¡Cuidado, lector! ¡Está apuntando a tu calva!
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 8.
Mis
educadas aunque enérgicas objeciones verbales a la operación que me había
endilgado el Creador cayeron en saco roto, así que un día antes de mi
indudablemente nefando regreso a la Tierra decidí poner en marcha una insidiosa
campaña de desgaste que consistía, básicamente, en cometer pequeños y bien
calculados actos de sabotaje. Aquella mañana, por ejemplo, decidí entrar en el
despacho del Todopoderoso a través de una ventana cerrada; un tipo de maniobra
potencialmente molesta y, a su vez, suficientemente equívoca como para tomarse
fácilmente como un desesperado intento de autolesión.
—Detesto cuando tienes el día
creativo —dijo el Hacedor mientras yo me levantaba del suelo.
—Perdona, Señor. —Me sacudí los cristales de las
alas—. Solo quería que empezaras la jornada laboral con una sonrisa.
—Muy considerado por tu parte —dijo Dios—. No me
divertía tanto desde esta madrugada, ¿te acuerdas? Cuando me desperté y
comprobé que acababas de rociar con napalm la alfombra persa de mi dormitorio
por error.
—¿Te he contado que una vez metí una mierda de perro
en el bolsillo de la bata de mi abuela? —Necesitaba cambiar de tema a cualquier
precio.
—Cuatro veces —contestó el Señor levantándose de su
silla—. Verás, te he llamado porque quiero que conozcas…
—¡Ey! No sabía que tenías una mascota. —Me acerqué a
la paloma que se acababa de posar en el hombro del Altísimo—. Lorito, lorito…
¡Ay! —La paloma me picó el dedo.
—¿Estás seguro de esto es el Elegido? —graznó la
paloma con la inconfundible y perdurable marca que deja la cazalla en las
cuerdas vocales tras años de consumo desmedido.
—¿Por qué me preguntáis todos lo mismo? —se quejó
Dios—. ¡Y tú! ¿Quieres dejar de chuparte el dedo?
—Ya podías enseñarle modales al bicho este —repliqué.
—Hijo mío, el bicho este es el Espíritu Santo.
—Así que un poco de respeto —añadió la paloma—, o te
voy a dar picotazos hasta en el carnet de identidad.
—¿Ah, sí, tú? —Me envalentoné—. ¡Como te agarre del
pescuezo te meto en la olla! ¡Espíritu Santo en pepitoria, eso es lo que voy a
hacer!
—¿Tú y cuántos más? —me vaciló el Espíritu Santo.
—¡Muchachos, muchachos! —medió el Señor—. Así no
vamos a ninguna parte. Es conveniente que os llevéis bien. Al fin y al cabo,
vais a tener que convivir una temporada en la Tierra los dos juntos.
—¡¿Qué?! —dijimos el Espíritu Santo y yo a la vez.
—Bueno, creo que sería conveniente que nuestro chico
tuviera un poco de… supervisión allá abajo —explicó el Señor—. Entiéndeme,
Espíritu, iría yo si pudiera, pero estoy muy liado últimamente. El Apocalipsis
no es una cosa que se pueda preparar en una tarde, ¿sabes?
—¿Por qué siempre tengo que ser el último en
enterarme de todo? —dijo el Espíritu Santo—. ¡Me has preparado una encerrona!
—A mí me lo hace constantemente —le dije al Espíritu—.
Es capaz de soltarte, “Esto, y digo yo, que había pensado que no estaría mal
que fueras el Mesías,” así, de sopetón, o, “Mira, qué te parecería empezar
mañana como ángel de la guarda de un tío con bigote”.
—Ya te digo —dijo el Espíritu—. Un vez me dice,
“Oye, mira, que voy a presentarte a una tal María de Jerusalén, una chica muy
maja,” y yo, “De puta madre.” ¡Yo ni siquiera sabía que estaba casada! ¡En
menudo fregado me metió el notas!
—Sí, te comiste un buen marrón. —Le seguí la
corriente. El pájaro parecía muy motivado.
—¡Siempre me encargo del trabajo sucio! ¿Que hay que
vigilar al Nuevo Mesías? ¡Ahí está el nene! ¿Que hay que fecundar a una virgen?
