miércoles, 29 de abril de 2020

Arreglando los problemas del mundo en dos patadas

"Es lo que yo digo, que siempre habrá ricos y pobres y eso es asín y no se puede hacer ná"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 31.

El Minotauro limpió los cristales de sus gafas con una gamuza que sacó del bolsillo de la pechera de su batín de seda. Su aristocrático porte solo se veía levemente deslucido por los gigantescos cuernos que coronaban su monumental cabeza de toro.
            —Sin duda, la providencia nos ha reunido aquí —dijo el Minotauro—. De alguna manera, mi subconsciente ha encontrado la correcta combinación para salir del laberinto y venir en vuestra busca.
—Tengo una pregunta —dije—. Dos, en realidad. ¿Nunca has tenido una hernia discal? Quiero decir, exhibes una testa de proporciones considerables…
—¿La segunda pregunta también es una gilipollez? —dijo Marcia.
—Pues ahora que lo dices, lo cierto es que últimamente estoy fatal de las cervicales. De hecho, creo que voy a aprovechar que estoy fuera para comprar una almohada nueva.
—Ahora hacen unas así anatómicas que van fenomenal —informé.
—Sí, sí, estoy enterado.
—La postura que tomas al sentarte también es importante. Observo que arqueas un poco la espalda.
—Quién te iba a decir a ti esta mañana que ibas a acabar el día enseñando nociones de ergonomía a un ser mitológico, ¿eh?  —observó Marcia.
—No, no; tu amigo tiene razón —convino el Minotauro—. La posición que tomo normalmente para leer tampoco es la más adecuada. Después me entran unas jaquecas que para qué te voy a contar.
—Normal, normal. ¿Y flexionas las piernas cuando agarras una bombona de butano?
—¿Soy la única que es consciente de que esta conversación no nos lleva a ningún lado? —dijo la aguafiestas de mi diablesa.
—Te ruego me disculpes, Marcia —rogó el Minotauro—. Últimamente recibo muy pocas visitas, y comprenderás que cualquier conversación, por insignificante que sea, me resulta sobrecogedoramente estimulante.
—Eso te iba a decir —fui a decir—. ¿Cómo es que os conocéis Marcia y tú, si llevas tanto tiempo encerrado en tu laberinto?
—Es mi maldición. Los demás pueden entrar y salir del laberinto con relativa facilidad, pero a mí me cuesta un horror encontrar el lavadero.
—¿Y nunca se te ha ocurrido acompañar a las visitas hasta la puerta?
—Naturalmente. La última vez que lo intenté, conduje a un viejo y querido amigo al foso de lava. Debo decir que, con gran pesar para mi corazón, mi camarada se sintió muy molesto.
—¿Tienes un foso de lava?
—Sí, bueno; cuando me construyeron el laberinto, era eso o el porche. Y, bueno, no es que fuera a salir mucho a contemplar el atardecer tomando una limonada…
—Qué volubles son las modas; ahora casi nadie construye fosos de lava en sus casas —observé.
—Uy, si es que el metro de suelo volcánico se ha puesto por las nubes.
—Y anda que no es difícil conseguir que te den el permiso de obra. Yo quería poner un foso de cocodrilos alrededor de mi vieja mansión, ¿sabes?
—Qué exótico.
—A la par que agreste.
—Disculpad si interrumpo... —dijo Marcia.
—Oh, Marcia, no sabes cuánto lamento estas divagaciones. Como ya he señalado, últimamente no tengo oportunidad de departir con mucha gente… ¿Qué os trae por estos lares?
—Para serte sincera, Asterión, estamos buscando cobijo. —Marcia no se anduvo por las ramas—. Los demonios del Infierno llevan días intentando acabar con mi acompañante, y necesitamos reposo y tiempo para pensar, y, bueno, eres prácticamente la única persona de todo el Infierno que merece mi confianza.
