“Y tú, ¿qué problema tienes con los cocodrilos? Vamos, si puede saberse”, espetó la señora de Fulano Equis a eso de las una y media de la tarde. Llevaba puesto un delantal que lucía cuales condecoraciones de guerra una multitud de manchas de diferentes refritos de sabores ya olvidados y blandía un cucharón de madera a la manera de una lanza zulú. El señor Equis desvió la vista del crucigrama del periódico y reparó en su esposa. Aunque sabía a ciencia cierta que hasta hace unos segundos se encontraba elaborando un potaje de berzas para el almuerzo, le dio la impresión de que su señora acababa de salir del escondite donde estaba preparando una emboscada a la tribu vecina. El señor Equis tenía la noción de que era la primera vez que su esposa le dirigía la palabra en todo el día, aunque, bien pensado, ¿no la había oído expresar en algún momento de aquella mañana una opinión negativa del actual precio de venta al público de los productos limpiadores específicos para vitrocerámica? ¿O fue ayer? También cabía la posibilidad de que lo hubiera soñado. Al fin y al cabo, en casa no tenían vitrocerámica, precisamente porque el señor Equis mantenía que resultaría muy caro limpiarla. Una vez superada la leve sorpresa que le produjo la visión de su mujer recién bajada de la rama de un árbol (visión solo empañada por el tinte cobrizo de sus cabellos, cuya índole artificial desentonaría en un ámbito selvático a ojos de un espectador casual), el cerebro del señor Equis, tan comprometido con la estructura secuencial de las tareas, tan vayamos por partes, primero esto y después lo otro, pasó a analizar la pregunta que le había arrojado la señora Equis con una catapulta toscamente manufacturada. Tras diez segundos de reflexión (no todos imprescindibles para el resultado final), el señor Equis llegó a dos conclusiones:
a)
Que el tema de los cocodrilos era una manera extraña de
empezar una discusión, incluso para un matrimonio de largo recorrido,
acostumbrado a ver sus temas de conversación desangrarse bajo la luz mortecina
de una bombilla a punto de fundirse.
b)
Que su mujer jamás había mostrado afecto alguno por los
cocodrilos ni por ninguna otra clase de reptil, incluidas las salamandras y las
iguanas, considerados los Reptiles más Tolerables por el Urbanita Idiota Medio,
según una encuesta de dudosa fiabilidad.
El señor Equis consideró improcedente aportar su cuota de
nieve a la inevitable bola que amenazaba con arrastrarlo precipicio abajo, así
que resolvió esquivar la pregunta improvisando un plan de fuga: “Manifestación,
aparición, o revelación. Ocho letras” (cuatro vertical). “¡Epifanía!”, bramó la
señora Equis, y la solución a cuatro vertical marcó el inicio de las
hostilidades y llegó a oídos de Encarna la del Quinto, que llevaba años
tratando de descifrar la dinámica cotidiana de los señores de Equis con escaso
éxito. La señora Equis dibujó un giro de corte marcial sobre sus talones y
volvió a la cocina exprimiendo el mango del cucharón de madera. Por su parte,
el señor Equis mancilló el último recuadro en blanco de su crucigrama con la
última “a” de “Epifanía”, acto que señalaba de manera oficial el fin del
mediodía del domingo en casa de los señores de Equis. Acuciado por su mala
conciencia, o quizá por la previsión de un plato de potaje de berzas de
dimensiones poco consoladoras, o por una necesidad de quid pro quo (dos
horizontal) que le parecía justo satisfacer, o probablemente para no tener que
darle muchas vueltas al mensaje subyacente en la actitud de su mujer, porque
pensaba que los subtextos nunca traían nada bueno, el señor Equis se levantó de
su sillón de leer el periódico (también utilizado para otros menesteres, como
mirar la pared en silencio, ya que despreciaba el inútil gasto de energía que
suponía mirar la pared de pie); se levantó del sillón, decíamos, y se encaminó
hacia la cocina con el tenue aire de consternación del hombre al que en
realidad le da igual todo. Encontró a su mujer sacrificando sin delectación
trescientos gramos de calabaza en el altar del Dios de la Cocina de Toda la
Vida. “Es que se ve a la legua que son unos desagradecidos”, dijo el señor
Equis sin más preámbulos. La frase atravesó la cocina como una flecha con la
punta en llamas, iluminando la noche de la densa jungla pero, finalmente,
errando su objetivo. La señora Equis apartó la vista de la olla y miró a su
marido con los ojos entrecerrados, como tratando de recordar unas nociones de
suajili que nunca poseyó. La señora Equis miraba a su esposo así muy a menudo,
casi siempre coincidiendo con el final de una de sus frases. “¿A qué te
refieres?”, preguntó en un desesperado intento por asirse a una liana demasiado
lejana. “Bueno, no tienes más que mirar a uno cualquiera. Quiero decir, tú le
haces un favor, le quitas una astilla de una pata, por ejemplo, y sabes que te
va a devorar igualmente. Es algo que se le ve en la cara, ¿comprendes? Se nota
que no te lo va a agradecer. Entonces, ¿qué sentido tiene hacer algo por un
cocodrilo?”. La señora Equis procesó los datos aportados por su marido y los
almacenó en la zona de su cerebro destinada a las informaciones con fecha de caducidad
próxima, y acto seguido asintió en silencio, gesto que el señor Equis
interpretó como un deseo de zanjar el tema para siempre; deseo, huelga decirlo,
del que él mismo participaba con una pasión templada, desprovista de
pirotecnia. Dos semanas después, sin saber cómo, el señor Equis recibió una
carta de la Asociación de Amigos de los Cocodrilos recriminándole su censurable
actitud. En las redes sociales se desató una tumultuosa polémica acerca de la discriminación
de los cocodrilos, que duró hasta que otro se metió con otra cosa, pero el
señor Equis no fue consciente de nada de esto, dada su natural aversión a la
tecnología y, en general, a todo lo que le sonara a chamanismo.
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