jueves, 9 de abril de 2020

La sala de espera del tormento eterno

La vida es una trepidante aventura

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 12.

Finalmente, habíamos logrado cruzar el Umbral del Averno utilizando del inaudito método de pegar a la puerta y esperar un poco. Uriel yo estábamos tranquilamente sentados en sendas sillas blancas de plástico pegadas a una pared que se prolongaba prácticamente hasta el infinito, rodeados de una cantidad ingente de almas que, al igual que nosotros, parecían esperar un turno que nunca llegaba.
            —Y estaba yo pensando… ¿El Infierno siempre ha tenido este aspecto? —le pregunté a mi angelical acompañante.
            —¿A qué se refiere, señor?
            —Bueno, es que, más que la condenación eterna, parece que te van a dar un formulario para solicitar una subvención agrícola.
            —Ah, ya —dijo Uriel—. Bueno, al principio esto no era así, pero… Ya sabe, como han bajado tantos de ustedes aquí…
            —A sufrir, tengo entendido; no a fundar administraciones públicas.
            —Si me permite la osadía, señor, la… la influencia del ser humano puede ser muy tóxica.
            —¿Me estás diciendo que el ser humano ha remodelado el Infierno a imagen y semejanza de sus usos y costumbres?
            —No conscientemente, señor —explicó Uriel.
            —Ya decía yo. No damos un palo al agua cuando estamos vivos, muertos vamos a levantar un tabique con los cojones…
            —Para que usted lo entienda, su influencia funciona como un virus, ¿sabe? Una especie de enfermedad infecciosa.
            La súbita revelación de que lo único que había aportado el ser humano al Lugar más Terrorífico de la Creación era una especie de lepra del alma me dejó perplejo durante un instante. No mucho, la verdad, porque yo nunca he sido del tipo perplejo. Entonces, mi atención se posó con la ligereza de un colibrí sobre la Recepcionista del Infierno, a la que descubrí mirándonos detrás de su mostrador mientras hablaba por teléfono. Su rostro poseía el tipo de expresividad propio de una maceta.
            —Creo que Cara de Maceta está hablando de nosotros con alguien —le susurré a Uriel. Intenté sonar intrigado, pero, para mi propia sorpresa, parecía apático.
            —Sí. —Uriel entrecerró los ojos y balanceó la cabeza, pero no logró parecer interesado.
            —Uriel, ¿serías tan amable de pasarme una revista?
—¿Le vale esta, señor? —dijo Uriel alcanzándome una revista de la mesita que tenía al lado.
—"Mierdecillas. El Magacín del Auxiliar Administrativo" —leí—. ¿No hay otra cosa? ¿Algo sobre… cine gore… o heavy metal… o bondage…? —Fui incapaz de infundir algo de brío a mis palabras; me sentía completamente lacio, desmotivado, como un contable al que le acaban de extraer litro y medio de sangre.
—A ver... —dijo Uriel—. Aquí hay una sobre números binarios... interiorismo de celdas monacales… semáforos del mundo…
—¡Joder, que aburrimiento de sitio! —exclamé.
Me había inundado esa extraña indolencia que mi primo el psicólogo habría diagnosticado como el Síndrome del Papel Pintado, en el caso de que yo tuviera un primo psicólogo y se le hubiera ocurrido bautizar un síndrome. Miré a Uriel, que tenía la vista fija en el televisor que pendía de la pared.
—Yo que tú dejaría eso —aconsejé.
—Me resulta fascinante, señor —dijo el arcángel sin apartar los ojos de la pantalla, que emitía un documental sobre el origen del moho.
 Agarré a Uriel por la túnica y le di una brusca sacudida.
—¡Amigo mío, despierta!
—¿S-señor?
—Echa un vistazo a toda esta gente, Uriel.
—Se les ve... un poco hastiados, ¿no, señor? —dijo Uriel, volviendo lentamente en sí.
—¿Hastiados? Están en estado mineral. Completamente amojamados. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
—No sabría decirle... Parece toda una eternidad.
