La vida es una trepidante aventura
El Apocalipsis según se mire. Capítulo 12.
Finalmente,
habíamos logrado cruzar el Umbral del Averno utilizando del inaudito método de pegar
a la puerta y esperar un poco. Uriel yo estábamos tranquilamente sentados en
sendas sillas blancas de plástico pegadas a una pared que se prolongaba
prácticamente hasta el infinito, rodeados de una cantidad ingente de almas que,
al igual que nosotros, parecían esperar un turno que nunca llegaba.
—Y estaba yo pensando… ¿El Infierno
siempre ha tenido este aspecto? —le pregunté a mi angelical acompañante.
—¿A qué se refiere, señor?
—Bueno, es que, más que la
condenación eterna, parece que te van a dar un formulario para solicitar una
subvención agrícola.
—Ah, ya —dijo Uriel—. Bueno, al
principio esto no era así, pero… Ya sabe, como han bajado tantos de ustedes
aquí…
—A sufrir, tengo entendido; no a fundar
administraciones públicas.
—Si me permite la osadía, señor, la…
la influencia del ser humano puede ser muy tóxica.
—¿Me estás diciendo que el ser
humano ha remodelado el Infierno a imagen y semejanza de sus usos y costumbres?
—No conscientemente, señor —explicó
Uriel.
—Ya decía yo. No damos un palo al
agua cuando estamos vivos, muertos vamos a levantar un tabique con los cojones…
—Para que usted lo entienda, su
influencia funciona como un virus, ¿sabe? Una especie de enfermedad infecciosa.
La súbita revelación de que lo único
que había aportado el ser humano al Lugar más Terrorífico de la Creación era
una especie de lepra del alma me dejó perplejo durante un instante. No mucho,
la verdad, porque yo nunca he sido del tipo perplejo. Entonces, mi atención se
posó con la ligereza de un colibrí sobre la Recepcionista del Infierno, a la
que descubrí mirándonos detrás de su mostrador mientras hablaba por teléfono. Su
rostro poseía el tipo de expresividad propio de una maceta.
—Creo que Cara de Maceta está
hablando de nosotros con alguien —le susurré a Uriel. Intenté sonar intrigado,
pero, para mi propia sorpresa, parecía apático.
—Sí. —Uriel entrecerró los ojos y
balanceó la cabeza, pero no logró parecer interesado.
—Uriel, ¿serías tan amable de
pasarme una revista?
—¿Le
vale esta, señor? —dijo Uriel alcanzándome una revista de la mesita que tenía
al lado.
—"Mierdecillas.
El Magacín del Auxiliar Administrativo" —leí—. ¿No hay otra cosa? ¿Algo
sobre… cine gore… o heavy metal… o bondage…? —Fui incapaz de infundir algo de brío
a mis palabras; me sentía completamente lacio, desmotivado, como un contable al
que le acaban de extraer litro y medio de sangre.
—A
ver... —dijo Uriel—. Aquí hay una sobre números binarios... interiorismo de
celdas monacales… semáforos del mundo…
—¡Joder,
que aburrimiento de sitio! —exclamé.
Me
había inundado esa extraña indolencia que mi primo el psicólogo habría
diagnosticado como el Síndrome del Papel Pintado, en el caso de que yo tuviera
un primo psicólogo y se le hubiera ocurrido bautizar un síndrome. Miré a Uriel,
que tenía la vista fija en el televisor que pendía de la pared.
—Yo
que tú dejaría eso —aconsejé.
—Me
resulta fascinante, señor —dijo el arcángel sin apartar los ojos de la pantalla,
que emitía un documental sobre el origen del moho.
Agarré a Uriel por la túnica y le di una
brusca sacudida.
—¡Amigo
mío, despierta!
—¿S-señor?
—Echa
un vistazo a toda esta gente, Uriel.
—Se
les ve... un poco hastiados, ¿no, señor? —dijo Uriel, volviendo lentamente en
sí.
—¿Hastiados?
Están en estado mineral. Completamente amojamados. ¿Cuánto tiempo llevamos
aquí?
—No
sabría decirle... Parece toda una eternidad.
—Y
Cara de Maceta aún no ha llamado a nadie.
