Mierda
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 9.
Era
una noche fría, y mi fiel Jean-Claude había encendido la chimenea y echado mano
de nuestra provisión de sopa con fideos de sobre, que el Poli Cabrón sorbía con
un ahínco más allá de lo humanamente soportable.
—¡Chrrruuuuppp!
El Poli Cabrón levantó la vista de
su tazón y reparó en la gentil perplejidad de mi rostro.
—¿Os molesta que sorba? —preguntó—.
A mucha gente le revienta. Aunque a mí me da igual. Que se jodan. —Bebió de su
copa—. Oye, qué bueno está este coñac.
—¿Podrías seguir con el relato, o te
quito la botella? —dije.
—Ah,
sí, sí. ¿Por dónde iba?
—Estaba
diciendo que no sabe cómo encontró el Club —recordó Uriel, visiblemente excitado
por el efecto de su agua con gas.
—Bueno,
pues pedí refuerzos cuando el barbas y el piojoso aquí presente salieron
cagando leches y, no sé cómo, conduje a mis muchachos hasta el lugar exacto sin
dudarlo un instante. No me lo explico; sencillamente, sabía a dónde dirigirme.
—A
un puticlub. Ajá —comenté.
—¡¿Cómo
que "ajá"?! ¡¿Qué estás insinuando?!
—Nada,
nada. Tranquilízate, Poli Cabrón...
—¡¡¡¿Cómo
dices?!!! —exclamó el aludido, haciendo rebotar con violencia sus signos de
exclamación por toda la estancia como si fueran metralla.
—De
algún modo tendré que referirme a ti —me justifiqué—. Ni siquiera te has
presentado.
—¡Me
llamo Jerónimo Castaña! ¡Sargento Castaña para ti, gusano! ¡¿Lo has entendido
bien?!
—¡Oye,
oye, amiguito! —Me calenté— ¡Que te
acabo de salvar el culo, por no hablar del pequeño favor que te hice!
—¿Qué
favor? ¿Resucitarme de entre los muertos?
—Que
no es precisamente regarte las plantas mientras estás de viaje,
si me permites la observación.
—¡Tal
como yo lo veo, no habría muerto si tú no te hubieras cruzado en mi camino! —dijo
el Poli Cabrón levantando el culo del asiento.
—Joder,
hay gente que no está contenta con nada... ¡Jean—Claudoooooorg! —Hala, hala,
otra vez con las manos en mi gaznate.
—Disculpe,
Sargento. —Uriel se levantó del sillón—. Perdone si me entrometo, pero ¿no le
parece que esto no nos lleva a ninguna parte?
—Lo
siento, hijo. Eres la voz de la razón. —El Poli Cabrón se serenó—. Supongo que
en el poco tiempo que llevas aquí abajo te habrá horrorizado la brutal vileza
de los actos humanos, cómo nos despellejamos unos a otros sin el menor atisbo
de culpa, las miserias de...
—Todo
eso está muy bien, Sargento —interrumpió Uriel—, pero creo que al Mesías le
falta el aire.
—Oh,
claro. —El Poli Cabrón me soltó el pescuezo.
—Aarg.
Un discurso muy emotivo. Por un momento creí que estaba siendo estrangulado por
Ghandi. —Tosí—. Muy bien, vamos a ver si ponemos las cosas en claro. ¿Espíritu?
¡Espíritu!
El
Espíritu Santo se había quedado amodorrado encima de la chimenea después de
pimplarse su cuenco de ginebra.
—¿Qué?
¿Eh?
—Espíritu,
¿sabes a santo de qué conocía el Sargento la ubicación del Club?
—A
mí que me registren. ¡Hics!
—Anda,
que menuda cogorza lleva el mamón del pájaro este —observé.
—D-déjeme
intentarlo a mí, señor. —Uriel se dirigió a la chimenea—. Oh, Espíritu Santo, inspiración
de los fervorosos, ilumina nuestro camino con el fuego del conocimiento.
Y
el Espíritu Santo, movido como por resorte, echó a volar erráticamente
alrededor de mi regio salón. Uriel se emocionó.
—¡El
Espíritu Santo va a entregarnos un mensaje!
—Gavilán
oooo palooooma. —Que no era exactamente un mensaje.
—¿No
está volando demasiado bajo? —inquirió el Poli Cabrón.
