspiración satánica
—dije—. Se está poniendo muy interesante esto.
—Yo no sé nada de conspiraciones —dijo Ciacco—.
Es que estoy hasta los huevos de brotes de soja, nada más. Dejadme en paz.
—Ya
—dijo Marcia—. ¿Quién no se levanta un día y le apetece devorar concretamente
al futuro Redentor de la Humanidad? Convendrás conmigo en que esto no parece un
incidente muy casual.
—Por
no hablar de que se nota a leguas que eres de los que llenan el ojo antes que
la tripa —intervine.
—Bueno,
tío, no me agobies —dijo Ciacco—. Si no te como entero, echaré tus restos a los
guarros o algo.
—¿Y
no te has planteado desmembrarme y guardarme en el congelador? —sugerí—. Es lo
que yo haría si un día perdiera la razón y me diera por la antropofagia.
—¿Guardarte
en el congelador? Tío, qué burgués.
—Piensa
en las ventajas. Así no desperdiciarías nada, y podrías usar mis huesos para
hacer un caldo, en vez de tirarlos.
—No
sé, tío. —Ciacco parecía confundido.
—Pero,
hombre, acuérdate de los miles de caníbales que se están muriendo de hambre en
todo el mundo.
—Yo
es que estaba pensando en volver a los orígenes, ¿entiendes? Se podría decir
que soy un purista —dijo Ciacco—. Te cuezo, te como hasta donde tenga ganas, y
si te he visto no me acuerdo
—¡Ciacco,
se nos ha acabado la Coca-Cola! —advirtió un niño gordo que acababa de llegar.
—Pero coño, Gordi. ¿No ves que los
mayores estamos hablando? —dijo Ciacco.
—Se nos ha acabado la Coca-Cola —repitió
Gordi.
—No estoy seguro de que puedas beber
Coca—Cola con estos señores que nos vamos a comer.
—¿Por qué? —preguntó el niño.
—Porque somos caníbales, joder.
¿Dónde has visto tú a un caníbal que se coma a la gente con Coca-Cola? No me
parece serio, colega.
—Anda, Ciacco, porfi, renuévate o
muere, andaaaaa —dijo el niño gordo tirando a Ciacco de la camiseta.
—Bueno, bueno, no seas pesado,
pequeño capitalista obeso —dijo Ciacco—. Voy a por una lata que tengo escondida
en alguna parte. Quédate vigilando la comida.
Cuando
Ciacco se marchó, el niño gordo blandió distraídamente el cuchillo de carnicero
que llevaba en el cinturón.
—¿Qué
vamos a hacer, señor? —preguntó Uriel.
—Tranquilo.
Voy a intentar camelarme al niño para que corte las cuerdas —susurré.
—¿Cree
que funcionará?
—Ya
verás. Tengo un Máster en Psicología Infantil por la Universidad
de Wisconsin. —Carraspeé y me dirigí al niño—. Oye, ¿podrías acercarte un
poco, inmunda bola de sebo?
—Tú
no me interesas —dijo rodeando la perola—. Yo me voy a comer al otro.
—¿A-a
mí? —dijo Uriel.
—Sí.
Hoy me apetece carne blanca.
—¿Quién
eres tú? —preguntó Marcia.
—El
invitado de honor —dijo el niño hurgándose la nariz.
—Oye, ¿y a ella no os la vais a
comer? —le pregunté a Gordi.
—Aj,
no, qué asco —respondió la bolsa de kétchup con patas.
—No
le hagas caso —le dije a Marcia—. Yo te comería cruda.
—Eres
consciente de que la galantería se te da como el culo, ¿verdad? —opinó Marcia.
—Defendería
tu honor con más ahínco si no estuviera cociéndome a fuego lento en una olla
gigante.
—Aquí tienes tu refresco —dijo
Ciacco.
—¡Esta Coca-Cola está caliente! —dijo
el Gordi cuando agarró la lata.
—Anda y ve a quejarte a tu agente de
bolsa, capitalista —dijo Ciacco.
—Valiente mierda —dijo el Gordi
abriendo la lata—. Oye, ¿va a tardar mucho el rubio en dorarse?
—T-todavía no me siento muy cocido —dijo
Uriel.
—Ciacco, ¿qué piensas hacer conmigo?
—preguntó Marcia.
Ciacco
miró a Marcia como si realmente esperara que una colonia de hormigas rojas ya
hubiera resuelto satisfactoriamente esa cuestión.