—Y Cara de Maceta aún no ha llamado a nadie.
—Es verdad.
—Uriel, debemos tomar las riendas de nuestro destino. Ya es hora de que alguien haga algo —sentencié.
—Tiene razón. —Los ojos de Uriel se iluminaron.
—Anda, ¿por qué no te levantas y le preguntas a Cara de Maceta qué coño pasa?
—Con todo el respeto, señor, ¿por qué no se lo pregunta usted?
—Es que se está tan a gustito aquí sentado...
—Le entiendo. Yo tampoco tengo ganas de moverme.
—Qué más da. Esperamos un rato más y luego ya preguntamos, si eso.
Uriel dio un respingo.
—¡Espere, señor! ¿Es que no lo ve?
—Sí —dije mirando el televisor—. Ese plátano no termina de pocharse… Espera, ahora parece que… No… Ahora, ahora seguro que se pocha… Ah, pues no…
Uriel me agarró de los hombros.
—¡Señor, no deje que este sitio le afecte!
—¿Que me afecte en qué?
—Eh... en lo que me ha dicho antes.
—¿Antes de qué?
—Antes de... ya sabe... lo que hemos estado hablando hace un rato...
—¿Sobre qué?
—¿Sobre qué de qué?
Nos quedamos un instante en silencio, intentando retomar el hilo de la conversación.
—¡Ah, si! —dije—. Sobre lo de... ya me acuerdo. Pero creía que ya habíamos zanjado el tema.
—Mmm, sí, sí, tiene razón, creo.
—Sí. Claro que sí.
—¡Señor! —exclamó Uriel justo antes de zarandearme por las solapas de la chaqueta—. ¡Vuelva en sí, señor!
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
Y el remilgado arcángel me metió un par de sopapos.
—¡¿Pero qué cojones...?! ¡Uriel! ¡¿Acabas de endiñarme dos hostias?!
—Menos mal, señor. Creí que lo perdía para siempre.
—¿Dónde estamos? ¿Qué coño hacemos aquí? —Miré a Cara de Maceta y apreté los dientes.
—Señor, ¿qué va a...?
Me dirigí al mostrador de información con paso decidido.
—¡Vamos a ver, señora!
—Señorita, si no le importa —aclaró la Recepcionista del Infierno, o Cara de Maceta, arqueando una ceja.
—No, no me importa. En honor a la verdad, me la trae floja.
Cara de Maceta me dedicó una mirada que se me antojó el equivalente en términos materiales a ser aplastado por un congelador industrial.
—¿Que desea, maleducado caballerete?
—Oiga, ¿cuánto vamos a tener que seguir esperando?
—¿Esperando a qué?
—¿A qué de qué? No, espere, así no vamos a ningún lado. —Carraspeé—. Verá, vengo de Allá Arriba, y creo que alguien de aquí quiere verme.
—Bien. Pero, primero, si tiene la amabilidad de contestarme a unas preguntas...
—Ya rellené un formulario al entrar —repuse.
—¿Nombre?
Suspiré.
—Mesías. El Nuevo Mesías.
—¿Ocupación?
—Salvador de la Humanidad.
—¿Padece algún tipo de alergia?
—Al anisakis. Verá...
—¿Está o cree que puede estar embarazada?
—Oiga, ¿no se da cuenta de que esto es un despropósito? —señalé.
—Las normas son las normas —dijo Cara de Maceta con severidad.
—¿Y dónde están escritas?
—¿El qué?
—¿El qué de qué? ¡Joder! —Me pasé la mano por la cara y respiré hondo—. A ver si nos entendemos. Quiero-ver-a algún-responsable-y lo quiero-ver-ahora.
—¿Un responsable de qué?
—¿De qué de qué? ¡Coño ya! —dije pegando un zapatazo.
—Tranquila, Agnes, ya me ocupo yo —dijo a mi espalda una voz tan sugerente que estuvo a punto de volarme la tapa de los sesos.
Al volverme me encontré de frente con una rubia de pelo largo con chaqueta y falda rojos, camisa blanca con dos botones desabrochados, tacones, gafas y una mirada tan penetrante que me hizo un piercing en el alma.
