martes, 27 de mayo de 2014

A ti, que eres tan prosaica




            El primer libro del joven poeta había cosechado un éxito de ventas considerable dentro de su reducido nicho de mercado y al menos una reseña laudatoria en un suplemento cultural de cierto prestigio. El día que recibió su primer cheque, y antes siquiera de descorchar la botella de vino blanco que el padrino de su bautizo le había regalado hacía ya algunos años y que tenía guardada para la ocasión, alguien pegó al timbre de su pequeño y escasamente amueblado apartamento de alquiler. Detrás de la puerta se encontraba la mujer más bella que el joven había tenido la suerte de cruzarse en su vida. Morena, con el largo cabello recogido en una trenza y con una túnica blanca como único atuendo.
            -Mira –dijo la hermosa joven sin más preámbulos-, en otras circunstancias no te pediría esto, pero ya sabes lo mala que está la cosa para todo el mundo. Vengo a reclamar mi parte de los derechos de autor.
            El poeta comprendió en seguida. Nunca antes había visto a esa mujer, pero habría reconocido su voz en cualquier parte.
            Era su musa.

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