—Es
verdad.
—Uriel,
debemos tomar las riendas de nuestro destino. Ya es hora de que alguien haga
algo —sentencié.
—Tiene
razón. —Los ojos de Uriel se iluminaron.
—Anda,
¿por qué no te levantas y le preguntas a Cara de Maceta qué coño pasa?
—Con
todo el respeto, señor, ¿por qué no se lo pregunta usted?
—Es
que se está tan a gustito aquí sentado...
—Le
entiendo. Yo tampoco tengo ganas de moverme.
—Qué
más da. Esperamos un rato más y luego ya preguntamos, si eso.
Uriel
dio un respingo.
—¡Espere,
señor! ¿Es que no lo ve?
—Sí
—dije mirando el televisor—. Ese plátano no termina de pocharse… Espera, ahora
parece que… No… Ahora, ahora seguro que se pocha… Ah, pues no…
Uriel
me agarró de los hombros.
—¡Señor,
no deje que este sitio le afecte!
—¿Que
me afecte en qué?
—Eh...
en lo que me ha dicho antes.
—¿Antes
de qué?
—Antes
de... ya sabe... lo que hemos estado hablando hace un rato...
—¿Sobre
qué?
—¿Sobre
qué de qué?
Nos
quedamos un instante en silencio, intentando retomar el hilo de la
conversación.
—¡Ah,
si! —dije—. Sobre lo de... ya me acuerdo. Pero creía que ya habíamos zanjado el
tema.
—Mmm,
sí, sí, tiene razón, creo.
—Sí.
Claro que sí.
—¡Señor!
—exclamó Uriel justo antes de zarandearme por las solapas de la chaqueta—.
¡Vuelva en sí, señor!
—¿Qué
pasa? ¿Qué hora es?
Y
el remilgado arcángel me metió un par de sopapos.
—¡¿Pero
qué cojones...?! ¡Uriel! ¡¿Acabas de endiñarme dos hostias?!
—Menos
mal, señor. Creí que lo perdía para siempre.
—¿Dónde
estamos? ¿Qué coño hacemos aquí? —Miré a Cara de Maceta y apreté los dientes.
—Señor,
¿qué va a...?
Me
dirigí al mostrador de información con paso decidido.
—¡Vamos
a ver, señora!
—Señorita,
si no le importa —aclaró la Recepcionista del Infierno, o Cara de Maceta,
arqueando una ceja.
—No,
no me importa. En honor a la verdad, me la trae floja.
Cara
de Maceta me dedicó una mirada que se me antojó el equivalente en términos
materiales a ser aplastado por un congelador industrial.
—¿Que
desea, maleducado caballerete?
—Oiga,
¿cuánto vamos a tener que seguir esperando?
—¿Esperando
a qué?
—¿A
qué de qué? No, espere, así no vamos a ningún lado. —Carraspeé—. Verá, vengo de
Allá Arriba, y creo que alguien de aquí quiere verme.
—Bien.
Pero, primero, si tiene la amabilidad de contestarme a unas preguntas...
—Ya
rellené un formulario al entrar —repuse.
—¿Nombre?
Suspiré.
—Mesías.
El Nuevo Mesías.
—¿Ocupación?
—Salvador
de la Humanidad.
—¿Padece
algún tipo de alergia?
—Al
anisakis. Verá...
—¿Está
o cree que puede estar embarazada?
—Oiga,
¿no se da cuenta de que esto es un despropósito? —señalé.
—Las
normas son las normas —dijo Cara de Maceta con severidad.
—¿Y
dónde están escritas?
—¿El
qué?
—¿El
qué de qué? ¡Joder! —Me pasé la mano por la cara y respiré hondo—. A ver si nos
entendemos. Quiero-ver-a algún-responsable-y lo quiero-ver-ahora.
—¿Un
responsable de qué?
—¿De
qué de qué? ¡Coño ya! —dije pegando un zapatazo.
—Tranquila,
Agnes, ya me ocupo yo —dijo a mi espalda una voz tan sugerente que estuvo a
punto de volarme la tapa de los sesos.
Al
volverme me encontré de frente con una rubia de pelo largo con chaqueta y falda
rojos, camisa blanca con dos botones desabrochados, tacones, gafas y una mirada
tan penetrante que me hizo un piercing en el alma.