—Como
no tenga cuidado se va a meter de cabeza en la chime... ¡Que se nos quema el
pollo! —Me sobresalté.
En
lugar de alumbrarnos con el fuego del conocimiento, el Espíritu Santo más bien
perdió el conocimiento y cayó al fuego.
—¡Yiiiiiihaaaaa!
—Y volvió a salir disparado hasta mi mesa de mármol, donde se quedó tan
quietecito, en llamas y con las alas en jarras.
—¡Que
no se acerque a las cortinas! —exclamé, llevado por el pánico.
—Mira
que eres melón —dijo el Espíritu, expulsando pequeñas llamaradas por el pico al
hablar—. Aparecer en forma de fuego es una de las performances más
célebres de mi repertorio. No me digas que no queda espectacular.
Antes
de que el Espíritu pudiera seguir presumiendo de su muestrario de efectos
especiales no aptos para su recreación doméstica, agarré el sifón de la bandeja
que providencialmente me ofreció Jean-Claude y apagué al pájaro, al que no se
le había chamuscado una sola pluma.
—¡¿Se
puede saber qué haces?! —dijo el Espíritu Santo, sacudiéndose el agua—. ¡Mira
cómo me has puesto, capullo!
—Es
que no te veía muy capacitado para apagarte por tus propios medios —me expliqué.
—¿Hay
o no hay mensaje? —El Poli Cabrón se estaba impacientando.
—Atado
a mi pata —señaló el Espíritu.
Le
quité el trozo de papel que tenía enrollado en la pata.
—¿Y
bien? ¿Y bien? ¡Léelo ya! —El Poli Cabrón estaba a punto de mearse encima, de
los nervios.
Desplegué
el papelito.
—El
mensaje dice, "Qué bien me lo pasé anoche, tigre." ¡¿Qué significa
esto?! ¡Tú no irás por ahí fecundando vírgenes!
El
Espíritu Santo me quitó el papel con el pico y se lo tragó.
—Mensaje
equivocado. El bueno está en la otra pata.
—Trae,
tigre. Joder, menudo despropósito —dije desatando el otro papelito.
—¿Qué
dice? ¿Qué? —dijo el Poli Cabrón.
—“Sigue
buscando.” —La historia de mi vida—. Espíritu, ¿esto es un mensaje divino o el
envoltorio de un chicle?
—La
calidad de la comunicación supraterrenal es muy pobre aquí en la Tierra.
Vuestra ponzoñosa alma y envilecido estilo de vida causan interferencias con el
más allá —explicó el Espíritu Santo—. Por no hablar de que me has puesto hecho
una sopa en mitad de mi trance.
—Total,
que estamos dando palos de ciego —observé.
—Señor
—dijo Jean-Claude—, un caballero en la puerta pregunta por el Mesías.
—¿Un
caballero? ¿Qué aspecto tiene?
—Aspecto
de haber escapado por los pelos de una hecatombe nuclear, milord.
—Que
entre —dije. Nunca dejo pasar la oportunidad de conocer gente interesante.
—Esto
no me da buena espina —dijo el Espíritu.
—Buenas
noches —dijo el desastrado caballero al entrar por la puerta del salón—.
Disculpen que irrumpa a estas horas en su morada, pero es que antes no han
tenido la amabilidad de detenerse.
—¿Es
usted uno de los tipos que nos estaban persiguiendo y disparando? —pregunté.
—Sí,
bueno, me temo que ha habido un terrible malentendido. —El tipo mostraba una
desafectación muy inusual para alguien que ha sobrevivido milagrosamente a una
explosión—. Nosotros solo queríamos entregarle un mensaje al Mesías.
—Pues
haberlo dejado claro en su momento, hombre —dije—. Quizá no hubiéramos volado
su vehículo por los aires.
—Oh,
no se preocupe por eso —dijo el tipo, que tenía quemaduras en el ochenta por
ciento de su cuerpo y un ojo colgando—. Pensamos erróneamente que comprenderían
nuestras pretensiones. Ya sabe lo que dicen; la violencia sin sentido es el
lenguaje universal.
—¿Ah,
sí? —dijo el Poli Cabrón sacando la pistola—. ¡Pues toma subtexto!
¡BANG!
En todo el estómago.
—¿A
qué ha venido eso? —pregunté.
