domingo, 12 de abril de 2020

Noche de perros en el Infierno

Una de las palancas acciona el limpiaparabrisas. Así de memoria no sabríamos decirles cual.

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 14.

Preferiría no empezar por el principio, ya que el principio consiste básicamente en algo así como “Cruzábamos el Infierno en un Seat Panda”, pero el hecho irrefutable es que Marcia Hellstrom había sacado unas llaves de su bolso cuando salimos del local de Minos, había introducido una en la puerta del conductor de un Seat Panda color vainilla que estaba aparcado a pocos metros de la puerta del bar y se había sentado detrás del volante. Ayudé, con más voluntad que tino, al muy perjudicado Uriel a introducirse en el asiento trasero, que acabó en una de esas complicadas posturas que rara vez buscamos durante la vigilia, y yo me acomodé con poco sentimiento por mi parte en el asiento del acompañante plegando las alas. Me revolví en mi asiento, tratando infructuosa, desesperadamente de encontrar una postura que minimizara el malestar y los más que probables daños lumbares a largo plazo.
            —Creo que me estoy clavando un muelle —le dije a Marcia.
            —Sí, bueno. Esto es el Infierno, ya sabes.
            —Oye, ¿vas bien para conducir?
            —Tú tranquilo, que yo controlo —dijo enfilado la larga avenida.
            —No digas eso, que trae mal fario.
            —Qué criaturas más raras sois los seres humanos. Estás en el Infierno y crees que aún no has agotado tu caudal de mala suerte.
            —La verdad es que esto no me parece tan, tan malo. Mi catequista me lo pintó de otra manera. Más peligroso, ya me entiendes. Me dijo que, si acababa aquí, me robarían los zapatos y pisaría un montón de jeringuillas con los pies descalzos. —Marcia me miró, perpleja—. ¿Qué esperabas? Eran los ochenta.
            —Lo que hay que oír —dijo Marcia con un deje de hastío en su voz.
            —No sé por qué me da la impresión de que a ti no te gusta mucho este rollo.
            —¿Tu catequista no te contó que los demonios fuimos expulsados del Cielo?
            —Mi catequista pasó un tiempo en un convento de clausura, y un día decidió divorciarse de Dios y casarse con un siderúrgico de metro ochenta, así que supongo que no quería ni oír hablar de expulsiones y castigos eternos —dije—. ¿Qué fue lo que pasó, exactamente? Le debisteis de tocar mucho los huevos al Creador.
            —Nada, una tontería. Llevarle la contraria a la Verdad Absoluta, ya ves tú.
            —Sí, bueno; Dios es un pureta. Así que una vez fuiste un ángel, ¿no?
            —Hace mucho tiempo.
            —Seguro que estás más guapa ahora. Con las tetas y eso, quiero decir —dije intentando apartar de mi cabeza extrañas ideas acerca de transexualismo ultraterreno—. ¿O tú ya tenías tetas Allá Arriba? Es que no he visto ángeles hembra en todo el tiempo que he estado allí. Y si las he visto, no eran nada femeninas. Desde luego, no he visto en el Cielo a nadie con unas tetas como las tuyas.
            —Oye, ¿estás intentando ligar conmigo?
            —Sí. ¿Voy bien?
            —¿Haciendo alusión a mis pechos?
            —Es que todavía no te conozco lo suficiente —dije—. Pero seguro que tienes otras virtudes destacables.
            —Estás majara. Tú eres el Mesías, yo un demonio. Lo nuestro no iba a llegar muy lejos.
—Sí, tenemos bastantes probabilidades de que el niño nos salga Anticristo. Bueno, no tiene por qué ser Anticristo; si es niña eliges tú el nombre. ¿Nos imaginas a ti y a mí en el porche de nuestra casa mientras nuestra pequeña entierra gatos vivos en el jardín? ¿O volver de la ópera y encontrarnos a la niñera en el salón con los ojos arrancados?
—El Apocalipsis a la vuelta de la esquina y tú pensando en traer hijos al mundo.
—No te preocupes por el Apocalipsis; no pienso dejarte embarazada hasta que pase todo el marrón. Ya dejaremos de utilizar condones cuando los pocos supervivientes que quedemos restablezcamos el orden mundial. No te voy a tener saqueando tiendas preñada hasta las cejas, mujer.
Sin previo aviso, porque habría estado bueno que una voz surgida de la nada hubiera anunciado a los cuatro vientos “¡Atención, que va a empezar a llover que te cagas!”, o, en un supuesto diferente, “¡Cuidado, no comas más guindillas, que te van a sentar como un tiro!”, empezó a llover como si el agua hubiera estado agazapada detrás de un matorral y pretendiera violarnos.