—No sabes cuán honrado me hace sentir el hecho de que hayas venido hasta aquí a solicitar mi ayuda, mi vieja y querida amiga. —El Minotauro abrió los ojos un montón—. Y qué oportuno.
—¿Por qué?
—Cómo te he comentado, en los últimos tiempos mi laberinto no está tan transitado como solía; solo tengo la desdicha de sufrir las inoportunas visitas periódicas de las Erinias, que precisamente se han presentado esta misma mañana para comentarme vuestras atribuladas peripecias de los últimos días.
—Sí. Esas zorras están siempre al tanto de todo.
—Nada más verlas supe que se traían entre manos algún asunto siniestro.
—¿Por qué?
—Porque no se trajeron ni una triste botella de gaseosa.
—Uy, eso está muy feo —aporté.
—Eso mismo pienso yo. Cuando vas de visita, qué menos que llevar una pastas para el té.
—Ya te digo —dije—. Menuda agarrada, la Herminia esa.
—Erinias. Son tres —corrigió Marcia.
—¡Encima! Pues ya podían haber puesto entre todas un fondo común, que no se iban a arruinar.
—Pero no te creas que ha sido solo esta vez, que estas siempre van igual a todos lados —aclaró el Minotauro—. Yo hace eones que no les invito a ninguna fiesta, pero ellas nunca se dan por aludidas. Y, para colmo, se pasan todo el día criticando a los demás. Son de estas personas a las que nada les viene bien.
—Yo conozco a muchas de esas —aseguré.
—Y no te perdonan una. Si les haces algo, se pasan el resto de la vida echándotelo en cara.
—Además, rencorosas.
—Yo es que no las puedo ni ver.
—Es comprensible.
            —¿Qué más te han contado? —intervino Marcia.
            —No mucho, la verdad; en un momento de la conversación, se excusaron y fueron juntas al baño. Lo estarán buscando todavía, supongo. Hace horas que no las veo —Asterión suspiró—. Es lo que tiene vivir en un laberinto. Una vez un entrañable amigo mío fue un momento a lavarse las manos y tardó ocho meses en volver al comedor. Imagínate. La crema de champiñones se le había quedado helada.
            —Qué horror —dije.
            —Me pone enfermo pensar que estarán en alguna parte abriéndome los cajones y pasándole el dedo a los muebles.
—¿Sabes? Me había hecho otra idea de ti —confesé.
—No me digas.
—Sí. No suelo albergar prejuicios, pero tenía entendido que eras un despiadado asesino sanguinario que devoraba vírgenes vivas.
—Maduré.
—Sí, todos pasamos por etapas en la vida.
—¿Oís ese silbido? —dijo Marcia.
Antes de que pudiera decir “¿Qué silbido?”, algo estalló a escasos metros de donde nos encontrábamos, dejándonos perdidos de tierra y hierbajos.
—Qué contrariedad —opiné.
—Ni yo mismo podría haberlo descrito mejor —dijo Asterión limpiándose las gafas—. ¿Debo colegir que nos han lanzado una bomba?
En la lejanía, una caravana de monovolúmenes y elegantes coches deportivos levantaba el polvo del páramo al son de confusos gritos de batalla.
—Parece el ejército de Plutón —señaló Marcia.
—Creo que hablo en nombre de todos cuando digo que sería conveniente retirarnos —sugirió el Minotauro.
—Una propuesta excelente —convine—. Tú primero.
—Oh, de ninguna manera. —El Minotauro se mostró complacido—. ¿Qué clase de anfitrión sería?
—No, no; insisto —dije—. Retírate tú primero, por favor.
Marcia carraspeó.
—¡Oh, Marcia, qué bochornosa falta de caballerosidad! —dijo Asterión—. Por favor, tú primero.
—¿Podemos salir volando de aquí, por favor? —dijo Marcia remarcando cada palabra.
—Chico, yo corro como una locomotora. Agarra a la señorita Hellstrom y sígueme desde el aire.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó mi diablesa.
—Al único lugar seguro que existe en estos parajes. ¡El Laberinto!
—Pero, Asterión, has tardado siglos en salir de allí
—Marcia, aprecio tu preocupación y la amistad que me brindas, pero…

