"Es lo que yo digo, que siempre habrá ricos y pobres y eso es asín y no se puede hacer ná"
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 31.
El
Minotauro limpió los cristales de sus gafas con una gamuza que sacó del
bolsillo de la pechera de su batín de seda. Su aristocrático porte solo se veía
levemente deslucido por los gigantescos cuernos que coronaban su monumental
cabeza de toro.
—Sin duda, la providencia nos ha
reunido aquí —dijo el Minotauro—. De alguna manera, mi subconsciente ha
encontrado la correcta combinación para salir del laberinto y venir en vuestra
busca.
—Tengo
una pregunta —dije—. Dos, en realidad. ¿Nunca has tenido una hernia discal?
Quiero decir, exhibes una testa de proporciones considerables…
—¿La
segunda pregunta también es una gilipollez? —dijo Marcia.
—Pues
ahora que lo dices, lo cierto es que últimamente estoy fatal de las cervicales.
De hecho, creo que voy a aprovechar que estoy fuera para comprar una almohada
nueva.
—Ahora
hacen unas así anatómicas que van fenomenal —informé.
—Sí,
sí, estoy enterado.
—La
postura que tomas al sentarte también es importante. Observo que arqueas un
poco la espalda.
—Quién
te iba a decir a ti esta mañana que ibas a acabar el día enseñando nociones de
ergonomía a un ser mitológico, ¿eh? —observó
Marcia.
—No,
no; tu amigo tiene razón —convino el Minotauro—. La posición que tomo
normalmente para leer tampoco es la más adecuada. Después me entran unas
jaquecas que para qué te voy a contar.
—Normal,
normal. ¿Y flexionas las piernas cuando agarras una bombona de butano?
—¿Soy
la única que es consciente de que esta conversación no nos lleva a ningún lado?
—dijo la aguafiestas de mi diablesa.
—Te
ruego me disculpes, Marcia —rogó el Minotauro—. Últimamente recibo muy pocas
visitas, y comprenderás que cualquier conversación, por insignificante que sea,
me resulta sobrecogedoramente estimulante.
—Eso
te iba a decir —fui a decir—. ¿Cómo es que os conocéis Marcia y tú, si llevas
tanto tiempo encerrado en tu laberinto?
—Es
mi maldición. Los demás pueden entrar y salir del laberinto con relativa
facilidad, pero a mí me cuesta un horror encontrar el lavadero.
—¿Y
nunca se te ha ocurrido acompañar a las visitas hasta la puerta?
—Naturalmente.
La última vez que lo intenté, conduje a un viejo y querido amigo al foso de
lava. Debo decir que, con gran pesar para mi corazón, mi camarada se sintió muy
molesto.
—¿Tienes
un foso de lava?
—Sí,
bueno; cuando me construyeron el laberinto, era eso o el porche. Y, bueno, no
es que fuera a salir mucho a contemplar el atardecer tomando una limonada…
—Qué
volubles son las modas; ahora casi nadie construye fosos de lava en sus casas —observé.
—Uy,
si es que el metro de suelo volcánico se ha puesto por las nubes.
—Y
anda que no es difícil conseguir que te den el permiso de obra. Yo quería poner
un foso de cocodrilos alrededor de mi vieja mansión, ¿sabes?
—Qué
exótico.
—A
la par que agreste.
—Disculpad
si interrumpo... —dijo Marcia.
—Oh,
Marcia, no sabes cuánto lamento estas divagaciones. Como ya he señalado,
últimamente no tengo oportunidad de departir con mucha gente… ¿Qué os trae por
estos lares?
—Para
serte sincera, Asterión, estamos buscando cobijo. —Marcia no se anduvo por las
ramas—. Los demonios del Infierno llevan días intentando acabar con mi
acompañante, y necesitamos reposo y tiempo para pensar, y, bueno, eres
prácticamente la única persona de todo el Infierno que merece mi confianza.
—No
sabes cuán honrado me hace sentir el hecho de que hayas venido hasta aquí a
solicitar mi ayuda, mi vieja y querida amiga. —El Minotauro abrió los ojos un
montón—. Y qué oportuno.