—No sé —dijo Ciacco—. Tío, la
próxima vez que urda un plan diabólico procuraré no fumar tantos canutos.
—Sí, tendrás que reconocer que como
villano eres un completo desastre —dije.
—Corrígeme
si me equivoco, colega —dijo Ciacco—. ¿Tú no estabas antes dentro de la perola?
Lo estaba hasta que recordé que,
como Mesías, tenía la habilidad de caminar sobre las aguas, así que supuse que
no habría ningún impedimento para poder hacerlo sobre un sofrito. Las reglas de
mis superpoderes no eran muy específicas al respecto, y no es que se me hubiera
ocurrido preguntarle nunca a Dios “¿Señor, podré también caminar sobre una olla
de potaje, dado el caso?”, pero, como mis piernas estaban libres de ataduras, probé
a flexionar mis rodillas y en cuestión de segundos me había elevado sobre la
superficie del caldo como quien sube por una escalera.
—Coño, tío, te está saliendo esto de
puta madre, ¿eh? —le dijo el gordo al hippie, cuyo cerebro parecía seriamente
bloqueado.
Entonces
di un salto hasta el suelo y me incliné violentamente. La parte
superior del tronco se estrelló contra la cabeza de Ciacco. Gordi dio un salto
hacia atrás, tirando al suelo su lata. La fuerza del golpe terminó por soltar
las cuerdas, que ya estaban flojas de antemano.
—No
me extrañaría que Ciacco estuviera siempre tropezando con los cordones de sus
zapatillas —dije zafándome de las cuerdas y el tronco—. Seguro que su madre se los
estuvo atando hasta los catorce años. ¿Estás bien, Uriel?
—Un
poco mareado señor —dijo Uriel, tambaleándose.
—Disculpa,
amigo. La situación requería un plan de acción inmediata.
—Lo
entiendo, señor, pero, ¿le importaría avisarme la próxima vez que vaya a
improvisar?
—¡Dónde
vais vosotros! —dijo el Gordi balanceando su cuchillo de carnicero.
—Mira,
amiguito, no tenemos tiempo para esto —dijo Uriel haciendo aparecer en su mano
una espada en llamas.
—Mm...
m... ¡mamá! —Y el Gordi salió escopetado.
—Coño,
Uriel, has logrado captar mi atención —confesé.
—Sí,
bueno, eh, no me malinterprete, señor, no me gustan las armas. Solo saco la
espada si es absolutamente necesario —dijo Uriel haciendo desaparecer la espada.
—Podías
haber salido volando —señalé.
—Eh,
hice lo primero que se me vino a la cabeza, señor. —Uriel se ruborizó.
—Claro.
A quién no se le ha pasado por la cabeza alguna vez cortar en lonchas a un niño
obeso.
—Eh, ¿podría algún macho alfa sacarme de aquí?
—dijo Marcia.
Cuando terminamos de desenterrar a
Marcia, Ciacco empezó a recobrar la conciencia.
—Jo, tío, qué viaje más malo —dijo
Ciacco con la boca pastosa.
Marcia agarró a Ciacco antes de que
pudiera seguir quejándose y lo zarandeó en el aire como le sacude el polvo a un
espantapájaros.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Buen rollito! —dijo el
hippie.
—¿Quién, Ciacco? —preguntó Marcia.
—Nnno diré nnada —dijo Ciacco—. ¿Me
huele el aliento? Cannntidad, ¿no?
Ciacco acabó dentro en la perola
trazando una parábola impecable.
—Peeero, tío, siempre aprovecháis
para hacerme putadas cuando estoy colocao —dijo el hippie apenas acabó de
asomar la cabeza por el borde de la olla.
Marcia le pegó tal patada a la olla
que esta se volcó y salió rodando por el inmenso invernadero, derramando caldo
y trozos de apio y puerro a su paso y aplastando gran variedad de cultivos
ecológicos.
—Tiotiotiotiotíoooooo…
—dijo Ciacco.
Sin
despeinarse, Marcia administró el mismo tratamiento a la hoguera que calentaba
la olla, en principio pensada para dejarnos a Uriel y a mí en un estado más
masticable, esparciendo leña ardiendo por todo el invernadero.
—Vámonos
—dijo Marcia—. La verdura asada me produce ardores.
—Uriel,
creo que me quiero casar con ella —admití.
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