Un discurso sobre el sacrificio personal en pos de un bien común y tal y cual más tarde…

—…por eso es tan importante que el Elegido llegue sano y salvo a su destino y así llevar una nueva luz…

Una parrafada sobre la esperanza de un nuevo mundo después…

—…y, de haber sabido que iba a salir, habría estrenado el chándal, que lo tengo criando polvo en el armario.
—Normal —dije.
—Ustedes disculpen —dijo uno de los soldados de Plutón apostado a nuestro lado.
—¿Sí, caballerete? —dijo el Minotauro, visiblemente contrariado por la interrupción.
—Verán, sus perseguidores desearían saber si van a empezar a huir hoy o...
—¿Tiene que ser ya? —inquirí.
—Eh… pues… Un momento, lo voy a preguntar. No se muevan, ¿eh? —Y se largó.
—Qué grosero —opinó mi compadre con cuernos.
—Así es la juventud de hoy, camarada. No le tienen respeto a sus mayores —sentencié—. Anda, que mi madre me iba a dejar interrumpir una conversación entre un Mesías y un Minotauro. Me metía una galleta, así con el reverso de la mano…
—Es que se han perdido las maneras. Ahora solo les interesan los coches y el fútbol.
—Jarabe de palo, les daba yo.
Marcia estaba sentada en una roca, con las piernas cruzadas y cara de esperar un autobús cuya línea ha dejado de funcionar hace tiempo.
—¿Os queda mucho? —preguntó.
—¿Acaso te aburres, querida? —me interesé.
—No, no. Me interesa mucho quedarme aquí escuchando cómo arreglan el mundo dos tipos que están a punto de acabar hechos un guiñapo por una horda de demonios furiosos.
—Yo estoy muy a gusto; pero podemos irnos, si os parece —dije.
—Como queráis; por mí que no quede —dijo Asterión—. ¿Tenéis tabaco?
—Señores —dijo el soldado, que había vuelto subrepticiamente a nuestro lado—. Que dicen sus perseguidores que vayan tirando, si eso. Que otro día no les importaría esperar, pero que hoy les viene fatal, que después tienen que ir a no sé qué guerra ultraterrena o no sé qué.
—¿Que qué? —dijo Marcia
—Una guerra ultreterrena, querida —repetí—. Tú no lo entenderías.
—¡¿Qué qué?!
—Son cosas de hombres, cielo —dije condescendiente—. Anda, ¿por qué no nos dejas este asunto a nosotros y vas a limarte las uñas o lo que sea?
—Brillante idea. —Y se las limó en mi jeta.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Zorra desquiciada!
—Pareja, pareja —nos llamó el Minotauro—. Deberíais mantener en privado estas discusiones de enamorados.
—¿Enamorada yo de este… este…? ¿Cuál sería la palabra adecuada…?
—¿Excelente muchacho? —propuso acertadamente el Minotauro.
—En honor a la verdad, esas son dos palabras —corregí, después de comprobar que mis mejillas no estaban sangrando.
—Una corrección muy oportuna, mi querido amigo. Pero no es menos oportuno admitir que resulta altamente complicado condensar tus admirables virtudes en un solo vocablo.
—Me halagas —dije con modestia.
—Cabronazoegoístadescerebrado —dijo Marcia, a mi modo de ver totalmente fuera de lugar.
—¡¿A qué viene eso ahora?!
—La palabra que estaba buscando. Tres palabras en una, en honor a la verdad.
—Ejem —ejemeó el soldado.
—Ah, claro —cayó en la cuenta el Minotauro—. ¿Os parece que nos vayamos, y excusad la aplastante aunque oportuna vulgaridad, cagando leches?
            —Cagando leches, pues —accedí.

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