—¿Qué
pasa? —dijo el Poli Cabrón—. ¿Es que ya no puede uno ni protestar enérgicamente?
—No
pasa nada —dijo el damnificado incorporándose del suelo con una mano y
agarrándose los intestinos con la otra—. Aunque no comparto su postura, la
entiendo perfectamente.
—Es
usted un amasijo de carne de lo más comprensivo, caballero —concedí—. Por
cierto, no he podido evitar fijarme en que está usted hecho un roble.
—Sí,
bueno, los demonios tenemos por lo general las defensas naturales por las nubes
—dijo el tipo.
Uriel
y el Espíritu Santo pegaron un respingo.
—¿Demonios?
Coño, pues sí que nos han encontrado pronto —dijo el Espíritu Santo.
—¿L-le
parto la cara o algo, señor? —le preguntó Uriel al Espíritu, indudablemente
llamado al deber pero a todas luces poco convencido de su espontáneo
ofrecimiento.
—No
he venido a buscar gresca con las huestes celestiales —informó el demonio—.
Cómo ya les he comentado, solo quiero entregarle un mensaje al Mesías.
El
demonio sacó un arrugado y ligeramente chamuscado sobre de un bolsillo de su
chaqueta y se lo pasó a Jean-Claude.
—No
lo abras —dijo el Espíritu Santo—. Apuesto lo que quieras a que Lucifer quiere
tentarte.
Me
sorprendió el poco conocimiento que albergaba el Espíritu Santo sobre los
entresijos del alma humana; personalmente, no creo que haya nadie en este
jodido planeta que considere seriamente que las palabras “apuesta” y
“tentación” puedan ser utilizadas como armas disuasorias. Por otro lado, más
que un acceso de repentina curiosidad, lo que realmente me incitó a abrir el
sobre que Jean-Claude me acababa de alcanzar era…
—¡Coño,
con lacre y todo! No hace años ni nada que no veía uno de estos, tú —dije
rasgando cuidadosamente el papel.
—No
sé para qué cojones me ha mandado el Padre aquí —se quejó el Espíritu—. ¡No me
haces ni puñetero caso!
—¿Qué
dice? ¿Qué dice? —dijo el Poli Cabrón.
—Es
una tarjeta. “El Comité Directivo del Infierno tiene el placer de invitar al
Mesías a visitar sus instalaciones” —leí.
—¿Qué
te he dicho? —dijo el Espíritu Santo—. Es una trampa.
—No
sé mucho sobre el Infierno —reconocí—, pero, por lo poco que he visto hasta ahora,
los parroquianos parecen todos muy educaditos.
—Tú
lo has dicho; no tienes ni puta idea de cómo se las gastan en el Infierno —dijo
el Espíritu—. Son todos unos liantes y unos zalameros como el tontopollas
destripado de ahí.
—¿Decían?
—dijo el demonio, que parecía estar derramando su interés por los suelos, en
compañía de su sangre.
—Que
si no tiene más que añadir, digo —dije, temiendo que estuviera esperando
propina—. Me está dejando la alfombra perdida, si no le importa.
—Ah,
no se sulfure por eso —dijo el Demonio Despreocupado—. Si me hace el favor de
empaparme una esponja en amoníaco, yo mismo…
—No
hace falta que se moleste —interrumpí—. ¿Se le ofrece algo más?
—Eeeeeh,
no. Bueno, sí. Que tiene dos formas de atravesar las puertas del Infierno: O
pega y espera que salgan a recibirlo, o le pide prestadas las llaves al
arcángel que las custodia. Uriel, o Miguel, no me acuerdo. Uno de esos. Están
en su casa. Buenas noches. —Y el demonio se dirigió a la puerta.
—Recoja
sus tripas al salir —dijo el Poli Cabrón.
Me
volví hacia nuestro recatado arcángel.
—¿Las
llaves? —pregunté.
—Una
alemana me la meneaba… —Uriel se hizo el tonto de una manera peculiarmente
llamativa.
—¿Esas
son las canciones que le has estado enseñando al chico? —replicó el Espíritu.
—Uriel,
las llaves —insistí.
—N-no
puedo darle las llaves, señor —dijo Uriel.
—Exacto
—dijo el Espíritu—. No debe dártelas, así que olvida el asunto.
—Sí
—dijo Uriel—. No podría dárselas aunque las tuviera.