¡Ahí está monsieur, para lo que haga
falta!
—¡Bueno, ya está bien! —interrumpió Dios—. Os vais
los dos a la Tierra, os guste o no, y punto en boca. ¡Y deja ya de picarme la
oreja!
El
Espíritu Santo, el apocado Uriel, que no sabía muy bien qué hacía allí, y yo
estábamos en el Borde Exterior del Cielo con vistas a la Tierra mientras el
Creador, caminando de un lado a otro con los brazos a la espalda, nos daba las
últimas instrucciones.
—…brotes de soja y medio kilo de limones. Y tres
latas de anchoas, si os acordáis. Mmmm, creo que ya está todo. ¿Alguna
pregunta?
Levanté la mano.
—Un detalle sin importancia, Señor. ¿Qué se supone
que debo hacer?
—Lo sabrás cuando llegue el momento —respondió
enigmáticamente.
—Ya empezamos —dijo el Espíritu Santo, apoyado en el
hombro de un nervioso Uriel.
—Eso es otra cosa que me revienta de Él —murmuré en
voz baja—. “Lo sabrás cuando llegue el momento.” Y el momento llega y yo nunca
me entero de una mierda.
—Qué me vas a contar —suspiró el Espíritu Santo.
—¡Ejem! —carraspeó el Señor—. ¿Alguna cosita más?
—S-señor —dijo Uriel—. ¿C-cuál es mi función en todo
esto?
—Eso pregúntaselo a él. —El Creador me señaló—. Por
lo visto, ha creado un puesto específico para ti.
—¿Un puesto específico, señor? —me dijo Uriel.
—Sí. Todavía no he decidido qué nombre ponerle ni en
qué consiste exactamente, pero encajas muy bien en el perfil —expliqué—.
Consejero de algo.
—“Específico” se me antoja un término excesivamente
generoso —comentó el Espíritu.
El arcángel Uriel no bajaba a la Tierra desde que la
Humanidad empezó a dar sus primeros e inseguros pasos, así que me pareció buena
idea llevarlo conmigo y mostrarle las novedades en materia de bares de
carretera que se habían producido en el planeta desde entonces.
—Hijo mío —dijo con solemnidad el Señor posando sus
manos sobre mis hombros—, tú futuro como Mesías depende de lo que hagas ahí
abajo. Tú solo procura no cagarla.
—No te defraudaré, Señor —dije con convicción—
¡Vamos, Uriel! ¡La Tierra nos espera! —Alcé el vuelo— ¡Vamos, Espíritu Santo!
Pitas, pitas…
—¡Te la estás ganando! —graznó el Espíritu.
—¡Y no metas a Uriel en tugurios de mala muerte! —oí
decir al Hacedor mientras nos alejábamos.
Semanas antes, mientras practicábamos las
apariciones, el Creador me explicó que había más de una manera de acceder al
Cielo desde la Tierra y viceversa, una de las cuales consistía en recorrer la
distancia que los separaba. Este espacio interdimensional era denominado
coloquialmente El Perogrullo por lo coros angélicos, y era tan vasto como la
inteligencia humana, así que se tardaba aproximadamente un cuarto de hora en
recorrerlo a paso ligero. Por lo demás, El Perogrullo estaba formado por una
neblina viscosa de color rosáceo, a mi modo de ver, todo un fracaso estético en
el ámbito del diseño de espacios interdimensionales. Una vez atravesado, el
viajero se daba de bruces con el espacio aéreo del universo material, donde
podía moverse cómodamente gracias a la teletransportación, vehículo espiritual
ideado por Dios una vez comprobó que sus ángeles eran propensos a entretenerse
por el camino cada vez que bajaban a la Tierra a hacer una advertencia o a
llevar una buena nueva.
—¿Y ahora qué? —le dije al Espíritu Santo mientras
cruzábamos El Perogrullo—. ¿Cómo se hace este rollo de las apariciones sin
armar un escándalo? Quiero decir; la vida no te prepara para encontrarte un día
en la puerta de casa a un par de tipos castrados con alas y a una paloma
parlante. ¿Cómo te las apañaste tú para presentarte ante la virgen María y
plantearle el asunto de llevar en su vientre la semilla de Dios?