—¿Por
qué?
—Cómo
te he comentado, en los últimos tiempos mi laberinto no está tan transitado
como solía; solo tengo la desdicha de sufrir las inoportunas visitas periódicas
de las Erinias, que precisamente se han presentado esta misma mañana para
comentarme vuestras atribuladas peripecias de los últimos días.
—Sí.
Esas zorras están siempre al tanto de todo.
—Nada
más verlas supe que se traían entre manos algún asunto siniestro.
—¿Por
qué?
—Porque
no se trajeron ni una triste botella de gaseosa.
—Uy,
eso está muy feo —aporté.
—Eso
mismo pienso yo. Cuando vas de visita, qué menos que llevar una pastas para el
té.
—Ya
te digo —dije—. Menuda agarrada, la Herminia esa.
—Erinias.
Son tres —corrigió Marcia.
—¡Encima!
Pues ya podían haber puesto entre todas un fondo común, que no se iban a
arruinar.
—Pero
no te creas que ha sido solo esta vez, que estas siempre van igual a todos
lados —aclaró el Minotauro—. Yo hace eones que no les invito a ninguna fiesta,
pero ellas nunca se dan por aludidas. Y, para colmo, se pasan todo el día
criticando a los demás. Son de estas personas a las que nada les viene bien.
—Yo
conozco a muchas de esas —aseguré.
—Y
no te perdonan una. Si les haces algo, se pasan el resto de la vida echándotelo
en cara.
—Además,
rencorosas.
—Yo
es que no las puedo ni ver.
—Es
comprensible.
—¿Qué
más te han contado? —intervino Marcia.
—No mucho, la verdad; en un momento
de la conversación, se excusaron y fueron juntas al baño. Lo estarán buscando
todavía, supongo. Hace horas que no las veo —Asterión suspiró—. Es lo que tiene
vivir en un laberinto. Una vez un entrañable amigo mío fue un momento a lavarse
las manos y tardó ocho meses en volver al comedor. Imagínate. La crema de
champiñones se le había quedado helada.
—Qué horror —dije.
—Me pone enfermo pensar que estarán
en alguna parte abriéndome los cajones y pasándole el dedo a los muebles.
—¿Sabes?
Me había hecho otra idea de ti —confesé.
—No
me digas.
—Sí.
No suelo albergar prejuicios, pero tenía entendido que eras un despiadado
asesino sanguinario que devoraba vírgenes vivas.
—Maduré.
—Sí,
todos pasamos por etapas en la vida.
—¿Oís
ese silbido? —dijo Marcia.
Antes
de que pudiera decir “¿Qué silbido?”, algo estalló a escasos metros de donde
nos encontrábamos, dejándonos perdidos de tierra y hierbajos.
—Qué
contrariedad —opiné.
—Ni
yo mismo podría haberlo descrito mejor —dijo Asterión limpiándose las gafas—.
¿Debo colegir que nos han lanzado una bomba?
En
la lejanía, una caravana de monovolúmenes y elegantes coches deportivos levantaba
el polvo del páramo al son de confusos gritos de batalla.
—Parece
el ejército de Plutón —señaló Marcia.
—Creo
que hablo en nombre de todos cuando digo que sería conveniente retirarnos —sugirió
el Minotauro.
—Una
propuesta excelente —convine—. Tú primero.
—Oh,
de ninguna manera. —El Minotauro se mostró complacido—. ¿Qué clase de anfitrión
sería?
—No,
no; insisto —dije—. Retírate tú primero, por favor.
Marcia
carraspeó.
—¡Oh,
Marcia, qué bochornosa falta de caballerosidad! —dijo Asterión—. Por favor, tú
primero.
—¿Podemos
salir volando de aquí, por favor? —dijo Marcia remarcando cada palabra.
—Chico,
yo corro como una locomotora. Agarra a la señorita Hellstrom y sígueme desde el
aire.
—¿Adónde
nos dirigimos? —preguntó mi diablesa.
—Al
único lugar seguro que existe en estos parajes. ¡El Laberinto!