—Buenos días, señor. —La rubia se quedó esperando la respuesta—. ¿Entiende lo que le digo? —Y me saludó en lenguaje de signos.
—B-b-buenos días —balbuceé cuando recordé cómo hablar.
—¿Dice usted que es…?
—El Nuevo Mesías —remarqué lo de “Nuevo”.
—¿El Nuevo…? Me parece que ha habido un error…
—No, ya, es que, verá, el Antiguo se encuentra momentáneamente indispuesto —expliqué—. ¿Y usted es…?
—Marcia Hellstrom —dijo la rubia después de un instante de duda.
—Encantado. Aquel es mi compadre, el arcángel Uriel. Uriel, acércate.
—H-ho-hola —dijo Uriel, que se ponía muy nervioso cuando tenía cerca a alguien provisto de aparato reproductor.
—He oído hablar del valiente arcángel Uriel —dijo la señorita Hellstrom.
—¿Ah, sí? —dijo Uriel, sorprendido—. Y-yo lamento no tener el gusto…
—Oh, no se preocupe —dijo la rubia—. No hay mucha gente que conozca a, bueno, a la secretaria de Lucifer.
            —¿Sabe, señorita Hellstrom? Siempre me he sentido atraído por las mujeres con carrera —dije practicando esa sonrisa mía que había hecho caer a tantas mujeres a mis pies. A algunas de ellas para vomitarme en los zapatos, todo hay que decirlo.
            —¿Está seguro de que usted es el Mesías? —me preguntó la piropeada.
            —Vivimos tiempos difíciles.
            —Comprenderá que deberá demostrar lo que dice.
            —Sí, bueno, ¿sabe lo que pasa? Me he dejado la tarjeta identificativa en la túnica de bonito. —No me sorprendió la incredulidad de la señorita Hellstrom; supuse que nunca se había encontrado cara a cara con un líder espiritual con aspecto de haber pasado la noche sobre la mesa de billar de un bar de moteros—. Es una tarjeta así verde, donde pone “Salvador de la Humanidad” y hay una foto mía al lado. La verdad es que no parezco ni yo, porque cuando me la hice tenía la cabeza rapada y llevaba tres días sin afeitarme, pero…
            —Ya, ya —interrumpió la rubia—. No pretendo ofenderlo, pero reconozca que esto es un poco irregular. Quiero decir que, bueno, usted podría ser un agente encubierto enviado por el Creador.
            —Coño, pues sí que son suspicaces ustedes los demonios —dije—. ¿Sabe? Ahora que lo menciona, la verdad es que molaría más ser un agente encubierto de esos que el Nuevo Mesías.
            —¿Eh?
            —Pensándolo bien, puede que lo sea.
            —¿Señor? —dijo Uriel.
            —Sí fuera un agente encubierto, ¿cómo lo averiguarían ustedes? —le pregunté a la rubia—. ¿Me torturaría usted personalmente?
            —¿Disculpe?
            —Que si me pondría usted pinzas en los pezones, digo.
            —¿Qué? Naturalmente que no. Ponerle pinzas en los pezones es lo último que se me ocurriría.
            —¿En los testículos, quizá? —pregunté, levemente esperanzado.
            —Señor —dijo Uriel—. Le recuerdo que no, eh, dispone de ellos temporalmente.
            —Ah, sí. Mierda. —Me volví hacia la señorita Hellstrom—. ¿Sabe lo que le digo? Olvídese de mis testículos.
            —No me había parado a pensar en ellos ni un solo segundo.
            —Bueno, querrá que cante. De algún modo tendrá que torturarme.
            —Eh, no, bueno. —La señorita Hellstrom parecía aturdida—. Tendría que pasar por una serie de pruebas para demostrar que su afirmación es cierta.  
—Pues estamos aviados —dije, mirándola como si me hubiera pedido ayuda para mover un piano.
—¿Cómo dice?
—No, que nada, que me parece bien.