—¡¿Has
perdido las Llaves del Infierno?! —exclamó el Espíritu Santo.
—B-bueno,
no las he perdido todas —reconoció Uriel agachando la cabeza—. Todavía tengo la
del buzón.
—¡Eso
me da igual! —bramó el Espíritu—. ¡Tu deber consiste en mantener a los demonios
a buen recaudo, no en retirarles la propaganda!
—El
arcángel Miguel solía tener una copia —dijo Uriel.
—¡Eh!
¡Eh! —dijo el Poli Cabrón—. ¿Qué cojones tengo que ver yo con todo este rollo?
—Nada,
seguramente —opiné—. Pero, de todas formas, creo que lo más sensato sería bajar
allí y preguntar, por si las moscas.
—Oh,
sí, sería de lo más sensato —dijo el Espíritu Santo—. Sobre todo si te acabas
de inventar una nueva definición para el término “sensatez” que signifique
completamente lo contrario. ¡¿Te has vuelto gilipollas de repente o qué te
pasa?!
—Bueno,
bueno, debatámoslo como hombres razonables —insistí—. ¡Ay! ¡Ay!
El
Espíritu Santo había emprendido una briosa campaña de picotazos sobre mi
cabeza.
—Que
no —Picotazo— te vas —Picotazo— al Infierno —Picotazo picotazo picotazo.
—¡Vale,
vale, hostia ya! —El Espíritu abandonó su obstinada tarea—. Nos quedaremos aquí
y protegeremos al Poli Ca… Castaña.
—Que
es la misión que te ha sido encomendada —dijo el Espíritu Santo.
—Sí,
será lo mejor. ¡Jean-Claude! ¡Otra ronda para los caballeros! ¿Un cuenquito de
ginebra, Espíritu?
—Cómo
me conoces.
—Por
cierto, Espíritu, una cuestión que el Gran Hacedor nunca me ha aclarado. ¿Cómo
es Satanás?
—¿Ese?
Bueno, esto, es... así bajito, regordete, con gafas de pasta...
—Dicen
que no sabe combinar los colores… —añadió Uriel.
—Bien,
bien. No parece muy peligroso —concluí.
—Sé
lo que estás pensando —dijo amenazadoramente el Espíritu.
—¿Quién,
yo? No, no, que va.
Afortunadamente,
los efluvios del alcohol parecieron relajar la tensión del ambiente. Al tercer
cuenco, el Espíritu Santo estaba despatarrado encima de la mesa.
—Asturias,
patria queridaaaaaa...
Me
levanté con el brío que solo sabe conceder el whiskey de malta.
—Muy
bien. Vamos, Uriel.
—Que...
¿qué? ¿Adónde?
—¿Tú
qué crees?
—Pero,
el Espíritu Santo...
—El
Espíritu Santo se acaba de caer al suelo —observé—. Jean-Claude, mañana le
picas un comprimido de ibuprofeno y se lo mezclas en el alpiste.
—¿Qué
estás diciendo? —objetó el Poli Cabrón, que se había quedado amodorrado— ¿Que
os vais a largar al Infierno? ¿No se supone que eres mi puto ángel de la
guarda?
—Tú
quédate aquí. El Espíritu y Jean-Claude te protegerán. ¿Verdad, Jean-Claude?
—La
duda ofende, milord —contestó Jean-Claude mientras desempolvaba la recortada.
A
los pocos minutos, salí de mis aposentos ataviado con mis botas con puntera de
acero, pantalones vaqueros, correa con remaches metálicos, chupa de cuero,
gafas de sol y una camiseta negra. Mis enormes y versátiles alas parecían
desmaterializarse en contacto con la ropa y no supusieron ningún problema a la
hora de cambiarme de atuendo, pero, desafortunadamente, no tenía manera de
hacerlas menos visibles. Volví al salón con la quizá vana esperanza de que su
incontestable presencia no edulcorara mi aspecto de aficionado a los daños
materiales.
—A
ver quién es el guapo que me llama eunuco allí abajo.
—Menuda
pinta de macarra —me halagó el Poli Cabrón.
—Gracias.
¡Bandido!
—¡¡¿Cómo?!!
—¿Estás
listo, Uriel?
—Bueno...
—¡Entonces, en marcha! ¡El Infierno se va a
cagar la pata abajo!
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