Una de las palancas acciona el limpiaparabrisas. Así de memoria no sabríamos decirles cual.
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 14.
Preferiría
no empezar por el principio, ya que el principio consiste básicamente en algo
así como “Cruzábamos el Infierno en un Seat Panda”, pero el hecho irrefutable
es que Marcia Hellstrom había sacado unas llaves de su bolso cuando salimos del
local de Minos, había introducido una en la puerta del conductor de un Seat
Panda color vainilla que estaba aparcado a pocos metros de la puerta del bar y
se había sentado detrás del volante. Ayudé, con más voluntad que tino, al muy
perjudicado Uriel a introducirse en el asiento trasero, que acabó en una de
esas complicadas posturas que rara vez buscamos durante la vigilia, y yo me
acomodé con poco sentimiento por mi parte en el asiento del acompañante
plegando las alas. Me revolví en mi asiento, tratando infructuosa,
desesperadamente de encontrar una postura que minimizara el malestar y los más
que probables daños lumbares a largo plazo.
—Creo que me estoy clavando un
muelle —le dije a Marcia.
—Sí, bueno. Esto es el Infierno, ya
sabes.
—Oye, ¿vas bien para conducir?
—Tú tranquilo, que yo controlo —dijo
enfilado la larga avenida.
—No digas eso, que trae mal fario.
—Qué criaturas más raras sois los
seres humanos. Estás en el Infierno y crees que aún no has agotado tu caudal de
mala suerte.
—La verdad es que esto no me parece
tan, tan malo. Mi catequista me lo pintó de otra manera. Más peligroso, ya me
entiendes. Me dijo que, si acababa aquí, me robarían los zapatos y pisaría un
montón de jeringuillas con los pies descalzos. —Marcia me miró, perpleja—. ¿Qué
esperabas? Eran los ochenta.
—Lo que hay que oír —dijo Marcia con
un deje de hastío en su voz.
—No sé por qué me da la impresión de
que a ti no te gusta mucho este rollo.
—¿Tu catequista no te contó que los demonios
fuimos expulsados del Cielo?
—Mi catequista pasó un tiempo en un
convento de clausura, y un día decidió divorciarse de Dios y casarse con un
siderúrgico de metro ochenta, así que supongo que no quería ni oír hablar de
expulsiones y castigos eternos —dije—. ¿Qué fue lo que pasó, exactamente? Le
debisteis de tocar mucho los huevos al Creador.
—Nada, una tontería. Llevarle la
contraria a la Verdad Absoluta, ya ves tú.
—Sí, bueno; Dios es un pureta. Así
que una vez fuiste un ángel, ¿no?
—Hace mucho tiempo.
—Seguro que estás más guapa ahora. Con
las tetas y eso, quiero decir —dije intentando apartar de mi cabeza extrañas
ideas acerca de transexualismo ultraterreno—. ¿O tú ya tenías tetas Allá
Arriba? Es que no he visto ángeles hembra en todo el tiempo que he estado allí.
Y si las he visto, no eran nada femeninas. Desde luego, no he visto en el Cielo
a nadie con unas tetas como las tuyas.
—Oye, ¿estás intentando ligar
conmigo?
—Sí. ¿Voy bien?
—¿Haciendo alusión a mis pechos?
—Es que todavía no te conozco lo
suficiente —dije—. Pero seguro que tienes otras virtudes destacables.
—Estás majara. Tú eres el
Mesías, yo un demonio. Lo nuestro no iba a llegar muy lejos.
—Sí,
tenemos bastantes probabilidades de que el niño nos salga Anticristo.
Bueno, no tiene por qué ser Anticristo; si es niña eliges tú el nombre. ¿Nos
imaginas a ti y a mí en el porche de nuestra casa mientras nuestra
pequeña entierra gatos vivos en el jardín? ¿O volver de la ópera y
encontrarnos a la niñera en el salón con los ojos arrancados?
—El
Apocalipsis a la vuelta de la esquina y tú pensando en traer hijos al mundo.
—No
te preocupes por el Apocalipsis; no pienso dejarte embarazada hasta que pase todo
el marrón. Ya dejaremos de utilizar condones cuando los pocos supervivientes
que quedemos restablezcamos el orden mundial. No te voy a tener saqueando
tiendas preñada hasta las cejas, mujer.
Sin
previo aviso, porque habría estado bueno que una voz surgida de la nada hubiera
anunciado a los cuatro vientos “¡Atención, que va a empezar a llover que te
cagas!”, o, en un supuesto diferente, “¡Cuidado, no comas más guindillas, que
te van a sentar como un tiro!”, empezó a llover como si el agua hubiera estado
agazapada detrás de un matorral y pretendiera violarnos.