            —Bien. El camino hasta nuestras oficinas centrales es largo. Sería conveniente que nos pusiéramos en marcha —dijo Marcia Hellstrom, el tipo de mujer que era capaz de hacer aflorar súbitamente las pelotas a un ángel. En sentido desgraciadamente figurado, como es de suponer.
Me acerqué a ella lo suficiente como para olerla. Despedía feromonas a punta pala.
—Por favor, después de usted. —Me volví a Uriel—. En marcha, compadre.
—Sí, señor. —El tímido arcángel se acercó.
—Él no puede pasar de recepción —dijo la señorita Hellstrom—. Es un alma sin pecado.
—Oiga, señorita, aquí donde lo ve, mi amigo es un cerdo lascivo.
—¡Señor! —protestó Uriel.
—¿Y cómo no va a serlo? Mire qué cara; parece cincelada en mármol. Y estos rizos dorados como la más ardiente de las estrellas. Y mire qué alas tan enormes. Ya sabe lo que dicen, alas grandes, dedos largos. Y mire qué lengua. Uriel, saca la lengua.
—Señor, por favor… —Uriel estaba abochornado.
—Observe qué planta. Hasta las mujeres más castas aúllan como perras cuando entra en una habitación —seguí—. Uriel, Santo Patrón de las Bragas Húmedas, le llaman.
—¡¡Señor!!
—Lo siento. No puede pasar. —La rubia se mantuvo en sus trece.
—¿Nos disculpa un momento? —Y me llevé a Uriel a unos metros de distancia.
—Señor, ¿por qué ha dicho esas cosas?
—Uriel, si quieres entrar conmigo tendrás que bssssssss bssssss —le susurré al oído.
—¿Bsss bsssss qué?
—Que digo que bssss bsssss —aclaré.
—¡Ah, no, ni hablar! Yo no puedo bsssss bsssss —me contrarió.
—Uriel, no me sale de los bsssss dejarte aquí solo.
—Pero es que mi conciencia no me permite bsss bssss.
—¡Bss, Uriel! ¿Quieres quedarte aquí, o prefieres bssss bssssss?
—Supongo que bsssss bsssss.
—Estás seguro, ¿no?
—Bs —afirmó, no muy convencido.
—Este es mi chico. Anda, vamos. —Y nos acercamos a la rubia.
—¿Qué estaban murmurando? —preguntó la secretaria de Lucifer, arqueando admirablemente una ceja.
—Señorita, lamento de verdad lo que estoy a punto de hacer. —Y Uriel palmeó a la señorita Hellstrom su bien formado trasero.
A lo que la señorita Hellstrom respondió desplazando cinco metros a Uriel de una galleta.
—Jooooooooder —expresé con sinceridad.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! —se disculpó la señorita Hellstrom—. ¡Ha sido un acto reflejo!
—No se preocupe, señorita Hellstrom —dijo Uriel, que estaba en el suelo sangrando por la nariz—. No ha sido culpa suya.
—Y bien, chico, ¿qué te ha parecido? —pregunté arrodillándome junto al arcángel.
—Debería probarlo, señor.
—Uriel, viejo amigo, ¿eso es sarcasmo?
—¿Eh?
—Anda, chaval, apóyate en mí. —Nos plantamos delante de la rubia—. ¿Y ahora, puede entrar el muchacho o no?
—Bueno, supongo que, técnicamente... Está bien. —Me miró fijamente—. Tú estás loco. Lo sabes, ¿verdad?
—¿Acaso hay mayor locura que estar completamente cuerdo? —dije solemne, intentando que sonara a una cita de alguien más importante que yo.
—Lo que tú digas —dijo Marcia sin cambiar el semblante—. Seguidme.
—¿Qué está pensando, señor? —me preguntó Uriel. Una pregunta a todas luces absurda si hubiera reparado en que la dirección de mi mirada entraba en rumbo de colisión con el bamboleante trasero de la señorita Hellstrom.
      —¿Tú qué crees? La tía más maciza a este lado del Aqueronte, y yo sin pelotas. Definitivamente, esto debe de ser el Infierno.

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