—¿Es algo que he dicho? —pregunté.
—No. Acabamos de entrar en una zona del Infierno donde llueve constantemente —contestó Marcia.
—Ah, pues voy a aprovechar para bajar la ventanilla de Uriel, a ver si con el agüita se espabila un poco.
—¿Cómo puedes ser tan cabrón con él?
—Si le va a venir muy bien, mujer —dije encaramándome de rodillas en mi asiento y alcanzando el elevalunas de la parte trasera.
—Sí, seguro que con una neumonía se encuentra mejor.
El agua entró por la ventanilla como si estuviera buscando una formación rocosa que erosionar.
—¡Joder! —exclamé.
—¡Cierra la puta ventanilla! —exclamó Marcia.
Uriel, más que incorporarse, parecía recién salido de la Caja de Pandora, en el caso de que la Caja de Pandora, en vez de todos los males de la Humanidad, hubiera contenido un muñeco con muelle.
—¿Qué? ¿Qué? —dijo Uriel con los ojos a punto de descorcharse.
—¡Uriel, viejo amigo! ¿Cómo te encuentras? —pregunté mientras subía la ventanilla.
—Señor, ¿q-qué me ha pasado? —dijo Uriel, invadido por ese terror infinito que se resume en la frase “¿Pero qué coño hice yo anoche?”
—¿Te duele la cabeza? —pregunté.
—Mucho.
—¿Tienes el estómago revuelto?
—Uorg —dijo Uriel.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Marcia.
—Que sí —afirmé.
—Uorg, uorg —reiteró Uriel.
—No irá a vomitar —dijo Marcia.
—¡Uooooooooorg!
—Dime que Uriel no ha vomitado dentro del coche —dijo Marcia.
—No te preocupes —dije—. Ha caído casi todo encima de sus chanclas.
—¿Ha vomitado dentro del coche? —repitió Marcia.
—¿A que ahora te sientes mejor? —le dije a Uriel—. Si es que no hay nada como echar la papa.
—Joder, qué pestazo —dijo Marcia arrugando la nariz.
—Uriel, cuélgate esto en la oreja —le pasé el ambientador de pino que pendía en el espejo retrovisor y que parecía sentirse como pez fuera del agua dentro de un Seat Panda.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Marcia.
—¿Así está bien, señor? —preguntó Uriel al borde de la descomposición. Su nuevo complemento y su rostro tirando a amarillento le otorgaban un aspecto escasamente distinguido.
—Sí, sí. Déjatelo ahí un rato.
—¿Cómo hemos pasado de hablar de lo humano y lo divino a colgar un ambientador de coche en la oreja a un arcángel? —se interesó Marcia.
—También hemos hecho una breve alusión a tus tetas —recordé.
—E—esto tiene un olor muy penetrante, señor.
—No te preocupes por eso —dije—. Es solo química.
—Creo que se está intoxicando —dijo Marcia mirando por el retrovisor.
—¿Qué? No, mujer, que va.
—Hace un momento Uriel no era de color púrpura.
—¡Uorg!
—¿Va a vomitar otra vez?
—Tranquila, es solo una arcada. Ya no le queda nada en el estómago.
—¡Uoooorg!
—Ah, no, pues sí que le quedaba —reconocí.
—¡¿Vas a quitarle eso de una vez?!
—Si abro la ventanilla, malo, si le cuelgo un ambientador de coche en la oreja, malo…
—¡Oye, disculpa si no te permito un margen de acción más amplio!
—Eh, ¿podrían dejar de gritar, por favor? —dijo el pobre Uriel—. No me encuentro en mi mejor momento.
—Tranquilo, Uriel. Estamos llegando a un sitio donde podrás tomarte algo calentito —dijo Marcia.
—Estupendo. A mí también me vendría bien algo calentito —afirmé.
—Una buena paliza te daba yo.
—¡Eh! ¿A qué viene esa repentina hostilidad? ¿Todas las diablesas sois así de volubles, o qué?
Marcia pegó un frenazo.
—¡Uorg!
Marcia me dedicó una mirada que me hizo augurar un futuro inmediato poco prometedor. Eché mano a la palanca de la puerta instintivamente. “Demasiado tarde”, pensé después de que me calzara una hostia.
—¡Joder! ¡Joder! —Me sangraba la nariz—. ¡¿Por qué coño has hecho eso?!
—¡Síndrome premenstrual, ¿vale?! ¡Las diablesas vivimos en un estado permanente de síndrome premenstrual!
—Joder, eso es horrible.
—¡Lo es!
—Salir con una demonia supondría tener que ser comprensivo por toda la eternidad.
Esta vez, la mirada de Marcia me hizo comprender que probablemente albergaba una base de plutonio en el lugar que deberían ocupar sus ovarios.
—Meteos en el restaurante mientras voy a aparcar —dijo despacio, como si utilizara sus palabras para cavar una tumba.
—¿Restaurante? —miré por la ventanilla.