—¿Es
algo que he dicho? —pregunté.
—No.
Acabamos de entrar en una zona del Infierno donde llueve constantemente —contestó
Marcia.
—Ah,
pues voy a aprovechar para bajar la ventanilla de Uriel, a ver si con el agüita
se espabila un poco.
—¿Cómo
puedes ser tan cabrón con él?
—Si
le va a venir muy bien, mujer —dije encaramándome de rodillas en mi asiento y
alcanzando el elevalunas de la parte trasera.
—Sí,
seguro que con una neumonía se encuentra mejor.
El
agua entró por la ventanilla como si estuviera buscando una formación rocosa
que erosionar.
—¡Joder!
—exclamé.
—¡Cierra
la puta ventanilla! —exclamó Marcia.
Uriel,
más que incorporarse, parecía recién salido de la Caja de Pandora, en el caso
de que la Caja de Pandora, en vez de todos los males de la Humanidad, hubiera
contenido un muñeco con muelle.
—¿Qué?
¿Qué? —dijo Uriel con los ojos a punto de descorcharse.
—¡Uriel,
viejo amigo! ¿Cómo te encuentras? —pregunté mientras subía la ventanilla.
—Señor,
¿q-qué me ha pasado? —dijo Uriel, invadido por ese terror infinito que se
resume en la frase “¿Pero qué coño hice yo anoche?”
—¿Te
duele la cabeza? —pregunté.
—Mucho.
—¿Tienes
el estómago revuelto?
—Uorg
—dijo Uriel.
—¿Qué
ha dicho? —preguntó Marcia.
—Que
sí —afirmé.
—Uorg,
uorg —reiteró Uriel.
—No
irá a vomitar —dijo Marcia.
—¡Uooooooooorg!
—Dime
que Uriel no ha vomitado dentro del coche —dijo Marcia.
—No
te preocupes —dije—. Ha caído casi todo encima de sus chanclas.
—¿Ha
vomitado dentro del coche? —repitió Marcia.
—¿A
que ahora te sientes mejor? —le dije a Uriel—. Si es que no hay nada
como echar la papa.
—Joder,
qué pestazo —dijo Marcia arrugando la nariz.
—Uriel,
cuélgate esto en la oreja —le pasé el ambientador de pino que pendía en el
espejo retrovisor y que parecía sentirse como pez fuera del agua dentro de un
Seat Panda.
—¿Qué
estás haciendo? —dijo Marcia.
—¿Así
está bien, señor? —preguntó Uriel al borde de la descomposición. Su nuevo complemento
y su rostro tirando a amarillento le otorgaban un aspecto escasamente
distinguido.
—Sí,
sí. Déjatelo ahí un rato.
—¿Cómo
hemos pasado de hablar de lo humano y lo divino a colgar un ambientador de
coche en la oreja a un arcángel? —se interesó Marcia.
—También
hemos hecho una breve alusión a tus tetas —recordé.
—E—esto
tiene un olor muy penetrante, señor.
—No
te preocupes por eso —dije—. Es solo química.
—Creo
que se está intoxicando —dijo Marcia mirando por el retrovisor.
—¿Qué?
No, mujer, que va.
—Hace
un momento Uriel no era de color púrpura.
—¡Uorg!
—¿Va
a vomitar otra vez?
—Tranquila,
es solo una arcada. Ya no le queda nada en el estómago.
—¡Uoooorg!
—Ah,
no, pues sí que le quedaba —reconocí.
—¡¿Vas
a quitarle eso de una vez?!
—Si
abro la ventanilla, malo, si le cuelgo un ambientador de coche en la oreja,
malo…
—¡Oye,
disculpa si no te permito un margen de acción más amplio!
—Eh,
¿podrían dejar de gritar, por favor? —dijo el pobre Uriel—. No me encuentro en
mi mejor momento.
—Tranquilo,
Uriel. Estamos llegando a un sitio donde podrás tomarte algo calentito —dijo Marcia.
—Estupendo.
A mí también me vendría bien algo calentito —afirmé.
—Una
buena paliza te daba yo.
—¡Eh!
¿A qué viene esa repentina hostilidad? ¿Todas las diablesas sois así
de volubles, o qué?
Marcia
pegó un frenazo.
—¡Uorg!
Marcia
me dedicó una mirada que me hizo augurar un futuro inmediato poco prometedor.