—Pero,
Asterión, has tardado siglos en salir de allí
—Marcia,
aprecio tu preocupación y la amistad que me brindas, pero…
Un discurso sobre el sacrificio personal en pos de
un bien común y tal y cual más tarde…
—…por
eso es tan importante que el Elegido llegue sano y salvo a su destino y así
llevar una nueva luz…
Una parrafada sobre la esperanza de un nuevo mundo
después…
—…y,
de haber sabido que iba a salir, habría estrenado el chándal, que lo tengo
criando polvo en el armario.
—Normal
—dije.
—Ustedes
disculpen —dijo uno de los soldados de Plutón apostado a nuestro lado.
—¿Sí,
caballerete? —dijo el Minotauro, visiblemente contrariado por la interrupción.
—Verán,
sus perseguidores desearían saber si van a empezar a huir hoy o...
—¿Tiene
que ser ya? —inquirí.
—Eh…
pues… Un momento, lo voy a preguntar. No se muevan, ¿eh? —Y se largó.
—Qué
grosero —opinó mi compadre con cuernos.
—Así
es la juventud de hoy, camarada. No le tienen respeto a sus mayores —sentencié—.
Anda, que mi madre me iba a dejar interrumpir una conversación entre un Mesías
y un Minotauro. Me metía una galleta, así con el reverso de la mano…
—Es
que se han perdido las maneras. Ahora solo les interesan los coches y el
fútbol.
—Jarabe
de palo, les daba yo.
Marcia
estaba sentada en una roca, con las piernas cruzadas y cara de esperar un
autobús cuya línea ha dejado de funcionar hace tiempo.
—¿Os
queda mucho? —preguntó.
—¿Acaso
te aburres, querida? —me interesé.
—No,
no. Me interesa mucho quedarme aquí escuchando cómo arreglan el mundo dos tipos
que están a punto de acabar hechos un guiñapo por una horda de demonios
furiosos.
—Yo
estoy muy a gusto; pero podemos irnos, si os parece —dije.
—Como
queráis; por mí que no quede —dijo Asterión—. ¿Tenéis tabaco?
—Señores
—dijo el soldado, que había vuelto subrepticiamente a nuestro lado—. Que dicen
sus perseguidores que vayan tirando, si eso. Que otro día no les importaría
esperar, pero que hoy les viene fatal, que después tienen que ir a no sé qué
guerra ultraterrena o no sé qué.
—¿Que
qué? —dijo Marcia
—Una
guerra ultreterrena, querida —repetí—. Tú no lo entenderías.
—¡¿Qué
qué?!
—Son
cosas de hombres, cielo —dije condescendiente—. Anda, ¿por qué no nos dejas
este asunto a nosotros y vas a limarte las uñas o lo que sea?
—Brillante
idea. —Y se las limó en mi jeta.
—¡Joder!
¡Joder! ¡Zorra desquiciada!
—Pareja,
pareja —nos llamó el Minotauro—. Deberíais mantener en privado estas
discusiones de enamorados.
—¿Enamorada
yo de este… este…? ¿Cuál sería la palabra adecuada…?
—¿Excelente
muchacho? —propuso acertadamente el Minotauro.
—En
honor a la verdad, esas son dos palabras —corregí, después de comprobar que mis
mejillas no estaban sangrando.
—Una
corrección muy oportuna, mi querido amigo. Pero no es menos oportuno admitir
que resulta altamente complicado condensar tus admirables virtudes en un solo
vocablo.
—Me
halagas —dije con modestia.
—Cabronazoegoístadescerebrado
—dijo Marcia, a mi modo de ver totalmente fuera de lugar.
—¡¿A
qué viene eso ahora?!
—La
palabra que estaba buscando. Tres palabras en una, en honor a la verdad.
—Ejem
—ejemeó el soldado.
—Ah,
claro —cayó en la cuenta el Minotauro—. ¿Os parece que nos vayamos, y excusad
la aplastante aunque oportuna vulgaridad, cagando leches?
—Cagando leches, pues —accedí.
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