—Buenos
días, señor. —La rubia se quedó esperando la respuesta—. ¿Entiende lo que le
digo? —Y me saludó en lenguaje de signos.
—B-b-buenos
días —balbuceé cuando recordé cómo hablar.
—¿Dice
usted que es…?
—El
Nuevo Mesías —remarqué lo de “Nuevo”.
—¿El
Nuevo…? Me parece que ha habido un error…
—No,
ya, es que, verá, el Antiguo se encuentra momentáneamente indispuesto —expliqué—.
¿Y usted es…?
—Marcia
Hellstrom —dijo la rubia después de un instante de duda.
—Encantado.
Aquel es mi compadre, el arcángel Uriel. Uriel, acércate.
—H-ho-hola
—dijo Uriel, que se ponía muy nervioso cuando tenía cerca a alguien provisto de
aparato reproductor.
—He
oído hablar del valiente arcángel Uriel —dijo la señorita Hellstrom.
—¿Ah,
sí? —dijo Uriel, sorprendido—. Y-yo lamento no tener el gusto…
—Oh,
no se preocupe —dijo la rubia—. No hay mucha gente que conozca a, bueno, a la
secretaria de Lucifer.
—¿Sabe, señorita Hellstrom? Siempre
me he sentido atraído por las mujeres con carrera —dije practicando esa sonrisa
mía que había hecho caer a tantas mujeres a mis pies. A algunas de ellas para
vomitarme en los zapatos, todo hay que decirlo.
—¿Está seguro de que usted es el
Mesías? —me preguntó la piropeada.
—Vivimos tiempos difíciles.
—Comprenderá que deberá demostrar lo
que dice.
—Sí, bueno, ¿sabe lo que pasa? Me he
dejado la tarjeta identificativa en la túnica de bonito. —No me sorprendió la
incredulidad de la señorita Hellstrom; supuse que nunca se había encontrado
cara a cara con un líder espiritual con aspecto de haber pasado la noche sobre
la mesa de billar de un bar de moteros—. Es una tarjeta así verde, donde pone
“Salvador de la Humanidad” y hay una foto mía al lado. La verdad es que no
parezco ni yo, porque cuando me la hice tenía la cabeza rapada y llevaba tres
días sin afeitarme, pero…
—Ya, ya —interrumpió la rubia—. No
pretendo ofenderlo, pero reconozca que esto es un poco irregular. Quiero decir
que, bueno, usted podría ser un agente encubierto enviado por el Creador.
—Coño, pues sí que son suspicaces
ustedes los demonios —dije—. ¿Sabe? Ahora que lo menciona, la verdad es que
molaría más ser un agente encubierto de esos que el Nuevo Mesías.
—¿Eh?
—Pensándolo bien, puede que lo sea.
—¿Señor? —dijo Uriel.
—Sí fuera un agente encubierto,
¿cómo lo averiguarían ustedes? —le pregunté a la rubia—. ¿Me torturaría usted
personalmente?
—¿Disculpe?
—Que si me pondría usted pinzas en
los pezones, digo.
—¿Qué? Naturalmente que no. Ponerle
pinzas en los pezones es lo último que se me ocurriría.
—¿En los testículos, quizá? —pregunté,
levemente esperanzado.
—Señor —dijo Uriel—. Le recuerdo que
no, eh, dispone de ellos temporalmente.
—Ah, sí. Mierda. —Me volví hacia la
señorita Hellstrom—. ¿Sabe lo que le digo? Olvídese de mis testículos.
—No me había parado a pensar en
ellos ni un solo segundo.
—Bueno, querrá que cante. De algún
modo tendrá que torturarme.
—Eh, no, bueno. —La señorita
Hellstrom parecía aturdida—. Tendría que pasar por una serie de pruebas para
demostrar que su afirmación es cierta.
—Pues
estamos aviados —dije, mirándola como si me hubiera pedido ayuda para mover un
piano.
—¿Cómo
dice?
—No,
que nada, que me parece bien.