Eché mano a la palanca de la puerta instintivamente. “Demasiado tarde”, pensé
después de que me calzara una hostia.
—¡Joder!
¡Joder! —Me sangraba la nariz—. ¡¿Por qué coño has hecho eso?!
—¡Síndrome
premenstrual, ¿vale?! ¡Las diablesas vivimos en un estado permanente de
síndrome premenstrual!
—Joder,
eso es horrible.
—¡Lo
es!
—Salir
con una demonia supondría tener que ser comprensivo por toda la eternidad.
Esta
vez, la mirada de Marcia me hizo comprender que probablemente albergaba una
base de plutonio en el lugar que deberían ocupar sus ovarios.
—Meteos
en el restaurante mientras voy a aparcar —dijo despacio, como si utilizara sus
palabras para cavar una tumba.
—¿Restaurante?
—miré por la ventanilla.
CIACCO'S
RESTO-BAR
—Mierda. ¿No hay por aquí cerca algo
menos… alternativo?
—¡Sal del coche!
Consideré
conveniente dejar a Marcia aparcar el coche tranquila mientras yo aparcaba mis
hasta entonces inamovibles preferencias culinarias. Ayudé a Uriel a bajar y me
dirigí al restaurante con la escasa celeridad derivada de remolcar a un ángel
con resaca y de dos pares de generosas alas progresivamente empapadas. Cuando
llegamos al umbral del restaurante, la madera, los tonos ocres y los bodegones
de verduras y hortalizas terminaron de desvanecer mi anhelo de un próximo y fugaz
encuentro con un grasiento pedazo de vaca.
—¿Pega
fuerte, eh? —dijo Uriel.
—Justicia
poética, supongo —reconocí—. Uriel, ¿de verdad soy tan perro contigo?
—B—bueno,
señor, supongo que lo hace en beneficio de mi crecimiento personal —dijo Uriel
apartando el brazo de mis hombros y haciendo un casi milagroso intento de
mantenerse en pie por sus propios medios.
—Vamos,
Uriel, no seas nenaza.
—¿Señor?
—¿Sabes?
Pienso hacer de ti un auténtico cabrón.
—¿Como
usted, señor?
—Como
yo, no. Peor.
—Vaya.
G-gracias, señor.
—No
hay de qué. Es mi deber.
—Paz, hermanos —dijo un apestoso
hippie pelirrojo con barbita de chivo que había salido a recibirnos.
—¡¡Toma paz!! —dije justo antes de
endiñarle un sopapo que lo envió al suelo.
—¡Pero,
tío! ¿Por qué has hecho eso? —se atrevió a preguntar el damnificado.
—Perdona,
colega —me disculpé—. La película no va contigo, pero entiéndeme; yo estoy de
una mala hostia que te cagas, tú llevas ropa de segunda mano...
—Claro,
claro. Todos podemos tener un día malo —dijo el tipo levantándose del suelo—. Soy
Ciacco, el dueño del local. Seguidme, que hay una mesa junto a la chimenea. —Se
dio la vuelta—. El fuego secará vuestras ropas y aplacará vuestro ánimo.
Apenas
acabó la frase, agarré una silla libre y se la rompí en la espalda.
—¡Pero,
colega, que mal rollito! —se quejó Ciacco, sentado en el suelo.
—Lo
siento, lo siento. Tío, es que, si no tienes el pelo lo suficientemente largo,
una coleta queda ridícula —dije a modo de justificación—. Anda, déjame que te
ayude. —Y le tendí la mano.
—¡Mmpf!
Gracias. Colega, tienes los chakras hechos una puta mierda.
—Lo
sé. Llevo días sin darme una buena ducha.
Uriel
y yo nos sentamos al calor del fuego.
—¿Os
traigo algo de beber mientras miráis la carta? Tenemos una amplia variedad de
zumos naturales procedentes de frutas de nuestra propia cosecha.
—Para
mi compadre un zumo de tomate —dije mirando a Uriel, que estaba lívido—. Y para
mí… ¿Tenéis cerveza sin alcohol? —pregunté.
—Por
supuesto.
—Pues
puedes metértela por el culo. Un botellín de agua, gracias.
—¡Oye,
tío! ¿Cuál es tu problema?
—Perdona,
perdona. Es que me he peleado con mi novia y tú tienes piojos y...
—¿No
te parece que vas demasiado rápido? —me interrumpió Marcia a mi espalda,
cerrando el paraguas.