—Con mucho tacto, naturalmente —dijo el Espíritu
Santo—. La verdad es que el tema me preocupaba un montón; la semana anterior no
pegué ojo. Estuve ensayando a diario mi discurso, pero lo cierto es que, por
mucho que intentara maquillar el asunto, siempre sonaba como un pervertido.
—¿No me vas a dar ningún consejo?
—Mira, hijo; es inevitable que las apariciones
sobrenaturales lleven aparejadas algún tipo de conmoción en el lado del
espectador —explicó el Espíritu—. Antiguamente, a la gente le parecía normal
que los mares se abrieran por la mitad y que llovieran ranas. Decían, “Joder,
ya están lloviendo ranas otra vez”. El día de playa se iba a tomar por culo,
pero a nadie le daba un infarto, ¿entiendes? Hoy en día es muy diferente. Hay
personas que aseguran tener una fe ciega en la existencia de Dios, pero estoy
seguro de que si el mismísimo Creador se les apareciera un buen día diciendo
“Aquí estoy”, se tirarían por la ventana.
—Todo esto está muy bien, Espíritu —reconocí—, pero
lo que yo te estoy pidiendo es que me sugieras un plan de acción.
—¿Sientes algún aprecio por ese tal Poli Cabrón?
—No. La verdad es que suelo cortar tratos con la
gente que intenta calzarme una bala. Algunos opinan que soy demasiado tajante
al respecto.
—Ah, bueno; entonces, que se joda —dijo el Espíritu.
—¡¡¿Pero qué cojones…?!! —El Poli Cabrón pegó un
volantazo cuando aparecimos de repente en su coche patrulla; Uriel y el
Espíritu en el asiento trasero y yo en el del acompañante.
—¡Hola, soy tu ángel de la guarda! Estos son el arcángel
Uriel y el Espíritu Santo.
—¡¡Tú!! —dijo el Poli Cabrón—. ¡¡Tú!!
—Y ellos.
—¡¡Con las ganas que tenía de ponerte las manos
encima!!
—Tranquilízate, hombre, que estoy aquí para
protegerte.
—¿Tú, para protegerme? ¡¿De qué vas a protegerme tú,
con la pinta de flojo que tienes?!
La luna trasera estalló.
—De los tipos que nos acaban de disparar, supongo —dije.
—¡Nadie me estaba disparando hasta que llegaste tú!
Nos seguía un todoterreno negro, lleno de maromos y
armas de fuego.
—¿Cómo te has metido en este lío? —pregunté.
—¿Qué como…? ¡¿Cómo te atreves a preguntármelo?!
¡Todo esto es culpa tuya!
—¿Qué? ¿Qué cojones he hecho yo?
—¡Preguntó el tipo que conducía un coche en compañía
del Todopoderoso! ¡No te jode!
Un disparo voló el retrovisor de la puerta del
conductor.
—Vale, que no cunda el pánico. —Tomé la iniciativa—.
Espíritu, ¿puedes encargarte de esos tíos?
—Sí, hombre, no te jode. Soy el Espíritu Santo, por
el amor de Dios. ¿Qué pretendes que haga yo? ¿Que me los tire?
—Ay, joder. —Suspiré, abrí la guantera y saqué un
revólver.
—¿Qué te propones? —preguntó el Poli Cabrón.
—Señor, bendice este Magnum 44 y dales por culo a
esos cabrones. Amén. —Saqué medio cuerpo por la ventanilla y disparé.
Con tan buena fortuna que le acerté al todoterreno
en una rueda y dio varias vueltas de campana.
—Que bien dispara, señor —me halagó Uriel, que parecía
estar disfrutando con el embolado.
—Bienvenido a mi mundo, chaval. —Saqué el Zippo y me
encendí un Marlboro. Ahí, con dos cojones.
Mientras, en el
todoterreno boca abajo.
—¿Te encuentras bien, Phil?
—Ahí andamos, Marvin. ¿Tú qué tal? —dijo el
acompañante.
—Tú no eres Phil —dijo Marvin—. Eres Mike.
—Ah. ¿Phil soy yo? —preguntó el tipo de asiento de
atrás—. Creía que era Mike.