CIACCO'S RESTO-BAR

            —Mierda. ¿No hay por aquí cerca algo menos… alternativo?
            —¡Sal del coche!
Consideré conveniente dejar a Marcia aparcar el coche tranquila mientras yo aparcaba mis hasta entonces inamovibles preferencias culinarias. Ayudé a Uriel a bajar y me dirigí al restaurante con la escasa celeridad derivada de remolcar a un ángel con resaca y de dos pares de generosas alas progresivamente empapadas. Cuando llegamos al umbral del restaurante, la madera, los tonos ocres y los bodegones de verduras y hortalizas terminaron de desvanecer mi anhelo de un próximo y fugaz encuentro con un grasiento pedazo de vaca.
—¿Pega fuerte, eh? —dijo Uriel.
—Justicia poética, supongo —reconocí—. Uriel, ¿de verdad soy tan perro contigo?
—B—bueno, señor, supongo que lo hace en beneficio de mi crecimiento personal —dijo Uriel apartando el brazo de mis hombros y haciendo un casi milagroso intento de mantenerse en pie por sus propios medios.
—Vamos, Uriel, no seas nenaza.
—¿Señor?
—¿Sabes? Pienso hacer de ti un auténtico cabrón.
—¿Como usted, señor?
—Como yo, no. Peor.
—Vaya. G-gracias, señor.
—No hay de qué. Es mi deber.
            —Paz, hermanos —dijo un apestoso hippie pelirrojo con barbita de chivo que había salido a recibirnos.
            —¡¡Toma paz!! —dije justo antes de endiñarle un sopapo que lo envió al suelo.
—¡Pero, tío! ¿Por qué has hecho eso? —se atrevió a preguntar el damnificado.
—Perdona, colega —me disculpé—. La película no va contigo, pero entiéndeme; yo estoy de una mala hostia que te cagas, tú llevas ropa de segunda mano...
—Claro, claro. Todos podemos tener un día malo —dijo el tipo levantándose del suelo—. Soy Ciacco, el dueño del local. Seguidme, que hay una mesa junto a la chimenea. —Se dio la vuelta—. El fuego secará vuestras ropas y aplacará vuestro ánimo.
Apenas acabó la frase, agarré una silla libre y se la rompí en la espalda.
—¡Pero, colega, que mal rollito! —se quejó Ciacco, sentado en el suelo.
—Lo siento, lo siento. Tío, es que, si no tienes el pelo lo suficientemente largo, una coleta queda ridícula —dije a modo de justificación—. Anda, déjame que te ayude. —Y le tendí la mano.
—¡Mmpf! Gracias. Colega, tienes los chakras hechos una puta mierda.
—Lo sé. Llevo días sin darme una buena ducha.
Uriel y yo nos sentamos al calor del fuego.
—¿Os traigo algo de beber mientras miráis la carta? Tenemos una amplia variedad de zumos naturales procedentes de frutas de nuestra propia cosecha.
—Para mi compadre un zumo de tomate —dije mirando a Uriel, que estaba lívido—. Y para mí… ¿Tenéis cerveza sin alcohol? —pregunté.
—Por supuesto.
—Pues puedes metértela por el culo. Un botellín de agua, gracias.
—¡Oye, tío! ¿Cuál es tu problema?
—Perdona, perdona. Es que me he peleado con mi novia y tú tienes piojos y...
—¿No te parece que vas demasiado rápido? —me interrumpió Marcia a mi espalda, cerrando el paraguas.
—¡Marcia, tronca, cuánto tiempo! —saludó Ciacco— ¿Zumo de limón y pomelo, como de costumbre?
—Sí, gracias, Ciacco. —Marcia se sentó a la mesa.
—¿Y bien? —dije cuando Ciacco nos dejó solos.
—¿Y bien, qué? —dijo Marcia.
—¿No tienes nada que decir referente al hostión que me has adjudicado?
Marcia suspiró.
—Oye, lo siento, pero no puedo… Si vuelves a acercarte a mí, me veré obligada a hacerte daño otra vez. —No era una amenaza; parecía más bien resignada.
            —¿Por qué?
            —A ver cómo te lo explico...
            —No sé, dibújalo en una servilleta o algo, mujer, pero no me dejes en ascuas —dije en un improbable intento de fluidificar la comunicación.
            —Mira, no puedo permitirme ser débil.
            —Es una especie de maldición, señor —dijo Uriel, que parecía estar sujetándose la cabeza con las dos manos.
            —Ah, bueno —dije aliviado—. Pero esas cosas se rompen, ¿no? Siempre hay alguna manera.
            —Oye, ¿dónde crees que estamos? ¿En un cuento gótico? —dijo Marcia.
            —No siempre se trata de encontrar una vieja daga mística y clavársela a alguien en las tripas —dije—. A veces es como la historia del hombre lobo Paco Pepe.
            —¿Qué posibilidad real hay de que un tipo llamado Paco Pepe se convierta en hombre lobo? —pregunto Marcia.