—¡Marcia,
tronca, cuánto tiempo! —saludó Ciacco— ¿Zumo de limón y pomelo, como de
costumbre?
—Sí,
gracias, Ciacco. —Marcia se sentó a la mesa.
—¿Y
bien? —dije cuando Ciacco nos dejó solos.
—¿Y
bien, qué? —dijo Marcia.
—¿No
tienes nada que decir referente al hostión que me has adjudicado?
Marcia
suspiró.
—Oye,
lo siento, pero no puedo… Si vuelves a acercarte a mí, me veré obligada a
hacerte daño otra vez. —No era una amenaza; parecía más bien resignada.
—¿Por qué?
—A ver cómo te lo explico...
—No sé, dibújalo en una servilleta o
algo, mujer, pero no me dejes en ascuas —dije en un improbable intento de
fluidificar la comunicación.
—Mira, no puedo permitirme ser
débil.
—Es una especie de maldición, señor —dijo
Uriel, que parecía estar sujetándose la cabeza con las dos manos.
—Ah, bueno —dije aliviado—. Pero
esas cosas se rompen, ¿no? Siempre hay alguna manera.
—Oye, ¿dónde crees que estamos? ¿En
un cuento gótico? —dijo Marcia.
—No siempre se trata de encontrar
una vieja daga mística y clavársela a alguien en las tripas —dije—. A veces es
como la historia del hombre lobo Paco Pepe.
—¿Qué posibilidad real hay de que un
tipo llamado Paco Pepe se convierta en hombre lobo? —pregunto Marcia.
—Ya, ya. El caso es que a Paco Pepe
le mordió un licántropo de esos siendo un adolescente, y las noches de luna
llena se convertía en una bestia salvaje y toda la marimorena. ¿Sabes lo que
hizo el padre? Lo hartó de palos hasta que se le quitó la tontería. Al
principio el niño no hacía ni puto caso, claro; ya sabes cómo son los
adolescentes. Pero su padre era muy bruto; uno de esos que nunca ha salido del
pueblo y se ha pasado la vida levantándose a las tres de la mañana para arar el
huerto y sembrar papas y tal, y al final…
—¿El padre acostumbró a su hijo a no
convertirse en hombre lobo a fuerza de golpes?
—La leyenda dice que además lo
castigó sin paga un tiempo.
—Ya. Y tú pretendes utilizar el
mismo sistema conmigo, ¿no? Meterme mano hasta que termine por acostumbrarme.
—A veces un hombre ha de hacer lo
que debe hacer —dije colocando mi mano sobre la suya.
—Tu capacidad de sacrificio resulta
admirable —dijo Marcia arqueando una ceja.
—Ejem,
yo... creo que aquí estoy de más —dijo Uriel apartando su silla, más por
precaución que por recato.
—Aparta
la mano, no sabes lo que puedo… —empezó a decir Marcia.
Y,
sin darle tiempo a terminar, me acerqué a ella y le besé en los labios. Marcia
me agarró de las solapas de la chaqueta y tiró hacia ella, apretando su boca
contra la mía. No voy a decir que el tiempo se detuviera; fue más bien como si
el tiempo, en su inexorable caminar, vacilara un momento y se preguntara “¿Me
he dejado la plancha encendida?”. Escuché la voz de Uriel como desde la
habitación de un cochambroso motel de carretera articulando unas palabras en un
idioma largamente olvidado.
—Vaya
merluza que llevo.
Como
si hubiera pegado fuego a una papelera en la Escuela de la Vida, como si
hubiera operado de arteriosclerosis al Universo, como si hubiera alunizado con
un camión cisterna en los Grandes Almacenes del Orden de las Cosas, como si le
hubiera enseñado el culo a la Anciana Primordial y a su Mierda de Yorkshire
Eterno, así me hizo sentir el beso de aquella diablesa.
Marcia
se apartó de mí sin soltar mis solapas. Buscó mi alma con la mirada y la
encontró vomitando mi vida anterior en el lavabo de una gasolinera.
—¿Sabes?
Estás empezando a gustarme mucho —dijo.
Entonces
me levantó como el cartón vacío de vino barato que era y me hizo salir del
restaurante atravesando la cristalera, método aparatoso a la par que
controvertido.
—¡Señor!
¡Señor! —escuché decir a Uriel mientras corría hacia mí—. ¿Es esta su idea de
una relación de pareja sana?
—¿Sabes, Uriel? Creo que la tengo en el bote —dije
sin mirarle, tumbado boca arriba y dejando que la lluvia entrara en mis ojos.