—Yo también creía que eras Mike —dijo Mike.
—¿En qué estabais pensando mientras repasábamos lo
de los nombres en clave?
—A mí es que no me parecía un asunto fundamental —dijo
Phil.
—¿Aprenderte tu nombre en clave en una operación
encubierta no te parecía fundamental? —preguntó Marvin.
—A mí, personalmente, no —dijo Phil—. ¿Y a ti, Phil?
—¡Que Phil eres tú! —bramó Marvin.
—Bueno, bueno, tampoco te pongas así, Winston.
—¡¿Quién cojones es Winston?!
—¿No te llamabas tú Winston?! —preguntó Phil.
—¡Yo soy Marvin!
—Tranquilo, Marvin —dijo Mike—. Ya sabes lo
despistado que es Mike.
—¡¡Mike eres tú!! ¡¡Cojones!!
El todoterreno explotó, interrumpiendo
momentáneamente la conversación.
—Coño, que susto —dijo Phil, que
había salido disparado hacia la cuneta—. ¿Estás bien, Winston?
—¡¡Que me llamo Marvin!! ¡¡Joder!! —exclamó
Marvin, que tenía un ojo colgando.
Dirigí
al Poli Cabrón hacia mi viejo caserón, el único lugar seguro que conocía.
Durante la media hora de camino, el bigotudo agente no volvió a tener ningún
arrebato de cólera. Supuse que me estaría agradecido por haberle salvado el
pellejo; agradecimiento que había disfrazado exitosamente con una máscara de
profunda hostilidad.
—Joder, espero que nadie me vea con esta panda de
payasos —dijo el Poli Cabrón, que parecía no tener reparos en compartir con
nosotros sus impresiones más censurables.
—La irrisoria importancia que le dais los seres
humanos a las apariencias empobrece vuestras vidas —sentenció el Espíritu
Santo. El Poli Cabrón no se inmutó—. ¡Eh! ¿Estás pasando de mí?
—Como el palomo vuelva a hablar, me tiro del coche
en marcha —aseguró el Poli Cabrón.
—¡Un respeto, que soy el Espíritu Santo!
—Me da igual. Me das asco.
Después de aquello, cualquier intento de proseguir
con la conversación se nos antojó estéril.
—Gira a la derecha —le dije al Poli Cabrón cuando
nos acercamos al camino de acceso a mi casa.
Mi lóbrego caserón se mostró en todo su decrépito
esplendor.
—Coño, valiente mierda de mansión —dijo el Poli
Cabrón, poco impresionado—. ¿A qué te dedicas? ¿Al tráfico de órganos?
—Mis padres son los dueños de la decimoséptima
planta suministradora de abono más importante del mundo —respondí—. Ahora mismo
están disfrutando de un retiro de oro en Ámsterdam, y yo me estoy haciendo
cargo de la empresa hasta que mi padre encuentre un candidato mejor. La mansión
pertenece a mi familia desde tiempos inmemoriales y, evidentemente, ha visto
días mejores.
—Te expresas muy bien para llevar toda la vida en el
negocio de la mierda —reconoció el Poli Cabrón mientras detenía su vehículo
frente a la casa.
—Eso se lo debo a mi madre —dije apeándome del coche—.
Siempre me decía, “Hijo mío, que tu padre se pase el día manipulando
excrementos no quiere decir que no te podamos ofrecer una educación exquisita”.
—¡Eh! —exclamó el Poli Cabrón— ¡Dile a tu pájaro que,
la próxima vez que se cague en el capó, le retuerzo el gaznate!
—Lo siento, lo siento —se disculpó el Espíritu con
un tono que decía lo contrario—. No sé lo que me ha pasado. Ha sido más fuerte
que yo.
—Espíritu, ahí tenemos un bebedero de pájaros, por
si quieres refrescarte —sugerí.
—A mí lo que me hace falta ahora es un gin-tonic.
—Joder, sí que os gusta mamar a los de la Santísima
Trinidad —observé.
Pegué a la puerta. Mi zalamero mayordomo tardó
escasos segundos en abrir.
—Buenas noches, señor. Espero que usted y sus amigos
hayan cenado.
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