            —Ya, ya. El caso es que a Paco Pepe le mordió un licántropo de esos siendo un adolescente, y las noches de luna llena se convertía en una bestia salvaje y toda la marimorena. ¿Sabes lo que hizo el padre? Lo hartó de palos hasta que se le quitó la tontería. Al principio el niño no hacía ni puto caso, claro; ya sabes cómo son los adolescentes. Pero su padre era muy bruto; uno de esos que nunca ha salido del pueblo y se ha pasado la vida levantándose a las tres de la mañana para arar el huerto y sembrar papas y tal, y al final…
            —¿El padre acostumbró a su hijo a no convertirse en hombre lobo a fuerza de golpes?
            —La leyenda dice que además lo castigó sin paga un tiempo.
            —Ya. Y tú pretendes utilizar el mismo sistema conmigo, ¿no? Meterme mano hasta que termine por acostumbrarme.
            —A veces un hombre ha de hacer lo que debe hacer —dije colocando mi mano sobre la suya.
            —Tu capacidad de sacrificio resulta admirable —dijo Marcia arqueando una ceja.
—Ejem, yo... creo que aquí estoy de más —dijo Uriel apartando su silla, más por precaución que por recato.
—Aparta la mano, no sabes lo que puedo… —empezó a decir Marcia.
Y, sin darle tiempo a terminar, me acerqué a ella y le besé en los labios. Marcia me agarró de las solapas de la chaqueta y tiró hacia ella, apretando su boca contra la mía. No voy a decir que el tiempo se detuviera; fue más bien como si el tiempo, en su inexorable caminar, vacilara un momento y se preguntara “¿Me he dejado la plancha encendida?”. Escuché la voz de Uriel como desde la habitación de un cochambroso motel de carretera articulando unas palabras en un idioma largamente olvidado.
—Vaya merluza que llevo.
Como si hubiera pegado fuego a una papelera en la Escuela de la Vida, como si hubiera operado de arteriosclerosis al Universo, como si hubiera alunizado con un camión cisterna en los Grandes Almacenes del Orden de las Cosas, como si le hubiera enseñado el culo a la Anciana Primordial y a su Mierda de Yorkshire Eterno, así me hizo sentir el beso de aquella diablesa.
Marcia se apartó de mí sin soltar mis solapas. Buscó mi alma con la mirada y la encontró vomitando mi vida anterior en el lavabo de una gasolinera.
—¿Sabes? Estás empezando a gustarme mucho —dijo.
Entonces me levantó como el cartón vacío de vino barato que era y me hizo salir del restaurante atravesando la cristalera, método aparatoso a la par que controvertido.
—¡Señor! ¡Señor! —escuché decir a Uriel mientras corría hacia mí—. ¿Es esta su idea de una relación de pareja sana?
 —¿Sabes, Uriel? Creo que la tengo en el bote —dije sin mirarle, tumbado boca arriba y dejando que la lluvia entrara en mis ojos.
—¡Sal de la carretera, hombre, que te va a pillar un coche! —gritó Marcia desde el restaurante.
—¡Vaya nochecita me estáis dando, hermanos! —dijo Ciacco, que se había acercado a comprobar qué novedades en materia de interiorismo habíamos introducido en su local desde que nos había tomado nota.
Un minuto después, otra vez en la mesa, Marcia me quitaba los trozos de vidrio que habían encontrado acomodo en mi cabello con la ternura y creciente exasperación de la madre que desparasita a su hijo mediano.
—Es que estás tonto —me dijo.
—Ha valido la pena —le dije embelesado.
—Habla por ti, colega —dijo Ciacco, malhumorado y bloc de notas en ristre.
—No te preocupes por los desperfectos, Ciacco —dijo Marcia—. Yo me encargo de todo.
—¿Habéis decidido ya, o pensáis seguir destrozándome el local un rato más?
—¿Nos pedimos una ensalada? —preguntó Marcia, evitando mirarme a los ojos.
            Yo no dije nada y Uriel se encogió de hombros.
—Vale, una ensalada de mandrágora y... ¿Uriel, te apetece algo en especial o…?
—Eh… no sé… —dijo Uriel mirando la carta—. ¿Tienen cebolla cruda?
—Uriel, amigo, no tienes que demostrar que eres un machote —señalé—. Has agarrado una cogorza bochornosa, nada más.
—Ciacco, tráenos la ensalada, por el momento —dijo Marcia.
Ciacco se dio la vuelta sin decir nada, al considerar, quizá, que desearnos paz habría supuesto un gesto estéril. Eché un vistazo a mi alrededor. El resto de comensales miraba con recelo sus platos a medio terminar. Todas las mesas del local estaban ocupadas, pero nadie parecía tener apetito.
—Marcia, ¿qué hace toda esta gente aquí?
—Purgar el pecado de la gula.
—¿La gente va al Infierno por comer mucho? Joder, menudo caos administrativo.
—Antes solía considerarse un pecado importante —aclaró Marcia—. La Ley Divina está un poco desfasada, me temo.
Valiente despropósito, pensé. ¿Qué clase de criterios seguía Dios a la hora de enjuiciar a un alma?

