El primer libro del joven
poeta había cosechado un éxito de ventas considerable dentro de su reducido nicho
de mercado y al menos una reseña laudatoria en un suplemento cultural de cierto prestigio. El día que recibió su primer cheque, y antes siquiera de descorchar
la botella de vino blanco que el padrino de su bautizo le había regalado hacía ya algunos años y que tenía guardada para la ocasión, alguien pegó al
timbre de su pequeño y escasamente amueblado apartamento de alquiler. Detrás de la puerta se encontraba
la mujer más bella que el joven había tenido la suerte de cruzarse en su
vida. Morena, con el largo cabello recogido en una trenza y con una túnica
blanca como único atuendo.
-Mira –dijo la hermosa
joven sin más preámbulos-, en otras circunstancias no te pediría esto, pero ya
sabes lo mala que está la cosa para todo el mundo. Vengo a reclamar mi parte de
los derechos de autor.
El poeta comprendió en
seguida. Nunca antes había visto a esa mujer, pero habría reconocido su voz en
cualquier parte.
Era su musa.
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