—Bien. El camino hasta nuestras oficinas
centrales es largo. Sería conveniente que nos pusiéramos en marcha —dijo Marcia
Hellstrom, el tipo de mujer que era capaz de hacer aflorar súbitamente las
pelotas a un ángel. En sentido desgraciadamente figurado, como es de suponer.
Me
acerqué a ella lo suficiente como para olerla. Despedía feromonas a punta pala.
—Por
favor, después de usted. —Me volví a Uriel—. En marcha, compadre.
—Sí,
señor. —El tímido arcángel se acercó.
—Él
no puede pasar de recepción —dijo la señorita Hellstrom—. Es un alma sin pecado.
—Oiga,
señorita, aquí donde lo ve, mi amigo es un cerdo lascivo.
—¡Señor!
—protestó Uriel.
—¿Y
cómo no va a serlo? Mire qué cara; parece cincelada en mármol. Y estos rizos
dorados como la más ardiente de las estrellas. Y mire qué alas tan enormes. Ya
sabe lo que dicen, alas grandes, dedos largos. Y mire qué lengua. Uriel, saca
la lengua.
—Señor,
por favor… —Uriel estaba abochornado.
—Observe
qué planta. Hasta las mujeres más castas aúllan como perras cuando entra en
una habitación —seguí—. Uriel, Santo Patrón de las Bragas Húmedas, le
llaman.
—¡¡Señor!!
—Lo
siento. No puede pasar. —La rubia se mantuvo en sus trece.
—¿Nos
disculpa un momento? —Y me llevé a Uriel a unos metros de distancia.
—Señor,
¿por qué ha dicho esas cosas?
—Uriel,
si quieres entrar conmigo tendrás que bssssssss bssssss —le susurré al oído.
—¿Bsss
bsssss qué?
—Que
digo que bssss bsssss —aclaré.
—¡Ah,
no, ni hablar! Yo no puedo bsssss bsssss —me contrarió.
—Uriel,
no me sale de los bsssss dejarte aquí solo.
—Pero
es que mi conciencia no me permite bsss bssss.
—¡Bss,
Uriel! ¿Quieres quedarte aquí, o prefieres bssss bssssss?
—Supongo
que bsssss bsssss.
—Estás
seguro, ¿no?
—Bs
—afirmó, no muy convencido.
—Este
es mi chico. Anda, vamos. —Y nos acercamos a la rubia.
—¿Qué
estaban murmurando? —preguntó la secretaria de Lucifer, arqueando
admirablemente una ceja.
—Señorita,
lamento de verdad lo que estoy a punto de hacer. —Y Uriel palmeó a la señorita
Hellstrom su bien formado trasero.
A
lo que la señorita Hellstrom respondió desplazando cinco metros a Uriel de una
galleta.
—Jooooooooder
—expresé con sinceridad.
—¡Lo
siento! ¡Lo siento! —se disculpó la señorita Hellstrom—. ¡Ha sido un acto
reflejo!
—No
se preocupe, señorita Hellstrom —dijo Uriel, que estaba en el suelo sangrando
por la nariz—. No ha sido culpa suya.
—Y
bien, chico, ¿qué te ha parecido? —pregunté arrodillándome junto al arcángel.
—Debería
probarlo, señor.
—Uriel,
viejo amigo, ¿eso es sarcasmo?
—¿Eh?
—Anda,
chaval, apóyate en mí. —Nos plantamos delante de la rubia—. ¿Y ahora, puede entrar
el muchacho o no?
—Bueno,
supongo que, técnicamente... Está bien. —Me miró fijamente—. Tú estás loco. Lo
sabes, ¿verdad?
—¿Acaso
hay mayor locura que estar completamente cuerdo? —dije solemne, intentando que
sonara a una cita de alguien más importante que yo.
—Lo
que tú digas —dijo Marcia sin cambiar el semblante—. Seguidme.
—¿Qué
está pensando, señor? —me preguntó Uriel. Una pregunta a todas luces absurda si
hubiera reparado en que la dirección de mi mirada entraba en rumbo de colisión
con el bamboleante trasero de la señorita Hellstrom.
—¿Tú qué crees? La tía más maciza a este
lado del Aqueronte, y yo sin pelotas. Definitivamente, esto debe de ser el
Infierno.
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