—¡Sal
de la carretera, hombre, que te va a pillar un coche! —gritó Marcia desde el
restaurante.
—¡Vaya
nochecita me estáis dando, hermanos! —dijo Ciacco, que se había acercado a
comprobar qué novedades en materia de interiorismo habíamos introducido en su
local desde que nos había tomado nota.
Un
minuto después, otra vez en la mesa, Marcia me quitaba los trozos de vidrio que
habían encontrado acomodo en mi cabello con la ternura y creciente exasperación
de la madre que desparasita a su hijo mediano.
—Es
que estás tonto —me dijo.
—Ha
valido la pena —le dije embelesado.
—Habla
por ti, colega —dijo Ciacco, malhumorado y bloc de notas en ristre.
—No
te preocupes por los desperfectos, Ciacco —dijo Marcia—. Yo me encargo de todo.
—¿Habéis
decidido ya, o pensáis seguir destrozándome el local un rato más?
—¿Nos
pedimos una ensalada? —preguntó Marcia, evitando mirarme a los ojos.
Yo no dije nada y Uriel se encogió
de hombros.
—Vale,
una ensalada de mandrágora y... ¿Uriel, te apetece algo en especial o…?
—Eh…
no sé… —dijo Uriel mirando la carta—. ¿Tienen cebolla cruda?
—Uriel,
amigo, no tienes que demostrar que eres un machote —señalé—. Has agarrado una
cogorza bochornosa, nada más.
—Ciacco,
tráenos la ensalada, por el momento —dijo Marcia.
Ciacco
se dio la vuelta sin decir nada, al considerar, quizá, que desearnos paz habría
supuesto un gesto estéril. Eché un vistazo a mi alrededor. El resto de
comensales miraba con recelo sus platos a medio terminar. Todas las mesas del
local estaban ocupadas, pero nadie parecía tener apetito.
—Marcia,
¿qué hace toda esta gente aquí?
—Purgar
el pecado de la gula.
—¿La
gente va al Infierno por comer mucho? Joder, menudo caos administrativo.
—Antes
solía considerarse un pecado importante —aclaró Marcia—. La Ley Divina está un
poco desfasada, me temo.
Valiente
despropósito, pensé. ¿Qué clase de criterios seguía Dios a la hora de enjuiciar
a un alma?
“—A ver, tú, que en
vida no has bebido, ni has fumado, ni te has drogado, ni has fornicado…
—¿Podrías bajar el
volumen, Señor? Me estás haciendo quedar como un gilipollas.
—…pero te has hinchado
de bollos. ¿Te parece bonito?
—Tampoco es para tanto.
Algún sobao de vez en cuando, pero…
—Repetiste estofado una
vez cuando tenías treinta y un años. ¿Es que no te bastaba con un plato?
—En mi descargo, diré
que la noche anterior solo cené una pera.
—Eso no te exime de
culpa. ¡Al Infierno por toda la Eternidad!”
Ahora
que se acercaba el Juicio Final, me parecía injusto que acabara en el Infierno
un tipo cuyo único pecado consistía en tener el carnet de socio del Club de
Amigos del Chili con Carne.
—¿Y
cuál es su castigo? —pregunté.
—Comer
verdura y sopa insípida el resto de la eternidad. ¿No es deliciosa la Ironía
Divina? —dijo Marcia levantando una ceja.
—Creía
que en el Averno te aplicaban descargas eléctricas en los testículos y cosas
así. Hasta ahora, nunca había considerado el potencial del brócoli como
instrumento de tortura —confesé—. ¿Y qué pinta Ciacco aquí?
—Ciacco
era el peor de todos. Por lo visto, una vez se comió una barra de pan con los macarrones.
—Se
la jugó, vaya.
—Este
zumo de tomate sabe raro —dijo Uriel.
—Ya,
bueno. Mi agua sabe a mierda, pero supongo que eso es normal aquí.
—No,
no lo es —dijo Marcia mirando su vaso—. Y, ahora que lo dices, mi zumo… ¡Ciacco!
Ciacco
se acercó a la mesa con nuestra ensalada.
—Dime,
Marcia.
Marcia,
sin mediar palabra, agarró mi botella de agua, se incorporó, y la hizo añicos
en la cabeza del hippie.
—¡¿Pero
qué coño te pasa a ti ahora?! —bramó Ciacco.
—Cabrón
—dijo Marcia.
—Huy, qué colocón tan guapo estoy
pillando. —Fueron mis últimas palabras antes de caer inconsciente.
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