“—A ver, tú, que en vida no has bebido, ni has fumado, ni te has drogado, ni has fornicado…
—¿Podrías bajar el volumen, Señor? Me estás haciendo quedar como un gilipollas.
—…pero te has hinchado de bollos. ¿Te parece bonito?
—Tampoco es para tanto. Algún sobao de vez en cuando, pero…
—Repetiste estofado una vez cuando tenías treinta y un años. ¿Es que no te bastaba con un plato?
—En mi descargo, diré que la noche anterior solo cené una pera.
—Eso no te exime de culpa. ¡Al Infierno por toda la Eternidad!”

Ahora que se acercaba el Juicio Final, me parecía injusto que acabara en el Infierno un tipo cuyo único pecado consistía en tener el carnet de socio del Club de Amigos del Chili con Carne.
—¿Y cuál es su castigo? —pregunté.
—Comer verdura y sopa insípida el resto de la eternidad. ¿No es deliciosa la Ironía Divina? —dijo Marcia levantando una ceja.
—Creía que en el Averno te aplicaban descargas eléctricas en los testículos y cosas así. Hasta ahora, nunca había considerado el potencial del brócoli como instrumento de tortura —confesé—. ¿Y qué pinta Ciacco aquí?
—Ciacco era el peor de todos. Por lo visto, una vez se comió una barra de pan con los macarrones.
—Se la jugó, vaya.
—Este zumo de tomate sabe raro —dijo Uriel.
—Ya, bueno. Mi agua sabe a mierda, pero supongo que eso es normal aquí.
—No, no lo es —dijo Marcia mirando su vaso—. Y, ahora que lo dices, mi zumo… ¡Ciacco!
Ciacco se acercó a la mesa con nuestra ensalada.
—Dime, Marcia.
Marcia, sin mediar palabra, agarró mi botella de agua, se incorporó, y la hizo añicos en la cabeza del hippie.
—¡¿Pero qué coño te pasa a ti ahora?! —bramó Ciacco.
—Cabrón —dijo Marcia.
            —Huy, qué colocón tan guapo estoy pillando. —Fueron mis últimas palabras antes de caer inconsciente.

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